Harry odiaba esos duelos del Salvaje Oeste.
Siendo policía, sabía que tarde o temprano tendrías un encontronazo violento. De pronto te topabas con lobos mucho más feroces que el de Caperucita Roja, pero aunque fuera parte del trabajo, no lo disfrutabas.
A menos que fueras Connie Gulliver.
Cuando Harry se lanzó contra la puerta de la cocina, deprisa y encorvado, listo para disparar, la oyó a sus espaldas, embistiendo a toda máquina y pisando el suelo con ruidos pegajosos. Sabía que si miraba hacia atrás encontraría una sonrisa muy parecida a la del maniático que había iniciado el tiroteo en el restaurante, y aunque Connie estuviera del lado de los ángeles, su sonrisa nunca dejaba de perturbarlo.
Frenó ante la puerta, le dio una patada y al instante saltó a un costado, esperando una andanada de balas por respuesta.
Pero la puerta se dobló hacia dentro, rebotó, y no hubo disparos. Cuando se dobló de nuevo hacia dentro, Connie irrumpió en la cocina. Harry la siguió maldiciendo entre dientes. Nunca maldecía de otro modo.
En el interior húmedo y cavernoso de la cocina había hamburguesas siseando en la parrilla y grasa burbujeando en una sartén. Cacerolas de agua hervían sobre una estufa. Los hornos de gas crujían por el intenso calor que contenían, los hornos de microondas zumbaban suavemente.
Media docena de cocineros y otros empleados, vestidos con pantalones blancos y camisetas, el pelo recogido bajo gorras blancas, pálidos como cadáveres, estaban erguidos o agachados en medio del equipo culinario. Aureolados por el vapor y el humo, parecían fantasmas en vez de personas reales. Se volvieron hacia Connie y Harry como un solo hombre.
—¿Dónde? —susurró Harry.
Un empleado señaló una puerta entornada al fondo de la cocina.
Harry se internó en un pasillo angosto. A la izquierda colgaban cacerolas y cubiertos; a la derecha había cuchillos de carnicero, una máquina de cortar patatas y otra para triturar lechuga.
El pasillo desembocaba en un espacio despejado, con fregaderos y lavadoras industriales en la pared de la izquierda. La puerta entornada estaba a seis metros, más allá de los fregaderos.
Connie le alcanzó cuando se aproximaron a la puerta. Se mantenía a distancia para evitar que una sola descarga los alcanzara a ambos.
La oscuridad que había después de ese umbral molestaba a Harry. Debía de haber un depósito sin ventanas. Y ese sonriente homicida con cara de luna sería aún más peligroso cuando estuviese acorralado.
Flanquearon la puerta, titubearon, se tomaron un momento para pensar. Harry se habría tomado medio día para pensar, dando al agresor tiempo suficiente para cocinarse allí adentro. Pero no funcionaba así. Un policía debía actuar en vez de reaccionar. Si el depósito tenía una salida, cualquier demora permitiría que el agresor escapase.
Además, si tu compañera era Connie Gulliver, no podías darte el lujo de sentarte a meditar. Nunca era temeraria, siempre cauta y profesional, pero tan rápida y agresiva como si hubiera llegado a homicidios a través del SWAT.
Connie empuñó una escoba apoyada contra la pared. Cogiéndola por la parte inferior, palpó con el mango la puerta entornada, que giró hacia dentro con un gemido. Cuando la puerta estuvo abierta del todo, Connie arrojó adentro la escoba, que cayó en el suelo de mosaico con un ruido de huesos viejos.
Se miraron tensamente desde ambos flancos de la puerta.
Silencio en el depósito.
Sin ponerse a tiro del psicótico, Harry podía ver una angosta cuña de oscuridad más allá del umbral.
Sólo se oía el burbujeo y gorgoteo de las cacerolas y sartenes de la cocina, el zumbido de los extractores de aire.
Cuando los ojos se le acostumbraron a la penumbra del depósito, Harry vio formas geométricas, un gris oscuro contra la negrura amenazadora. De pronto comprendió que no era un depósito, sino el pie de una escalera.
De nuevo maldijo entre dientes.
—¿Qué? —susurró Connie.
—Escalera.
Cruzó el umbral, tan audaz como Connie, porque no había otro modo de hacerlo. Las escaleras siempre eran trampas angostas donde no era fácil esquivar una bala, y las escaleras oscuras eran peores. La penumbra era tan densa que no veía si el chiflado estaba allá arriba, pero calculó que él constituía un blanco perfecto contra la luz de la cocina. Habría preferido bloquear la puerta de la escalera y subir al segundo piso por otro camino, pero para entonces el chiflado se habría largado o se habría parapetado tan bien que otros dos policías perderían la vida para sacarlo.
Subió la escalera a toda prisa, pero manteniéndose a un costado, contra la pared, donde los peldaños estaban más fuertes y chirriaban menos cuando uno pisaba. Llegó a un rellano estrecho, moviéndose a tientas de espaldas contra la pared.
Escrutando la penumbra, se preguntó cómo era posible que un segundo piso fuera tan oscuro como un sótano.
Oyó una risa suave arriba.
Harry se quedó inmóvil en el rellano. Confiaba en que ya no recibiera luz desde atrás. Se aplastó contra la pared.
Connie tropezó con él y también se quedó quieta.
Harry aguardó a que la extraña risa sonara de nuevo. Esperaba poder localizarla con precisión suficiente para que valiera la pena arriesgarse a disparar y delatar su posición.
Nada.
Contuvo el aliento.
Oyó un golpe. Un crujido. Un golpe. Un crujido.
Un objeto bajaba botando por la escalera. ¿Qué? No tenía idea. Su imaginación no le ayudó.
Golpe. Crujido. Golpe.
Su intuición le dijo que lo que bajaba por la escalera no era bueno. Por eso el agresor se había reído. Algo pequeño, a juzgar por el sonido, pero mortal a pesar de su pequeñez. Se enfureció consigo mismo por ser incapaz de pensar, visualizar. Se sintió estúpido e inútil. De golpe estaba bañado en sudor.
El objeto llegó al rellano, rodó hasta su pie izquierdo, le rozó el zapato. Harry se echó hacia atrás, se agachó, tocó el suelo a tientas, encontró el objeto. Mayor que un huevo, pero con forma ovoide. Con la intrincada superficie geométrica de una piña. Más pesado que una piña. Con una palanca arriba.
—¡Abajo!
Se levantó y arrojó la granada de mano de vuelta hacia arriba antes de seguir su propio consejo y aplastarse contra el rellano.
Arriba la granada chocó contra algo.
Esperó haberla lanzado hasta el interior del segundo piso. Pero quizás hubiera rebotado en un rellano y ya estuviera bajando de vuelta, con un par de segundos para la detonación. O quizás hubiera caído en la sala de arriba y el agresor la había devuelto de un puntapié.
La explosión fue atronadora, brillante, arrolladora. Harry sintió un doloroso tintineo en los oídos.
La onda de choque le atravesó haciéndole vibrar cada hueso, acelerándole aún más las palpitaciones. Trozos de madera, yeso y otros escombros llovieron sobre él, y un acre aroma a pólvora quemada inundó la escalera. Parecía la noche del Cuatro de Julio, después de un gran espectáculo de fuegos artificiales.
Tuvo una vívida imagen mental de lo que hubiera ocurrido si se hubiera demorado dos segundos: su mano disolviéndose en un chorro de sangre mientras aferraba la granada durante la detonación, el brazo arrancado del cuerpo, el rostro deshecho…
—¿Qué fue eso? —preguntó Connie, la voz cercana pero lejana, distorsionada porque a Harry aún le vibraban los tímpanos.
—Granada —dijo, poniéndose de pie.
—¿Granada? ¿Quién es ese tipo?
Harry ignoraba la identidad y la motivación de ese fulano, pero ahora sabía por qué la chaqueta de gamuza lucía tan deforme. Si el agresor portaba una granada, ¿por qué no dos? ¿O tres?
Después del breve resplandor de la explosión, la escalera quedó tan oscura como antes.
Harry desechó toda cautela y subió el segundo tramo, sabiendo que Connie le seguía de cerca. La cautela no parecía prudente en esas circunstancias. Siempre podías esquivar una bala, pero si el lunático portaba granadas, la cautela no servía de nada cuando todo volaba en pedazos.
Claro que no pensaba así por experiencia. Era la primera vez que le atacaban con granadas.
Esperaba que ese lunático se hubiera quedado a oírlos morir en la explosión y la vuelta de la granada le hubiera cogido desprevenido. Cada vez que un policía mataba a un agresor el papeleo era extenuante, pero Harry estaba dispuesto a pasar días tecleando en una máquina de escribir con tal de que el sujeto de la chaqueta de gamuza estuviera transformado en pulpa.
El largo corredor de arriba no tenía ventanas y debía de ser negro como la noche antes de la explosión. Pero la granada había arrancado una puerta de los goznes y había abierto boquetes en otra. Rayos de luz se filtraban por ventanas que ellos no alcanzaban a ver.
La explosión había causado grandes daños. El edificio era tan viejo que las paredes eran de listones y yeso en vez de piedras, sin mezcla cohesiva, y algunos listones asomaban como huesos quebrados entre los jirones de carne disecada del cuerpo momificado de un antiguo faraón. Algunos tablones del suelo habían volado y estaban desparramados por el corredor, revelando el piso de abajo y algunas vigas carbonizadas.
No había llamas. La potencia de la fuerza expansiva había impedido que estallara un incendio. La humareda de la explosión no reducía la visibilidad, pero hacía lagrimear los ojos.
El agresor no estaba a la vista.
Harry respiraba por la boca para no estornudar. La acre humareda le hacía arder la lengua.
Había ocho puertas en el pasillo, cuatro a cada lado, incluida la que había sido arrancada de sus goznes. Sin más comunicación directa que una mirada, Harry y Connie avanzaron concertadamente desde la escalera, procurando no tropezar con los boquetes del suelo, enfilando hacia la puerta abierta. Tenían que inspeccionar deprisa el segundo nivel. Cada ventana era una potencial ruta de escape, y tal vez el edificio tuviera escaleras de emergencia.
—¡Elvis!
El grito salió de la habitación sin puerta a la cual se aproximaban.
Harry miró de soslayo a Connie, y ambos vacilaron porque el momento era de una extrañeza perturbadora.
—¡Elvis!
Aunque podía haber más gente en ese piso antes de la llegada del agresor, Harry supo que era él quien gritaba.
—¡El Rey! ¡El Amo de Memphis!
Flanquearon la puerta como habían hecho al pie de la escalera.
El agresor empezó a gritar títulos de los éxitos de Presley:
—¡Hotel de los corazones rotos, Zapatos de gamuza azul, Perro de caza, Querido dinero, Rock de la cárcel!
Harry miró a Connie, enarcó una ceja. Ella se encogió de hombros.
—¡Obsesionado por ti, Hermanita, Amuleto de buena suerte!
Harry le indicó a Connie que entraría primero, agazapándose, confiando en que ella disparase para cubrirlo mientras él cruzaba el umbral.
—¿Te sientes sola esta noche? ¡Un lío de penas, En el gueto!
Mientras Harry se disponía a entrar, una granada salió de la habitación. Rebotó en el pasillo, entre él y Connie, rodó y cayó por uno de los boquetes causados por la primera explosión.
No había tiempo para recobrarla ni para regresar a la escalera. Si se demoraban, el corredor volaría en torno a ellos.
A pesar del plan de Harry, Connie se zambulló en la habitación, agazapándose, disparando un par de veces. Harry la siguió, disparando dos veces sobre la cabeza de Connie, y ambos atravesaron la puerta destrozada de la primera explosión. Cajas. Provisiones, amontonadas por doquier. Ni rastro del agresor. Ambos cayeron, se arrojaron al suelo entre pilas de cajas.
Aún estaban cayendo cuando el corredor estalló a sus espaldas con un resplandor y un estrépito. Harry se cubrió la cabeza con el brazo y trató de protegerse la cara.
Un ventarrón caliente trajo una tormenta de escombros por la puerta y una lámpara del cielo raso se disolvió en granizo de vidrio.
Inhalando nuevamente ese hedor a fuegos artificiales, Harry irguió la cabeza. Una esquirla de madera —grande como un cuchillo de carnicero, e igualmente afilada— le había pasado a pocos centímetros clavándose en una enorme caja de servilletas de papel.
El sudor que le cubría la cara estaba frío como agua de hielo.
Extrajo los cartuchos usados del revólver, sacó un cargador del bolsillo, lo calzó para insertar las balas, lo soltó, cerró el tambor.
—¡Devuélvase al remitente, Mentes suspicaces, Ríndete!
Harry sintió nostalgia por los villanos simples, directos y comprensibles de los Hermanos Grimm; como la reina malvada que comía el corazón de un jabalí pensando que era el corazón de su hijastra Blancanieves a quien había ordenado matar porque envidiaba su belleza.