2

Sammy Shamroe era conocido como «Sam el Santurrón» cuando era ejecutivo de una agencia publicitaria de Los Ángeles. Su bendición era su singular talento creativo, su maldición era su afición a la cocaína. Eso había sido hacía tres años. Una eternidad.

Ahora salió reptando de la caja de embalaje donde vivía, arrastrando los harapos y periódicos arrugados que le servían de cobijo. Se detuvo en cuanto dejó atrás las ramas inclinadas de la adelfa que crecía en el linde del baldío terreno y ocultaba la caja. Se quedó un rato a gatas, la cabeza gacha, mirando la acera del callejón.

Hacía tiempo que no tenía dinero para costearse las sofisticadas drogas que le habían arruinado. Ahora sufría una resaca de vino barato. Tenía la sensación de que el cráneo se le había partido mientras dormía, dejando que el viento le plantara cardos en la superficie del cerebro expuesto.

No estaba desorientado. Como el sol caía en el callejón, proyectando sombras sólo al pie de las paredes traseras de los edificios del lado norte, Sammy sabía que era casi mediodía. Aunque hacía tres años que no usaba reloj, no veía un calendario, no tenía empleo ni asistía a una cita; siempre estaba al corriente de la estación, el mes, el día. Sabía muy bien dónde estaba (Laguna Beach), cómo había llegado (recordaba vívidamente cada error, cada acto de autocomplacencia y autodestrucción) y qué podía esperar el resto de su vida (humillaciones, privaciones, afanes y lamentaciones).

El peor aspecto de su caída era esa empecinada lucidez que las dosis masivas de alcohol no lograban reducir. Los cardos de su resaca eran una molestia menor en comparación con las filosas espinas que la memoria y la conciencia le clavaban en lo más profundo del cerebro.

Alguien se acercaba. Pasos pesados. Cojera: un pie raspaba ligeramente el pavimento. Conocía esos andares. Se puso a temblar. Mantuvo la cabeza gacha y cerró los ojos, rogando que los pasos se alejaran gradualmente. Pero se oían cada vez más cerca. Se detuvieron frente a él.

—¿Ya lo has entendido?

Era la voz grave y profunda que últimamente rondaba las pesadillas de Sammy. Pero ahora no estaba dormido. Éste no era el monstruo de sus turbulentos sueños. Ésta era la criatura real que inspiraba las pesadillas.

Sammy abrió de mala gana sus ojos legañosos, miró hacia arriba.

El hombre de las ratas se erguía frente a él, sonriendo.

—¿Ya lo has entendido?

Alto, corpulento, con su melena hecha una maraña y su barba desgreñada salpicada de sobras repulsivas, el hombre de las ratas era una figura aterradora. Donde no había barba el rostro estaba surcado de cicatrices, como si lo hubieran perforado y marcado con un hierro al rojo. La narizota era curva y ganchuda, y ampollas purulentas tachonaban sus labios. Los dientes asomaban como lápidas rotas, amarilleadas por la intemperie, sobre unas encías oscuras y enfermas.

La voz grave se elevó.

—Tal vez ya estés muerto.

Lo único normal en el hombre de las ratas era su ropa: zapatillas, pantalones color caqui de segunda mano, camisa de algodón y un impermeable negro y maltrecho, manchado y arrugado. Era el uniforme de mucha gente de la calle que, por culpa propia o por lo que fuera, había caído por las rendijas del suelo de la sociedad moderna hasta su sombrío subsuelo.

El hombre de las ratas se agachó, se acercó, suavizó la voz.

—¿Estarás muerto y en el infierno? ¿Es posible?

El hombre de las ratas tenía muchos rasgos extraordinarios, pero lo más perturbador eran sus ojos. Eran intensa e insólitamente verdes; pero lo más raro eran esas pupilas negras, elípticas como pupilas de gato o de reptil. Los ojos creaban la impresión de que el cuerpo del hombre de las ratas era un mero camuflaje, un traje de goma, como si un engendro indescriptible se asomara desde un disfraz hacia un mundo ajeno y codiciado.

El hombre de las ratas bajó aún más la voz.

—Muerto, en el infierno —jadeó—. Y quizá yo sea el demonio designado para atormentarte.

Sabiendo lo que venía, pues lo había sufrido antes, Sammy intentó ponerse de pie. Pero el hombre de las ratas le pateó antes de que pudiera alejarse. Recibió el puntapié en el hombro izquierdo, cerca de la cara, y no parecía una zapatilla sino una bota, como si el pie fuera de hueso o de cuerno o de caparazón de escarabajo. Sammy adoptó una posición fetal, protegiéndose la cabeza con los brazos cruzados. El hombre de las ratas le pateó con un pie, y luego con el otro, izquierdo, derecho, izquierdo, derecho, como si bailara una giga, patada y arriba, patada y arriba, patada y arriba, sin emitir un sonido, sin rugidos furibundos ni risas desdeñosas, sin un resuello a pesar del esfuerzo.

Dejó de patearlo.

Sammy se contrajo en una pelota aún más pequeña, arqueándose sobre su dolor como una cochinilla.

Un extraño silencio reinaba en el callejón salvo por el lloriqueo de Sammy, quien sintió desprecio por sí mismo. El rumor del tráfico de las calles cercanas se desvaneció por completo. La adelfa ya no susurraba en la brisa. Cuando Sammy decidió actuar como un hombre, cuando se tragó las lágrimas, el silencio era sepulcral.

Se animó a abrir los ojos y espiar entre los brazos, mirando hacia el extremo del callejón. Parpadeando para aclarar la visión enturbiada por las lágrimas, vio dos coches detenidos en la calle. Los conductores, formas borrosas, aguardaban inmóviles.

Más cerca, frente a su rostro, una tijereta, extrañamente alejada de su ámbito de madera podrida y recovecos oscuros, se quedó petrificada cruzando el callejón. Las púas gemelas del extremo trasero del insecto parecían malvadas, peligrosas y estaban encorvadas como la venenosa cola de un escorpión, aunque en realidad eran inofensivas. Algunas de sus seis patas tocaban la acera, y otras estaban suspendidas en el aire. No movía ninguna de las antenas segmentadas, como si estuviera paralizada por el miedo o dispuesta a atacar.

Sammy miró hacia el extremo del callejón. En la calle, los mismos coches estaban detenidos en los mismos lugares. Los conductores parecían maniquíes.

De nuevo miró al insecto. Inmóvil. Quieto como si estuviera muerto y clavado a la tabla de especimenes de un entomólogo.

Sammy bajó cautelosamente los brazos cruzados. Gruñendo, rodó sobre la espalda y miró de mala gana a su atacante.

El hombre de las ratas parecía tener treinta metros de altura. Estudió a Sammy con solemne interés.

—¿Quieres vivir? —preguntó.

Sammy no se sorprendió de la pregunta, sino de su incapacidad para responderla. Estaba atrapado entre el temor a la muerte y la necesidad de morir. Cada mañana se decepcionaba al despertar y descubrir que aún estaba entre los vivos; y cada noche, cuando se arropaba en su cobijo de harapos y papeles, ansiaba el sueño eterno. Pero día tras día luchaba para conseguir alimentos, para encontrar un lugar tibio en las raras noches frías de California, para protegerse de la lluvia y no contraer neumonía, y miraba hacia ambos lados antes de cruzar la calle.

Tal vez no quería vivir, sólo el castigo de vivir.

—Preferiría que quisieras vivir —murmuró el hombre de las ratas—. Más diversión para mí.

El corazón de Sammy latía con fuerza. Cada palpitación le hacía doler las magulladuras causadas por las feroces patadas del hombre de las ratas.

—Tienes treinta y seis horas para vivir. Mejor que hagas algo, ¿no crees? ¿Mmmm? El reloj está en marcha. Tic-tac, tic-tac.

—¿Por qué me haces esto? —preguntó Sammy plañideramente.

En vez de responder, el hombre de las ratas dijo:

—Mañana a medianoche las ratas vendrán a buscarte.

—Nunca te hice nada.

Las cicatrices del rostro de su torturador se amorataron.

—Te arrancarán los ojos a dentelladas.

—Por favor.

Los labios pálidos se tensaron, revelando aún más aquellos dientes podridos.

—Te arrancarán los labios mientras gritas, te morderán la lengua.

A medida que crecía la agitación del hombre de las ratas, su actitud no era más febril sino más glacial. Sus ojos de reptil irradiaban una frialdad que penetró en la carne de Sammy y en los más profundos recovecos de su mente.

—¿Quién eres? —preguntó Sammy, no por primera vez.

El hombre de las ratas no respondió. Se hinchó de rabia. Curvó sus dedos gruesos y mugrientos formando puños, los extendió, los curvó, los extendió. Exprimió el aire como si ansiara extraerle sangre.

¿«Qué» eres?, pensó Sammy, sin atreverse a preguntarlo en voz alta.

—Ratas —jadeó el hombre de las ratas.

Temiendo lo que sucedería, porque ya había sucedido antes, Sammy reculó hacia la adelfa bajo cuyas ramas se ocultaba su caja de embalaje, tratando de poner distancia entre él y ese gigantesco vagabundo.

—Ratas —repitió el hombre de las ratas y se puso a temblar.

Estaba empezando.

Sammy quedó paralizado de terror.

El hombre de las ratas pasó del temblor al espasmo, del espasmo a las sacudidas violentas. Agitaba su pelo aceitoso, braceaba y pataleaba. El impermeable flameaba como en medio de un ciclón, aunque no soplaba viento. El aire de marzo estaba turbadoramente quieto desde que había aparecido el corpulento vagabundo, como si el mundo fuera sólo un escenario pintado y ellos dos los únicos actores.

Sammy Shamroe se irguió en su arrecife de asfalto, temiendo la marea de garras, dientes filosos y ojos rojos que pronto crecería en derredor.

Debajo de la ropa, el cuerpo del hombre de las ratas se movía como un saco lleno de furiosas serpientes de cascabel. Estaba cambiando. Su cara se derretía y transformaba como si estuviera en una forja controlada por una deidad demencial empecinada en modelar una serie de monstruosidades, cada cual más terrible que la anterior. Habían desaparecido las lívidas cicatrices, los ojos reptílicos, la barba desgreñada, el pelo desmelenado, la boca cruel. Por un instante la cabeza fue sólo una masa de carne, un guiñapo viscoso y sanguinolento, cada vez más oscuro, reluciente como el alimento para perros. De pronto los tejidos se solidificaron y la cabeza quedó compuesta por ratas entrelazadas, una bola de ratas cuyas colas colgaban como garfios, con ojos feroces y rojos como gotas de sangre resplandeciente. De las mangas no salían manos sino ratas que asomaban por los puños raídos. Más roedores mostraron la cabeza entre los botones de su abultada camisa.

Aunque lo había visto antes, Sammy trató de gritar. La lengua hinchada se le pegaba al paladar reseco, así que sólo emitió un gemido ahogado y gutural. De todos modos gritar no le ayudaría. Había gritado antes, en otros encuentros con su torturador, y nadie había respondido.

El hombre de las ratas se desmoronó como un espantajo precario en un vendaval y su cuerpo se deshizo en pedazos. Cada parte que caía en la acera era una rata. Las bigotudas y repulsivas criaturas, con su hocico húmedo y sus dientes filosos, se amontonaban chillando, lanzando zarpazos a diestro y siniestro. Más ratas salieron de la camisa y de los pantalones, más de las que esa ropa podía contener: veinte, cuarenta, ochenta, más de cien.

Las ropas cayeron en la acera como un globo desinflado. Luego cada prenda también se transformó. Los arrugados harapos generaron cabezas y extremidades y produjeron más roedores, hasta que el hombre de las ratas y su hedionda indumentaria fueron reemplazados por un bullente montículo de alimañas que zigzagueaban con esa viscosa agilidad que las volvía tan repelentes.

Sammy no podía respirar. El aire se volvió plomizo. Aunque el viento había amainado antes, una quietud antinatural parecía asentarse sobre niveles más profundos del mundo físico; hasta que la fluidez de las moléculas de oxígeno y nitrógeno declinó drásticamente, como si la atmósfera se hubiera condensado en un líquido irrespirable.

Ahora que el cuerpo del hombre de las ratas se había desintegrado en veintenas de alimañas movedizas, la transformada masa se dispersó abruptamente. Las gordas y lustrosas ratas saltaron en una erupción, huyendo hacia todas partes, alejándose de Sammy pero también correteando en torno, sobre sus zapatos y entre sus piernas. La odiosa marea viviente se vertió en las sombras de los edificios y por el terreno baldío, donde desapareció por orificios de las paredes y del suelo —orificios que Sammy no veía— o, simplemente, se esfumó.

Una brisa repentina arrastró quebradizas hojas muertas y jirones de papel. El susurro de las llantas y el ronroneo de los motores se elevó en la bocacalle. Una abeja zumbó junto al rostro de Sammy.

Recobró el aliento. Se quedó resollando un instante en la brillante luz del mediodía.

Lo peor era que todo había pasado bajo la luz del sol, al aire libre, sin humo ni espejos, sin efectos luminosos ni cordeles de seda, sin escotillones ni los demás chismes que usaban los magos.

Sammy había salido de la caja con la buena intención de empezar el día a pesar de su resaca, quizá de buscar latas de aluminio desechadas para venderlas en un centro de reciclaje, quizá de pedir limosna en el paseo. Ahora la resaca había pasado, pero aún no tenía ánimos para enfrentarse al mundo.

Regresó tiritando a la adelfa. Las ramas estaban cargadas de flores rojas. Las apartó y miró la gran caja de madera.

Tomó una vara y tanteó los trapos y periódicos, temiendo que un par de ratas salieran de su escondrijo. Pero se habían ido a otra parte.

Sammy cayó de rodillas y entró a gatas en su refugio, dejando caer a sus espaldas el telón de ramas.

De su montón de magras pertenencias, extrajo una botella de borgoña barato y la descorchó. Bebió un buen sorbo de vino caliente.

Sentado de espaldas contra la pared de madera, aferrando la botella con ambas manos, intentó olvidar lo que había visto. Olvidar era su única esperanza de afrontarlo. Ya no podía encarar los problemas de la vida cotidiana, ¿cómo iba a encarar algo tan extraordinario como el hombre de las ratas?

Un cerebro saturado de cocaína, sazonado con muchas otras drogas y marinado en alcohol, podía producir el más asombroso zoológico de alucinaciones. Y cuando su conciencia se lo reprochaba y Sammy procuraba cumplir uno de sus periódicos juramentos de sobriedad, la privación conducía al delirium tremens, que estaba poblado por fantasmagorías aún más pintorescas y amenazadoras. Pero ninguna era tan memorable y perturbadora como el hombre de las ratas.

Bebió otro generoso sorbo de vino y apoyó la cabeza en la pared de la caja, aferrando la botella con ambas manos.

Cada día que pasaba, a Sammy le resultaba más difícil distinguir entre la realidad y la fantasía. Hacía tiempo que había perdido la confianza en sus percepciones, pero de algo estaba angustiosamente seguro: el hombre de las ratas era real. Imposible, fantástico, inexplicable… pero «real

Sammy no esperaba hallar respuesta a las preguntas que lo acuciaban. Tampoco podía dejar de preguntarse qué era esa criatura, de dónde venía, por qué deseaba atormentar y matar a un vagabundo harapiento y maltrecho cuya muerte —o cuya vida— no tenía la menor importancia para el mundo.

Bebió más vino.

«Treinta y seis horas. Tic-tac. Tic-tac».