El martes fue un bonito día californiano, soleado y prometedor, hasta que Harry Lyon tuvo que disparar a alguien a la hora del almuerzo.
Sentado a la mesa en la cocina, había desayunado panecillos con mermelada de limón y un fuerte café negro a la jamaicana. Una pizca de canela daba al brebaje un sabor deliciosamente especiado.
La ventana de la cocina mostraba la franja verde que serpenteaba por Los Cabos, un extenso conglomerado de condominios en Irvine. Como presidente de la asociación de propietarios, Harry era exigente con los jardineros e inspeccionaba rigurosamente su labor, asegurándose de que los árboles, los arbustos y el césped lucieran pulcros como un paisaje de cuento de hadas, como si pelotones de elfos con cientos de tijeras diminutas se encargaran de la poda.
En su infancia había disfrutado de los cuentos de hadas más de lo que era habitual entre los niños. En los mundos de los hermanos Grimm y de Hans Christian Andersen, las colinas eran impecablemente verdes en primavera, lisas como terciopelo. Prevalecía el orden. Los villanos se topaban infaliblemente con la justicia y los virtuosos eran recompensados, aunque debieran afrontar espantosos sufrimientos. Hansel y Gretel no morían en el horno, era la bruja la que era asada viva en su lugar. Rumpelstiltskin no lograba robar a la hija recién nacida de la reina, sino que era burlado y en su furia él mismo se hacía trizas.
En la vida real, durante la última década del siglo veinte, Rumpelstiltskin se habría quedado con la hija de la reina. La habría vuelto adicta a la heroína, la habría explotado como prostituta, le habría arrebatado sus ganancias, la habría zurrado por placer, la habría descuartizado y habría escapado de la justicia alegando que una sociedad intolerante con los engendros malhumorados y perversos lo había privado temporalmente de sus facultades mentales.
Harry terminó el café y suspiró. Como muchos otros, ansiaba vivir en un mundo mejor.
Antes de ir a trabajar, lavó los platos y cubiertos, los secó y los guardó. Odiaba ver mugre y desorden cuando regresaba a casa.
Se detuvo ante el espejo del vestíbulo para ajustarse el nudo de la corbata. Se puso una chaqueta azul marino y se cercioró de que el revólver que llevaba enfundado en la axila no formara un bulto delator.
Como había hecho todos los días durante los últimos seis meses, evitó las autopistas atestadas, conduciendo por las calles de costumbre hasta el edificio de Proyectos Especiales en Laguna Niguel, una ruta que había programado para reducir al mínimo el tiempo de viaje. A veces llegaba a la oficina tan temprano como las 8.15, o tan tarde como las 8.28; pero nunca se quedaba atascado.
Ese martes, cuando aparcó el Honda a la sombra del lado oeste del edificio de dos pisos, el reloj del coche indicaba las 8.21. Su reloj de pulsera le confirmó la hora. Todos los relojes del apartamento de Harry y el del escritorio de su oficina señalarían las 8.21; los sincronizaba dos veces por semana.
De pie, junto al coche, inhaló profundamente para relajarse. Había llovido por la noche y el aire estaba limpio. El sol de marzo hacía resplandecer la mañana con el lustre dorado de un melocotón maduro.
Para satisfacer los criterios arquitectónicos de Laguna Niguel, el centro de Proyectos Especiales era un edificio de estilo mediterráneo con una galería con columnas. Rodeado por exuberantes azaleas y altas melaleucas con ramas frondosas, no guardaba ninguna semejanza con la mayoría de los edificios de la policía. Algunos agentes de Proyectos Especiales lo consideraban demasiado afectado, pero a Harry le gustaba.
El decorado institucional del interior tenía poco en común con el pintoresco exterior. Pisos de vinilo azul. Paredes grises. Cielo raso acústico. Sin embargo, esa atmósfera de orden y eficiencia era estimulante.
Aunque era temprano, ya había gente trajinando por recepción y los pasillos, en general hombres cuyo físico robusto y aplomo caracterizaban al policía de carrera. Pocos vestían uniforme. Proyectos Especiales estaba integrado por detectives de homicidios e investigadores pertenecientes a diversas agencias federales, estatales y municipales, con el propósito de facilitar operaciones que abarcaban muchas jurisdicciones. Los equipos de Proyectos Especiales —que a veces formaban un equipo auténticamente integrado— investigaban matanzas provocadas por pandillas juveniles, asesinatos múltiples, violaciones en serie y actividades de narcotráfico.
Harry compartía una oficina del primer piso con Connie Gulliver. Una pequeña palmera, plantas chinas y los frondosos zarcillos de una hiedra adornaban la mitad de la oficina correspondiente a Harry. En la mitad correspondiente a Connie no había plantas. En el escritorio de Harry sólo había un secante, un juego de plumas y un pequeño reloj de bronce. En el de Connie se amontonaban pilas de archivos, papeles sueltos y fotografías.
Asombrosamente, Connie había llegado primero. Estaba de pie ante la ventana, dándole la espalda.
—Buenos días —dijo Harry.
—¿Buenos? —rezongó ella.
Se volvió hacia Harry. Usaba unas Reeboks raídas, tejanos, una blusa a cuadros rojos y pardos, una chaqueta de pana marrón. Esa chaqueta era una de sus favoritas y ya estaba deshilachada por el uso. Los puños estaban raídos y las grietas de las mangas parecían valles tallados en la roca por un río milenario.
Estaba bebiendo café de una taza de papel. La arrugó con furia y la arrojó al suelo. Rebotó y cayó en la mitad de la habitación que correspondía a Harry.
—Iniciemos la ronda —dijo Connie, yendo hacia la puerta.
Harry se quedó mirando la taza arrugada.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó.
—Somos policías, ¿verdad? Pues no nos quedemos cazando moscas. Vayamos a trabajar de policías.
Mientras Connie salía al pasillo, Harry miró la taza que había caído en su territorio. La pateó hacia el otro lado de la línea imaginaria que dividía la oficina.
Siguió a Connie hasta la puerta, pero se detuvo en el umbral. Echó otra ojeada a la taza de papel.
Connie ya estaría al final del corredor, tal vez bajando la escalera.
Harry titubeó, regresó a buscar la taza arrugada y la arrojó en la papelera. También tiró las otras dos tazas.
Alcanzó a Connie en el aparcamiento, donde ella abrió bruscamente la puerta del sedán Project sin insignias. Mientras Harry entraba por el otro lado, Connie puso el motor en marcha, girando la llave con tal brusquedad que le faltó poco para partirla.
—¿Mala noche? —preguntó Harry.
Ella movió la palanca de cambios.
—¿Jaqueca? —preguntó Harry.
Connie salió a toda marcha del aparcamiento en marcha atrás.
—¿Una espina en la zarpa?
El coche se internó en la calle como un bólido.
Harry se preparó para la aceleración, pero no temía por su seguridad. Connie se llevaba mejor con un coche que con la gente.
—¿Quieres contarme tu problema?
—No.
Connie Gulliver era una mujer impetuosa que amaba el peligro y que los fines de semana practicaba paracaidismo de caída libre y motociclismo en terrenos inhóspitos, pero que en cuestiones personales demostraba una parquedad irritante. Habían trabajado juntos seis meses, y aunque Harry sabía mucho sobre ella, a veces sospechaba que no sabía nada importante.
—Tal vez te ayude hablar de ello —sugirió.
—No ayudaría.
Harry la miró de soslayo, preguntándose si ese enfado tendría una clave masculina. Hacía quince años que era policía y había visto suficientes traiciones y sufrimientos como para saber que los hombres eran el origen de la mayoría de los problemas de las mujeres. Pero no sabía nada sobre la vida amorosa de Connie, ni siquiera si tal cosa existía.
—¿Se relaciona con este caso?
—No.
La creyó. Connie trataba, al parecer con éxito, de no dejarse manchar por la mugre en que debía revolcarse como policía.
—Pero, por cierto, quiero echarle el guante a ese canalla de Durner —añadió—. Y creo que estamos cerca.
Doyle Durner era un vagabundo que se movía en la subcultura de los surfistas, y lo buscaban para interrogarlo por una serie de violaciones que se habían vuelto cada vez más violentas. La última víctima había muerto a golpes. Una adolescente de dieciséis años.
Durner era el principal sospechoso porque se sabía que se había hecho operar para aumentarse la circunferencia del pene. Un cirujano plástico de Newport Beach extrajo grasa de la cintura de Durner y se la inyectó en el pene para incrementarle el grosor. El procedimiento no era recomendado por la Asociación Médica Americana, pero si el cirujano tenía pendiente una gran hipoteca y el paciente estaba obsesionado por su circunferencia, las fuerzas del mercado prevalecían sobre la preocupación por las complicaciones postoperatorias. La circunferencia del miembro viril de Durner había crecido un cincuenta por ciento, un aumento tan descomunal que a veces debía incomodarlo. Según todas las referencias estaba contento con el resultado, no porque le permitiera impresionar a las mujeres sino porque le permitía lastimarlas, y de eso se trataba. Las víctimas habían mencionado el monstruoso miembro del atacante, y sus descripciones habían ayudado a las autoridades a concentrarse en Durner; tres de ellas le habían visto el tatuaje de una serpiente en el miembro, un detalle que se había asentado en su prontuario cuando lo arrestaron ocho años antes por dos violaciones en Santa Bárbara.
Ese martes por la mañana Harry y Connie interrogaron a empleados y clientes de tres reductos populares entre los surfistas y otros clásicos de la playa de Laguna: un comercio que vendía tablas y equipo de surf, una tienda de yogur y alimentos naturistas, y un bar en penumbra donde una docena de parroquianos bebían cerveza mejicana a las once de la mañana. Nadie había oído hablar de Doyle Durner, nadie le reconoció en la foto que les mostraron. Pamplinas, desde luego.
En el coche, mientras iban de un lado a otro, Connie describió a Harry los últimos especímenes de su colección de horrores.
—¿Oíste hablar de esa mujer de Filadelfia? En su apartamento encontraron a dos bebés muertos de inanición y docenas de frascos de crack. Estaba tan dopada que sus hijos se murieron de hambre; ¿y sabes de qué pudieron acusarla? Negligencia.
Harry suspiró. Cuando Connie se ponía a hablar de lo que a veces llamaba la «crisis continua» —o, cuando estaba más sarcástica, el «cotillón premilenario» o, en sus momentos más lúgubres, «la nueva Edad Oscura»— no esperaba ninguna respuesta de Harry. Se contentaba con monologar.
—Un fulano de Nueva York mató a la hija de su novia, una niña de dos años —continuó Connie—. La molió a puñetazos y puntapiés porque la niña estaba bailando frente al televisor y no le dejaba ver. Tal vez estaba viendo la Rueda de la Fortuna y no quería perderse una toma de las fabulosas piernas de Vanna White.
Como la mayoría de los policías, Connie tenía un humor negro muy desarrollado. Era un mecanismo de defensa. Sin él uno perdía la chaveta o caía en un pozo de depresión después de los incesantes topetazos con la maldad y la perversidad humanas que formaban parte del trabajo. Para quienes conocían la vida policial por los insulsos programas de televisión, ese humor parecía grosero e insensible, aunque ningún buen policía daba un cuerno por lo que otros pensaran de él, salvo sus colegas.
—En Sacramento hay un Centro de Prevención de Suicidios —dijo Connie, frenando ante un semáforo—. Uno de los asesores se hartó de recibir llamadas de un anciano depresivo, así que él y un amigo fueron al apartamento del viejo, le amarraron y le cortaron las muñecas y la garganta.
A veces, debajo del humor patibulario de Connie, Harry percibía una amargura que no era común entre los policías. Quizá fuera algo más que mera amargura. Quizá desesperación. Era tan reservada que costaba calar en sus sentimientos.
Harry, al contrario de Connie, era un optimista. Y si quería conservar el optimismo no podía pensar continuamente como Connie, en la locura y la maldad humanas.
—¿Quieres almorzar? —dijo para cambiar de tema—. Conozco una magnífica trattoria italiana con manteles de hule en las mesas. Ponen velas en botellas de vino, sirven buenos ñoquis, fabulosos manicotti.
Connie hizo una mueca.
—No. Compremos un par de tacos y comamos en el coche.
Llegaron a una solución diplomática, una tienda de hamburguesas a poca distancia de la carretera del Pacífico. Tenía una docena de clientes y estaba decorada al estilo del sudoeste: mesas de madera blanqueada recubiertas por una pulgada de acrílico, sillas cuya tapicería imitaba llamaradas, cactos en macetas, litografías de Gorman y Parkison. Era un sitio para vender sopa de frijoles negros y carne asada con mezquite en vez de hamburguesas y patatas fritas.
Harry y Connie estaban comiendo en una mesa pequeña junto a la pared —un emparedado de pollo seco y asado para él, patatas fritas y una hamburguesa húmeda y aromática para ella— cuando el hombre alto entró en un destello de sol que rebotó en la puerta de vidrio. Se detuvo ante la camarera y miró en torno.
Estaba acicalado y bien vestido —pantalones de pana gris, camisa blanca y chaqueta de gamuza oscura— pero había en él algo inquietante. La sonrisa blanda y su expresión distraída le daban aire de profesor. Tenía una cara redonda y fofa, la barbilla blanda y los labios pálidos. Parecía tímido, no amenazador. No obstante, a Harry se le endureció el estómago. Instinto de policía.