Cuando el perro se les acercó para olerles los pies, Harry no sabía si estaba con ese vagabundo, Sammy, o si era un perro perdido. Si el vagabundo se ponía difícil y tenían que recurrir a la fuerza, tal vez el perro tomara partido. No parecía peligroso, pero nunca se sabía.
En cuanto a Sammy, parecía más amenazador que el perro. La vida callejera le había consumido tanto que era un esqueleto andante, y las ropas del Ejército de Salvación le colgaban tan desmañadamente que uno esperaba oír castañeteo de huesos cuando se movía, pero eso no significaba que estuviera débil. Desbordaba energía. Los ojos se le salían de las órbitas como si no pudiera cerrar los párpados. Arrugaba el rostro tensamente, y mostraba sus dientes podridos en una mueca que tal vez se proponía ser una sonrisa simpática pero en cambio era alarmante.
—El hombre de las ratas es el nombre que le doy yo, no el que se pone él. Nunca oí que él se pusiera ningún nombre. No sé de dónde diablos viene, dónde se oculta, pero aparece de repente. Un hijoputa sádico, un hijo de perra escalofriante…
A pesar de su aparente debilidad, Sammy parecía un mecanismo robotizado que recibía demasiada potencia, con los circuitos sobrecargados, a punto de estallar y desintegrarse en esquirlas de engranajes, resortes y tubos neumáticos que matarían a todo el mundo en una manzana a la redonda. Tal vez tuviera un cuchillo, un arma de fuego. Harry había visto sujetos que temblaban como si la primera ráfaga pudiera arrastrarlos hasta la China, y después resultaba ser que estaban drogados con PCP que transformaba a los gatos en tigres, y se requerían tres hombres fuertes para desarmarles y someterles.
—Vean, no me importa que me mate a mí, tal vez sería una bendición, embriagarme por completo y dejar que me mate. Estaría tan aturdido que ni me daría cuenta —dijo Sammy, acosándoles, moviéndose a la izquierda cuando se movían en esa dirección, a la derecha cuando intentaban ir para ese lado, insistiendo en una confrontación—. Pero esta noche, cuando estaba en mi reducto, empinando mi segunda botella, comprendí quién es el hombre de las ratas. ¡Tiene que ser un alienígena!
—Alienígenas —rezongó Connie—. Estos chiflados siempre ven alienígenas. Lárgate de aquí, bazofia inmunda, o juro por Dios que te…
—No, no, escuche. Siempre supimos que vendrían, ¿verdad? Siempre lo supimos, y ahora están aquí; y primero vinieron a mí, y si no pongo al mundo sobre aviso, todos morirán.
Harry aferró el brazo del vagabundo y trató de quitarle del camino, casi tan disgustado como Connie. Si Sammy era un mecanismo de relojería a punto de estallar, Connie era una planta nuclear a punto de fisión. Le irritaba que el vagabundo les impidiera ir a ver a Nancy Quan, la dibujante, sabiendo que el alba se aproximaba deprisa desde el este. Harry también estaba irritado, pero él no estaba dispuesto a asestar a Sammy un rodillazo en la entrepierna y arrojarle por una ventana del restaurante.
—… no quiero ser responsable de que los alienígenas exterminen a todo el mundo, ya tengo demasiadas cargas en la conciencia, no soporto la idea de ser responsable, ya he defraudado a mucha gente…
Si Connie la emprendía a golpes con ese sujeto, nunca irían a ver a Nancy Quan ni tendrían la oportunidad de localizar a Tic-tac. Se verían retrasar allí una hora más, disponiendo el arresto de Sammy, tratando de no asfixiarse con sus olores, y luchando para negar la acusación de brutalidad policíaca (algunos clientes del restaurante les observaban con la cara pegada al cristal). Perderían unos minutos preciosos.
Sammy se aferró a la manga de la chaqueta de Connie.
—¡Escuche, mujer, escúcheme!
Connie se zafó, preparó el puño.
—¡No! —exclamó Harry.
Connie apenas logró reprimirse.
Sammy escupía saliva mientras divagaba:
—… el hombre de las ratas me dio treinta y seis horas de vida, pero ahora deben ser veinticuatro o menos, no estoy seguro…
Harry trató de contener a Connie con una mano mientras ella se lanzaba de nuevo contra Sammy y al mismo tiempo apartó a Sammy con la otra mano. Entonces el perro saltó sobre él. Jadeando, meneando la cola. Harry se apartó, sacudió la pierna, y el perro cayó en la acera de cuatro patas.
Sammy hablaba frenéticamente, aferrando la manga de Harry con ambas manos y exigiendo su atención.
—… sus ojos son como serpientes, verdes y terribles, terribles, y dice que tengo treinta y seis horas de vida, tic-tac, tic-tac…
Harry se sobresaltó. De pronto la brisa marina pareció más fría.
La sorprendida Connie interrumpió su embestida.
—Un momento, ¿qué has dicho?
—¡Alienígenas! ¡Alienígenas! —gritó Sammy—. No quieren escucharme, maldita sea.
—No la parte de los alienígenas —dijo Connie. El perro saltó sobre ella. Palmeándole la cabeza y apartándolo, ella dijo—: Harry, ¿dijo él lo que creo que dijo?
—Yo también soy un ciudadano —chilló Sammy. Su necesidad de brindar testimonio había desembocado en una frenética determinación—. También tengo derecho a ser escuchado.
—Tic-tac —dijo Harry.
—Exacto —confirmó Sammy, tironeando de la manga de Harry como si quisiera arrancarla—. Tic-tac, tic-tac, el tiempo se acaba, mañana al amanecer estarás muerto, Sammy. Y luego se disuelve en un montón de ratas, ante mis propios ojos.
O un remolino de desperdicios, pensó Harry, o una columna de fuego.
—De acuerdo, espera, hablemos —dijo Connie—. Calma, Sammy, hablemos de esto. Lamento lo que dije, de veras. Sólo cálmate.
Sammy sospechó que Connie se traía algo entre manos, porque no tomó en serio el nuevo respeto y consideración que ella demostraba. Pateó el suelo airadamente y sus ropas flamearon sobre su huesudo cuerpo. Parecía un espantajo en medio de un ventarrón.
—¡Alienígenas, mujer estúpida, alienígenas, alienígenas, alienígenas!
Mirando hacia el Green House, Harry vio que media docena de personas les observaban por la ventana del bar.
Comprendió que ofrecían un singular espectáculo, todos ellos desaliñados, dándose tirones y hablando a gritos sobre alienígenas. Estaba en las últimas horas de su vida perseguido por una entidad paranormal y perversa, y su desesperada lucha por la supervivencia se había transformado por un instante en una cómica obra de teatro callejero. Bienvenido a los noventa. El umbral del milenio. Cielos.
Una música sofocada llegaba hasta la calle. Ahora la orquesta ejecutaba un ritmo de la Costa Oeste, Kansas City, con improvisaciones caprichosas.
El maitre con traje de Armani también estaba ante la ventana. Tal vez se reprochaba haberse dejado engañar por lo que sin duda consideraba placas falsas y en cualquier momento llamaría a los policías de verdad.
Un coche que pasaba aminoró la marcha. Sus ocupantes les miraron boquiabiertos.
—¡Mujer estúpida, estúpida! —le gritó Sammy a Connie.
El perro mordió la pierna derecha de los pantalones de Harry, le hizo tambalear. Harry conservó el equilibrio y logró zafarse de Sammy, aunque no del perro, que se empeñaba en arrastrarlo con canina tenacidad. Harry se resistió, y casi perdió el equilibrio cuando el perro le soltó de golpe.
Connie aún intentaba calmar a Sammy y el vagabundo insistía en que era estúpida, pero al menos ninguno de ambos intentaba golpear al otro.
El perro corrió hacia el sur por la acera, se detuvo a la luz de una farola, miró hacia atrás y ladró. La brisa le agitaba el pelo. Fue un poco más al sur, se detuvo en las sombras, ladró de nuevo.
Viendo que el perro distraía a Harry, Sammy se enfadó de nuevo.
—Claro —dijo con voz socarrona—, préstele más atención a un maldito perro que a mí. ¿Qué soy yo a fin de cuentas? Sólo una basura de la calle, menos que un perro, no hay motivos para escuchar a una bazofia como yo. Vamos, Timmy, ve a ver qué quiere Lassie, tal vez papá esté atorado bajo un tractor en la maldita carretera.
Harry no pudo contener la risa. Jamás habría esperado semejante comentario de alguien como Sammy y se preguntó quién habría sido ese hombre antes de caer en su actual situación.
El perro gimió plañideramente, interrumpiendo la risa de Harry. Metiéndose la peluda cola entre las patas, irguiendo las orejas, irguiendo la cabeza, el perro giró en un círculo y olisqueó el aire de la noche.
—Aquí hay algo raro —dijo Connie, mirando la calle con preocupación.
Harry también lo presentía. Un cambio en el aire. Una extraña presión. Algo. Instinto de policía. E instinto canino.
El perro captó un olor que le hizo aullar de miedo. Giró en la acera, mordisqueando el aire, corrió hacia Harry. Por un instante creyó que iba a embestirle y derribarle, pero el perro enfiló hacia el Green House, se zambulló en un cantero de arbustos y se tendió de bruces, ocultándose entre azaleas, mostrando sólo el hocico y los ojos.
Siguiendo el ejemplo del perro, Sammy corrió hacia el callejón.
—No, espera —dijo Connie, siguiéndole.
—Connie —advirtió Harry, sin saber a qué venía la advertencia, pero intuyendo que no era buena idea separarse.
Ella se volvió.
—¿Qué?
Sammy dobló la esquina.
Y todo se detuvo.
Gruñendo cuesta arriba en el carril sur de la carretera de la costa, un camión de remolque, que evidentemente acudía a ayudar a un coche averiado, se detuvo de golpe pero sin ruido de frenos. El carraspeo del motor calló súbitamente, aunque las luces seguían encendidas.
Simultáneamente un Volvo se detuvo y enmudeció a treinta metros del camión.
En el mismo instante la brisa murió. No amainó gradualmente, sino que cesó de pronto como si alguien hubiera apagado un ventilador cósmico. Miles de hojas dejaron de arrastrarse al unísono.
Al mismo tiempo, la música del bar se silenció.
Harry tuvo la sensación de haberse quedado sordo. Nunca había experimentado un silencio tan profundo en un ámbito interior controlado, y mucho menos al aire libre, donde la vida de una ciudad y el sinfín de rumores del mundo natural producían una incesante sinfonía atonal aun en la relativa quietud que reinaba entre la medianoche y el alba. No oía su propia respiración, pero comprendió que su contribución a ese silencio sobrenatural era voluntaria; estaba tan pasmado por el cambio que contenía el aliento.
Además del sonido, también había cesado el movimiento. El camión de remolque y el Volvo no eran las únicas cosas que se habían detenido por completo. Los árboles de la acera y los arbustos frente al Green House parecían haberse petrificado. Las hojas no sólo habían dejado de susurrar, sino de moverse. Parecían esculpidas en piedra. La hiedra que festoneaba las ventanas del Green House ya no ondeaban en la brisa, y estaba rígida como si fuera de metal. Enfrente, la flecha parpadeante de un letrero de neón se había quedado encendida.
—Harry —dijo Connie.
Harry se sobresaltó, alarmado ante cualquier sonido que no fuera el martilleo de su propio corazón.
Vio su confusión y su angustia reflejados en el rostro de Connie.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, acercándose.
La voz de Connie, aparte de temblar inusitadamente, era diferente, más chata e inexpresiva.
—Que me cuelguen si lo sé —respondió Harry.
Su voz sonaba como la de Connie, como si surgiera de un ingenioso aparato mecánico que reproducía la voz humana.
—Tiene que ser él —dijo Connie.
—En efecto —asintió Harry.
—Tic-tac.
—Sí.
—Demonios, esto es descabellado.
—No lo niego.
Connie iba a sacar el revólver, pero lo dejó en la funda. Un aire ominoso, expectante, impregnaba la escena. Pero por el momento no había nada contra la cual disparar.
—¿Dónde está ese canalla? —preguntó Connie.
—Presiento que aparecerá.
—No apostaré por lo contrario. —Señalando el camión detenido en la calle, comentó—: Por amor de Dios… mira eso.
Al principio Harry pensó que Connie se refería a la misteriosa detención del vehículo, pero luego comprendió el porqué de su asombro. El aire fresco hacía que el escape de los vehículos, pero no el aliento, se condensara en penachos pálidos; las tenues bocanadas colgaban en el aire detrás del camión sin dispersarse ni evaporarse. Harry vio otro fantasma grisáceo suspendido detrás del caño de escape del Volvo.
Ahora que estaba alerta para buscarlos, vio prodigios similares por todas partes, y se los señaló a Connie. La brisa impulsaba desechos: envoltorios de golosinas, un palillo astillado, hojas pardas y secas, un enmarañado hilo rojo. Aunque no soplaba ninguna ráfaga, colgaban en el aire como si la atmósfera se hubiera cristalizado y los hubiera dejado inmóviles para toda la eternidad. A poca distancia, dos mariposas nocturnas, blancas como copos de nieve, pendían inmóviles, con alas translúcidas y perladas en el fulgor del farol de la calle.
Connie miró su reloj de pulsera y se lo mostró a Harry. Era un Timex tradicional con esfera redonda y manecillas, y no sólo incluía la aguja horaria y el minutero sino un segundero rojo. Estaba detenido a la una y veintinueve más dieciséis segundos.
Harry miró su reloj digital. También indicaba la una y veintinueve, y el puntito que marcaba los segundos había dejado de parpadear.
—El tiempo se ha… —Connie no pudo terminar la frase. Observó asombrada la calle silenciosa, tragó saliva—. El tiempo se ha detenido… se ha detenido. ¿Es eso?
—¿Cómo dices?
—¿Se ha detenido para el resto del mundo pero no para nosotros?
—El tiempo no… no puede detenerse.
—¿Entonces qué?
La física nunca había sido su materia favorita. Sentía cierta afinidad con las ciencias, dada su incesante búsqueda de orden en el universo, pero sus conocimientos eran limitados en una época en la que la ciencia era la reina. Sin embargo, por lo que recordaba de sus cursos y lo que había visto en programas especiales, sabía que las palabras de Connie dejaban sin explicar muchos aspectos de lo que sucedía.
Por lo pronto, si el tiempo se había detenido, ¿por qué aún eran conscientes de ello? ¿Cómo podían percibir el fenómeno? ¿Por qué no estaban petrificados en el último instante de tiempo tal como esos desperdicios y esas mariposas?
—No —dijo con voz trémula—, no es tan sencillo. Si el tiempo se detuviera, nada se movería, ni siquiera las partículas subatómicas. Y sin movimiento subatómico… las moléculas de aire… bien, las moléculas de aire serían tan sólidas como moléculas de hierro. ¿Cómo respiraríamos?
Reaccionando ante ese pensamiento, ambos inhalaron profundamente. El aire tenía un sabor levemente químico, tan extraño como el timbre de sus voces, pero parecía capaz de soportar vida.
—Y la luz —dijo Harry—. Las ondas de luz dejarían de moverse. Nuestros ojos no registrarían ninguna onda. Sólo veríamos oscuridad.
El efecto del tiempo detenido sería mucho más calamitoso que la quietud y el silencio que habían descendido sobre el mundo en esa noche de marzo. El tiempo y la materia eran partes inseparables de la creación, y si se interrumpía el flujo del tiempo, la materia dejaría de existir al instante. El universo implosionaría, se derrumbaría sobre sí mismo; contrayéndose en una esfera extremadamente densa de… bien, de lo que hubiera antes de la explosión que había creado el universo.
Connie se irguió de puntillas y tomó el ala de una mariposa entre el pulgar y el índice. Se acercó el insecto al rostro para inspeccionarlo.
Harry no había sabido si podría alterar la posición del insecto o no. No le habría sorprendido que la mariposa flotara inmóvil en el aire quieto, fija en su sitio como una mariposa de metal soldada a una pared de acero.
—No tan blanda como debería ser una mariposa —dijo Connie—. Parece hecha de tafetán o un género almidonado.
Cuando abrió los dedos y soltó el ala, la mariposa quedó colgada en ese sitio.
Harry la golpeó suavemente con el dorso de la mano y miró fascinado cómo rodaba en el aire antes de detenerse y quedar suspendida. Estaba tan inmóvil como antes de que la tocaran, pero en otra posición.
Los modos en que ellos afectaban las cosas parecían ser bastante normales. Sus propias sombras se movían, aunque las demás sombras estuvieran tan inmóviles como los objetos que las proyectaban. Podían actuar sobre el mundo y recorrerlo como de costumbre, pero no podían interactuar con él. Connie había podido mover la mariposa, pero al tocarla no la había atraído hacia la realidad de ellos, no había logrado revivirla.
—Tal vez el tiempo no se haya detenido —dijo Connie—. Tal vez sólo haya reducido la velocidad, para todos menos para nosotros.
—Tampoco es eso.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—No puedo. Pero pienso que si estamos experimentando el tiempo a mucha mayor velocidad, hasta el punto de que el resto del mundo parece como si se hubiera detenido, cada movimiento que hacemos tiene una velocidad relativa increíble, ¿verdad?
—¿Y?
—Es mucha más velocidad que la de cualquier bala disparada desde cualquier arma. La velocidad es destructiva. Si yo tomara una bala en la mano y te la arrojara, no causaría ningún daño. Pero a miles de metros por segundo te abriría un boquete.
Ella asintió, mirando pensativamente la mariposa suspendida.
—Si simplemente experimentásemos el tiempo a mayor velocidad, el golpe que le diste a ese insecto lo hubiera desintegrado.
—Sí, eso creo. Y quizá también me hubiera dañado la mano. —Se miró la mano. Estaba intacta—. Y si fuera sólo que las ondas de luz son más lentas que de costumbre, los faroles no brillarían tanto. Serían más opacos y… rojizos, casi como la luz infrarroja. Y las moléculas de aire serían lentas…
—¿Sería como respirar agua o jarabe?
Harry asintió.
—Eso creo. No lo sé con certeza. Demonios, creo que ni siquiera Albert Einstein comprendería esto si estuviera aquí.
—Por cómo van las cosas, puede aparecer en cualquier momento.
Nadie había bajado del camión ni del Volvo, lo cual indicaba que sus ocupantes estaban tan atrapados en ese mundo alterado como las mariposas. Harry sólo veía las formas borrosas de dos personas en el asiento delantero del Volvo, pero veía mejor al conductor del camión, que estaba al otro lado de la calle. Ni las sombras del coche ni las del conductor del camión se habían movido un milímetro desde que se había producido esa quietud. Harry supuso que si no hubieran estado en sintonía con sus vehículos, habrían saltado por los parabrisas para estrellarse contra la carretera en cuanto las ruedas dejaron de girar.
En las ventanas del Green House, seis personas continuaban mirando en las posturas que tenían antes de la Pausa. (Harry la consideraba una Pausa y no una Detención, pues suponía que tarde o temprano Tic-tac pondría las cosas en movimiento. Suponiendo que el responsable fuera Tic-tac. De lo contrario, ¿quién más? ¿Dios?). Dos de ellas estaban sentadas a una mesa; las otras cuatro estaban de píe, dos a cada lado de la mesa.
Harry cruzó la acera y caminó entre los arbustos para examinar de cerca a los curiosos. Connie le acompañó. Se detuvieron frente al cristal, a menos de medio metro de los que estaban dentro.
Además de la pareja canosa, había una joven rubia y su acompañante cincuentón, una de las parejas que estaban sentadas cerca de la orquesta, haciendo ruido y riéndose a carcajadas. Ahora estaban tiesos como los ocupantes de una tumba. Del otro lado de la mesa estaban el maitre y un camarero. Los seis atisbaban por la ventana, inclinados hacia el cristal.
Ninguno pestañeó mientras Harry les estudiaba. Nadie contrajo un músculo de la cara. A nadie se le movió un pelo. Sus ropas parecían talladas en mármol.
Sus rígidas expresiones revelaban desde diversión, hasta asombro y curiosidad y, en el caso del maitre, turbación. Pero no reaccionaban ante la increíble quietud que se había adueñado de la noche. No la notaban porque formaban parte de ella. Miraban por encima de la cabeza de Connie y Harry, hacia el lugar de la acera donde estaban ambos cuando huyeron Sammy y el perro. Por sus expresiones faciales, parecían fascinados por esa interrumpida pieza de teatro callejero.
Connie alzó una mano y la agitó ante la ventana, frente a los curiosos. Ninguno de los seis reaccionó.
—No pueden vernos —dijo Connie extrañada.
—Quizá nos vean de pie en la acera, en el momento en que todo se detuvo. Tal vez están petrificados en esa fracción de segundo de percepción y no hayan visto nada de lo que hicimos desde entonces.
Ambos miraron por encima del hombro para estudiar la calle quieta, igualmente temerosos de esa quietud antinatural. Con asombroso sigilo, Tic-tac había aparecido detrás de ellos en el dormitorio de James Ordegard, y habían pagado con dolor no anticiparse a los hechos. Ahora aún no estaba a la vista, pero Harry estaba seguro de que vendría.
Volviéndose hacia la gente del bar, Connie golpeó el cristal con los nudillos. El ruido sonó metálico y falso, tan distorsionado como sus voces.
Los curiosos no reaccionaron.
Parecían más encerrados que el hombre más aislado, en la celda más profunda, del peor estado policial del mundo. Como moscas en la miel, estaban atrapados en un momento trivial de sus vidas. Había algo espantosamente vulnerable en esa indefensa suspensión y en esa total ignorancia.
Harry sintió un cosquilleo helado en la espalda, se frotó la nuca.
—Si todavía nos ven en la acera —dijo Connie—, ¿qué sucederá si nos largamos de aquí y todo empieza de nuevo?
—A ellos les parecerá que nos hemos esfumado ante sus ojos.
—¡Dios mío!
—Les daríamos un buen susto, sin duda.
Connie se volvió hacia Harry. Tenía arrugas de preocupación en la cara, sus oscuros ojos desencajados, y en su voz había un tono sombrío que no se debía únicamente al cambio de modulación.
—Harry, este bastardo no es simplemente uno de esos payasos que tuercen cucharas, predicen el porvenir y hacen prestidigitación en Las Vegas.
—Ya sabíamos que tenía poder.
—¿Poder?
—Sí.
—Harry, esto es más que poder. «Poder» no es la palabra, ¿me oyes?
—Te oigo —dijo Harry tratando de tranquilizarla.
—Por mera voluntad puede detener el tiempo, detener la maquinaria del mundo, atascar los engranajes, hacer lo que cuernos haya hecho. Eso es más que poder. Eso es… ser Dios. ¿Qué podemos hacer contra semejante engendro?
—Podemos hacer algo.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Podemos —insistió Harry.
—¿Sí? Pues yo creo que ese sujeto puede aplastarnos como insectos cuando quiera y que sólo lo ha postergado porque le gusta ver sufrir a los insectos.
—No hablas como la Connie Gulliver que conozco —dijo Harry, más mordaz de lo que pretendía.
—Tal vez no. —Connie se llevó el pulgar a la boca y usó los dientes para recortarse la uña.
Harry nunca le había visto morderse las uñas y quedó tan atónito ante esa demostración de nerviosismo como si Connie se hubiera puesto a lloriquear.
—Tal vez traté de montar una ola demasiado grande —dijo Connie—, sufrí una mala caída y perdí las agallas.
Era inconcebible que Connie Gulliver perdiera las agallas, ni siquiera ante algo tan extraño y temible como esto. ¿Cómo podía perder las agallas cuando era todo agallas, setenta kilos de agallas macizas?
Ella miró hacia otro lado, echó un vistazo a la calle, caminó hacia unas azaleas y las separó con la mano, mostrando al perro escondido.
—No parecen hojas. Son más rígidas. Como cartón delgado.
Harry se le acercó, se agachó y acarició al perro, que estaba tan petrificado en la Pausa como los clientes del bar.
—Su pelambre parece alambre fino.
—Creo que intentaba decirnos algo.
—Yo también. Ahora.
—Porque sin duda sabía que algo iba a suceder cuando se ocultó en el cantero.
Harry recordó el pensamiento que había tenido en el baño del Green House: «El único indicio de que no estoy apresado en una fantasía infantil es la ausencia de un animal parlante».
Le llamó la atención que costara tanto volverse loco. Al cabo de cien años de análisis freudiano, la gente estaba condicionada para creer que la cordura era una posesión frágil, que todos eran víctimas potenciales de neurosis o psicosis causadas por abuso, desidia o incluso por las tensiones de la vida cotidiana. Si él hubiera visto los episodios de las últimas trece horas como la trama de una película, le habría parecido inverosímil, cínicamente seguro de que el protagonista masculino (él mismo) hubiera perdido la chaveta al enfrentarse a tantos encuentros sobrenaturales y tantos porrazos. Pero allí estaba, con los músculos resentidos y las articulaciones doloridas, aunque con la cabeza bien puesta.
Pero quizá no tuviera la cabeza bien puesta. Tal vez ya estuviera amarrado a la cama de un pabellón psiquiátrico, con una cuña de goma en la boca para que no se arrancara la lengua de una dentellada en un arrebato frenético. Ese mundo callado e inmóvil tal vez sólo fuera una ilusión.
Grato pensamiento.
Cuando Connie soltó las ramas de azalea, no volvieron a su posición. Harry tuvo que empujarlas para que cubrieran nuevamente al perro.
Se pusieron de pie y escrutaron la carretera de la costa, las tiendas de ambos lados, las angostas ranuras de oscuridad que separaban un edificio de otro.
El mundo era un enorme mecanismo de relojería con la llave torcida, los resortes rotos y los engranajes trabados por la herrumbre. Harry trató de convencerse de que ya se estaba habituando a esa extraña situación, pero no lo consiguió. Si se lo tomaba con tanta calma, ¿por qué sentía un sudor frío en la frente, en las axilas y en la espalda? Esa noche inmóvil no era tranquilizadora, porque la muerte violenta se agazapaba bajo esa fachada apacible; era profundamente perturbadora, y cada vez más con el transcurso de cada segundo.
—Es un encantamiento —dijo Harry.
—¿Qué?
—Como en un cuento de hadas. El mundo entero ha caído bajo un encantamiento maligno, un hechizo.
—¿Y dónde diablos está la bruja? Eso quisiera saber.
—El brujo —corrigió Harry.
Ella ardía de rabia.
—Como digas. ¿Dónde demonios está? ¿Por qué juega así con nosotros y tarda tanto en dar la cara?
Mirando su reloj de pulsera, Harry confirmó que el rojo segundero no había vuelto a parpadear y que aún era la 1.29.
—En realidad, todo depende de cómo lo mires. Podría decirse que no ha tardado nada.
Ella miró su propio reloj.
—Vamos, terminemos con esto. ¿O crees que está esperando a que vayamos a buscarlo?
En la noche surgió el primer ruido que ellos no habían causado desde la Pausa. Una carcajada. La carcajada estentórea del golem-vagabundo que había ardido como una vela de sebo en el apartamento de Harry y había reaparecido para aporrearlos en la casa de Ordegard.
De nuevo, por hábito, llevaron la mano a los revólveres, pero ambos recordaron que las armas eran inútiles contra ese adversario, y las dejaron en la funda.
Al sur, en la parte alta de la manzana, del otro lado de la calle, Tic-tac dobló la esquina, usando su familiar identidad de vagabundo. El golem parecía más grande que antes, más de dos metros en vez de uno ochenta, con una maraña de pelo más grande y la barba más ensortijada. Cabeza leonina. Cuello de toro. Hombros macizos. Pecho descomunal. Manazas que parecían raquetas de tenis. Su impermeable negro era voluminoso como una tienda.
—¿Por qué cuernos pedí que apareciera? —se preguntó Connie, expresando también el pensamiento de Harry.
Callando su risotada de duende maligno, Tic-tac bajó de la acera y echó a andar hacia ellos por la calle.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Connie.
—¿Qué plan?
—Siempre hay un plan, demonios.
Harry se sorprendió de comprender que habían esperado al golem sin pensar en un plan de acción. Habían sido policías durante años y habían trabajado juntos durante meses, de modo que sabían cómo reaccionar ante cada situación, ante cualquier amenaza. Habitualmente no tenían que deliberar sobre la estrategia; actuaban por instinto y cada cual confiaba en que el otro haría lo correcto. En las raras ocasiones en que necesitaban elaborar un plan de acción, bastaban un par de frases monosilábicas, el idioma telegráfico de compañeros que se entendían. Sin embargo, ante ese adversario casi invulnerable, hecho de fango y piedras y gusanos, ante ese luchador feroz e implacable que era sólo un soldado del ejército infinito que podía crear su verdadero enemigo, parecían privados de instinto y de cerebro, y sólo podían quedarse tiesos mientras él se aproximaba.
«Corre», pensó Harry, y estaba por seguir su propio consejo cuando el enorme golem se detuvo en medio de la calle, a quince metros.
Harry nunca había visto nada parecido a los ojos del golem. No sólo eran luminosos, sino ardientes. Azules. El azul caliente de una llama de gas. Un resplandor que bailaba en las cuencas. Los ojos arrojaban reflejos ondulantes y azules sobre los pómulos y las encrespadas puntas de la barba parecían delgados filamentos de neón azul.
Tic-tac extendió los brazos y alzó las manazas como un profeta del Antiguo Testamento de pie en una montaña para dirigirse a sus discípulos con un mensaje trascendente. En ese enorme impermeable podía ocultar tablillas de piedra que contuvieran cien mandamientos.
—Dentro de una hora de tiempo real el mundo arrancará de nuevo —dijo Tic-tac—. Contaré hasta cincuenta. Una ventaja. Si podéis sobrevivir una hora, os dejaré en paz.
—Cielo santo —susurró Connie—, de veras parece un niño divirtiéndose con juegos perversos.
Eso le volvía tan peligroso como cualquier sociópata. Más. Algunos niños pequeños, en su carencia de empatía, tenían la capacidad para ser extremadamente crueles.
—En esta persecución no me valdré de ninguna triquiñuela, sólo mis ojos, mis oídos y mi cerebro. —Se señaló las ardientes cuencas azules, las orejas y el costado del cráneo con el grueso índice—. Sin trucos. Sin poderes especiales. Será más divertido. Uno… dos… Hora de correr, ¿verdad? Tres… cuatro… cinco…
—Esto no puede estar ocurriendo —dijo Connie, pero dio media vuelta y echó a correr.
Harry la siguió. Se internaron en el callejón y rodearon el Green House, casi chocando con el huesudo vagabundo que se llamaba Sammy y que ahora estaba precariamente paralizado en medio de un paso. Sus pisadas sonaban como bofetadas huecas en el asfalto cuando se internaron en la oscura calle trasera. Los ecos tampoco eran como los del mundo real. Menos resonantes, más breves.
Mientras corría, sintiendo cien aguijonazos de dolor a cada paso, Harry procuraba diseñar una estrategia que les permitiera sobrevivir una hora. Pero, como Alicia, había atravesado el espejo, se había internado en el reino de la Reina Roja. Ni los planes ni la lógica funcionarían en el mundo del Sombrerero Loco y del Gato de Cheshire, donde se despreciaba la razón y reinaba el caos.