7

El Green House de la carretera del Pacífico incluía un gran restaurante de típico estilo californiano, con tantos helechos y hiedras que resultaban excesivos incluso para el gusto de Harry; y un amplio bar donde los parroquianos, hartos de los helechos, habían aprendido a controlar el verdor envenenando la tierra de las macetas con una gota de whisky de cuando en cuando. El restaurante estaba cerrado a esas horas.

El popular bar permanecía abierto hasta las dos. Lo habían remodelado en negro, plata y verde, en un estilo Art Deco que contrastaba con el restaurante contiguo en su módico intento de exquisitez. Pero servían emparedados además de alcohol.

Entre plantas achaparradas y amarillentas, unos treinta clientes bebían, hablaban y escuchaban el jazz que tocaba un cuarteto. Los músicos interpretaban caprichosos arreglos semiprogresivos de famosas piezas de la era de las grandes bandas. Dos parejas que no comprendían que esa música era más apropiada para escuchar que para bailar se contoneaban al son de tonadas espasmódicas pautadas por constantes cambios de ritmo y pasajes enrevesados y extemporáneos que habrían puesto en un brete a Fred Astaire o Baryshnikov.

Cuando llegaron Harry y Connie, el maitre treintañero les recibió con aire dubitativo. Lucía un traje de Armani, una corbata de seda pintada a mano y hermosos zapatos que parecían tan blandos como si los hubieran hecho con feto de ternera. Tenía uñas manicuradas, dientes esmaltados, cabello peinado con permanente. Llamó disimuladamente a un camarero, sin duda para arrojarles a la calle por indeseables.

Aparte de la sangre seca en la comisura de su boca y las magulladuras que empezaban a oscurecerse en un costado de la cara, Connie estaba bastante presentable, aunque un poco desaliñada; pero Harry era un espectáculo: su ropa, abolsada y deformada por la lluvia, estaba más arrugada que la mortaja de una antigua momia. La camisa, antes almidonada y blanca, estaba agrisada y manchada, y olía al humo por el incendio. Tenía los zapatos rotos, maltrechos, llenos de fango. Una abrasión húmeda y sanguinolenta le cruzaba la frente. Tenía una sombra de barba, pues hacía dieciocho horas que no se afeitaba, y las manos sucias con la tierra del jardín de Ordegard. Comprendió que por su apariencia estaba apenas a un paso del vagabundo a quien Connie acababa de dar una advertencia sobre la desintoxicación forzada, un ser socialmente degradado a ojos del ceñudo maitre.

Un día atrás Harry no se habría atrevido a presentarse en público en semejante estado. Ahora no le importaba. Estaba demasiado preocupado por su supervivencia para inquietarse por el aseo y la elegancia.

Antes de que les echaran del Green House, ambos sacaron a relucir sus placas.

—Policía —dijo Harry.

Ninguna llave maestra, ninguna contraseña, ninguna constancia de sangre azul, ningún parentesco con la realeza abría puertas con la efectividad de una placa. Las abría con un ruido rechinante, pero las abría.

También ayudó el carácter de Connie.

—No sólo policías —añadió—, sino policías malhumorados, que han tenido un mal día y no están dispuestos a permitir que un hijoputa quisquilloso se niegue a atenderles porque cree que podríamos ofender a su selecta clientela.

Les condujeron grácilmente hacia una mesa que casualmente estaba en las sombras y lejos de la mayoría de los clientes.

Al instante acudió una camarera, dijo que se llamaba Bambi, arrugó la naricita, sonrió, anotó los pedidos. Harry pidió café y una hamburguesa hecha y con Cheddar.

Connie pidió una hamburguesa medio hecha con queso Roquefort y mucha cebolla cruda.

—Café para mí, también, y tráenos dos dobles de coñac, Rémy Martin. —A Harry le dijo—: Técnicamente ya no estamos de servicio. Y si te sientes tan descalabrado como yo, necesitas algo más estimulante que un café y una hamburguesa.

Mientras la camarera hacía los pedidos, Harry fue al cuarto de baño para lavarse las manos. Se sentía tan descalabrado como Connie sospechaba y el espejo del baño le confirmó que se veía peor de lo que se sentía. Apenas podía creer que ese rostro abultado, ojeroso y desesperado fuera el suyo.

Se frotó las manos vigorosamente, pero un poco de mugre le quedó pegada bajo las uñas y en las arrugas de los nudillos. Sus manos se parecían a las de un mecánico de coches.

Se enjuagó la cara con agua fría, pero eso no le mejoró el aspecto. Ese día le había cobrado un precio que dejaría su huella para siempre. La pérdida de su casa y todas sus pertenencias, la truculenta muerte de Ricky y la extraña concatenación de hechos sobrenaturales habían sacudido su fe en la razón y el orden. Esa expresión desencajada quizá le acompañara mucho tiempo, siempre que lograra vivir unas pocas horas más.

Desorientado por lo extraño de su reflejo, casi esperaba que el espejo resultara ser mágico, como ocurría a menudo en los cuentos de hadas: una puerta hacia otra tierra, una ventana al pasado o al futuro, la prisión donde estaba atrapada el alma de una reina maligna, un espejo parlante como aquel en el que la madrastra malvada de Blancanieves supo que ya no era la más bella. Apoyó una mano en el espejo y sintió su frialdad en los dedos, pero no sucedió nada sobrenatural.

Aun así, teniendo en cuenta los acontecimientos de las últimas doce horas, no era una locura esperar un hechizo. Se sentía atrapado en un cuento de hadas sombrío como «Las zapatillas rojas», en el que los personajes sufren espantosas torturas físicas y angustias mentales, perecen horriblemente y al fin son recompensados con la dicha no en este mundo sino en el cielo. Era una trama insatisfactoria si uno no tenía la certeza de que el cielo estaba esperando allá arriba.

El único indicio de que Harry no estaba apresado en una fantasía infantil era la ausencia de un animal parlante. Los animales parlantes eran frecuentes en los cuentos de hadas, aun más que los asesinos psicóticos en el cine americano moderno.

Cuentos de hadas. Hechicería. Monstruos. Psicosis. Niños.

Harry tuvo la sensación de estar al borde de una idea reveladora sobre Tic-tac.

Hechicería. Psicosis. Niños. Monstruos. Cuentos de hadas.

La revelación se le escabullía.

Se esforzó en vano.

Notó que ya no apoyaba ligeramente los dedos en su reflejo, sino que apretaba la mano con tanta fuerza que pudo romper el espejo. Cuando apartó la mano, una huella húmeda permaneció un instante hasta evaporarse.

Todo se evapora. Incluido Harry Lyon. Tal vez hacia el alba.

Salió del baño y regresó a la mesa donde le aguardaba Connie.

Monstruos. Hechicería. Psicosis. Cuentos de hadas. Niños.

La banda interpretaba un popurrí de Duke Ellington en versión moderna. El arreglo era una bazofia. Ellington no necesitaba que nadie le enmendara la plana.

En la mesa había dos humeantes tazas de café y dos copas de coñac donde el Rémy Martin relucía como oro líquido.

—Las hamburguesas estarán dentro de pocos minutos —dijo Connie mientras Harry se sentaba en una de las sillas de madera negra.

Psicosis. Niños. Hechicería.

Nada.

Decidió no pensar en Tic-tac por un rato, dar al subconsciente una oportunidad de trabajar sin presiones.

Tengo que saber —dijo, citando el título de una canción de Presley.

—¿Saber qué?

Dime por qué.

—¿Eh?

Es ahora o nunca.

Ella comprendió, sonrió.

—Soy una fanática admiradora de Presley.

—Eso deduje.

—Vino muy bien.

—Tal vez impidió que Ordegard nos arrojara otra granada y nos salvó la vida.

—Por el rey del rock’n’roll —brindó Connie, alzando la copa.

La banda dejó de torturar los temas de Ellington y se tomó un descanso, así que a pesar de todo era posible que Dios existiera y bendijera el orden en el universo.

Harry y Connie entrechocaron sus copas, bebieron.

—¿Por qué Elvis? —dijo él.

Connie suspiró.

—El primer Elvis era increíble. Expresaba libertad, el deseo de ser lo que quisieras sin dejarte atropellar porque eras diferente: «no pises mis zapatos de gamuza azul». Las canciones de sus primeros diez años ya eran viejas cuando yo tenía siete u ocho años, pero me decían algo.

—¿Siete u ocho años? Un material denso para una niña. Muchas de esas canciones hablaban de soledad, de corazones rotos.

—Claro. Él era una figura de ensueño: un rebelde sensible, cortés pero dispuesto a defender sus ideales, romántico y cínico al mismo tiempo. Yo me crie en orfanatos e instituciones, así que conocía la soledad, y mi corazón ya tenía algunas fisuras.

La camarera trajo las hamburguesas y su ayudante les sirvió más café.

Harry comenzaba a sentirse nuevamente como un ser humano. Un ser humano maltrecho, dolorido, fatigado y asustado, pero humano al fin.

—De acuerdo —dijo—, entiendo que admirases al primer Elvis y memorizaras sus canciones.

Pero ¿después?

Echando ketchup en la hamburguesa, Connie le explicó:

—A su manera, el final es tan interesante como el principio. Una tragedia americana.

—¿Tragedia? ¿Acabar como un cantante gordinflón, cubierto de lentejuelas, en Las Vegas?

—Claro. El apuesto y valiente rey, tan promisorio y trascendente… luego, a causa de un fallo trágico, un tropezón, una larga caída… muerto a los cuarenta y dos.

—Muerto en un baño.

—No dije que fuera una tragedia shakespeariana. Hay un elemento de absurdo. Por eso es una tragedia americana. Ningún país del mundo tiene nuestro sentido del absurdo.

—No creo que los demócratas y los republicanos se desvivan por usar esa frase como el lema de la campaña. —La hamburguesa estaba deliciosa. Comiendo un bocado, Harry continuó—: ¿Y cuál fue el fallo trágico de Elvis?

—Se negó a crecer. O quizá no podía.

—¿No se supone que un artista debe retener al niño que lleva dentro?

Ella mordisqueó el emparedado, sacudió la cabeza.

—No es lo mismo que ser ese niño para siempre. El joven Elvis Presley quería libertad, era un apasionado de la libertad, tal como yo; y el modo de conseguir la libertad total para hacer lo que quería era su música. Pero cuando la obtuvo, cuando pudo haber sido libre para siempre… ¿qué sucedió?

—Dímelo.

Evidentemente Connie había pensado mucho sobre ello.

—Elvis perdió el rumbo. Creo que se enamoró de la fama más que de la libertad. La libertad genuina, la libertad con responsabilidad, es un sueño adulto auténtico. Pero la fama es sólo un estímulo barato. Tienes que ser inmaduro para disfrutar la fama de veras, ¿no crees?

—Yo no la quiero. Ni es probable que la consiga.

—Indigna, pasajera, una chuchería que sólo un niño confundiría con un diamante. Elvis parecía un adulto, hablaba como un adulto…

—Y, por cierto, cantaba como un adulto en sus mejores momentos.

—Sí. Pero emocionalmente era un caso de desarrollo atrofiado, y el adulto se estaba transformando en un disfraz, una máscara. Por eso siempre tenía un gran séquito, su propio club de amigotes; y comía emparedados de plátano frito con crema de cacahuetes, comida de niños; y alquilaba parques de diversiones cuando quería pasarlo bien con sus amigos. Por eso no pudo impedir que gente como el coronel Parker se aprovechara de él.

Adultos. Niños. Desarrollo atrofiado. Psicosis. Fama. Hechicería. Cuentos de hadas. Desarrollo atrofiado. Monstruos. Mascarada.

Harry se irguió en el asiento, pensando a todo vapor.

Connie aún hablaba, pero su voz parecía distante:

—… así que la última parte de la vida de Elvis te muestra cuántas trampas hay…

Niño psicótico. Fascinado por los monstruos. Con poder de hechicero. Desarrollo atrofiado. Luce como un adulto pero es un disfraz.

—… lo fácil que es perder la libertad sin poder recobrarla nunca…

Harry dejó el emparedado.

—Por Dios, creo saber quién es Tic-tac.

—¿Quién?

—Aguarda. Déjame pensar en esto.

Una risotada estridente estalló en una mesa de borrachos ruidosos cerca de la orquesta. Dos cincuentones con dinero, dos rubias jóvenes. Trataban de vivir sus propios cuentos de hadas: los hombres de edad soñando con el sexo perfecto y la envidia de otros hombres, las mujeres soñando con riquezas, ignorando que un día esas fantasías les parecerían sórdidas, obtusas y vulgares incluso a ellas.

Harry se frotó los ojos, procuró ordenar sus pensamientos.

—¿No has notado que hay algo pueril en él?

—¿Tic-tac? ¿Ese energúmeno?

—Ese es su golem. Hablo del verdadero Tic-tac, el que fabrica los golems. Para él es un juego. Está jugando conmigo como un niño maligno que le arranca las alas a una mosca para regodearse con sus vanos intentos de echar a volar; o que tortura a un escarabajo con cerillas. El plazo del amanecer, los ataques para irritarnos; pueril, como un matón de escuela divirtiéndose en el patio…

Recordó otras cosas que Tic-tac había dicho antes de iniciar el incendio: «Es divertido jugar con la gente… Gran héroe… crees que puedes dispararle a quien gustes, atropellar a los demás…».

Atropellar a los demás…

—¿Harry?

Harry pestañeó, se estremeció.

—Algunos sociópatas se comportan así porque sufrieron abusos cuando niños. Pero otros nacen así, torcidos.

—Un problema genético —convino Connie.

—Supongamos que Tic-tac nació malo.

—Nunca fue un ángel.

—Y supongamos que su increíble poder no proviene de un extraño experimento de laboratorio. Tal vez sea resultado de un problema genético. Si nació con este poder, éste lo aísla de los demás tal como la fama aislaba a Presley y nunca aprendió a crecer, no necesitaba ni quería crecer. En su corazón aún es un niño. Y juega como un niño. El juego de un niño perverso.

Harry recordó al corpulento vagabundo, de pie en su dormitorio, rojo de rabia, gritando una y otra vez: «¿Me oyes, héroe, me oyes, me oyes, me oyes, me oyes…?». Esa conducta había sido aterradora por el tamaño y la fuerza del vagabundo, pero en retrospectiva tenía las características de un berrinche infantil.

Connie se inclinó en la mesa y le pasó una mano ante la cara.

—No te me pongas catatónico, Harry. Todavía espero el remate del chiste. ¿Quién es Tic-tac? ¿Crees que es un niño? ¿Acaso estamos buscando a un niño o niña de la primaria? Por amor de Dios.

—No. Es mayor. Joven todavía. Pero mayor.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Porque le conozco.

«Atropellar a los demás…».

Le habló a Connie del joven que había traspasado la cinta amarilla y se había acercado a la ventana despedazada del restaurante donde Ordegard había disparado contra los clientes. Zapatillas, jeans, una camiseta de cerveza Tecate.

—Miraba dentro, fascinado por la sangre, los cadáveres. Había algo perturbador en su apariencia… tenía una mirada extraviada… y se relamía los labios como si… como si hubiera algo erótico en esa sangre, esos cuerpos. Me ignoró cuando le ordené que regresara detrás de la valla, tal vez ni siquiera me oyó, como si estuviera en trance… relamiéndose los labios.

Harry cogió la copa y se terminó el coñac de un sorbo.

—¿Averiguaste su nombre? —preguntó Connie.

—No. Lo eché todo a perder. Manejé mal el asunto.

Recordó que había aferrado al chico, le había empujado por la acera, tal vez le había pegado (¿le había dado un rodillazo en la entrepierna?), sacudiéndole, doblegándole, forzándole a cruzar la cinta amarilla.

—Después me sentí mal, asqueado de mí mismo. No pude creer que le hubiera tratado tan mal. Supongo que aún estaba alterado por lo que había pasado en el altillo donde Ordegard casi me dispara, y cuando vi que ese chico se excitaba con la sangre, reaccioné como… como…

—Como yo —dijo Connie, recogiendo su hamburguesa.

—Sí. Como tú.

Aunque había perdido el apetito, Harry mordió el emparedado porque tenía que recobrar energías para lo que vendría más tarde.

—Pero aún no entiendo por qué estás tan seguro de que ese chico es Tic-tac —prosiguió Connie.

—Sé que es él.

—Sólo porque era un poco raro…

—Es algo más.

—¿Una corazonada?

—Mejor que una corazonada. Llámalo instinto de policía.

Ella lo miró de hito en hito, asintió.

—De acuerdo. ¿Recuerdas cómo era?

—Vívidamente. Alrededor de diecinueve años, no más de veintiuno.

—¿Talla?

—Un poco más bajo que yo.

—¿Peso?

—Unos setenta y cinco kilos. Delgado, no enclenque. Delgado pero musculoso.

—¿Cutis?

—Claro. Pasa mucho tiempo a cubierto. Pelo grueso, castaño oscuro o negro. Un chico guapo, parecido a ese actor, Tom Cruise, pero más aguileño. Tenía unos ojos claros, grises. Como plata sucia.

—Vayamos a casa de Nancy Quan —dijo Connie—. Vive en Laguna Beach…

Nancy era una dibujante de bocetos que trabajaba para Proyectos Especiales y tenía un don especial para interpretar correctamente los matices cuando un testigo describía a un sospechoso. Cuando capturaban a los culpables, los bocetos a menudo resultaban ser retratos asombrosamente fieles.

—Le describes al chico, ella lo dibuja, y llevamos el boceto a la policía de Laguna, para ver si conocen a ese hijo de perra.

—¿Y si no le conocen?

—Entonces nos ponemos a golpear puertas, a mostrar el boceto.

—¿Puertas? ¿Dónde?

—Casas y apartamentos de la zona donde te topaste con él. Es posible que viva en esa zona. Aunque no viva allí, tal vez merodee por el lugar, tenga amigos en el vecindario…

—Este chico no tiene amigos.

—Parientes. Alguien podría reconocerlo.

—La gente no se alegrará de que golpeemos su puerta en medio de la noche.

Connie hizo una mueca.

—¿Quieres esperar al alba?

—Supongo que no.

La banda regresaba para su última actuación.

Connie terminó el café, movió la silla, se levantó, tomó dinero del bolsillo y arrojó un par de billetes en la mesa.

—Déjame pagar la mitad —dijo Harry.

—Yo invito.

—No, de veras, debo pagar la mitad.

Ella le miró como si estuviera loco.

—Me gusta mantener las cuentas equilibradas. Ya sabes —explicó Harry.

—Suéltate un poco, Harry. Deja que se desequilibren las cuentas. Te diré lo que haremos… si llega el alba y despertamos en el infierno, pagarás el desayuno.

Connie enfiló hacia la puerta.

Cuando la vio venir, el maitre con traje de Armani y corbata pintada a mano buscó refugio en la cocina.

Siguiendo a Connie, Harry miró la hora. Eran la una y veintidós.

Faltaban unas cinco horas para que amaneciera.