Los días entre semana, Tanya Delaney era enfermera privada en el turno de noche. A veces hubiera preferido trabajar en un cementerio. Jennifer Drackman era más escalofriante que cualquier cosa que pudieras encontrar en una tumba.
Tanya estaba sentada en un sillón cerca de la cama de la ciega, leyendo en silencio una novela de Mary Higgins Clark. Le gustaba leer y era noctámbula por naturaleza, así que ese turno era perfecto para ella. Algunas noches leía una novela entera y empezaba otra porque Jennifer dormía continuamente.
En otras ocasiones Jennifer no podía dormir y deliraba, consumida por el terror. Tanya sabía que la pobre mujer estaba trastornada y no había nada que temer, pero la intensa angustia de la paciente era contagiosa. A Tanya se le ponía la carne de gallina, se le erizaba el vello de la nuca. Miraba atemorizada la oscura ventana como si algo acechara afuera y se sobresaltaba ante el menor ruido.
Al menos las horas anteriores al alba de ese miércoles no estuvieron llenas de gritos y exclamaciones torturadas y retahílas de palabras tan insensatas como la cháchara maniática de un fanático religioso hablando en distintas lenguas. Jennifer durmió, aunque inquieta, acuciada por sus pesadillas. De cuando en cuando, sin despertar, gemía, aferraba la baranda con la mano sana, trataba en vano de levantarse. Con sus dedos blancos y huesudos, sus músculos atrofiados en aquellos brazos enclenques, su rostro enjuto y pálido, sus párpados cosidos y cóncavos sobre cuencas vacías; no parecía una mujer enferma en cama, sino un cadáver tratando de salir del ataúd. Cuando hablaba en sueños, no gritaba sino que susurraba con apremio; la voz parecía surgir del aire y flotaba por la habitación, turbadora como un difunto hablando en una sesión espiritista: «Nos matará a todos… matará… nos matará a todos…».
Tanya tiritó y trató de concentrarse en la novela de suspense, aunque se sentía culpable por no prestar atención a la paciente. Al menos debería apartar la mano huesuda de la baranda, tocar la frente de Jennifer para cerciorarse de que no tuviera fiebre, calmarla con un murmullo y tratar de guiarla desde esa pesadilla tormentosa hacia los calmos bajíos del sueño. Era una buena enfermera, y normalmente habría confortado a un paciente presa de una pesadilla. Pero se quedó en el sillón con su libro de la Clark porque no quería arriesgarse a despertar a Jennifer. Si despertaba, la mujer podía pasar de la pesadilla a uno de esos temibles arrebatos, helándole la sangre con sus gritos, su llanto sin lágrimas, sus gemidos y su glosolalia.
La voz espectral dijo en sueños: «El mundo está en llamas… marejadas de sangre… fuego y sangre… soy la madre del Infierno… Dios me guarde, soy la madre del Infierno…».
Tanya quería subir el termostato, pero sabía que la habitación estaba un poco caldeada. El frío que sentía estaba en su interior, no afuera.
«… mente fría… corazón muerto… palpitante pero muerto…».
Tanya se preguntó qué habría sufrido esa mujer para hallarse en un estado tan lamentable. ¿Qué había visto? ¿Qué había padecido? ¿Qué recuerdos la atormentaban?