3

Los vecinos de James Ordegard, como los de Ricky Estefan, no oyeron el estruendo. Los disparos y el estallido del cristal no provocaron ninguna reacción. Cuando Harry abrió la puerta principal y miró a ambos lados de la calle, la noche estaba en calma y no se oían sirenas a lo lejos.

Parecía que la confrontación con Tic-tac hubiera ocurrido en un sueño en el que sólo participaban Harry y Connie. Sin embargo, sobraban pruebas de que la lucha había sido real: cartuchos de bala vacíos en sus revólveres, cristales rotos en el balcón del dormitorio; cortes, rasguños y varias zonas sensibles que luego se volverían moretones.

Harry y Connie ansiaban largarse de allí antes de que regresara el vagabundo, pero ambos sabían que Tic-tac les encontraría con igual facilidad en cualquier parte, y era preciso averiguar todo lo posible.

De vuelta en el dormitorio de James Ordegard, bajo la mirada malévola de la pintura de Goya, Harry buscó una prueba más. Sangre.

Connie había disparado a Tic-tac tres o cuatro veces a quemarropa. Le había volado parte de la cara y le había producido una herida enorme en la garganta. Después de que el vagabundo arrojara a Connie por la puerta de vidrio, Harry le descerrajó dos tiros en la espalda.

La sangre tendría que haber corrido tan pródigamente como la cerveza en una fiesta de estudiantes. Pero no había una sola gota en las paredes ni en la alfombra.

—¿Y bien? —preguntó Connie desde la puerta, sosteniendo un vaso de agua. Las aspirinas se le habían atragantado. Aún trataba de bajarlas. O tal vez había tragado las píldoras pero aún tenía algo en la garganta. Tal vez miedo, aunque normalmente no le costaba tragarse el miedo—. ¿Encontraste algo?

—No hay sangre. Sólo esta cosa… parece tierra.

Harry desmenuzó el material entre sus dedos. Parecía tierra y olía como tierra. Había fragmentos y granos en la alfombra y el cubrecama.

Harry se desplazó agachado por la habitación, deteniéndose ante los terrones más grandes para tantearlos con el dedo.

—Esta noche está pasando deprisa —dijo Connie.

—No me digas la hora —replicó él sin alzar la vista.

Ella se la dijo de todos modos.

—Pocos minutos después de medianoche. La hora de las brujas.

—Ya lo creo.

Harry siguió investigando y en un montículo de tierra encontró un gusano. Húmedo y reluciente, pero muerto.

Descubrió un manojo de materia vegetal en descomposición. Parecían hojas de higuera. Se desgajaban como capas de hojaldre. En el centro había un pequeño escarabajo negro con las patas tiesas y ojos verdes como gemas.

Cerca de una de las mesillas de noche, Harry halló una bala deforme; uno de los proyectiles que Connie le había disparado a Tic-tac. Estaba cubierta de tierra húmeda. La recogió y la hizo rodar entre el pulgar y el índice, mirándola pensativamente.

Connie se acercó a ver su descubrimiento.

—¿Qué piensas de esto?

—No sé… aunque quizá…

—¿Qué?

Harry titubeó, mirando la tierra que cubría la alfombra y el cubrecama.

Estaba recordando ciertas leyendas tradicionales, cuentos de hadas, aunque con matices religiosos más fuertes que los de Hans Christian Andersen. De origen judío, si no se equivocaba. Cuentos de la cábala.

—Si recogieras toda esta tierra y la comprimieras con fuerza… ¿crees que habría el material suficiente para llenar la herida de la garganta y el boquete de la cara?

Connie frunció el ceño.

—Tal vez. ¿Adónde quieres llegar?

Harry se levantó y se guardó la bala. Sabía que no tenía que recordarle a Connie la inexplicable pila del lodo que habían hallado en el cuarto de estar de Ricky Estefan, ni la mano exquisitamente esculpida con la manga de chaqueta.

—Aún no lo sé. Necesito pensarlo un rato.

Mientras salían de la casa de Ordegard, apagaron las luces. La oscuridad que dejaban atrás parecía estar viva.

Fuera el aire marino barría el mundo sin limpiarlo. Para Harry el viento del Pacífico siempre había sido estimulante y limpio, pero ya no lo era. Había perdido la fe en que las fuerzas de la naturaleza impusieran un orden continuo sobre el caos de la vida. Esta noche la brisa fría le hacía pensar en cosas sucias: granito de cementerio, huesos sin carne en el eterno abrazo de la gélida tierra, el lustroso caparazón de escarabajos que se alimentaban de carne muerta.

Estaba maltrecho y cansado; tal vez el agotamiento explicaba su sombrío estado de ánimo. Fuera como fuese, empezaba a compartir la idea de Connie de que el caos, no el orden, era el estado natural de las cosas y que no era posible resistirlo, sólo montarlo tal y como el surfista monta una ola majestuosa y potencialmente mortífera.

En el jardín, entre la puerta principal y la calzada, donde habían aparcado el Honda, casi tropezaron con un gran montículo de tierra. No estaba allí cuando habían entrado.

Connie cogió una linterna de la guantera del Honda, regresó y apuntó el haz hacia el montículo para que Harry pudiera examinarlo. Al principio rodeó cuidadosamente aquel montón, observándolo, pero no pudo hallar ninguna mano ni otro rasgo humano. Esta vez el desmoronamiento había sido total.

Sin embargo, raspando la tierra con las manos, descubrió racimos de hojas muertas como el manojo que había hallado en el dormitorio de Ordegard. Hierba, piedras, gusanos muertos. Delgados huesos de perico, incluido el frágil encaje de calcio de un ala plegada. Harry no sabía qué esperaba encontrar: tal vez un corazón esculpido en lodo con todos sus detalles, como la mano que había visto en el cuarto de estar de Ricky, aún palpitando con una vida maligna.

En el coche, después de poner el motor en marcha, encendió la calefacción. Una sensación gélida le dominaba.

Mientras se entibiaban, mirando el negro montículo de tierra del oscuro jardín, Harry le habló a Connie sobre ese monstruo vengativo de la leyenda y la tradición: el golem. Ella escuchó sin hacer comentarios, menos escéptica ante esa asombrosa posibilidad que antes, cuando él había hablado de un sociópata con aptitudes psíquicas y el poder demoníaco de poseer a otros.

Cuando Harry concluyó, ella dijo:

—Conque fabrica un golem y lo usa para matar, mientras él permanece a salvo en otra parte.

—Quizá.

—Fabrica un golem con tierra.

—O con arena y matorrales, quizá con cualquier cosa.

—Lo fabrica con el poder de su mente.

Harry no respondió.

—¿Con el poder de su mente o con magia, como en los cuentos tradicionales? —preguntó Connie.

—Cielos, no lo sé. Es tan descabellado.

—¿Y todavía crees que aún posee a las personas, que las usa como marionetas?

—Tal vez no. Hasta ahora no hay pruebas de ello.

—¿Qué hay de Ordegard?

—No creo que haya relación entre Ordegard y Tic-tac.

—¿No? Pero quisiste ir al depósito de cadáveres porque creías…

—Creía, pero ya no creo. Ordegard era simplemente un chiflado más, típico del premilenario. Cuando le disparé en el altillo ayer por la tarde, allí terminó todo.

—Pero Tic-tac apareció en casa de Ordegard…

—Porque estábamos nosotros. Sabe nuestro paradero. Vino aquí porque nosotros estábamos aquí, no porque tenga alguna relación con James Ordegard.

La calefacción del coche enviaba una ráfaga de aire caliente que le bañó sin derretir el hielo que sentía en la boca del estómago.

—Simplemente nos topamos con dos lunáticos en el mismo día —dijo Harry—. Primero Ordegard, luego este sujeto. Ha sido un mal día para el equipo local, eso es todo.

—Un día memorable —convino Connie—. Pero si Tic-tac no es Ordegard, si no estaba furioso contigo por matar a Ordegard, ¿por qué se ensañó contigo? ¿Por qué quiere matarte?

—No lo sé.

—En tu apartamento, antes de incendiarlo, ¿no dijo que no podías dispararle y creer que allí terminaba todo?

—Sí, es parte de lo que dijo. —Harry trató de recordar el resto de las palabras del vagabundo-golem, pero el recuerdo le era elusivo—. Ahora que lo pienso, no mencionó a Ordegard. Simplemente supuse que… No. Ordegard ha sido una pista falsa.

Temía que ella le preguntara cómo hallarían una pista atinada que les condujera a Tic-tac. Pero Connie debió comprender que estaba totalmente desorientado, porque no le puso en ese brete.

—Hace mucho calor aquí dentro —dijo Connie.

Harry bajó la temperatura de la calefacción.

Aún sentía frío en la médula de los huesos.

Se miró las manos a la luz del salpicadero. Aún estaban sucias de tierra, como las manos de un hombre enterrado prematuramente que hubiera escarbado con desesperación para liberarse de su tumba.

Harry sacó el Honda de la calzada y condujo despacio entre las abruptas colinas de Laguna. Las calles de esos distritos residenciales estaban desiertas a esa hora. La mayoría de las casas tenían las luces apagadas. Era como recorrer un moderno pueblo fantasma, cuyos habitantes hubieran desaparecido como la gente del viejo velero Mary Celeste, camas vacías en las casas oscuras, televisores titilando en salitas desiertas, platos servidos en cocinas silenciosas donde no quedaba nadie para comer.

Miró la hora. 12.18.

Poco más de seis horas para el alba.

—Estoy tan cansado que no puedo pensar —dijo Harry—. Y tengo que pensar, demonios.

—Consigamos café, algo de comer. Recobremos la energía.

—Sí, de acuerdo. ¿Dónde?

—En Green House. En la carretera de la costa. Es uno de los pocos lugares abiertos a esta hora.

—Green House. Sí, lo conozco.

Al cabo de un rato Connie comentó:

—¿Sabes lo que me pareció más raro de la casa de Ordegard?

—¿Qué?

—Me recordó a mi apartamento.

—¿De veras? ¿En qué?

—No te hagas el listo, Harry. Tú viste los dos sitios esta noche.

Harry había notado cierta similitud, pero no había querido pensar en ello.

—Él tiene más muebles que tú.

—Pero no tantos más. No hay chucherías, ni adornos, ni fotos familiares. Una ilustración colgada en su casa, una en la mía.

—Pero hay una gran diferencia, una diferencia enorme… tú tienes esa foto de un paracaidista, brillante, eufórica, que da una sensación de libertad con sólo mirarla, no ese monstruo engullendo a un ser humano.

—No estoy tan segura. La pintura de su dormitorio habla de la muerte, el destino humano. Tal vez mi póster no sea tan eufórico. Tal vez hable de la muerte, de caer y caer y no abrir nunca el paracaídas.

Harry la miró de soslayo. Connie tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados.

—Tú no eres más suicida que yo —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

—No sabes nada.

Harry frenó ante un semáforo en la carretera de la costa y la miró de nuevo. Aún no había abierto los ojos.

—Connie…

—Siempre he perseguido la libertad. ¿Y cuál es la libertad máxima?

—Cuéntame.

—La libertad máxima es la muerte.

—No te pongas freudiana, Gulliver. Una cosa que siempre me ha gustado de ti es que no tratas de psicoanalizar a todo el mundo.

Connie sonrió, evidentemente recordando que ella había usado esas mismas palabras en el restaurante después de la muerte de Ordegard, cuando Harry preguntó si ella era tan dura como aparentaba.

Connie abrió los ojos, miró el semáforo.

—Verde.

—No estoy listo para arrancar.

Connie le miró.

—Primero quiero saber si estás bromeando o si de veras crees tener algo en común con un desgraciado como Ordegard.

—¿Te refieres a esas chorradas sobre el amor al caos? Bien, tal vez sea así, si quieres sobrevivir en este mundo desquiciado. Pero esta noche he sospechado que me gustaba planear sobre el caos porque tenía la secreta esperanza de que un día acabara conmigo.

—¿Tenías?

—El caos ya no me atrae tanto como antes.

—¿Tic-tac te provocó un empacho?

—No es por él. Ocurre que… Después del trabajo, antes de que se incendiara tu apartamento y todo se fuera al cuerno, descubrí que tengo una razón para vivir que desconocía.

La luz estaba roja de nuevo. Un par de coches pasaron por la carretera y Connie los siguió con la vista.

Harry no dijo nada porque temía que cualquier interrupción le impidiera continuar. En seis meses, su ártica parquedad jamás se había descongelado hasta que en su apartamento, por un segundo, había parecido a punto de revelar algo íntimo y profundo. Inmediatamente se había replegado; pero ahora la cara del glaciar se estaba rajando. Harry ansiaba entrar en ese mundo, lo cual revelaba que no sólo ella había resguardado celosamente su intimidad, sino que él también necesitaba ese contacto; estaba dispuesto a pasar las seis últimas horas de su vida ante ese semáforo, si era necesario, con tal de comprender mejor a aquella mujer especial que parecía existir bajo la dura pátina de una experimentada policía.

—Tuve una hermana —dijo Connie—. Me enteré de su existencia hace poco. Ha muerto. Hace cinco años. Pero tuvo una hija, Eleanor. Ellie. Ahora no quiero que me eliminen, no quiero planear más sobre el caos. Quiero tener la oportunidad de ver a Ellie, de conocerla, de averiguar si puedo amarla, y creo que tal vez pueda. Tal vez lo que me ocurrió en la infancia no consumió para siempre mi capacidad de amar. Tal vez pueda hacer algo más que odiar. Tengo que averiguarlo. No veo el momento de averiguarlo.

Harry quedó consternado. Si lo había entendido bien, ella no sentía por él nada parecido al amor que él empezaba a sentir por ella. Pero eso no importaba. Al margen de las dudas de Connie, Harry sabía que ella tenía capacidad para amar y que hallaría un lugar para su sobrina en su corazón. Y en tal caso, ¿por qué no para él también?

Ella le miró a los ojos y sonrió.

—Santo Dios, escúchame, parezco uno de esos neuróticos que se confiesan en un programa vespertino de TV.

—En absoluto. Yo… quiero saberlo.

—En cuanto te descuides, te contaré que me gusta acostarme con hombres que se visten como su madre.

—¿De veras te gusta eso?

Ella rio.

—¿A quién no?

Harry quería saber a qué se refería al decir «lo que me ocurrió en la infancia», pero no se atrevió a preguntar. Aunque esa experiencia no fuera el núcleo de Connie, ella creía que lo era y sólo podría revelarla cuando lo considerase oportuno. Además, había muchas otras preguntas que quería hacerle y si empezaba, realmente se quedaría en esa intersección hasta que llegaran el alba, Tic-tac y la muerte.

La luz se puso verde. Harry entró en la intersección y giró a la derecha. Dos calles al norte aparcó frente al Green House.

Cuando él y Connie salieron del coche, Harry vio un vagabundo mugriento en las sombras de la esquina del restaurante, junto a un callejón que bordeaba la parte trasera del edificio. No era Tic-tac, sino un espécimen más menudo y patético. Estaba sentado entre dos arbustos, despatarrado, comiendo de un paquete, bebiendo café de un termo y murmurando a solas.

El sujeto les observó mientras caminaban hacia la entrada del Green House. Tenía una mirada febril, intensa. Sus ojos inflamados se parecían a los de muchos habitantes de las calles, desencajados por un temor paranoico. Tal vez creía que le perseguían alienígenas del espacio que le arrojaban microondas para embrollarle las ideas. O la maligna pandilla de los diez mil ochenta y dos conspiradores que realmente habían matado a John F. Kennedy y que secretamente intentaban controlar el mundo desde entonces. O diabólicos empresarios japoneses que comprarían todo en todas partes, someterían a todos los demás a la esclavitud y servirían los órganos crudos de los niños americanos como aperitivos en los bares de sushi de Tokio. Recientemente parecía que la mitad de la población cuerda —o lo que hoy día pasaba por tal— creía en alguna teoría conspiratoria demostrablemente ridícula y paranoica. Y para los merodeadores callejeros más intoxicados, como ese hombre, esas fantasías eran de rigor.

—¿Me oyes, o estás en alguna parte de la luna? —le preguntó Connie al vagabundo.

El hombre la miró con cara de pocos amigos.

—Somos policías. ¿Entiendes? Policías. Si tocas ese coche mientras no estamos, te encontrarás en un programa de desintoxicación antes de decir agua va. Sin alcohol ni drogas por tres meses.

La desintoxicación forzada era la única amenaza que funcionaba con muchos de esos duques del albañal. Ya estaban en el fondo del pantano, habituados a ser atropellados y deglutidos por los animales más grandes. No tenían nada que perder, excepto la oportunidad de embriagarse con vino barato o lo que pudieran encontrar.

—¿Policías? —dijo el hombre.

—Bien —respondió Connie—. Me has oído. Policías. Tres meses sin un trago. Te parecerán tres siglos.

La semana anterior, en Santa Ana, un vagabundo ebrio había utilizado un sedán del Departamento para realizar una protesta social que consistió en dejar sus excrementos en el asiento delantero. O tal vez les confundió con alienígenas para quienes las heces humanas constituían un signo de bienvenida y una invitación para la cooperación intergaláctica. Fuera como fuese, Connie quiso matarlo y Harry tuvo que recurrir a todo su talento diplomático para convencerla de que la desintoxicación forzada era más cruel.

—¿Pusiste el seguro a las puertas? —le preguntó Connie a Harry.

—Sí.

Mientras entraban en el Green House, el vagabundo dijo pensativamente:

—¿Policías?