2

Así que este hombre maloliente, más maloliente que naranjas podridas caídas de un árbol y llenas de criaturas movedizas; más maloliente que un ratón muerto hacía tres días; tan maloliente que podía hacerte estornudar si lo olías demasiado, va de calle en calle y entra en un callejón, dejando nubes de olores.

El perro le sigue a pocos pasos, con curiosidad, manteniendo la distancia, oliendo el rastro de la cosa-que-mata, que está mezclado con los demás olores.

Se detienen en la parte trasera de un lugar donde la gente hace comida.

Buenos olores, casi más fuertes que el hombre maloliente, olores que dan hambre, muchos olores. Carne, pollo, zanahoria, queso. El queso es bueno, se pega en los dientes pero es bueno, mucho mejor que la goma de mascar vieja que se pega en los dientes pero no es tan buena. Pan, guisantes, azúcar, vainilla, chocolate y mucho más, hasta que te duelen las mandíbulas y se te hace agua la boca.

A veces va a lugares de comida como éste, meneando la cola, gimiendo y le dan algo bueno. Pero casi siempre le echan, le arrojan cosas, le gritan, patalean. La gente es rara en muchas cosas, entre ellas la comida. Muchos cuidan la comida, no te dan nada y después la arrojan en botes donde se vuelve apestosa y nauseabunda. Si tumbas los botes para aprovechar la comida antes de que se ponga nauseabunda, la gente viene corriendo y gritando y te persigue como si fueras un gato.

No está bien que lo persigan por diversión. Para eso están los gatos. Él no es un gato. Es un perro. Parece muy evidente.

La gente es rara.

El hombre maloliente golpea una puerta, golpea de nuevo y le atiende un hombre gordo vestido de blanco y rodeado por nubes de olores que dan hambre.

«Santo Dios, Sammy, estás peor que de costumbre», dice el gordo de blanco.

«Sólo un poco de café», dice el hombre maloliente, extendiendo la botella. «No quiero molestarte, de veras, pero necesito un sorbo de café».

«Recuerdo cuando empezaste hace años…».

«Un poco de café para despejarme».

«… cuando trabajabas en esa pequeña agencia publicitaria de Newport Beach…».

«Tengo que despejarme pronto».

«… antes de pasar a esa gran agencia de Los Ángeles, siempre tan elegante, tan bien vestido, las mejores ropas».

«Me moriré si no recobro la sobriedad».

«Pues has dicho una verdad», dice el hombre gordo.

«Sólo un termo de café, Kenny. Por favor».

«No recobrarás la sobriedad con café solo. Te daré un poco de comida, si me prometes que la comerás».

«Sí, claro que sí, y un poco de café, por favor».

«Aléjate de la puerta. No quiero que te vea el jefe y se entere de que doy cosas».

«Claro, Kenny, claro. Te lo agradezco, de veras, porque tengo que estar sobrio».

El gordo mira a un costado del hombre maloliente.

«¿Ahora tienes perro, Sammy?», dice.

«¿Eh? ¿Yo? ¿Perro? Claro que no».

El hombre maloliente se vuelve, mira sorprendido.

Tal vez el hombre maloliente lo patearía o lo ahuyentaría, pero el gordo es diferente. El gordo es bondadoso. Alguien que huele tantas cosas buenas para comer tiene que ser bondadoso.

El gordo se inclina, con la luz atrás.

«Oye, amigo, ¿cómo andas?», le dice con voz de gente-que-da-de-comer.

Sólo ruidos-de-personas. En realidad no entiende nada de esto, son sólo ruidos-de-personas.

Así que menea la cola, pues sabe que a las personas les gusta, y ladea la cabeza y pone esa expresión que habitualmente les hace suspirar ahhhhh.

«Ahhhh —suspira el gordo—, tu lugar no es la calle, amigo. ¿Qué clase de gente abandonaría a un bonito perro como tú? ¿Tienes hambre? Apuesto a que sí. Yo puedo encargarme de eso, amigo».

Mucha gente le llama amigo. Recuerda que cuando era cachorro una niñita que le tenía afecto le llamaba Príncipe, pero eso fue hace mucho tiempo. La mujer y su hijo lo llaman Woofer, pero Amigo es lo más frecuente.

Menea la cola y gime para demostrar que el gordo le cae simpático. Y se sacude para demostrar que es inofensivo, un perro bueno, un perro muy bueno. A la gente le gusta eso.

El gordo le dice algo al hombre maloliente, entra en el lugar de comida, cierra la puerta.

«Tengo que estar sobrio», dice el hombre maloliente, hablando solo.

Hora de esperar.

Esperar es malo. Esperar a un gato que trepó a un árbol es peor. Y esperar comida es pésimo. El tiempo que pasa entre el momento en que la gente ofrece comida y el momento en que la trae es tan largo que parece que podrías perseguir un gato, perseguir un coche, olisquear a todos los perros de tu territorio, perseguirte la cola hasta marearte, tumbar muchos botes de comida nauseabunda e incluso dormir un rato.

«He visto cosas que la gente tiene que saber», dice el hombre maloliente.

Manteniéndose lejos del hombre, meneando la cola, trata de no oler los olores que salen del lugar de comida, con lo cual la espera se vuelve más difícil. No puede evitar olerlos.

«El hombre de las ratas es real. Real».

Al fin el gordo regresa con la extraña botella y un paquete para el hombre maloliente. Y con un plato lleno de sobras.

Menea la cola pensando que las sobras son para él, pero no quiere ser atrevido, no quiere lanzarse sobre las sobras, porque si no son para él el gordo se enfadará. Espera. Gime para que el gordo no se olvide de él. El gordo pone el plato en el suelo, es decir que las sobras son para él, y esto es bueno, muy bueno, oh sí, es lo mejor.

Se acerca al plato, muerde. Jamón. Carne. Trozos de pan empapados en salsa. Sí sí sí sí sí sí.

El gordo se agacha, quiere acariciarlo, rascarle las orejas, y le deja hacer aunque siente un poco de miedo. Algunas personas te ofrecen comida, te la sirven, disimulan que van a acariciarte y te dan un golpe en el hocico o una patada o algo peor.

Recuerda que una vez había chicos que tenían comida para él, chicos risueños, chicos felices. Trozos de carne. Le daban de comer con la mano. Chicos simpáticos. Todos les acariciaban, frotándole las orejas. Él les olfateó y no olió nada malo. Les lamió las manos. Chicos felices que olían a sol de verano, arena, agua salada. Se irguió sobre las patas traseras, se persiguió la cola, tropezó con sus propias patas para hacerles reír, para complacerles. Y se rieron. Lucharon con él. Él rodó sobre el lomo. Expuso el vientre. Les dejó frotarle el vientre. Chicos simpáticos. Tal vez uno de ellos le llevara a casa, le alimentara todos los días. Luego le agarraron del cogote, y uno de ellos tenía fuego en un palillo, y trataron de encenderle el pelo. Se retorció, gimió, chilló, trató de zafarse. El palillo con fuego se apagó. Encendieron otro. Pudo haberles mordido. Pero eso habría sido malo y él era un perro bueno. Bueno. Olió pelo chamuscado pero no se encendía, así que tuvieron que prender otro palillo de fuego, y luego se escapó. Echó a correr. Les miró. Chicos risueños. Oliendo a sol, arena y agua salada. Chicos felices. Señalándole y riendo.

La mayoría de las personas son buenas, otras no tanto. A veces huele de inmediato a las no-buenas. Huelen… como cosas frías… como hielo… como metal en invierno… como el mar cuando está gris y no hay sol y la gente se ha ido de la playa. Pero a veces las personas no-buenas huelen igual que las buenas. Las personas son las cosas más interesantes del mundo. También son las más temibles.

El gordo del lugar de comida es bueno. No golpea el hocico. No patea. No quiere quemarte. Sólo buena comida, sí sí sí sí, y una buena risotada cuando le lames las manos.

Al fin el gordo da a entender que no hay más comida por ahora. Él se yergue sobre las patas traseras, gimotea, rueda y muestra el vientre, se incorpora y ruega, danza en círculos, ladea la cabeza, menea la cola, sacude la cabeza y agita las orejas, hace todos sus trucos para conseguir comida, pero no le ofrecen nada más. El gordo entra, cierra la puerta.

Bien, está lleno. No necesita más comida.

Eso no significa que no quiera más.

Así que espera. Ante la puerta.

Es un hombre bueno. Regresará. ¿Cómo puede olvidar su pequeña danza, el meneo de su cola, su gimoteo de súplica?

Espera.

Espera.

Espera.

Poco a poco recuerda que estaba haciendo algo interesante cuando encontró al gordo con la comida. ¿Pero qué?

Interesante…

Recuerda: el hombre maloliente.

El extraño hombre maloliente está en el extremo del callejón, en la esquina, sentado en el suelo entre dos arbustos, la espalda contra la pared del lugar de comida. Está comiendo de un paquete, bebiendo de una botella grande. Olor a café. Comida.

Comida.

Trota hacia el hombre maloliente porque quizá consiga más comida, pero se detiene porque de pronto huele la cosa mala en el hombre maloliente, pero también en el aire nocturno. Muy fuerte de nuevo, ese olor frío y terrible en la brisa.

La cosa-que-mata ha salido de nuevo.

No menea más la cola. Se aleja del hombre maloliente y atraviesa las calles, siguiendo ese olor entre otros miles, yendo hacia donde desaparece la tierra, donde sólo hay tierra y agua, hacia el rugiente, frío y oscuro mar.