1

Bryan Drackman se ponía de pésimo humor cuando el ejercicio de sus poderes le fatigaba. Nada le gustaba. Si la noche estaba fresca, quería calor; sí estaba cálida, quería frío. El helado sabía demasiado dulce, las tiras de maíz demasiado saladas, el chocolate tenía demasiado chocolate. Le irritaba sentir ropa contra la piel, aunque fuera una bata de seda, pero se sentía extraño y vulnerable cuando estaba desnudo. No quería quedarse en la casa ni quería salir. Cuando se miraba en el espejo, no le gustaba lo que veía y cuando se plantaba frente a los botes llenos de ojos tenía la sensación de que se burlaban de él en vez de adorarle. Sabía que debía dormir para recobrar energías y mejorar su humor, pero odiaba el mundo de los sueños tanto como despreciaba el de la vigilia.

Esta irritación le daba ganas de reñir con alguien, pero no tenía nadie con quien reñir en su mansión de la costa, y no podía desquitarse. La irritación desembocaba en cólera, la cólera en furia ciega.

Demasiado exhausto para descargar su furia en una actividad física, se sentaba desnudo en la cama negra, apoyado contra las almohadas enfundadas en seda negra, y dejaba que la ira le consumiera. Apretaba los puños con fuerza, clavándose las uñas en las palmas hasta que los músculos de los brazos le dolían de agotamiento. Se golpeaba los muslos con los nudillos, para infligirse más dolor, luego el abdomen y el pecho. Se enroscaba mechones de pelo en los dedos y estiraba hasta que las lágrimas le empañaban los ojos.

Los ojos. Arqueaba los dedos, se apretaba los párpados con las uñas, trataba de armarse de coraje para arrancarse los ojos y triturarlos con los puños.

No comprendía por qué le dominaba el impulso de cegarse, pero era una compulsión potente.

La irracionalidad le controlaba.

Gemía, sacudía la cabeza con angustia y se contorsionaba sobre las sábanas negras, braceaba y pateaba, gritaba y escupía, maldecía con tanta vehemencia como si le poseyera un engendro del infierno. Maldecía al mundo, se maldecía a sí mismo, pero ante todo maldecía a esa zorra, esa zorra estúpida y odiosa. Su madre.

Su madre.

La furia se transformaba en angustia, y los gritos de rabia y los chillidos de odio en sollozos de aflicción. Se curvaba en posición fetal, abrazándose el cuerpo golpeado y dolorido, y lloraba tan intensamente como había gritado y pataleado, tan apasionado en su autocompasión como en su ira.

No era justo, lo que se esperaba de él no era justo. Tenía que Devenir sin la compañía de un hermano, sin la mano rectora de un padre carpintero, sin la tierna misericordia de una madre. Jesús, al Devenir, había disfrutado del perfecto amor de María, pero esta vez no había Santa Virgen, ninguna madona radiante a su lado. Esta vez había una arpía marchita, consumida por sus apetitos y su autocomplacencia, que le había abandonado con odio y temor, negándose a brindarle consuelo. Era totalmente injusto que él tuviera que Devenir y rehacer el mundo sin los discípulos reverentes que habían acompañado a Jesús y sin una madre como María, Reina de los Angeles.

Sus sollozos se calmaron gradualmente.

Las lágrimas ralearon, se secaron.

Estaba totalmente solo.

Necesitaba dormir.

Desde su último descanso había creado un golem para matar a Ricky Estefan, otro para sujetar la hebilla de plata en el espejo retrovisor del Honda de Lyon, había practicado su condición de deidad dando vida al reptil volador con la arena de la playa, y había creado otro golem para aterrorizar al gran héroe y su compañera. También había usado su Máximo y Secretísimo Poder para poner arañas y serpientes en los armarios de cocina de Ricky Estefan, para meter la cabeza de la estatuilla religiosa en la mano cerrada de Connie Gulliver y para enloquecer a Harry Lyon devolviéndole tres veces a la silla de la cocina en varias posiciones suicidas.

Bryan rio al recordar el temor y el desconcierto de Harry Lyon.

Policía estúpido. Un gran héroe. Casi se había orinado en los pantalones.

Bryan rio de nuevo. Rodó y sepultó la cara en la almohada, riendo cada vez más.

Casi se había orinado en los pantalones. Vaya héroe.

Pronto dejó de sentir lástima de sí mismo. Estaba de mejor humor.

Aún estaba agotado, necesitaba dormir, pero también tenía hambre. Había consumido muchísimas calorías al ejercer su poder y había perdido un kilo. No podría dormir hasta no haber saciado su hambre.

Poniéndose la bata de seda roja, bajó a la cocina. Sacó de la despensa un paquete de Mallomars, un paquete de Oreos, un gran paquete de patatas fritas con gusto a cebolla. Sacó de la nevera dos botellas de Yoo-Hoo, una de chocolate y otra de vainilla.

Llevó la comida al patio de mosaicos mexicanos, que estaba al pie del balcón del dormitorio principal. Se sentó en una silla cerca de la baranda, para ver el oscuro Pacífico.

Mientras pasaba la medianoche y empezaba el día miércoles, soplaba una brisa fresca desde el mar, pero a Bryan no le molestaba. La abuela Drackman le hubiera reñido, diciéndole que pescaría una neumonía. Pero si refrescaba demasiado, le bastaría ajustar su metabolismo para elevar su temperatura corporal.

Bebió Yoo-Hoo de vainilla para bajar el paquete de Mallomars.

Podía comer lo que quisiera.

Podía hacer lo que quisiera.

Aunque Devenir era un proceso solitario y aunque parecía injusto carecer de discípulos reverentes y una Santa Madre, a fin de cuentas todo era para bien. Mientras Jesús era el dios de la compasión y la curación, Bryan estaba destinado a ser el dios de la ira y la limpieza; por esta razón, era aconsejable que Deviniera en soledad, sin haber sido ablandado por el amor materno, sin el estorbo del afecto y la misericordia.