La gran cocina de la Clínica Pacific View de Laguna Beach era todo azulejos blancos y acero inoxidable, limpia como un hospital.
«Si aquí se meten ratas o cucarachas —pensó Janet Marco—, más les vale saber alimentarse de polvo de limpieza, agua de amoníaco y cera».
Aunque aséptica, la cocina no olía como un hospital. Vestigios de olor a jamón, pavo asado, hierbas y patatas se superponían a la fragancia de canela y levadura de las hogazas que estaban horneando para el desayuno. Era un lugar cálido, y esa calidez era agradable después del frío que había traído la reciente tormenta.
Janet y Danny cenaban en un extremo de una larga mesa, en el rincón sureste de la cocina. No estorbaban el paso de nadie pero ocupaban una posición ideal para observar al atareado personal.
Janet estaba fascinada por la actividad de la gran cocina, que se llevaba a cabo con mecánica precisión. Los empleados eran laboriosos y parecían contentos con su tarea. Los envidiaba. Hubiera querido conseguir un empleo en Pacific View, en la cocina o en cualquier otra sección. Pero no sabía qué aptitudes se requerían. Y dudaba que el dueño, por bondadoso que fuera, contratase a alguien que vivía en un coche, se aseaba en baños públicos y no tenía domicilio fijo.
Aunque le gustaba observar al personal, también sentía una aplastante frustración.
Pero no podía culpar al señor Ishigura, dueño y administrador de Pacific View, porque era una bendición en noches como ésta. Ahorrativo y benévolo, Ishigura no soportaba el desperdicio ni la idea de que la gente sufriera hambre en un país tan próspero. Invariablemente, una vez que cenaban el centenar de pacientes y los miembros del personal, quedaba comida suficiente para alimentar a diez o doce personas, por que las recetas no podían ajustarse para producir exactamente la cantidad de porciones necesarias. Ishigura ofrecía esa comida gratuitamente a la gente sin hogar.
Y la comida era excelente. Pacific View no era una clínica común. Era muy cara. Los pacientes eran ricos, o tenían parientes ricos.
El señor Ishigura no publicitaba su generosidad y sus puertas no estaban abiertas para todo el mundo. Cuando veía a gentes de la calle que a su entender no habían caído en desgracia por mera desidia, les informaba sobre los almuerzos y cenas gratuitas de Pacific View. Como Ishigura era selectivo, era posible comer allí sin compartir la mesa con los irascibles y peligrosos alcohólicos y adictos que volvían tan desalentadoras muchas cocinas de las iglesias y las misiones.
Janet no aprovechaba la hospitalidad de Ishigura con toda la frecuencia posible. De los siete almuerzos y siete cenas que podría haber comido en Pacific View cada semana, se limitaba a un par de cada una. Por lo demás, era capaz de conseguir alimentos para ella y para Danny y se enorgullecía de cada comida que compraba con sus propias ganancias.
Ese martes por la noche, ella y Danny compartían el lugar con tres ancianos, una mujer de edad cuyo rostro estaba arrugado como un papel viejo pero que usaba una bufanda de colores alegres y una brillante gorra roja y un joven de rostro deforme. Todos estaban harapientos pero no sucios. No estaban acicalados, pero no olían mal.
Janet no habló con ninguno de ellos, aunque le hubiera gustado conversar. Hacía tanto que no charlaba con nadie salvo con Danny que sentía aprensión de conversar con otro adulto.
Además temía encontrarse con algún entrometido. No quería responder preguntas sobre sí misma, su pasado. A fin de cuentas era una homicida y si habían hallado el cuerpo de Vince en el desierto de Arizona, tal vez la buscara la policía.
Ni siquiera le hablaba a Danny, quien no necesitaba indicaciones para comer ni para cuidar sus modales. Aunque sólo tenía cinco años, era un chico tranquilo que sabía comportarse en la mesa.
Janet estaba muy orgullosa de él. De vez en cuando, mientras comían, le alisaba el cabello o le acariciaba la nuca o le palmeaba el hombro, para hacerle saber que estaba orgullosa.
Por Dios, amaba a ese niño. Tan pequeño, tan inocente, tan paciente para soportar las penurias. Nada debía sucederle. Debía tener la oportunidad de crecer, de llegar a algo en este mundo.
Janet podía disfrutar la cena mientras no pensara demasiado en el policía. El policía que cambiaba de forma. Que casi se había transformado en un hombre-lobo de película. Que se había transformado en Vince, mientras el trueno rodaba y el rayo relampagueaba, y que había detenido a Woofer en el aire.
Ese día, después del encuentro en el callejón, Janet había conducido hacia el norte, en medio de una lluvia torrencial, saliendo de Laguna Beach para dirigirse a Los Ángeles, desesperada para poner distancia entre ellos y la misteriosa criatura que quería matarlos. Había dicho que les encontraría donde quiera que fuesen y ella le creía. No podía sentarse a esperar que los mataran.
Llegó sólo hasta Corona Del Mar, el siguiente pueblo costero, antes de comprender que debía regresar. En Los Angeles tendría que averiguar qué vecindarios eran mejores para buscar desperdicios, qué horarios cumplían los camiones de basura para hurgar en los botes antes de que llegaran, qué comunidades tenían la policía más tolerante, dónde se podían vender latas y botellas, dónde encontrar a otro filántropo como Ishigura, y mucho más. En ese momento tenía poco efectivo y no podía darse el lujo de sobrevivir con sus magros ahorros el tiempo suficiente como para iniciarse en un nuevo lugar. Tenía que quedarse en Laguna Beach.
Lo peor de la pobreza extrema era no tener opciones.
Regresó a Laguna Beach, reprochándose mentalmente el desperdicio de gasolina.
Aparcaron en una calle lateral y se quedaron en el coche durante el resto de esa tarde lluviosa. Bajo la luz grisácea de la tormenta, mientras Woofer dormitaba en el asiento trasero, le leyó a Danny cuentos de un libro rescatado de un bote de basura. A Danny le encantaba que le leyeran. Escuchó cautivado mientras sombras perladas y plateadas le bañaban el rostro con figuras que reflejaban las cascadas de lluvia que barrían el parabrisas.
Ahora la lluvia había cesado, el día había terminado, la cena había concluido, y era hora de regresar al viejo Dodge para pasar la noche. Janet estaba exhausta y sabía que Danny se dormiría de inmediato. Pero ella se negaría a cerrar los ojos, temiendo que ese policía les hallara mientras dormían.
Cuando Janet y Danny recogieron sus platos sucios para llevarlos al fregadero donde los dejaban siempre, se les acercó una cocinera cuyo nombre era Loretta pero cuyo apellido Janet desconocía. Loretta era una cincuentona corpulenta, de cutis de porcelana, con la frente tan lisa como si jamás hubiera tenido preocupaciones. Tenía manos fuertes, enrojecidas de trabajar en la cocina. Traía una bandeja llena de lonchas de carne.
—¿Ese perro todavía anda por ahí? —preguntó Loretta—. Ese animal simpático que les acompañaba las últimas veces.
—Woofer —indicó Danny.
—Se ha encariñado con mi hijo —dijo Janet—. Está en el callejón, esperándonos.
—Bien, tengo un obsequio para esa monada —replicó Loretta, señalando las lonchas de carne.
Una bonita enfermera rubia que estaba bebiendo un vaso de leche oyó la conversación.
—¿De veras es bonito?
—Sólo un mestizo —dijo Loretta—. No es de buena raza, pero debería salir en foto.
—Soy una fanática de los perros —informó la enfermera—. Tengo tres. Adoro a los perros. ¿Puedo verlo?
—Claro, claro que sí —respondió Loretta, pero se contuvo y le sonrió a Janet—. ¿Le molesta que Angelina lo vea?
Evidentemente Angelina era la enfermera.
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a molestarme? —dijo Janet.
Loretta encabezó la marcha hasta la puerta. Las lonchas de la bandeja no eran grasa y cartílago, sino trozos escogidos de jamón y pavo.
Afuera, en el cono de luz amarilla de un farol, Woofer aguardaba con paciencia, ladeando la cabeza, una oreja erguida y una oreja floja como de costumbre, y una expresión vivaracha. Una brisa fresca, la primera que soplaba desde la tormenta, le agitaba la pelambre.
Angelina quedó cautivada al instante.
—¡Es maravilloso!
—Es mío —dijo Danny, en voz tan baja que sólo Janet pudo oírlo.
Como si comprendiera el elogio de la enfermera, Woofer mostró la lengua y barrió el asfalto con la cola.
Tal vez sí comprendía. Al cabo de un día de conocer a Woofer, Janet había decidido que era un perro listo.
Tomando la bandeja que traía la cocinera, Angelina se adelantó y se acuclilló ante el perro.
—Eres una monada. Mira esto, amigo. ¿Tiene buen aspecto? Apuesto a que te gustará.
Woofer miró a Janet como pidiendo permiso para darse un atracón de sobras. Ahora era sólo un perro callejero sin collar, pero evidentemente había sido un perro casero. Demostraba la contención que viene del entrenamiento y la capacidad para el afecto recíproco que en los animales —y quizá también en las personas— nacía del amor recibido.
Janet asintió con la cabeza.
Sólo entonces el can se puso a cenar, dando ávidas dentelladas a los trozos de carne.
Inesperadamente, Janet Marco sintió un perturbador parentesco con el perro. Sus padres la habían tratado con la crueldad que alguna gente enferma infligía a los animales; más aún, habrían tratado a un perro o un gato mejor que a ella. Vince había sido igual. Y aunque no había indicios de que el perro hubiera sido golpeado o pasado hambre, lo habían abandonado. Aunque no tenía collar, era evidente que no se había criado en las calles, ya que procuraba agradar y necesitaba afecto. El abandono era otra forma de abuso, lo cual significaba que Janet y el perro habían compartido un sinfín de penurias, temores y experiencias.
Decidió conservar el perro a pesar de los problemas y gastos que planteara. Los unía un vínculo digno de tenerse en cuenta: ambos eran criaturas vivientes capaces de coraje y entrega, y ambos padecían necesidad.
Mientras Woofer comía con su entusiasmo canino, la joven enfermera rubia le acariciaba, le rascaba las orejas, le hablaba con voz cariñosa.
—Te dije que era una monada —dijo la cocinera, Loretta, cruzando los brazos sobre su enorme busto y sonriéndole a Woofer—. Tendría que estar en el cine. Es todo un seductor.
—Es mío —dijo Danny preocupado, de nuevo en voz tan baja que sólo Janet pudo oírle. Janet le apoyó la mano en el hombro para tranquilizarlo.
Woofer de pronto dejó de comer para mirar a Angelina con curiosidad. Irguió de nuevo una oreja. Olisqueó el uniforme blanco y almidonado, las manos delgadas. Agachó la cabeza para olfatear los zapatos blancos. Le olió de nuevo las manos, le lamió los dedos, gimiendo, moviéndose sin cesar, cada vez más excitado.
La enfermera y la cocinera rieron pensando que Woofer agradecía la buena comida y los mimos, pero Janet sabía que estaba reaccionando ante otra cosa. Además de gemir gruñía como si detectara un olor que no le gustaba. Y había dejado de menear la cola.
Sin aviso, y para consternación de Janet, el perro se zafó de las manos de Angelina, esquivó a Danny, pasó entre las piernas de la cocinera y salió disparado hacia la cocina.
—¡Woofer, no! —gritó Janet.
El perro no le prestó atención y continuó su carrera. Todos le siguieron.
El personal de cocina trató de capturar a Woofer, pero era demasiado rápido para ellos. No cesaba de esquivarles, raspando el suelo de mosaico con las zarpas. Se escurrió debajo de las mesas, rodó y brincó y cambió de rumbo una y otra vez para eludir las manos que intentaban atraparlo con agilidad de anguila, jadeando con la lengua fuera y al parecer divirtiéndose en grande.
Sin embargo, no todo era juego. Al mismo tiempo buscaba algo, siguiendo un olor elusivo, olfateando el suelo y el aire. Parecía no tener interés en los hornos llenos de hogazas y sus deliciosos aromas, y no saltó hacia las mesas donde había comida expuesta. Le interesaba otra cosa, algo que había detectado en la joven enfermera rubia llamada Angelina.
—Perro malo —repetía Janet, uniéndose a la persecución—. ¡Perro malo, perro malo!
Woofer la miró con ojos lastimeros pero no se calmó.
Un asistente, sin saber lo que sucedía en la cocina, entró por la puerta de vaivén con un carrito de comida y el perro aprovechó al instante esa apertura. Pasó al lado del asistente, atravesó la puerta y se internó en la clínica.
Perro malo. Mentira. Perro bueno. Bueno.
La cocina está tan llena de aromas deliciosos que no puede detectar ese otro olor, ese olor extraño tan pronto como se desea. Pero del otro lado de las puertas hay un lugar largo y angosto con otros lugares que se abren a ambos costados. Aquí los olores tentadores no son tan fuertes.
Pero hay muchos olores, sobre todo olores de personas, la mayoría desagradables. Olores penetrantes, olores salobres, olores dulzones y repulsivos, agrios.
Pino. Un balde de pino en el lugar largo y angosto. Mete el hocico en el balde de pino, preguntándose cómo se metió allí ese árbol, pero no es un árbol, sólo agua, agua sucia que huele como un pino entero, un pinar, todo en un balde. Interesante.
Deprisa.
Pis. Puede oler pis. Pis de personas. Distintas clases de pis de persona. Interesante. Diez, veinte, treinta clases de pis, ninguno de ellos muy fuerte pero allí están, mucho más pis de persona del que jamás olió en ningún sitio. El olor del pis de las personas le dice muchas cosas, qué comieron, qué bebieron, dónde estuvieron hoy, si últimamente copularon, si están sanas o enfermas, enojadas o contentas, si son buenas o malas. La mayoría de estas personas no ha copulado en mucho tiempo y están enfermas, algunas muy enfermas. El pis que hay allí no es agradable de oler.
Huele cuero de zapatos, cera para suelo, lustre para madera, almidón, rosas, margaritas, tulipanes, claveles, limones, diez, veinte, muchas clases de sudor, chocolate agradable, caca desagradable, polvo, tierra húmeda de una maceta, jabón, rociador para el cabello, menta, pimienta, sal, cebollas, el olor irritante de las termitas en una pared, café, bronce caliente, goma, papel, lápiz, melcocha, más pinos en un balde, otro perro. Interesante. Otro perro. Alguien tiene un perro y lleva el olor en los zapatos, un perro interesante, hembra, y los zapatos llevan el olor por el lugar largo y angosto. Hay un sinfín de olores —su mundo consiste principalmente en olores— incluido ese olor raro, raro y malo, que da ganas de mostrar los dientes, enemigo, odioso, conocido, olor de policía, olor de lobo, olor de cosa-lobo y cosa-policía, allí está de nuevo, por aquí, síguelo.
La gente le persigue porque él es de afuera. En muchos lugares la gente piensa que eres de afuera, aunque nunca huelas mal como la mayoría de las personas, aun las personas limpias, y aunque no seas tan grande ni ruidoso ni ocupes tanto espacio como la gente.
Perro malo, dice la mujer, y eso duele porque la mujer le agrada, el niño le agrada, hace esto por ellos, seguir el raro olor de esa cosa mala, la cosa-policía-lobo.
Perro malo. Mentira. Perro bueno. Bueno.
Mujer de blanco atravesando puerta, cara de sorprendida, olor de sorprendida, intenta detenerlo. Gruñido. Ella retrocede. Fácil asustar a la gente. Fácil engañar.
El lugar largo y angosto se cruza con otro largo y angosto. Más puertas, más olores, amoníaco y azufre y más olores enfermos, más pis. La gente vive aquí pero también hace pis aquí. Raro. Interesante. Los perros no hacen pis donde viven.
Mujer en el lugar angosto, llevando algo, se sorprende, tiene olor de sorprendida, dice: Oh, mira, qué monada.
Menea la cola para saludarla. ¿Por qué no? Pero no te detengas.
Ese olor. Raro. Odioso. Fuerte, cada vez más fuerte.
Puerta abierta, luz tenue, un espacio con una mujer enferma tendida en una cama. Entra, súbitamente cauteloso, mirando a izquierda y derecha, porque este lugar apesta con ese aroma extraño, la cosa mala, el suelo, las paredes y especialmente una silla donde se sentó la cosa mala. Estuvo aquí largo rato, más de una vez, muchas veces.
La mujer dice «¿Quién está aquí?».
Hiede. Sudor agrio. Enfermedad pero algo más. Tristeza. Desdicha profunda y terrible. Y miedo. Más que nada, el olor agudo, crepitante y ferroso del miedo.
«¿Quién anda ahí? ¿Quién es?».
Pasos rápidos en el espacio angosto y largo de afuera, gente viniendo.
Un miedo tan abrumador que el olor raro-malo casi desaparece bajo el miedo, miedo, miedo, miedo.
«¿Angelina? ¿Eres tú? ¿Angelina?».
El olor malo, el olor de esa cosa, rodea la cama, está sobre la cama. La cosa estuvo aquí y habló con la mujer, hace poco, hoy, tocándola, tocando la tela blanca que la cubre; su rastro maligno está en la cama, intenso y penetrante, en la cama con la mujer. Interesante, oh, muy interesante.
Regresa a la puerta, gira, corre hacia la cama, brinca, vuela, tocando la baranda con una pata pero superando todos los demás obstáculos, aterriza junto a la mujer enferma y saturada de miedo, plop.
Una mujer gritó.
Janet nunca había temido que Woofer mordiera a nadie. Era un perro bonachón que parecía inofensivo, salvo con esa cosa a la que se habían enfrentado ese día en el callejón.
Pero cuando Janet irrumpió en aquel cuarto de hospital detrás de Angelina, y vio al perro en la cama de la paciente, pensó por un instante que atacaba a la mujer. Abrazó a Danny para protegerlo de ese horrendo espectáculo, hasta comprender que Woofer sólo estaba encima de la paciente y la olfateaba, la olfateaba ávidamente pero nada más.
—No —gritó la inválida—, no, no. —Gritaba como si no se tratara de un perro sino de una criatura surgida de los pozos más profundos del infierno.
Janet sintió vergüenza del revuelo, se sintió responsable y temió las consecuencias. Temió que ella y Danny ya no fueran bien recibidos en la cocina del Pacific View.
La mujer de la cama era delgada —más que delgada, esquelética— y muy pálida, tenue como un fantasma bajo la luz de la lámpara. Su cabello era blanco y opaco. Parecía vieja, antiquísima, pero algo en su aspecto hizo pensar a Janet que la pobrecilla debía de ser mucho más joven de lo que aparentaba.
Obviamente débil, procuraba apoyarse sobre las almohadas y ahuyentar al perro con el brazo derecho. Cuando reparó en la llegada de los que perseguían a Woofer, volvió la cabeza hacia la puerta. Tal vez su rostro enjuto hubiera sido hermoso alguna vez, pero ahora era cadavérico y en cierto modo pesadillesco.
Los ojos.
No tenía ojos.
Janet no pudo reprimir un temblor, y se alegró de haber abrazado a Danny, a pesar de todo.
—¡Sáquenlo de aquí! —gritó la aterrada mujer, como si Woofer fuera una amenaza mortal—. ¡Sáquenlo de aquí!
Al principio, entrevistos en las sombras grises y rojizas, los párpados de la inválida parecían estar cerrados. Pero cuando la luz de la lámpara le dio de lleno en la cara encogida, fue evidente el verdadero horror de su estado. Los párpados estaban pegados como los de un cadáver. El hilo quirúrgico se había disuelto tiempo atrás, pero los párpados inferiores y superiores se habían unido. Nada los sostenía debajo de las ondulaciones de piel, así que se hundían hacia dentro formando concavidades.
Janet estaba segura de que la mujer no había nacido sin ojos. Una experiencia terrible, no la naturaleza, le había robado la visión. Las lesiones tenían que haber sido muy graves para que los médicos hubieran resuelto no ponerle ojos de vidrio, al menos por razones estéticas. Janet intuyó que esa paciente ciega y marchita se había topado con alguien peor que Vince, alguien que tenía sangre más fría que los reptílicos padres de Janet.
Cuando Angelina y un ordenanza se acercaron a la cama, llamando «Jennifer» a la ciega y asegurándole que todo se solucionaría, Woofer brincó al suelo y los esquivó con otra finta. En vez de dirigirse hacia la puerta del corredor, se metió en el cuarto de baño, que era compartido con la habitación contigua, y por allí salió al pasillo.
Asiendo la mano de Danny, Janet encabezó la persecución esta vez, no sólo porque se sentía responsable de lo que había ocurrido y temía que sus cenas en el Pacific View hubieran terminado para siempre, sino porque ansiaba alejarse de esa habitación penumbrosa con olor a encierro y de su pálida residente sin ojos. Esta vez la persecución desembocó en el pasillo principal y de allí a la sala de espera.
Janet se maldijo por haber permitido que ese perro se metiera en sus vidas. Lo peor no era la humillación que les había traído con esa travesura, sino que estaba llamando la atención. Janet temía llamar la atención. Agazaparse, guardar silencio, ocultarse en los recovecos y las sombras de la vida era el único modo de mantener a raya los ultrajes. Además, quería pasar inadvertida para los demás al menos hasta que su esposo muerto hubiera descansado un par de años más bajo las arenas de Arizona.
Woofer era demasiado rápido para ellos, aunque mantenía el hocico pegado al suelo, olisqueando cada tramo del trayecto.
La recepcionista era una joven hispana de uniforme blanco, con el pelo en una cola de caballo sujeta con una cinta roja. Tras levantarse del despacho para averiguar la causa del revuelo, evaluó la situación y actuó deprisa. Fue hacia la puerta del frente mientras Woofer irrumpía en la sala de espera. La abrió y lo dejó salir a la calle.
Afuera, sin aliento, Janet se detuvo al pie de la escalinata. La clínica estaba al este de la carretera de la costa, en una calle inclinada bordeada por matas de arbustos. Las lámparas de gas de mercurio arrojaban una luz azulada. Cuando una brisa agitaba las ramas, las sombras de las hojas bailaban sobre el pavimento.
Woofer estaba a diez metros, bañado por la luz azul, oliendo incansablemente la acera, los arbustos, los troncos de los árboles. Sobre todo olfateaba el aire nocturno, al parecer buscando un olor elusivo. La tormenta había dispersado gran cantidad de capullos rojos que cubrían el pavimento como colonias de anémonas mutantes arrojadas por una marea apocalíptica. El perro las olió y estornudó. Su avance era vacilante e inseguro, pero siempre iba hacia el sur.
—¡Woofer! —gritó Danny.
El perro se volvió para mirarlos.
—¡Regresa! —suplicó Danny.
Woofer titubeó, ladeó la cabeza, lanzó una dentellada al aire y continuó persiguiendo a su fantasma.
—Creí que yo le gustaba —murmuró Danny, reprimiendo las lágrimas.
Las palabras del niño hicieron olvidar a Janet las calladas maldiciones que había lanzado contra el perro durante la persecución. También lo llamó.
—Regresará —le dijo a Danny.
—No.
—Tal vez no ahora pero sí después, tal vez mañana o pasado. Regresará a casa.
—¿Cómo puede regresar a casa si no tiene casa donde encontrarnos? —preguntó el niño con voz trémula de angustia.
—Está el coche —respondió ella sin convicción.
Comprendió mejor que nunca que un viejo Dodge herrumbrado era un pésimo hogar. De pronto la abrumó la aflicción de no poder brindarle a su hijo algo mejor. Sintió miedo, rabia, frustración y desesperación, tan intensos que tuvo ganas de vomitar.
—Los perros tienen unos sentidos más agudos que nosotros —insistió—. Nos rastreará. Verás que sí.
Las negras sombras de los árboles bailaban sobre la calle, una premonición de las hojas muertas de futuros otoños.
El perro llegó a la esquina y la dobló perdiéndose de vista.
—Nos rastreará —dijo Janet, pero sin creerlo.
Escarabajos. Corteza de árbol mojado. El olor a cal del hormigón húmedo. Pollo asado en un lugar-de-personas. Geranios, jazmín, hojas muertas. El olor musgoso de gusanos apareándose en la tierra empapada de lluvia de los canteros. Interesante.
La mayoría de los olores eran olores después-de-lluvia porque la lluvia limpia el mundo y deja su propio perfume. Pero ni siquiera la lluvia más fuerte puede lavar todos los viejos olores, una capa sobre otra, días y semanas de olores de pájaros e insectos, perros y plantas, lagartos y personas y gusanos y gatos…
Huele pelo de gato, se detiene. Aprieta los dientes, frunce las narices. Se tensa.
Es raro lo de los gatos. En realidad no los odia, pero es tan divertido perseguirlos, son tan tentadores. Nada es mejor que un gato ágil, salvo un chico con una pelota para arrojar y algo bueno para comer.
Se dispone a seguir al gato, pero su hocico arde con un viejo recuerdo de rasguños y dolor de nariz durante días. Recuerda las cosas malas de los gatos, que se mueven deprisa, arañan y trepan a una pared o un árbol donde no puedes perseguirlos, y te quedas sentado y ladrando, con la nariz irritada y sangrante, sintiéndote estúpido, y el gato se lame y te mira y se pone a dormir, hasta que al fin tienes que largarte y morder un palo o partir un par de lagartos a dentelladas para sentirte mejor.
Escape de coche. Periódico viejo. Zapato viejo lleno de olor a pie de persona.
Ratón muerto. Interesante. Ratón muerto pudriéndose en la alcantarilla. Ojos abiertos. Dientes diminutos. Interesante. Es rara la inmovilidad de las cosas muertas. A menos que estén muertas desde hace tiempo y entonces están llenas de movimiento, pero no se mueven ellas sino otras cosas que tienen dentro. Ratón muerto, cola tiesa erguida en el aire. Interesante.
Cosa-policía-lobo.
Yergue la cabeza y busca el tenue olor. Esta cosa tiene un olor distinto de todas las criaturas que conoció antes, y por eso le resulta tan interesante. En parte es humana, pero sólo en parte. También es olor de cosa-que-mata, algo que a veces se huele en la gente y en ciertos perros desquiciados y grandotes y en los coyotes y en las serpientes que cascabelean. Esto tiene más olor de cosa-que-mata que nada que haya conocido, lo cual significa que es preciso andar con cuidado. Ante todo tiene un olor propio: como el mar en una noche fría, pero no del todo; como una cerca de hierro en un día caluroso, pero no del todo; como el ratón muerto y putrefacto, pero no del todo; como el relámpago, el trueno, las arañas, la sangre y esos interesantes pero temibles orificios negros que hay en el suelo, pero no del todo. Ese tenue olor es un frágil hilillo en el poblado tapiz de aromas nocturnos, pero él lo sigue.