13

Harry se quitó la chaqueta, la corbata y la camisa para asearse en el cuarto de baño de Connie. Tenía las manos tan sucias que le recordaban las manos del vagabundo y necesitó enjabonarse con fuerza.

Se lavó el pelo, la cara, el pecho y los brazos en el lavabo, combatiendo la fatiga al tiempo que eliminaba el hollín y las cenizas, y se alisó el cabello con el peine.

No pudo hacer mucho con la ropa. La limpió con un paño seco para eliminar la suciedad superficial, pero igualmente quedó manchada y arrugada. Su camisa blanca estaba gris, apestaba a transpiración y humo, pero se la puso de nuevo porque no tenía muda. Nunca había permitido que le vieran tan desaliñado.

Trató de salvar la dignidad abotonándose el cuello de la camisa y anudándose la corbata.

Más que el deprimente estado de sus ropas, le preocupaba el estado de su cuerpo.

Le dolía el abdomen donde le había golpeado la mano del maniquí. Un dolor sordo le palpitaba sobre la cadera y no se disipaba hasta llegar a la mitad de la espalda, recordándole la fuerza con que el vagabundo le había estrellado contra la pared. También sentía dolor en el brazo izquierdo, a lo largo del tríceps, sobre el que había aterrizado cuando el vagabundo le arrojó desde el pasillo hasta el dormitorio.

Mientras estaba en movimiento, corriendo para salvarse, saturado de adrenalina, no había reparado en esos dolores, pero la inactividad se los puso de manifiesto.

Temía que sus músculos y articulaciones comenzaran a endurecerse. Estaba seguro de que antes del fin de esa noche necesitaría recobrar su rapidez y agilidad si deseaba salvar el pellejo.

En el botiquín de medicamentos encontró un frasco de Anacin.

Se echó cuatro píldoras en la palma derecha, tapó el frasco y se lo guardó en un bolsillo.

Cuando regresó a la cocina y pidió un vaso de agua para bajar las píldoras, Connie le dio una lata de Coors.

Harry la rechazó.

—Tengo que conservar la cabeza despejada.

—Una cerveza no te hará daño. Incluso podría ayudarte.

—No bebo demasiado.

—No te pido que te inyectes vodka con una aguja.

—Preferiría agua.

—No seas obtuso, por amor de Dios.

Harry asintió, aceptó la cerveza, abrió la tapa y bajó las cuatro aspirinas con un buen sorbo. Sabía maravillosamente. Tal vez era justo lo que necesitaba.

Famélico, cogió una porción de pizza fría de la caja que había abierta sobre la mesa. Le dio un mordisco y masticó con entusiasmo, olvidando su habitual preocupación por los modales.

Nunca había estado en el apartamento de Connie, y vio que era muy austero.

—¿Cómo llaman a este estilo de decoración… monacal antiguo?

—¿A quién le importa la decoración? Sólo estoy siendo amable con el dueño del edificio. Si me liquidan en cumplimiento del deber, puede limpiar el lugar en una hora y alquilarlo al día siguiente.

Connie regresó a la mesa plegable y miró los seis objetos que había encima. Un gastado billete de diez dólares. Un periódico descolorido con las páginas ligeramente chamuscadas en un borde. Cuatro deformes proyectiles de plomo.

Harry se le acercó.

—¿Y bien?

—No creo en fantasmas, espíritus, demonios ni esas pamplinas.

—Yo tampoco.

—Vi a ese tipo. Era sólo un vago.

—Aún no puedo creer que le hayas dado diez dólares —dijo Harry.

Connie se sonrojó. Harry nunca la había visto sonrojarse y la primera vez que se ruborizaba frente a él era por demostrar cierto grado de compasión.

—Bien… él era especial.

—Conque no era «sólo un vago».

—Tal vez no si pudo sacarme diez dólares.

—Te diré una cosa —Harry se metió el último bocado de pizza en la boca.

—Dime.

—Le vi quemarse vivo en mi apartamento —dijo Harry, masticando pizza—, pero no creo que hallen huesos carbonizados entre las cenizas. Y aunque no hubiera hablado por la radio del coche, sé que aparecerá de nuevo: grandote, sucio, extraño e intacto.

Mientras Harry cogía otra porción de pizza, Connie comentó:

—Acabas de decirme que tampoco crees en fantasmas.

—En efecto.

—¿Entonces?

Masticando, él la miró pensativamente.

—¿Entonces me crees?

—Una parte también me pasó a mí, ¿verdad? —le dijo Connie.

—Sí. Supongo que lo suficiente como para que me creas.

—¿Entonces qué? —repitió ella.

Él quería sentarse, aliviarse los pies, pero supuso que corría más riesgo de entumecerse si se aposentaba en una silla. Se apoyó en la repisa del fregadero.

—He estado pensando… Todos los días, investigando en las calles, encontramos personas que no son como nosotros, que creen que la ley es sólo un engaño para inculcar obediencia a las masas ignorantes. Esa gente sólo se interesa en sí misma, en satisfacer sus deseos, sin importar su costo para los demás.

—Facinerosos, malhechores. Ellos son nuestro negocio —dijo Connie.

—Criminales, sociópatas. Tienen muchos nombres. Como la gente de las vainas en la película La invasión de los ladrones de cuerpos, circulan entre nosotros y pasan por seres humanos comunes y civilizados. Pero aunque hay muchos, todavía constituyen una pequeña minoría y no tienen nada en común. Su aspecto civilizado es una pátina, un maquillaje escénico que oculta a esa criatura escamosa y reptante a partir de la cual evolucionamos, nuestra antigua conciencia reptílica.

—¿Y qué? Eso no es novedad —dijo Connie con impaciencia—. Somos el delgado límite entre el orden y el caos. Miramos ese abismo todos los días. Vacilar en ese borde, probarme, demostrar que no soy como ellos, que no caeré en ese caos, que no quiero ni puedo ser como ellos… eso es lo que vuelve tan estimulante este trabajo. Por eso soy policía.

—¿De veras? —dijo Harry, sorprendido.

Él no era policía por esa razón. Proteger a los verdaderamente civilizados, resguardarlos de los monstruos de las vainas, preservar la paz y la belleza del orden, garantizar la continuidad y el progreso… por eso era agente de policía, no para demostrarse que él no se contaba entre los reptílicos y los retrógrados.

Mientras hablaba, Harry desvió la mirada y miró un sobre que estaba en una de las sillas. Se preguntó qué contendría.

—Cuando no sabes de dónde vienes, cuando no sabes si puedes amar —murmuró ella, como si hablara consigo misma—, cuando sólo quieres libertad, tienes que obligarte a asumir responsabilidades, y muchas. La libertad sin responsabilidad es puro salvajismo. —No sólo hablaba en voz baja, sino como hipnotizada—. Tal vez vengas del salvajismo, no lo sabes, pero sí sabes que puedes odiar con toda tu alma aunque no puedas amar, y eso te asusta, significa que también tú puedes caer en ese abismo…

Harry dejó de masticar pizza, fascinado.

Supo que, por primera vez, Connie le estaba revelando algo muy personal, pero no comprendió a qué se refería.

Como si hubiera hablado en un trance, Connie dejó de mirar el sobre para mirar a Harry, y su suave voz se endureció.

—Pues bien, el mundo está lleno de facinerosos, malhechores, sociópatas, como quieras llamarlos. ¿Adónde quieres llegar?

Harry tragó la pizza.

—Supongamos que un vulgar policía, cumpliendo con su deber, se topa con un sociópata que es peor que los facinerosos habituales, infinitamente peor.

Ella se había acercado a la nevera. Sacó otra cerveza.

—¿Peor? ¿En qué sentido?

—Este sujeto tiene…

—¿Qué?

—Tiene un… don.

—¿Qué don? ¿Es la hora de las adivinanzas? Al grano, Harry.

Él se acercó a la mesa, acarició los cuatro proyectiles de plomo. Repiquetearon contra la superficie de formica con un ruido que parecía retumbar en la eternidad.

—¿Harry?

Aunque necesitaba contarle su teoría, le costaba empezar. Lo que diría destruiría para siempre su imagen de individuo racional.

Bebió un trago de cerveza, inhaló profundamente y comenzó:

—Supongamos que tuvieras que habértelas con un sociópata… un psicótico con poderes paranormales, de tal modo que enfrentarse con él sería como enzarzarse con un aprendiz de Dios. Poderes psíquicos.

Connie le miró boquiabierta. Había insertado el índice en el anillo de la lata de cerveza, pero no se decidía a abrirla. Parecía estar posando para un pintor.

Antes de que ella le interrumpiera, Harry continuó:

—No hablo de predecir el palo de un naipe escogido al azar de un mazo, de adivinar quién ganará el próximo campeonato mundial o de hacer levitar un lápiz. Ninguna de esas menudencias. Tal vez este sujeto tenga el poder para aparecer de la nada… y esfumarse. El poder de generar fuego, de arder sin consumirse, de recibir balazos sin morirse. Tal vez pueda ponerte un transmisor de señales psíquicas, tal y como un guardabosques le pone un transmisor electrónico a un venado, y seguirte cuando no te ve, sin importar adónde vayas, ni cuán lejos. Sé que es absurdo, descabellado. Es como caer en una película de Spielberg, pero más tenebrosa… una película de James Cameron sobre una idea de David Lynch, pero quizá sea cierto.

Connie sacudió la cabeza incrédulamente. Abriendo la nevera y guardando la cerveza sin abrir, dijo:

—Tal vez esta noche no deba beber más de dos.

Harry necesitaba convencerla. La noche transcurría deprisa, el alba se aproximaba.

Alejándose de la nevera, Connie preguntó:

—¿De dónde sacaría esos asombrosos poderes?

—Quién sabe. Tal vez vivió demasiado tiempo bajo unas líneas eléctricas de alta potencia y los campos magnéticos le alteraron el cerebro. Tal vez había demasiada dioxina en su leche cuando era bebé, o comió demasiadas manzanas contaminadas con una sustancia tóxica extraña; o su casa está bajo un agujero de la capa de ozono, o los alienígenas experimentan con él para brindar una buena noticia a los diarios sensacionalistas; comió demasiados dulces, escuchó demasiada música rap. ¿Cómo mierda puedo saberlo?

Ella le miraba fijamente. Al menos ya no estaba boquiabierta.

—Lo estás diciendo en serio.

—Sí.

—Lo sé, porque en los seis meses que hemos trabajado juntos es la primera vez que dices una palabrota.

—Ah. Lo lamento.

—Claro que lo lamentas —dijo ella, sarcástica aun en esas circunstancias—. Pero ese sujeto… es sólo un vago.

—No creo que esa sea su verdadera apariencia. Creo que puede ser lo que él desea, manifestarse en la forma que escoge, porque la manifestación no es él… es una proyección, algo que él quiere que veamos.

—¿No es eso lo más parecido a un fantasma? ¿Y no convinimos en que ninguno de ambos cree en fantasmas?

Él cogió el billete de diez dólares.

—Si estoy tan equivocado, ¿cómo explicas esto?

—Aunque estés en lo cierto… ¿cómo lo explicas tú?

—Telequinesis.

—¿Qué es eso?

—El poder para mover un objeto a través del tiempo y el espacio con el mero poder de la mente.

—¿Entonces por qué no vi el billete flotando por el aire y llegando hasta mi mano?

—No funciona así. Es una especie de teletransportación. Va de un sitio al otro, puf, sin recorrer físicamente la distancia intermedia.

Ella alzó las manos con exasperación.

—¡Activa el rayo, Scotty! —exclamó, recordando el transportador de Star Trek.

Harry miró la hora. 8.38. Tic-tac… tic-tac…

Sabía que no estaba hablando como un policía, sino como uno de esos lunáticos de los programas vespertinos de televisión o los programas nocturnos de radio. Pero también sabía que tenía razón, o que al menos estaba rozando la periferia de la verdad, aunque no hubiera llegado al meollo.

—Mira —dijo, recogiendo y sacudiendo el periódico chamuscado—. Aún no lo he leído, pero si hojeas este periódico, sé que encontrarás varias anécdotas para añadir a tu maldita colección, testimonios de la nueva Edad Oscura. —Soltó el periódico, que olía a humo—. Veamos, ¿cuáles son algunas de las historias que me has contado últimamente, casos que has visto en otros periódicos, en la televisión? Sin duda podré recordar algunos.

—Harry…

—No porque quiera recordarlos. Dios sabe que preferiría olvidarlos. —Harry se puso a caminar en círculo—. ¿No había una historia sobre un juez de Tejas que sentenció a un sujeto a treinta y cinco años de cárcel por robar una lata de Spam? Y al mismo tiempo, en Los Ángeles, unos manifestantes mataron a un tipo a golpes en la calle, y todo fue registrado en vídeo por los periodistas, pero nadie quiere molestar a la comunidad siguiendo el rastro de los culpables, porque la paliza fue una protesta contra la injusticia.

Ella fue hasta la mesa, cogió una silla, la hizo girar y se sentó. Miró el periódico chamuscado y los demás objetos.

Él seguía caminando, hablando con creciente intensidad.

—¿No había otra sobre una mujer que convenció a su amigo de violar a su hija de once años porque quería un cuarto hijo pero no podía tener más, y quería ser madre del bastardo de su hijita? ¿Dónde fue eso? ¿Wisconsin? ¿Ohio?

—Michigan —dijo sombríamente Connie.

—¿Y no había una sobre un sujeto que decapitó a su hijastro de seis años con un machete…?

—Cinco. Tenía cinco años.

—Y un grupo de adolescentes que en alguna parte apuñalaron a una mujer ciento treinta veces para robarle un roñoso dólar…

—Boston —susurró Connie.

—Ah, sí. Y estaba esa pequeña gema sobre el padre que mató a golpes a su hijito en edad preescolar porque el niño no podía recordar el alfabeto más allá de la G. Y una mujer de Arkansas o Luisiana u Oklahoma, que espolvoreó vidrio molido en los cereales de su hija con la esperanza de que enfermara y su padre pudiera obtener un permiso del Ejército para pasar un tiempo en casa.

—No en Arkansas —dijo Connie—. Mississippi.

Harry se detuvo, se acuclilló ante la silla, cara a cara con ella.

—¿Ves? Aceptas estas cosas increíbles, a pesar de que son increíbles. Sabes que sucedieron. Estamos en los noventa, Connie. El cotillón premilenario, la nueva Edad Oscura, cuando todo puede ocurrir y a menudo ocurre, cuando lo inconcebible no sólo es concebible sino aceptado, cuando cada milagro de la ciencia es compensado por un acto de barbarie humana que ya no escandaliza a nadie. Cada brillante logro tecnológico tiene su réplica en mil atrocidades del odio y la estupidez humanas. Por cada científico que busca una cura para el cáncer hay cinco mil matones dispuestos a machacar la cabeza de una anciana para quitarle unas monedas.

Perturbada, Connie desvió la mirada. Tomó uno de los proyectiles deformados. Frunciendo el ceño, lo hizo girar una y otra vez entre el pulgar y el índice.

Intimidado por la inquietante celeridad con que cambiaban los minutos en la pantalla de cristal líquido de su reloj de pulsera, Harry continuó.

—¿Quién sabe, pues, si en un laboratorio no hay un sujeto que descubrió algo para realzar el poder del cerebro humano, para magnificar y explotar los poderes que siempre sospechamos que teníamos pero nunca pudimos usar? Tal vez este tipo se inyectó con esa sustancia. O tal vez el fulano que buscamos es el sujeto experimental y cuando comprendió en qué se había transformado, mató a todos los del laboratorio, a todos los que conocía. Tal vez circula entre nosotros ahora, como un monstruo de película, el engendro más aterrador de todos.

Connie dejó la bala deforme. Lo miró de nuevo. Tenía unos bellos ojos.

—Lo del experimento me parece aceptable.

—Pero quizá no sea eso, quizá no sea algo que podamos deducir, sino algo distinto.

—Si existe semejante hombre, ¿podemos detenerle?

—No es Dios. A pesar de sus poderes, aún es un hombre… y profundamente perturbado. Tendrá flaquezas, puntos vulnerables.

Harry aún estaba acuclillado junto a la silla, y ella le apoyó una mano en la cara. Ese gesto de ternura sorprendió a Harry. Connie continuó:

—Tienes una imaginación febril, Harry Lyon.

—Sí. Bien, siempre me gustaron los cuentos de hadas.

Frunciendo el ceño nuevamente, ella apartó la mano como arrepentida de dejarse sorprender en un momento de ternura.

—Aunque sea vulnerable, no podemos enfrentarnos con él si no le encontramos. ¿Cómo hallamos al tal Tic-tac?

—¿Tic-tac?

—No conocemos su verdadero nombre, así que Tic-tac parece apropiado por el momento.

Tic-tac. Era un nombre ideal para un villano de cuento de hadas. Rumpelstiltskin, Mamá Gothel, Nudillos… y Tic-tac.

—De acuerdo. —Harry se incorporó, caminó de nuevo—. Tic-tac.

—¿Cómo lo encontramos?

—No estoy seguro, pero sé dónde empezar. El depósito de cadáveres de Laguna Beach.

Ella hizo una mueca.

—¿Ordegard?

—Sí. Quiero ver el informe de la autopsia, si ya lo tienen, hablar con el forense si es posible. Quiero saber si encontraron algo raro.

—¿Raro? ¿Como qué?

—Que me cuelguen si lo sé. Cualquier cosa fuera de lo común.

—Pero Ordegard está muerto. No era una mera… proyección. Era real, y está muerto. No puede ser Tic-tac.

Un sinfín de cuentos de hadas, leyendas, mitos y novelas de fantasía brindaban a Harry un vasto arsenal de conceptos increíbles.

—Pues quizá Tic-tac tenga el poder para apoderarse de los demás, invadir su mente, controlar su cuerpo, usarlos como marionetas, y luego deshacerse de ellos cuando desee, o abandonarlos cuando mueren. Tal vez estaba controlando a Ordegard, luego pasó al vagabundo, y tal vez ahora el vagabundo esté muerto, muerto de veras, y sus huesos calcinados estén en mi sala de estar, y Tic-tac aparecerá en otro cuerpo la próxima vez.

—¿Posesión?

—Algo parecido.

—Empiezas a asustarme.

—¿Empiezo? Mira que eres difícil. Escucha Connie, antes de arrasar mi apartamento, Tic-tac dijo algo parecido a esto: «Crees que puedes dispararle a cualquiera y allí termina todo, pero no conmigo. Conmigo no basta con disparar para que se termine». —Harry palmeó la culata del revólver enfundado—. ¿A quién le disparé hoy? A Ordegard. Y Tic-tac me está diciendo que no es el final. Así que quiero averiguar si hay algo raro en el cadáver de Ordegard.

Connie parecía pasmada, pero no incrédula. Comenzaba a entrar en ese juego.

—Quieres saber si había indicios de posesión.

—Sí.

—¿Y cuáles son esos indicios?

—Cualquier cosa extraña.

—¿Como que el cráneo esté vacío, sin cerebro, y sólo contenga cenizas? ¿El número 666 grabado a fuego en la nuca?

—Ojalá fuera algo tan obvio, pero lo dudo.

Connie rio. Una risa nerviosa. Trémula. Breve.

Se levantó de la silla.

—Bien, vayamos al depósito de cadáveres.

Harry esperaba que una charla con el forense o una rápida lectura del informe de la autopsia le dijera lo que necesitaba saber y que no fuera necesario ver el cadáver. No quería mirar de nuevo esa cara de luna.