Las copas de las palmeras más altas desaparecían en arremolinadas nubes de humo.
Los aturdidos y afligidos residentes retrocedieron cuando los bomberos con sus uniformes amarillo y negro y altas botas de goma desenrollaron las mangueras de los camiones y las instalaron en las veredas y canteros. Otros bomberos llegaron al trote, empuñando unas hachas. Algunos usaban máscaras para poder entrar en los apartamentos llenos de humo. Su rápida llegada aseguraba que la mayoría de los apartamentos se salvarían.
Harry Lyon miró hacia su propio piso, en el extremo sur del edificio, y sintió un retortijón de angustia. Todo perdido. Su colección de libros ordenada alfabéticamente, sus discos compactos clasificados en cajones según tipo de música e intérprete, su limpia y blanca cocina, sus cuidadas plantas, los veintinueve volúmenes del diario que llevaba desde que tenía nueve años (un volumen por cada año). Todo perdido. Sintió náuseas al pensar en el fuego voraz que avanzaba por las habitaciones, en el hollín que penetraba en las pocas cosas que las llamas no consumían, ennegreciéndolo todo.
Recordó que su Honda estaba en el garaje del fondo del edificio. Iba a ir allá, pero desistió porque era tonto arriesgar la vida para salvar un coche. Además era presidente de la asociación de propietarios. En un momento así debía quedarse con sus vecinos, ofrecerles tranquilidad, consuelo, consejos sobre seguros y otros asuntos.
Mientras enfundaba el revólver para no alarmar a los bomberos, recordó algo que le había dicho el vagabundo cuando le tenía aplastado contra la pared, sin aliento: «Primero todas las cosas y personas que amas… luego tú».
Al reflexionar sobre esas palabras y sus ramificaciones, fue presa de un temor profundo, oscuro, abrumador.
Al final, enfiló hacia el garaje. De pronto necesitaba desesperadamente el coche.
Mientras Harry rodeaba el flanco del edificio esquivando bomberos, el aire se pobló de miles de rescoldos fulgurantes como polillas luminiscentes que aleteaban y revoloteaban en las espiraladas corrientes térmicas. En el tejado, un crujido cataclísmico fue seguido por un estrépito que sacudió la noche. Una granizada de tejas ardientes se precipitó sobre la acera y los arbustos que la bordeaban.
Harry cruzó sus brazos sobre la cabeza, temiendo que esas llameantes tejas de cedro le encendieran el cabello, esperando que sus ropas aún estuvieran demasiado húmedas para arder. Salió ileso de la lluvia de fuego, atravesó un mojado portón de hierro, todavía frío por la lluvia.
Detrás del edificio, el asfalto, húmedo, estaba cubierto de esquirlas de cristal de las ventanas destruidas y sembrado de charcos. Cada superficie espejada reflejaba imágenes cobrizas y rojizas de la brillante tempestad que arrasaba la azotea del edificio principal. Serpientes fulgurantes culebreaban en el suelo.
La calzada trasera aún estaba desierta cuando llegó a la puerta del garaje y la levantó. Pero aún mientras abría la puerta, un bombero se acercó gritándole que se largara de allí.
—¡Policía! —replicó Harry. Esperaba obtener así los pocos segundos que necesitaba, aunque no se detuvo a mostrar la placa.
La lluvia de rescoldos había encendido algunas llamas en el largo techo del garaje. Un humo llenaba su aparcamiento doble, bajando desde el ardiente papel de alquitrán que separaba las vigas de las tejas.
Llaves. De pronto Harry temió haberlas dejado en la mesa del vestíbulo o en la cocina.
Acercándose al coche, tosiendo a causa de ese humo tenue pero acre, se palmeó frenéticamente los bolsillos y se alivió al oír el tintineo de las llaves en la chaqueta.
«Primero todas las cosas y personas que amas…».
Dio marcha atrás, salió del garaje, puso la primera, dejó atrás al bombero que le había gritado y salió de la calzada dos segundos antes de que un camión-bomba entrara para bloquearla. Los parachoques casi se rozaron cuando Harry giró hacia la calle.
Tras conducir tres o cuatro manzanas con inusitada temeridad, zigzagueando en medio del tráfico y pasando luces rojas, su radio se encendió sola. La voz profunda y áspera del vagabundo retumbó en los altavoces del estéreo.
—Ahora tengo que descansar, héroe. Tengo que descansar.
—¿Qué diablos…?
Sólo le respondió un chirrido de la estática.
Harry disminuyó la velocidad. Tendió la mano hacia la radio para apagarla, pero vaciló.
—Muy cansado… una pequeña siesta…
Chirrido de estática.
—Así que tienes una hora…
Chirrido.
—Pero volveré…
Chirrido.
Una y otra vez Harry dejaba de mirar el tráfico para mirar la luz de la radio. Emitía un fulgor verde que le evocaba los radiantes ojos rojos —primero sangre, luego fuego— del vagabundo.
—Gran héroe… sólo carne ambulante…
Chirrido.
—… dispararle a quien gustes… gran hombre… Pero conmigo no termina ahí. No basta con dispararme.
Chirrido. Chirrido. Chirrido.
El coche atravesó un charco y una salpicadura de agua fosforescente y blanca aleteó como un ángel a ambos flancos.
Harry tocó los controles de la radio, temiendo una descarga eléctrica o algo peor, pero nada ocurrió. Oprimió el botón de apagado y el chirrido cesó.
No trató de pasarse la próxima luz roja. Se detuvo detrás de una hilera de coches, esforzándose para recordar los acontecimientos de las últimas horas e interpretarlos.
«¿A quién llamarás?».
No creía en fantasmas ni cazafantasmas.
No obstante temblaba, y no sólo porque su ropa estuviera húmeda. Encendió la calefacción.
«¿A quién llamarás?».
Fantasma o no, el vagabundo no era una alucinación. No era un síntoma de colapso mental. Era real. Tal vez no humano, pero real.
Sintió una extraña calma al comprenderlo. Lo que Harry más temía no era lo sobrenatural ni lo desconocido, sino el caos interno de la locura; una amenaza que ahora parecía reemplazada por un adversario externo, totalmente exótico y aterradoramente poderoso, pero al menos externo.
Cuando el semáforo dio luz verde y el tráfico reanudó la marcha, Harry miró hacia las calles de Newport Beach. Vio que había viajado hacia la costa, hacia el norte de Irvine y por primera vez cobró conciencia de su rumbo. Costa Mesa. El apartamento de Connie Gulliver.
Se sorprendió. La flamígera aparición había prometido destruir todas las cosas y personas que amaba antes de destruirlo a él al romper el alba, pero Harry había optado por ver a Connie antes de visitar a sus padres en Carmel Valley. Admitía sentir mayor interés en ella del que antes había reconocido, aunque tal vez esa admiración no había revelado la verdadera complejidad de sus sentimientos. Sabía que le tenía afecto, aunque el porqué de ese afecto aún era un misterio, considerando que eran tan diferentes y que Connie era tan reservada. Y le desconcertaba la hondura de ese afecto, máxima revelación en un día rebosante de revelaciones.
Al pasar por Newport Harbor vio entre los huecos que separaban los edificios comerciales altos mástiles de yates elevándose en la noche con las velas plegadas. Como un bosque de capiteles de iglesia. Le recordaron que, como muchos de su generación, se había criado sin una fe específica y que de adulto no había atinado a descubrir una fe propia. No negaba la existencia de Dios, pero no hallaba un modo de creer.
Cuando te topes con lo sobrenatural, ¿a quién llamarás? Si no a los cazafantasmas, pues a Dios. Si no a Dios… ¿a quién llamarás?
Casi toda su vida Harry había depositado su fe en el orden, pero el orden era un mero estado, no una fuerza a la cual pudiera pedir ayuda. A pesar de las brutalidades que presenciaba en su trabajo, seguía creyendo en la decencia y el coraje de los seres humanos. Es lo que le sostenía ahora. Acudía a Connie Gulliver no sólo para prevenirla sino para pedirle consejo, para pedirle que le ayudara a salir de las tinieblas que le rodeaban.
¿A quién llamarás? A tu compañera.
Cuando se detuvo ante el siguiente semáforo, tuvo otra sorpresa, pero no por lo que halló en su interior. La calefacción había entibiado el coche y él había dejado de tiritar, aunque aún sentía una dura frialdad en el corazón. Esta nueva sorpresa estaba en el bolsillo de su camisa, contra el pecho y no eran emociones sino algo tangible que podía extraer, sostener y ver. Cuatro objetos amorfos y oscuros. Metal. Plomo. Aunque no tenía idea de cómo habían llegado a su bolsillo, supo qué eran: las balas que le había disparado al vagabundo, cuatro proyectiles de plomo deformados por impactos de alta velocidad contra carne, hueso y cartílago.