10

Harry tardó más de lo que esperaba en regresar a su casa desde Proyectos Especiales. El tráfico se movía con parsimonia, deteniéndose con frecuencia en las intersecciones abarrotadas.

Perdió más tiempo cuando se paró en un 7-Eleven para comprar un par de cosas que necesitaba para la cena. Pan. Mostaza.

Cada vez que entraba en una tienda, Harry pensaba en Ricky Estefan, que se había detenido después del trabajo para comprar leche y en cambio había comprado una drástica alteración de su vida. Pero nada sucedió en el 7-Eleven, excepto que oyó la historia del bebé y la fiesta de cumpleaños.

Un pequeño televisor del mostrador mantenía entretenido al empleado cuando escaseaba la actividad y mientras Harry pagaba sus compras estaban transmitiendo las noticias. Habían acusado a una joven madre de Chicago de asesinar a su bebé. Sus parientes habían preparado una gran fiesta de cumpleaños para la madre, pero como la niñera no se presentó parecía que no podría ir a divertirse; así que arrojó al bebé de dos meses en el incinerador de su edificio de apartamentos, fue a la fiesta y bailó hasta quedar exhausta. Su abogado ya había declarado que basaría su defensa en la depresión posparto.

Otro ejemplo de la crisis continua, para la colección de espantos y atrocidades de Connie.

El empleado era un joven esbelto de ojos oscuros y tristones.

—¿Adónde irá a parar este país? —preguntó con acento iraní.

—A veces me lo pregunto —dijo Harry—. Pero en el país donde vivías antes, no sólo dejan sueltos a los lunáticos, sino que les dan el poder.

—Es verdad —dijo el empleado—. Pero aquí también, a veces.

—Eso no lo puedo rebatir.

Al atravesar las puertas de cristal para salir de la tienda, con el pan y la mostaza en un saco de plástico, Harry notó que llevaba un periódico plegado bajo el brazo derecho. Se detuvo con la puerta entornada, tomó el periódico y lo miró sin comprender. Estaba seguro de no haberlo comprado, y mucho menos haberlo plegado para metérselo bajo el brazo.

Regresó a la caja registradora. Cuando lo apoyó en el mostrador, el periódico se desplegó.

—¿Yo pagué por esto? —preguntó Harry.

—No, señor —respondió el confundido empleado—. Ni siquiera le vi cogerlo.

—No recuerdo haberlo cogido.

—¿Quiere llevárselo?

—No creo.

Entonces vio el titular de la primera plana: TIROTEO EN RESTAURANTE DE LAGUNA BEACH. Y el subtítulo: DOS MUERTOS, DIEZ HERIDOS. Era la última edición, con la primera nota sobre la sangrienta aventura de Ordegard.

—Espera —dijo Harry—. Sí, creo que me lo llevaré.

Cuando uno de sus casos se volvía noticia, Harry nunca leía sobre sí mismo en los periódicos.

Era un policía, no una celebridad.

Dio veinticinco centavos al empleado y se llevó la edición vespertina.

Aún no comprendía cómo el periódico se había plegado y había llegado a su brazo derecho. ¿Una laguna mental? ¿O algo más extraño? ¿Algo relacionado con los demás acontecimientos inexplicables de ese día?

Harry nunca había hallado su hogar tan invitador como cuando abrió la puerta y entró chorreando en su apartamento. Era un refugio pulcro y ordenado donde no podía inmiscuirse el caos del mundo exterior.

Se quitó los zapatos. Estaban empapados, tal vez arruinados. Tendría que haber usado chanclas, pero el informe meteorológico no había anunciado lluvias hasta después del anochecer.

Los calcetines también estaban mojados, pero se los dejó puestos. Pasaría el mocho al suelo del vestíbulo después de ponerse ropa limpia y seca.

Fue a la cocina para guardar el pan y la mostaza al lado de la repisa. Luego se prepararía unos emparedados de pollo frío. Estaba famélico.

La cocina relucía. Se alegró de haberse tomado tiempo para limpiar los cacharros del desayuno antes de ir a trabajar. Le habría deprimido ver ahora la suciedad.

Pasó al comedor, fue por el pasillo hasta el dormitorio, llevando el periódico vespertino. Al cruzar el umbral, encendió las luces… y descubrió al vagabundo en su cama.

El agujero por donde cayó Alicia siguiendo al conejo no era tan profundo como aquel en el que cayó Harry al ver al vagabundo.

El hombre parecía aún más corpulento que en la calle o en el corredor de Proyectos Especiales. Más sucio. Más horrendo. No tenía la transparencia de una aparición; por el contrario, con su maraña de pelo desgreñado, sus costras de roña y su telaraña de cicatrices, con esas ropas oscuras, arrugadas y raídas que evocaban una antigua momia egipcia, era más real que la habitación misma; como una detallada imagen pintada por un fotorrealista y luego insertada en el dibujo de una habitación realizado por un minimalista.

El vagabundo abrió los ojos. Estanques de sangre.

Se irguió y dijo:

—Te crees tan especial… Pero sólo eres otro animal, carne ambulante como todos los demás.

Soltando el periódico, desenfundando el revólver, Harry dijo:

—Quieto.

Ignorando la advertencia, el intruso pasó las piernas por el costado de la cama, se levantó.

La cabeza y el cuerpo del vagabundo dejaron su forma en el cubrecama, las almohadas y el colchón. Un fantasma podía caminar por la nieve sin dejar huellas y las alucinaciones no tenían peso.

—Sólo otro animal enfermo. —La voz del vagabundo era más áspera y profunda que en la calle de Laguna Beach, la voz gutural de una bestia que había aprendido laboriosamente a hablar—. Te crees un héroe, ¿eh? Un gran hombre. Un gran héroe. Pues no eres nada, menos que una hormiga, eso eres. ¡Nada!

Harry no podía creer que fuera a suceder de nuevo. No dos veces en un día y menos en su propia casa.

Retrocediendo hacia la puerta, dijo:

—Si no te echas al suelo ahora mismo, de bruces, con las manos en la nuca, ahora mismo, juro por Dios que te vuelo la cabeza.

Avanzando hacia Harry, el vagabundo dijo:

—Crees que puedes dispararle a quien gustes, atropellar a los demás si se te antoja, y que ahí termina todo. Pero conmigo no termina ahí. No basta con dispararme.

—¡Basta, ahora mismo! ¡Hablo en serio!

El intruso no se detuvo. Su sombra movediza cubría la pared.

—Te arrancaré las tripas, te las mostraré, te las haré oler mientras mueres.

Harry empuñaba el revólver con ambas manos. Una postura de tirador. Sabía lo que hacía. Tenía buena puntería. A tan poca distancia le habría acertado a un colibrí en vuelo, con más razón a esa mole corpulenta, así que había un solo final posible: el intruso tieso como una tabla, sangre en las paredes, una sola posibilidad… pero se sentía en mayor peligro que nunca, infinitamente más vulnerable que cuando estaba entre los maniquíes de ese altillo laberíntico.

—Es divertido jugar con la gente —dijo el vagabundo, rodeando el pie de la cama.

Por última vez Harry le ordenó que se detuviera.

Pero seguía avanzando: tres, dos metros.

Harry abrió fuego, disparando con precisión, sin permitir que el brusco retroceso desviara el cañón del blanco: una, dos, tres, cuatro veces. Las detonaciones eran ensordecedoras en el pequeño dormitorio. Sabía que cada bala causaba daños, tres en el torso, la tercera en la garganta a un mero brazo de distancia, haciendo bailar cómicamente la cabeza.

El vagabundo no caía, no se tambaleaba, sólo se sacudía con cada impacto. La herida de la garganta, infligida a quemarropa, era horrenda. La bala debía de haberla atravesado, dejando una salida aún peor en la nuca, fracturando o tronchando la columna vertebral, pero no había sangre, ningún chorro ni borbotón ni salpicadura, como si el corazón de ese hombre hubiera dejado de latir tiempo atrás y la sangre se le hubiera secado y endurecido en las venas. Siguió avanzando con el ímpetu de un tren expreso, embistió a Harry quitándole el aliento, le alzó, le empujó a través de la puerta y le aplastó con tal fuerza contra la pared del pasillo, que los dientes de Harry castañetearon audiblemente y el revólver le saltó de la mano.

El dolor se extendió desde la cadera hasta los hombros de Harry como un abanico japonés. Por un instante pensó que se desmayaría, pero el terror le mantuvo consciente. Clavado contra la pared, los pies colgando sobre el suelo, aturdido por la fuerza brutal con que le habían embestido, estaba indefenso como un niño en el apretón de hierro de su atacante. Pero si podía conservar la conciencia, tal vez recobrara las fuerzas, o tal vez pensara en algo para salvarse, cualquier cosa, una maniobra, un truco, una distracción.

El vagabundo se apoyó contra Harry, aplastándole. Aquel rostro de pesadilla se le acercó. Las lívidas cicatrices estaban rodeadas por poros amplificados del tamaño de cabezas de cerillas, llenos de suciedad. Mechones de vello negro y ensortijado asomaban de sus fosas nasales.

Cuando el hombre exhalaba, era como si una tumba colectiva expulsara gases de descomposición, y Harry se sofocó de revulsión.

—¿Asustado, hombrecito? —preguntó el vagabundo. Hablaba sin dificultad, aunque tenía un boquete en el gaznate y sus cuerdas vocales pulverizadas habían volado por el orificio de la nuca—. ¿Asustado?

Harry estaba asustado. Tendría que haber sido idiota para no estarlo. No había entrenamiento ni experiencia policial que te preparara para enfrentarte con el coco, y no le importaba admitirlo, estaba dispuesto a gritarlo a los cuatro vientos si eso quería el vagabundo, pero no podía recobrar el aliento.

—El sol saldrá dentro de once horas —dijo el vagabundo—. Tic-tac.

Algo hormigueaba en las honduras de la tupida barba del vagabundo. Tal vez insectos.

Sacudió a Harry con fiereza, golpeándole contra la pared.

Harry trató de alzar los brazos, de zafarse. Era como tratar de doblar hormigón.

—Primero todas las cosas y personas que amas —gruñó el vagabundo.

Dio media vuelta sin soltarle y le arrojó por la puerta del dormitorio.

Harry chocó contra el suelo y rodó hacia la cama.

¡Luego tú!

Jadeante y aturdido, Harry alzó los ojos y vio al vagabundo ocupando el dintel, observándole. El revólver estaba a sus pies. El vagabundo lo pateó hacia la habitación, hacia Harry. El arma se deslizó girando y se detuvo en la moqueta a poca distancia.

Harry se preguntó si alcanzaría el arma antes de que ese canalla se le arrojara encima. Se preguntó si tenía sentido intentarlo. Cuatro disparos, cuatro impactos, ni una gota de sangre.

—¿Me has oído? —preguntó el vagabundo—. ¿Me has oído? ¿Me has oído, héroe? ¿Me has oído? —No esperaba una respuesta, sólo repetía la pregunta con una voz furiosa y socarrona, cada vez más estentórea—. ¿Me has oído, héroe? ¿Me has oído, me has oído, me has oído, me has oído, me has oído? ¿Me has oído? ¿ME HAS OÍDO, ME HAS OÍDO, ME HAS OÍDO, HÉROE?

El vagabundo temblaba espasmódicamente, el rostro oscurecido de rabia y odio. Ya ni siquiera miraba a Harry, sino al techo, aullando esas palabras «¿ME HAS OÍDO, ME HAS OÍDO, ME HAS OÍDO?», como si su furia hubiera crecido tanto que ya no le bastara un hombre para descargarla. Le gritaba al mundo entero y tal vez a otros mundos, con una voz que oscilaba entre bramidos tonantes y chillidos agudísimos.

Harry trató de incorporarse apoyándose en la cama.

El vagabundo alzó la mano derecha y una electricidad verde le crujió entre los dedos. Un fulgor vibró sobre su palma y de pronto la mano estuvo en llamas.

Torció la muñeca y arrojó una bola de fuego hacia la cortina, que estalló en llamas.

Los ojos ya no eran estanques rojos. Salía fuego por sus cuencas, lamiéndole las cejas, como si fuera la imagen hueca de un hombre, hecha de mimbre, ardiendo de adentro para fuera.

Harry se puso de pie. Le temblaban las piernas.

Sólo quería largarse de allí. Cortinas llameantes cubrían la ventana. El vagabundo estaba en la puerta. No había salida.

El vagabundo dio media vuelta, torció la muñeca como un mago revelando una paloma y otra esfera ardiente cruzó la habitación, se estrelló contra la cómoda, estalló como un cóctel Molotov, escupiendo llamas. El espejo de la cómoda se hizo añicos. La madera se rajó, los cajones se abrieron, las llamas se propagaron.

Le salían volutas de humo de la barba, escupía fuego por las fosas nasales. La nariz ganchuda se ampolló y comenzó a derretirse. Abría la boca como si gritara, pero sólo se oían los siseos, detonaciones y crujidos de la combustión. Exhaló una cascada pirotécnica, chispas de todos los colores del arco iris y lanzó llamas con la boca. Sus labios se contrajeron como bacón frito, mostrando unos dientes humeantes.

Harry vio serpientes de fuego trepando por la pared desde la cómoda hasta el techo. Partes de la moqueta ardían.

El calor ya era sofocante. Pronto el aire se llenaría de acre humo.

Lenguas brillantes brotaron de los tres agujeros de bala del pecho del vagabundo; fuego rojo y áureo en vez de sangre. Torció la muñeca una vez más y su mano lanzó una tercera esfera flamígera.

La masa crepitante voló hacia Harry, quien se agazapó. La esfera le pasó tan cerca que se cubrió la cara con un brazo y gritó cuando lo rozó la estela de calor quemante. Las sábanas estallaron en llamas como si las hubieran empapado con gasolina.

Cuando Harry irguió la cabeza, no había nadie en la puerta. El vagabundo se había ido.

Recogió el revólver y se lanzó al pasillo mientras brotaban llamas de la moqueta. Se alegró de que sus calcetines estuvieran mojados.

El pasillo estaba desierto, y así era mejor, pues no deseaba otra confrontación con esa cosa, fuera lo que fuese, ya que las balas no daban resultado. La cocina a su izquierda. Titubeó, avanzó revólver en mano. El fuego devoraba los armarios, las cortinas ondeaban como faldas de bailarinas del infierno, el humo rodaba hacia él. Siguió avanzando. El vestíbulo delante, el cuarto de estar a la derecha, adonde debía haber ido esa cosa. Cosa, no vagabundo. Se resistía a continuar, temiendo que la cosa le embistiera, le aferrase con sus manos incandescentes; pero tenía que salir deprisa. El lugar estaba lleno de humo y él tosía porque no podía inhalar aire limpio.

Continuó hacia el vestíbulo, de espaldas contra la pared del pasillo, el arma en alto, más por entrenamiento y hábito que porque confiara en su eficacia; de cualquier modo, le quedaba una sola bala en el tambor.

El cuarto de estar también ardía y en su centro se erguía esa figura feroz, totalmente rodeada por las llamas, los brazos extendidos para abrazar esa tórrida tempestad, consumida por ella pero sin sufrir dolor, tal vez en un estado de embeleso. Cada lamida de las llamas parecía causarle un placer perverso.

Harry estaba seguro de que le observaba desde su mortaja de fuego. Temió que se le acercara de repente, los brazos en cruz, para aplastarle de nuevo contra la pared.

Entró en el vestíbulo de costado, mientras una negra marea de humo sofocante y cegador rodaba al pasillo desde el dormitorio y lo envolvía. Lo último que vio fueron los zapatos empapados, y los recogió con la misma mano con que empuñaba el arma. El humo era tan denso que ninguna luz penetraba en el vestíbulo, a pesar de las llamas que brincaban a sus espaldas. Le lagrimeaban los ojos y tuvo que cerrarlos. En la espesa negrura, corría el riesgo de desorientarse, incluso en un espacio tan pequeño.

Contuvo el aliento. Una inhalación sería tan tóxica como para marearle, asfixiarle, derribarle. Pero no había inhalado aire limpio desde el dormitorio, así que no aguantaría mucho, sólo unos segundos. Mientras recogía sus zapatos, buscó a tientas el pomo de la puerta, no lo halló en la oscuridad, tanteó, sintió pánico, pero cerró la mano izquierda sobre él. Cerrado. Con pestillo. Le ardían los pulmones como si le hubiera entrado fuego. Le dolía el pecho. ¿Dónde estaba el pestillo? Encima del pomo. Intentó respirar, no pudo; halló el pestillo, lo movió, sintió una creciente oscuridad interior más peligrosa que la exterior, aferró el pomo, abrió la puerta bruscamente, se zambulló afuera. La fresca noche succionaba el humo, que aún le envolvía y Harry tuvo que moverse a la derecha para hallar aire limpio. La primera bocanada le punzó los pulmones con un dolor helado.

En el jardín, donde las veredas serpenteaban entre azaleas, setos de espinos y exuberantes canteros de prímulas, Harry pestañeó furiosamente ante el edificio con forma de U, despejándose la vista. Varios vecinos descendían a la planta baja y había dos personas en la galería del primer piso, por donde se llegaba a los apartamentos de arriba. Tal vez les habían atraído los disparos, pues en ese vecindario ese ruido no era frecuente. Miraban desconcertados a Harry y los penachos de humo aceitoso que salían por la puerta principal, pero nadie había gritado «Fuego», así que Harry se puso a gritar y luego los demás le imitaron.

Harry brincó hacia una de las dos cajas de alarma del paseo de la planta baja. Soltó el revólver y los zapatos y bajó la palanca que rompía el vidrio ahumado. Sonó una campanilla estridente.

A la derecha, la ventana del cuarto de estar de su apartamento, que daba al jardín, estalló y derramó vidrio sobre suelo de hormigón. Salió humo y oscilantes pendones en llamas, y Harry esperaba ver al hombre ardiente saliendo por la ventana rota para continuar la persecución.

Absurdamente, recordó el estribillo de la canción de una película: «¿A quién llamarás? ¡A LOS CAZAFANTASMAS!».

Estaba viviendo en una película de Dan Aykroyd. Le habría resultado gracioso si no hubiera estado tan asustado que tenía el corazón en la garganta.

Ulularon sirenas a lo lejos, acercándose deprisa.

Harry corrió de puerta en puerta, golpeando cada una con los puños. Más explosiones blandas. Un extraño chirrido metálico. Campanillas de alarma que sonaban sin cesar. Secuencias de estallidos de vidrios que vibraban como campanillas en medio de un caprichoso vendaval. Harry no buscó el origen de cada sonido, siguió corriendo de puerta en puerta.

Cuando el ulular de las sirenas se aproximó imponiéndose sobre los demás sonidos, Harry ya estaba seguro de que todos los habitantes del edificio estaban alertados y habían salido. Había gente desperdigada en el jardín, mirando el techo o los camiones-bomba, horrorizada, pasmada o llorando.

Harry regresó a la primera caja de alarma y se calzó los zapatos, que había dejado allí. Cogió el revólver, cruzó un cantero de azaleas, caminó entre prímulas en flor y chapaleó por un par de charcos en una vereda de hormigón.

Sólo entonces notó que había dejado de llover durante los escasos minutos que había pasado en el apartamento. Las higueras y palmeras aún goteaban, al igual que los arbustos. Los rojizos reflejos del creciente incendio enjoyaban las hojas húmedas.

Dio media vuelta y, al igual que sus vecinos, miró hacia el edificio, sorprendido por la rapidez con que se propagaban las llamas, que ya consumían el apartamento de arriba. En las ventanas rotas, sangrientas lenguas de fuego lamían los dientes de vidrio que aún sobresalían de los marcos. El humo subía en volutas, y una luz siniestra palpitaba y chisporroteaba contra la noche.

Mirando hacia la calle, Harry sintió alivio al ver que los camiones-bomba habían llegado al complejo de Los Cabos. A poca distancia callaban las sirenas, aunque las luces seguían parpadeando.

Salió gente de otros edificios, pero pronto se apartó del paso de los vehículos de emergencia.

Una intensa ola de calor llamó la atención de Harry. Miró de nuevo hacia su edificio. Las llamaradas llegaban a la azotea.

Como en un cuento de hadas, elevándose sobre las tejas, el fuego se perfilaba como un dragón contra el oscuro firmamento, agitando una cola amarilla, anaranjada y bermeja; extendiendo enormes alas carmesíes, escamas rutilantes y ojos relampagueantes, retando con sus bramidos a todos los caballeros que aspirasen a matarlo.