Mickey Chan estaba sentado a solas en un reservado, concentrándose en la sopa.
Connie le vio en cuanto atravesó la puerta del pequeño restaurante chino de Newport Beach, y se abrió paso entre las sillas laqueadas de negro y las mesas con manteles plateados. La imagen pintada de un dragón rojo y dorado serpenteaba por el techo, se enroscaba en torno de las lámparas.
Si Mickey la vio venir, fingió lo contrario. Bebió sopa de la cuchara y recogió más, sin apartar los ojos del contenido del cuenco.
Era pequeño pero membrudo, casi cincuentón, y llevaba el pelo cortado a cepillo. Su tez tenía el color del pergamino antiguo.
Aunque dejaba creer a sus clientes caucásicos que era chino, era un refugiado vietnamita que había huido a Estados Unidos después de la caída de Saigón. Se rumoreaba que había sido detective de homicidios en Saigón u oficial de la Agencia de Seguridad Interna Sudvietnamita, lo cual quizá fuera cierto.
Algunos decían que tenía fama de ser el terror de la sala de interrogatorios, un hombre que recurría a cualquier técnica o herramienta con tal de quebrar la voluntad de un sospechoso o un comunista, pero Connie ponía en duda esas historias. Le gustaba Mickey. Era rudo, pero tenía el aire de una persona que había sufrido grandes pérdidas y era capaz de una profunda compasión.
Cuando Connie llegó a su mesa, Mickey le habló sin dejar de mirar la sopa.
—Buenas noches, Connie.
Ella se sentó en el otro lado del reservado.
—Miras ese cuenco como si encerrara el sentido de la vida.
—Lo encierra —dijo él, sirviéndose otra cucharada.
—¿De veras? A mí me parece sopa.
—El sentido de la vida se puede hallar en un cuenco de sopa. La sopa siempre comienza con un caldo, que es como el líquido fluir de los días que constituyen nuestra vida.
—¿Caldo?
—A veces en el caldo hay fideos, a veces verduras, trozos de clara de huevo, fragmentos de pollo o camarón, setas, tal vez arroz.
Como Mickey no la miraba, Connie se sorprendió escrutando la sopa tan intensamente como él.
—A veces está caliente, a veces fría. A veces debe servirse fría y entonces es buena aunque no brinde calor; pero si no debe servirse fría, sabe amarga, o se coagula en el estómago, o ambas cosas.
Su voz potente pero afable surtía un efecto hipnótico. Cautivada, Connie observaba la plácida superficie de la sopa sin prestar atención a nada más.
—Piénsalo —dijo Mickey—. La sopa, antes de ser ingerida, posee un valor y tiene un propósito. Después, no posee valor para nadie excepto para quien la ha consumido y al cumplir su propósito, deja de existir. Sólo queda un cuenco vacío. Lo cual puede simbolizar la carencia o la necesidad… o la agradable expectativa de otras sopas por venir.
Connie aguardó a que Mickey continuara, y sólo dejó de observar la sopa cuando comprendió que ahora era él quien la miraba fijamente. Alzó los ojos.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Sí.
—¿El sentido de la vida?
—Absolutamente.
Connie frunció el entrecejo.
—No entiendo.
Mickey se encogió de hombros.
—Yo tampoco. Invento estas pamplinas mientras voy hablando.
Ella parpadeó.
—¿Qué?
Mickey sonrió.
—Bien, es algo que se espera de un detective privado chino. Epigramas, observaciones filosóficas arcanas, proverbios incomprensibles.
No era chino, ni su verdadero nombre era Mickey Chan. Cuando llegó a Estados Unidos y decidió aprovechar su experiencia policial haciéndose detective privado, pensó que los nombres vietnamitas eran demasiado exóticos para inspirar confianza y difíciles de pronunciar para los occidentales. Y sabía que no podía ganarse la vida atendiendo únicamente a clientes de origen vietnamita. Entre las cosas que le gustaban de los americanos estaban las caricaturas de Mickey Mouse y las películas de Charlie Chan, y tenía sentido cambiarse el nombre oficialmente. Gracias a Disney, Rooney, Mantle y Spillane, el nombre de Mickey gustaba a los americanos; y gracias a muchas películas viejas, el nombre Chan se asociaba subconscientemente con un investigador de genio. Evidentemente Mickey sabía lo que hacía, porque había montado un negocio próspero con una reputación intachable y ahora tenía diez empleados.
—Me tomaste el pelo —dijo Connie, señalando la sopa.
—No eres la primera.
—Si tuviera las influencias necesarias —dijo Connie, divertida— haría que los tribunales te cambiaran el nombre a Charlie Mouse. Para ver qué efecto tenía.
—Me alegra que aún puedas sonreír —dijo Mickey.
Una bella y joven camarera de pelo teñido negro azabache y ojos almendrados se acercó a la mesa y preguntó si Connie deseaba cenar.
—Sólo una botella de Tsingtao, por favor —dijo Connie. Se volvió hacia Mickey—. No tengo muchas ganas de sonreír, a decir verdad. Me arruinaste el día con esa llamada de esta mañana.
—¿Te arruiné el día? ¿Yo?
—¿Quién más?
—Tal vez cierto caballero con una Browning y tres granadas.
—Conque ya oíste hablar de eso.
—¿Quién no? Incluso en el sur de California, esas historias van en las noticias antes que los deportes.
—En un día tranquilo, tal vez.
Él terminó la sopa.
La camarera regresó con la cerveza.
Connie se sirvió la Tsingtao, vertiéndola en el costado del vaso helado para que hiciera poca espuma, bebió un sorbo y suspiró.
—Lo lamento —dijo Mickey con sinceridad—. Sé que querías creer que tenías una familia.
—Tenías una familia —dijo Connie—. Sólo que ya no existe.
Entre los tres y los dieciocho años, Connie se había criado en varias instituciones estatales y orfanatos, cada uno más sórdido que el anterior, y había aprendido a ser ruda y a defenderse. Dada su personalidad, no había conseguido padres adoptivos y no pudo escapar por ese camino. Para los demás, muchos de sus rasgos de carácter, que ella veía como positivos, representaban problemas de conducta. Desde muy pequeña había sido independiente, muy seria para su edad, casi incapaz de ser una niña. Para actuar como una niña de su edad, habría tenido que actuar literalmente, ya que era una adulta en un cuerpo de niña.
Hasta siete meses antes no había pensado mucho en la identidad de sus padres. No tenía sentido preocuparse. Por la razón que fuera la habían abandonado en su infancia y no tenía ningún recuerdo de ellos.
Una soleada tarde de domingo, mientras hacía paracaidismo en el aeródromo de Perris, el cordel se le atascó. Cayó más de mil metros hacia un chaparral pardo y árido como el infierno, con la convicción de que ya estaba muerta y sólo faltaba completar el trámite. El paracaídas se abrió en el último momento. Aunque el descenso fue brusco, tuvo suerte; sólo sufrió un esguince en el tobillo, unos rasguños en la mano izquierda, magulladuras… y la súbita necesidad de saber de dónde venía.
Todo el mundo tiene que irse de esta vida sin saber adónde va, así que le parecía esencial saber al menos por dónde había entrado.
Durante sus horas libres podría haber utilizado los canales oficiales, contactos y ordenadores para investigar su pasado, pero prefirió a Mickey Chan. No quería que sus colegas participaran en esa búsqueda, le hicieran favores y husmearan, porque tal vez descubrieran algo que no quisiera revelarles.
De hecho, lo que Mickey averiguó al cabo de seis meses de hurgar en archivos oficiales no era nada bonito.
Cuando le entregó el informe en su elegante oficina de Fashion Island, con sus pinturas francesas del siglo XIX y sus muebles Biedermeier, Mickey dijo:
—Estaré en el cuarto contiguo, dictando cartas. Avísame cuando hayas terminado.
Su reticencia asiática, la implicación de que tal vez Connie necesitara estar sola, le alertaron de que la verdad no sería agradable.
Según el informe de Mickey, un tribunal la había separado de sus padres porque había sufrido abusos físicos reiterados. Como castigo por unas transgresiones desconocidas —tal vez el mero hecho de existir— le habían pegado y rasurado el cabello, le habían vendado los ojos y maniatado, la habían dejado dieciocho horas seguidas encerrada en un armario, le habían roto tres dedos.
Cuando la pusieron a cargo del tribunal aún no sabía hablar, porque sus padres no le habían enseñado ni se lo habían permitido. Pero pronto adquirió ese don, como si disfrutara de la rebelión que significaba el mero hecho de hablar.
Sin embargo, nunca había tenido la oportunidad de acusar a su padre y a su madre. Mientras huían del Estado para evitar el juicio, murieron en una colisión de frente cerca de la frontera entre California y Arizona.
Connie leyó el primer informe de Mickey con amarga fascinación, menos conmovida por el contenido que cualquier otra persona, porque había sido policía el tiempo suficiente para haber visto muchos casos similares. Y peores. No creyó que la odiaran por sus defectos o porque mereciera menos afecto que otros niños. Era sólo que el mundo a veces funcionaba así. A menudo. Al menos ahora comprendía por qué, ya a la tierna edad de tres años, era tan seria, tan madura, tan independiente, demasiado huraña como para ser la niña simpática y mimosa que buscaban unos padres adoptivos.
Los abusos debían de haber sido más crueles de lo que sugería el seco lenguaje del informe. Por lo pronto, los tribunales toleraban mucha brutalidad por parte de los padres antes de tomar medidas tan drásticas. Además, ella había bloqueado todos sus recuerdos sobre ello y sobre su hermana, lo cual constituía un acto desesperado.
La mayoría de los niños que sobrevivían a tales experiencias crecían profundamente turbados por sus recuerdos reprimidos y su falta de autoestima, y a veces no podían valerse por sí mismos.
Tenía suerte de haber sido una de las fuertes. No cuestionaba su valía como ser humano ni su personalidad. Aunque le hubiera gustado ser más dulce, más serena, menos cínica, más risueña, se respetaba a sí misma y era feliz a su manera.
El informe de Mickey no contenía sólo malas noticias. Connie se enteró de que tenía una hermana. Colleen. Eran gemelas: Constance —Connie— Mary y Colleen Marie Gulliver, la primera nacida tres minutos antes que la segunda. Ambas víctimas de abusos, ambas separadas de sus padres; enviadas a distintas instituciones, habían seguido distintos caminos por la vida.
Ese día de un mes antes, sentada ante el escritorio de Mickey, Connie había sentido un cosquilleo de deleite al comprender que existía alguien con quien compartía un vínculo tan íntimo. Gemelas. De pronto entendió por qué a veces soñaba que era dos personas a la vez y aparecía en duplicado en esas fantasías oníricas. Aunque Mickey aún estaba buscando rastros de Colleen, Connie se animó a abrigar la esperanza de no estar sola.
Pero ahora, semanas después, conocía el destino de Colleen. La habían adoptado y criado en Santa Bárbara. Y había muerto hacía cinco años, a los veintiocho.
Esa mañana, al saber que había perdido nuevamente a su hermana, esta vez para siempre, Connie sufrió la pena más profunda de su vida.
No había llorado.
Rara vez lloraba.
En cambio, afrontó esa pesadumbre como había afrontado todas las decepciones, tropezones y pérdidas: se mantuvo ocupada, obsesivamente ocupada. Y se puso furiosa. Pobre Harry. Él había aguantado su mal genio toda la mañana sin tener idea del por qué. El cortés, razonable, apacible y sufrido Harry. Nunca sabría cuán perversamente agradecida había estado Connie por la oportunidad de tumbar a ese lunático, James Ordegard. Habría podido desquitar su furia con alguien que la merecía más y descargar la reprimida energía de una pesadumbre que no podía expresar con lágrimas.
Bebió un sorbo de Tsingtao y dijo:
—Esta mañana mencionaste fotografías.
Un camarero se llevó el cuenco de sopa vacío.
Mickey puso un sobre en la mesa.
—¿Estás segura de que quieres mirarlas?
—¿Por qué no?
—No podrás conocerla. Las fotos te lo recordarán.
—Ya lo he aceptado.
Abrió el sobre. Cayeron ocho o diez instantáneas.
Las fotos mostraban a Colleen a los cinco o seis años, a los veinticinco, casi al término de su vida. Usaba ropas diferentes de las que usaba Connie, se peinaba de otro modo, y se fotografiaba en salas de estar, cocinas, parques y playas que Connie jamás había visto. Pero en lo esencial —talla, peso, coloración, rasgos faciales, incluso expresiones y actitudes corporales— era su doble perfecto.
Connie tuvo la inquietante sensación de estar viendo fotos de sí misma en una vida que no recordaba haber vivido.
—¿Dónde las conseguiste? —le preguntó a Mickey Chan.
—Los Ladbrook. Dennis y Lorraine Ladbrook, la pareja que adoptó a Colleen.
Examinando de nuevo las fotos, Connie notó que Colleen sonreía o reía en todas ellas. Las pocas fotos que le habían tomado a Connie en su infancia eran fotos grupales con otros niños. En ninguna de ellas sonreía.
—¿Cómo son los Ladbrook? —preguntó.
—Comerciantes. Trabajan juntos, poseen una tienda de material de oficina en Santa Bárbara. Son gente agradable, tranquila y sin aspavientos. No podían tener hijos, así que adoptaron a Colleen.
La envidia oscureció el corazón de Connie. Codició el amor y los años de normalidad que Colleen había conocido. Era irracional envidiar a una hermana muerta. Y vergonzoso. Pero no podía evitarlo.
—Los Ladbrook no se han repuesto de su muerte, ni siquiera después de cinco años —dijo Mickey—. No sabían que tenía una gemela. Las agencias de asistencia al menor no les brindaron esa información.
Connie guardó las fotos en el sobre, ya no podía mirarlas más. La autocompasión era un lujo que detestaba, pero su envidia se estaba transformando rápidamente en eso. Una pesadez le presionaba el pecho como un montón de piedras. Más tarde, en la soledad de su apartamento, tal vez pasara más tiempo con la adorable sonrisa de su hermana.
La camarera trajo moo goo gai pan y arroz para Mickey.
Ignorando los palillos que acompañaban a los cubiertos normales, Mickey recogió el tenedor.
—Connie, los Ladbrook quieren conocerte.
—¿Por qué?
—Como te dije, no sabían que Colleen tenía una gemela.
—No sé si es una buena idea. No puedo ser Colleen. Soy diferente.
—No creo que se trate de eso.
Connie bebió un sorbo de cerveza.
—Lo pensaré —dijo.
Mickey saboreó su moo goo gai pan como si nada más exquisito hubiera salido jamás de ninguna cocina del hemisferio occidental.
El aspecto y el olor de la comida trastornaron a Connie. Sabía que el problema no era la comida, sino su propia reacción. Tenía buenas razones para estar quisquillosa. Había sido un día difícil.
Al fin se animó a hacer la temida pregunta:
—¿Cómo falleció Colleen?
Mickey la estudió un instante antes de responder.
—Estaba dispuesto a contártelo esta mañana.
—Yo no estaba dispuesta a enterarme.
—Un parto.
Connie estaba preparada para cualquiera de los modos estúpidos e insensatos en que la muerte podía sorprender a una atractiva mujer de veintiocho años en esos oscuros años terminales del milenio, pero no estaba preparada para esto, y se sobresaltó.
—Estaba casada.
Mickey sacudió la cabeza.
—No. Madre soltera. Desconozco las circunstancias, quién era el padre, pero no parece ser algo que moleste a los Ladbrook, nada que empañe su memoria. Para ellos era una.
—¿Y qué hay del bebé?
—Una niña.
—¿Sobrevivió?
—Sí —dijo Mickey. Dejó el tenedor, bebió un sorbo de agua, se enjugó la boca con una servilleta roja, sin dejar de mirar a Connie—. Se llama Eleanor. Eleanor Ladbrook. La llaman Ellie.
—Ellie —dijo Connie estoicamente.
—Se parece muchísimo a ti.
—¿Por qué no me lo dijiste esta mañana?
—No me diste la oportunidad. Colgaste.
—No colgué.
—Faltó poco. Estuviste muy brusca. Cuéntame el resto esta noche, dijiste.
—Lo lamento. Cuando supe que Colleen había muerto, pensé que todo había terminado.
—Ahora tienes una familia. Eres tía.
Connie aceptaba la realidad de la existencia de Ellie, pero aún no lograba entrever qué podía significar esa sobrina en su propia vida, en su futuro. Después de haber estado sola tanto tiempo, le apabullaba saber que alguien de su propia sangre también vivía en este mundo vasto y problemático.
—Tener un familiar en alguna parte, aunque sea uno, constituye un cambio —dijo Mickey.
Connie sospechaba que constituía un cambio enorme. Irónicamente, esa mañana casi había muerto antes de enterarse de que tenía una nueva e importantísima razón para vivir.
Mickey puso otro sobre en la mesa.
—El informe definitivo. El domicilio y número telefónico de los Ladbrook están aquí cuando decidas que los necesitas.
—Gracias, Mickey.
—Y la cuenta. También está aquí.
Connie sonrió.
—Gracias de todos modos.
Connie se puso de pie.
—La vida es rara —dijo Mickey—. Tantos contactos con otras personas que ni siquiera conocemos, hilos invisibles que nos conectan con algo que hemos olvidado y algunos que no conoceremos en años, quizá nunca.
—Sí, es raro.
—Algo más, Connie.
—¿Qué?
—Hay un refrán chino que dice: «A veces la vida puede ser amarga como las lágrimas de dragón…».
—¿De nuevo me tomas el pelo?
—Ah, no. Este refrán existe. —Allí sentado, un hombre menudo en un reservado grande, con su rostro amable y sus ojos arrugados llenos de buen humor, Mickey Chan parecía un Buda delgado—. Pero eso es sólo parte del refrán. La parte que tú ya entiendes. El dicho completo es: «A veces la vida es amarga como las lágrimas de dragón. Pero las lágrimas de dragón sólo son dulces o amargas según el modo en que cada hombre percibe su sabor».
—En otras palabras, la vida es dura, incluso cruel… pero también es lo que uno hace de ella.
Uniendo las delgadas manos sin entrelazar los dedos, en la posición oriental de plegaria, Mickey inclinó la cabeza en un remedo de solemnidad.
—Tal vez la sabiduría logre penetrar por el grueso hueco de tu cabeza yanqui.
—Todo es posible —admitió Connie.
Se marchó con los dos sobres. La sonrisa de su hermana. La promesa de su sobrina.
Fuera la lluvia aún era tan intensa que Connie se preguntó si un nuevo Noé estaría preparándose en alguna parte del mundo, subiendo parejas de animales por una plancha.
El restaurante se encontraba en un nuevo centro comercial y una gran rampa protegía la zona peatonal. Un hombre estaba sentado a la izquierda de la puerta. Una mirada de soslayo dio a Connie la impresión de que era alto y corpulento, pero no lo miró directamente hasta que él le habló.
—Piedad para un pobre, por favor. Piedad para un pobre, señorita.
Connie estaba por bajar de la acera, abandonando la protección de la rampa, pero la voz era cautivadora. Suave, tierna, incluso musical, contrastaba notablemente con la corpulencia de la persona que había visto por el rabillo del ojo.
Al volverse, se sorprendió de la tremenda fealdad de ese hombre y se preguntó cómo podía ganarse la vida como mendigo. Su tamaño inusitado, su pelo anudado y su barba desgreñada le daban el aspecto desaforado de un Rasputín, aunque ese demente sacerdote ruso había sido un niño bonito en comparación. Franjas de tejido cicatricial le desfiguraban la cara y varios vasos sanguíneos rotos le oscurecían la nariz ganchuda. Ampollas purulentas le tachonaban los labios. Una ojeada a sus dientes y encías enfermas le recordó los de un cadáver que Connie había visto una vez, cuando lo exhumaron para un análisis de laboratorio nueve años después del deceso. Y los ojos. Cataratas. Membranas gruesas y lechosas. Apenas se veían los oscuros círculos de los iris. Su apariencia era tan amenazadora que Connie supuso que la mayoría de las personas, al toparse con él, daban media vuelta y echaban a correr en vez de ponerle dinero en la mano extendida.
—Piedad para un hombre pobre. Piedad para un ciego. Unas monedas para un infortunado.
Su voz era extraordinaria, pero aún más teniendo en cuenta a ese sujeto. Clara, melodiosa, era el instrumento de un cantante nato que interpretaría dulcemente cualquier letra. La voz debía de ser el factor que, a pesar de su apariencia, le permitía vivir de la mendicidad.
En circunstancias normales, a pesar de la voz, Connie lo habría mandado a paseo, aunque no con esas palabras. Algunos mendigos perdían su hogar sin que fuera culpa de ellos y habiendo experimentado la falta de hogar en su desdichada infancia, Connie sentía compasión por las víctimas genuinas. Pero su trabajo le exigía un contacto cotidiano con demasiadas personas de la calle como para hacerse una idea romántica de todas ellas; en su experiencia, muchos eran trastornados mentales graves cuyo lugar estaba en las clínicas de donde sus presuntos benefactores los habían sacado con el pretexto de «integrarlos», mientras que otros se habían ganado la perdición a través del alcohol, las drogas o el juego.
Sospechaba que en todos los estratos de la sociedad, desde la gran mansión hasta el albañal, los verdaderos inocentes eran minoría.
Por alguna razón, sin embargo, aunque ese sujeto daba la impresión de haber tomado todas las decisiones erróneas y haber escogido todas las opciones autodestructivas, Connie hurgó en sus bolsillos hasta encontrar un par de monedas y un gastado billete de diez dólares. Para su propia sorpresa, guardó las monedas y le dio los diez dólares.
—Dios la bendiga, señorita. Dios la bendiga y la guarde y la alumbre con su luz.
Sorprendida de sí misma, Connie se alejó. Echó a correr hacia su coche bajo la lluvia.
Mientras corría, se preguntó por qué había actuado así. Pero no era difícil de adivinar. Le habían ofrecido más de un obsequio durante ese día. No había perdido la vida cuando perseguían a Ordegard. Y habían tumbado a ese lunático. Y además estaba Eleanor Ladbrook. Ellie. Su sobrina de cinco años. Connie no recordaba muchos días tan buenos como éste y supuso que su buena fortuna la puso de humor para devolver algo cuando se presentó la oportunidad.
Su vida, un delincuente abatido y un nuevo rumbo para el futuro: no era mal negocio por diez dólares.
Entró en el coche, cerró la puerta. Ya tenía las llaves en la mano derecha. Puso el motor en marcha y lo aceleró porque gruñía un poco, como si protestara por el mal tiempo.
De pronto vio que tenía la mano izquierda cerrada en un puño. Ni siquiera lo había notado. Era como si hubiera cerrado la mano en un rápido espasmo.
Tenía algo en la mano.
Abrió los dedos para ver qué era.
Las luces del aparcamiento bañaban su parabrisas mojado con luz suficiente para ver ese arrugado objeto.
Un billete de diez dólares. Gastado.
Lo miró con desconcierto, luego con incredulidad. Debía ser el mismo billete que creía haber dado al mendigo.
Pero le había dado el dinero al mendigo, había visto cómo su mitón mugriento se cerraba sobre el billete mientras el hombre murmuraba su agradecimiento.
Confundida, miró hacia el restaurante chino. El mendigo ya no estaba allí.
Echó una ojeada a la zona peatonal. El mendigo no estaba frente al centro comercial.
Miró el billete arrugado.
Su buen humor se disipó. Sintió espanto.
Ignoraba por qué tenía miedo. Pero lo tenía. Instinto de policía.