8

La lluvia goteaba por las frondosas adelfas; caía en las capas de sacos de plástico que Sammy había tendido sobre la caja de embalaje y se derramaba por el plástico hacia el terreno baldío o el callejón. Debajo de los harapos que usaba como cobijo, el suelo también estaba cubierto de plástico, así que su humilde hogar estaba relativamente seco.

Aunque hubiera tenido agua hasta la cintura, Sammy Shamroe no lo habría notado, pues ya había empinado dos litros de vino y seguía bebiendo. No sentía dolor. Al menos eso se decía a sí mismo.

En realidad, no estaba tan mal. El vino barato le mantenía caliente, aliviaba temporalmente su vergüenza y remordimiento; le ponía en contacto con ciertos sentimientos inocentes y expectativas ingenuas de la infancia. Dos gordas velas con aroma de arándano, rescatadas de la basura ajena y plantadas en una sartén, impregnaban su santuario con una agradable fragancia y una luz tenue, acogedora como la de una lámpara antigua. La estrechez de la caja de embalaje era más confortante que claustrofóbica. El incesante coro de la lluvia era tranquilizador. Salvo por las velas, tal vez se hubiera sentido así envuelto en las membranas fetales: cómodo, protegido, suspendido sin peso en el líquido amniótico, rodeado por el blando rumor de la sangre de mamá circulando por venas y arterias, no sólo despreocupado por el futuro sino ignorando su existencia.

Todo y que el hombre de las ratas apartó el felpudo que hacía las veces de puerta en la única abertura de la caja, no arrancó a Sammy de esa imitación de paraíso prenatal. Supo que estaba en apuros, pero estaba demasiado ebrio para tener miedo.

La caja medía tres metros por dos, el tamaño de muchos armarios. A pesar de su volumen osuno, el hombre de las ratas podía haberse sentado frente a Sammy sin tirar las velas, pero se quedó acuclillado en la puerta, aguantando el felpudo con un brazo.

Sus ojos eran distintos. Negros y lustrosos. Sin blancos. Pupilas diminutas y amarillas ardían en el centro. Como faros distantes en la carretera nocturna del infierno.

—¿Qué tal, Sammy? —preguntó el hombre de las ratas con inusitada afabilidad—. ¿Todo bien, ummmmm?

Aunque el exceso de vino había adormecido el instinto de supervivencia de Sammy Shamroe hasta el extremo de que no podía recobrar el miedo, sabía que «debía» tener miedo. Permaneció inmóvil y alerta, como si una serpiente de cascabel se hubiera deslizado en la caja y le cerrara la única salida.

—Sólo quería decirte que no te visitaré por un tiempo —dijo el hombre de las ratas—. Tengo nuevos asuntos. Exceso de trabajo. Primero tengo que atender problemas más urgentes. Cuando haya terminado, estaré exhausto. Dormiré un día entero.

La falta de miedo no significaba que Sammy tuviera valor. No se atrevió a hablar.

—¿Sabes cuánto me cansa esto, Sammy? ¿No? Limpiar el rebaño, eliminar a los débiles y los enfermos… Te aseguro que no es tarea fácil.

El hombre de las ratas sonrió y sacudió la cabeza, arrojando brillantes gotas de lluvia con la barba. Salpicaron a Sammy.

Aunque se hallara en el confortante seno de su ebriedad, Sammy conservaba suficiente conciencia como para sorprenderse de la repentina amabilidad del hombre de las ratas. Por sorprendente que fuera, el monólogo de ese hombretón le recordaba algo que había oído antes, mucho tiempo atrás en otro lugar, pero no podía recordar dónde ni cuándo ni de quién. La sensación de déjà vu no se correspondía con las palabras ni con esa voz grave, sino al tono de esas revelaciones, la inquietante franqueza, las cadencias.

—Tratar con alimañas como tú es agotador —dijo el hombre de las ratas—. Créeme. Agotador. Sería mucho más fácil si pudiera despachar a cada uno la primera vez, por combustión espontánea o haciéndoles estallar la cabeza. ¿No sería bonito?

«No. Pintoresco, excitante, interesante, pero no bonito,» pensó Sammy, aunque su miedo permanecía adormecido.

—Pero para cumplir mi destino —dijo el hombre de las ratas—, para llegar a ser lo que debo ser, debo mostrar mi ira, debo hacer temblar a todos y humillarlos, hacerles comprender el sentido de su condenación.

Sammy recordó dónde había oído antes palabras similares. Otro vagabundo. Tal vez dieciocho meses atrás, dos años atrás, en Los Ángeles. Un fulano llamado Mike, con complejo de mesías, creía que Dios le había escogido para hacer que el mundo pagara por sus pecados; estaba fascinado con la idea, acuchilló a tres o cuatro personas que aguardaban frente a un cine que proyectaba películas de arte y ensayo y exhibía una nueva reedición de La extraordinaria aventura de Bill y Ted con veinte minutos de material jamás visto en la versión original.

—¿Sabes en qué me estoy transformando, Sammy?

Sammy aferró su botella de dos litros.

—Me estoy transformando en el nuevo dios —dijo el hombre de las ratas—. Se necesita un nuevo dios. He sido el escogido. El viejo dios era demasiado piadoso. Las cosas se han descontrolado. Es mi deber Devenir y, habiendo Devenido, gobernar con más severidad.

A la luz de las velas, las gotas de lluvia que llevaba en el pelo y las cejas y la barba del hombre de las ratas titilaron como si un artesano despistado se las hubiera decorado con gemas, a la manera de un huevo Fabergé.

—Cuando haya concluido estos juicios urgentes, y cuando haya podido descansar, regresaré a verte —prometió el hombre de las ratas—. No querría que pensaras que me olvidé de ti. No quiero que te sientas olvidado, abandonado, pobre, pobre Sammy. No te olvidaré. No es sólo una promesa… es la palabra sagrada del nuevo dios.

Luego el hombre de las ratas obró un milagro maligno para asegurarse de que no sería olvidado, ni siquiera en el fondo de un profundo mar de vino de mil brazas. Cerró los ojos y cuando los abrió ya no eran negros y amarillos, ya no eran ojos, sino bolas de grasientos gusanos blancos que se revolvían en las cuencas. Cuando abrió la boca, los dientes eran colmillos afilados como navajas. Goteaba veneno, movía una lengua negra y lustrosa como la de una serpiente al acecho, y soltó una violenta exhalación que hedía a carne putrefacta. La cabeza y el cuerpo se hincharon, estallaron, pero no se descompusieron en una horda de ratas. En cambio, el hombre de las ratas y su ropa se transformaron en decenas de miles de moscas negras que revoloteaban en la caja de embalaje, zumbando ferozmente, azotando el rostro de Sammy. El bordoneo de las alas era tan fuerte que ahogaba el murmullo de la lluvia, y de pronto…

Se fueron.

Se esfumaron.

El felpudo mojado colgaba sobre la abertura de la caja.

Las velas bañaban las paredes de madera con un fulgor fluctuante.

El aire olía a cera con aroma de arándano.

Sammy bebió un par de largos tragos de la botella, en vez de verterlos en el frasco de gelatina sucio que estaba usando. Se le derramó un poco en la barbilla y la barba crecida, pero no le importó.

Ansiaba permanecer aturdido, distante. Si hubiera estado en contacto con su miedo en los últimos minutos, se habría orinado en los pantalones.

Era importante conservar distancia para pensar con cierta serenidad en lo que había dicho el hombre de las ratas. Antes la criatura había hablado poco y nunca había revelado sus motivaciones ni intenciones. Ahora le espetaba esa perorata sobre la limpieza del rebaño, los juicios, Dios.

Era valioso saber que la mente del hombre de las ratas estaba llena con las mismas locuras que la cabeza del viejo Mike, el hombre que apuñalaba espectadores de cine. Al margen de su aptitud para aparecer de golpe y esfumarse de repente, a pesar de sus ojos inhumanos y su talento para cambiar de forma, toda esa cháchara sobre el nuevo dios lo volvía tan vulgar como cualquiera de los muchos herederos de Charles Manson y Richard Ramírez que deambulaban por este mundo escuchando voces, matando por placer y llenando sus neveras con las cabezas cortadas de sus víctimas. Si en algún sentido fundamental era similar a esos otros psicóticos, entonces era tan vulnerable como ellos, a pesar de sus poderes especiales.

A pesar de las brumas del alcohol, Sammy comprendió que esta nueva idea podía ser una herramienta útil para su supervivencia. El problema era que nunca había sido un experto en supervivencia.

Pensar en el hombre de las ratas hacía que le doliera la cabeza. Demonios, la mera perspectiva de sobrevivir le causaba migraña. ¿Quién quería sobrevivir? ¿Y para qué? La muerte le llegaría tarde o temprano. Cada supervivencia era un triunfo a corto plazo. Al final, la inexistencia para todos. Y, en el ínterin, sólo dolor. Para Sammy, lo terrible del hombre de las ratas no era que matase a la gente, sino que aparentemente le complacía hacerla sufrir primero. Alimentaba el terror, agudizaba el dolor, no eliminaba a sus víctimas con bondadosa premura.

Sammy sirvió vino en el frasco de gelatina que tenía en el suelo, entre las piernas. Se lo llevó a los labios. En el chispeante líquido color rubí, buscó una oscuridad opaca, apacible, perfecta.