Ricky Estefan vació media caja de rigatoni en la cacerola de agua hirviendo. Al instante burbujeó la espuma, y un tentador aroma almidonado se elevó en una nube de vapor. En otro quemador puso una cacerola de fragante salsa.
Mientras ajustaba las llamas, oyó un ruido extraño en el portal de la casa. Un golpe, no fue muy fuerte pero sólido. Ladeó la cabeza, escuchó. Decidió que lo había imaginado, pero entonces se repitió: tump.
Fue por el pasillo hasta la puerta, encendió la luz del porche y atisbó por la mirilla. Al parecer no había nadie.
Abrió la puerta y se asomó con cautela para mirar hacia ambos lados. Ningún mueble de afuera se había caído. No soplaba viento y el columpio colgaba inmóvil de sus cadenas.
Seguía lloviendo intensamente. En la calle, la luz purpúrea de las lámparas de gas de mercurio revelaba ríos en ambas alcantarillas, casi hasta la acera, rodando hacia los desagües de la bocacalle, reluciendo como corrientes de plata derretida.
Temía que el golpe indicara un daño causado por la tormenta, pero parecía improbable sin viento.
Después de cerrar la puerta, puso el pestillo y la cadena de seguridad. Desde que le dispararon y su recuperación, había desarrollado una saludable paranoia. Bien, saludable o no, era un magnífico ejemplo de paranoia, lustrosa por el uso. Mantenía las puertas cerradas continuamente y al anochecer corría las cortinas de todas las ventanas para que nadie espiara dentro.
Su temor le avergonzaba. En un tiempo había sido fuerte, habilidoso, aplomado. Al irse Harry, poco antes, Ricky había fingido quedarse en la cocina, trabajando en la hebilla, pero en cuanto oyó el ruido de la puerta, fue a poner el pestillo mientras su viejo amigo todavía estaba en el porche. Estaba rojo de vergüenza, pero le inquietaba dejar una puerta sin pestillo aunque fuera por pocos minutos.
Ahora, al alejarse de la puerta, oyó de nuevo ese ruido misterioso: tump.
Esta vez parecía venir del cuarto de estar. Ricky atravesó el arco de la entrada.
En el cuarto de estar había dos lámparas encendidas. Un cálido fulgor ambarino bañaba ese sitio acogedor. El curvo techo estaba cubierto de círculos gemelos de luz interrumpidos por las sombras de los cables y los florones de las lámparas.
A Ricky le gustaba tener luz en toda la casa durante la noche, hasta que se acostaba. Ya no se sentía cómodo entrando en una habitación a oscuras y encendiendo luego el interruptor.
Todo estaba en orden. Incluso atisbó detrás del sofá para estar seguro. Bien, allí no había nada raro.
Tump.
¿Su dormitorio?
Una puerta del cuarto de estar daba a un pequeño vestíbulo de techo encofrado. Otras tres puertas rodeaban el vestíbulo: el cuarto de baño para huéspedes, un pequeño dormitorio para huéspedes, y el dormitorio principal, de modestas dimensiones. Había una lámpara encendida en cada uno de ellos. Ricky miró por todas partes, incluidos los armarios, pero no encontró nada que pudiera haber causado el ruido.
Comprobó las persianas de cada ventana para ver si todos los cerrojos estaban en su sitio y todos los vidrios intactos. Lo estaban.
Tump.
Esta vez parecía venir del garaje.
Sacó un revólver de la mesilla de noche. Un Smith & Wesson calibre 38, Chief’s Special. Sabía que estaba cargado pero, por las dudas, revisó el tambor. Las cinco balas estaban allí.
Tump.
Sintió una picazón en la parte inferior izquierda del abdomen, una dolorosa sensación de torsión y estiramiento con la cual ya estaba familiarizado, y aunque el bungalow era pequeño, necesitó más de un minuto para llegar a la puerta del garaje. Estaba en el pasillo, cerca de la cocina. Apoyó la oreja contra la rendija, escuchó.
Tump.
Decididamente el ruido venía del garaje.
Apoyó el pulgar y el índice en el pestillo, titubeó. No quería entrar en el garaje.
Notó que tenía la frente perlada de sudor.
—Vamos, vamos —se dijo, pero no respondió a su propia exhortación.
Se despreció por tener miedo. Aunque recordaba el terrible dolor de las balas que le penetraban el vientre y le revolvían las vísceras, aunque recordaba el sufrimiento por todas las infecciones subsiguientes y la angustia de esos meses en el hospital a la sombra de la muerte; aunque sabía que muchos otros habrían desistido cuando él había perseverado, y aunque sabía que la cautela y el miedo estaban justificados por todos los padecimientos que había afrontado, se despreciaba.
Tump.
Maldiciéndose, movió el pestillo, abrió la puerta, halló el interruptor de la luz, traspuso el umbral.
El garaje tenía anchura suficiente para dos coches, y su Mitsubishi azul estaba aparcado al otro lado. En la otra mitad estaban su mesa de trabajo, ganchos con herramientas, armarios con provisiones, y la forja de gas donde derretía pequeños lingotes de plata para verterlos en los moldes de las joyas y hebillas que creaba.
El rataplán de la lluvia era más fuerte porque el techo no tenía inclinación ni aislamiento. El piso de hormigón irradiaba un frío húmedo.
No había nadie en la zona cercana de la gran habitación. Ningún armario tenía un compartimiento con tamaño suficiente como para albergar a un hombre.
La puerta externa del garaje estaba cerrada desde dentro. También la única ventana, que en todo caso era demasiado pequeña para alguien mayor de cinco años.
Se preguntó si el ruido vendría del techo. Se quedó un par de minutos junto al coche, mirando las vigas, esperando que el ruido se repitiera. Nada. Sólo lluvia, lluvia, un repiqueteo incesante.
Sintiéndose ridículo, Ricky regresó a la casa y echó llave a la puerta intermedia. Llevó el revólver a la cocina y lo apoyó en el secreter adosado a la pared, junto al teléfono.
El fuego bajo la pasta y la salsa se había apagado; por un instante pensó que había fallado el suministro de gas, pero luego vio que los botones de ambos quemadores estaban en posición de apagado.
Sabía que estaban encendidas cuando se fue de la cocina. Las encendió de nuevo, y las llamas azules brotaron con un bufido. Después de graduarlas, las miró un rato; las llamas no morían solas.
Alguien estaba jugando con él.
Regresó al secreter, recogió el arma, pensó en revisar la casa de nuevo, pero ya había inspeccionado cada centímetro y tenía la certeza de estar solo.
Tras un breve titubeo, volvió a inspeccionarla de nuevo, con el mismo resultado de antes.
Cuando regresó a la cocina nadie había apagado el gas. La salsa hervía y empezaba a pegarse al fondo de la cacerola. Dejó el arma. Ensartó un rigatoni con un gran tenedor, lo sopló para enfriarlo. Estaba un poco recocido, pero aceptable.
Vertió la pasta en un colador en el fregadero, sacudió el colador, vació la pasta en una fuente, le echó salsa.
Alguien estaba jugando con él.
Pero ¿quién?