Jennifer debía haberse dormido. Pero era un sueño común, no ese delirio que a menudo le ofrecía un escape hacia mundos de fantasía. Al despertar, no recordaba visiones de templos de esmeralda, diamante y zafiro o muchedumbres que la ovacionaran, cautivadas con su virtuosismo vocal en un Carnegie Hall de su mente. Se sentía pegajosa de humedad, con un regusto agrio en la boca: zumo de naranja fermentado y sueño pesado.
Aún llovía. Las gotas tamborileaban con ritmos complejos en el techo del hospital; un sanatorio privado, en realidad. Pero no sólo ritmos: también melodías atonales de gorgoritos y burbujeos.
Privada de la vista, Jennifer no tenía un modo fácil de saber con certeza la hora del día ni la estación. Sin embargo, ciega durante veinte años, había desarrollado una aguda conciencia de sus ritmos circadianos y podía intuir la época del año y la hora del día con asombrosa precisión.
Sabía que se aproximaba la primavera. Tal vez fuera marzo, el fin de la temporada de las lluvias en el sur de California. Ignoraba el día de la semana, pero sospechaba que era el atardecer, entre las seis y las ocho.
Tal vez hubiera cenado, aunque no lo recordaba. A veces tenía apenas la conciencia suficiente para tragar lo que le metían en la boca, pero no bastante como para disfrutar de la comida. En otras ocasiones, cuando se hallaba en un estado catatónico más profundo, recibía alimentos por vía intravenosa.
Aunque la habitación estaba en silencio, Jennifer detectó otra presencia, a causa de una indefinible característica de la presión del aire o por un aroma que sólo percibía subconscientemente. Se quedó inmóvil, tratando de respirar como si estuviera profundamente dormida, esperando que la persona desconocida se moviera o tosiera o suspirase, dándole una clave de su identidad.
Su acompañante no le dio ese gusto. Poco a poco Jennifer sospechó que estaba a solas con «él».
Sabía que era más seguro fingir que estaba dormida.
Al fin ya no pudo tolerar ese silencio continuo.
—¿Margaret? —preguntó.
No respondió nadie.
Sabía que el silencio era falso. Procuró recordar el nombre de la enfermera del otro turno.
—¿Angelina?
Ninguna respuesta. Sólo la lluvia.
Él la estaba torturando. Era una tortura psicológica, pero esa era el arma más efectiva que podía usarse contra ella. Había conocido tanto dolor físico y emocional que había desarrollado defensas contra esas formas de agresión.
—¿Quién está aquí? —preguntó.
—Soy yo.
Bryan. Su Bryan.
La voz era amable y tierna, incluso musical, en absoluto amenazadora, pero le heló la sangre.
—¿Dónde está la enfermera?
—Le pedí que nos dejara a solas.
—¿Qué quieres?
—Sólo estar contigo.
—¿Por qué?
—Porque te amo.
Parecía sincero, pero Jennifer sabía que no lo era. Era congénitamente incapaz de ser sincero.
—Lárgate —suplicó.
—¿Por qué me lastimas?
—Sé lo que eres.
—¿Qué soy?
Jennifer no respondió.
—¿Cómo puedes saber lo que soy? —preguntó él.
—¿Quién mejor que yo para saberlo? —dijo ella, consumida por la amargura, el autodesprecio, el odio y la desesperación.
A juzgar por el sonido de la voz, él estaba de pie cerca de la ventana, más cerca del repiqueteo de la lluvia que de los murmullos del corredor. Jennifer sintió terror de que se acercara a la cama, le cogiera la mano, le tocara la mejilla o la frente.
—Quiero a Angelina —dijo.
—Todavía no.
—Por favor.
—No.
—Entonces lárgate.
—¿Por qué me lastimas? —repitió él. La voz seguía siendo amable, melódica como la de un monaguillo. No revelaba furia ni frustración, sólo pesar—. Vengo dos veces por semana. Me siento junto a ti. ¿Qué sería yo sin ti? Nada, lo sé muy bien.
Jennifer se mordió el labio y no respondió.
Notó que él se movía. No oyó pasos, ni el susurro de la ropa. Bryan podía ser más silencioso que un gato.
Jennifer sabía que se estaba acercando a la cama.
Buscó desesperadamente el refugio de sus ilusiones, las fantasías rutilantes o los oscuros terrores de su mente dañada; cualquiera de ambos; cualquier cosa menos el horror de la realidad en esa habitación de una clínica privada. Pero no podía replegarse a voluntad en esos reinos interiores; la conciencia involuntaria periódica era quizá la mayor maldición de su patético y frágil estado.
Aguardó, temblando.
Escuchó.
Era silencioso como un fantasma.
El atronador tamborileo de la lluvia cesó de golpe, pero Jennifer comprendía que no había dejado de llover. Abruptamente el mundo era presa de un silencio y una quietud perturbadoras.
Jennifer sentía un miedo desbordante, incluso en las extremidades paralizadas del lado izquierdo.
Él le cogió la mano derecha.
Ella jadeó y trató de zafarse.
—No —dijo él, y se la apretó con fuerza. Bryan era fuerte.
Jennifer llamó a la enfermera, sabiendo que era inútil.
Él la sostuvo con una mano y le tocó los dedos con la otra. Le masajeó tiernamente la muñeca. Le acarició la marchita carne del antebrazo.
Sin ver, Jennifer aguardaba, tratando de no pensar en las crueldades que seguirían.
Él le pellizcó el brazo y ella soltó un gemido de súplica. Él pellizcó con más fuerza, una y otra vez, pero tal vez no con fuerza suficiente para dejar una magulladura.
Jennifer resistió, preguntándose cómo sería ese rostro, si sería feo, insulso o atractivo. Sospechaba que no sería una bendición recobrar la vista si le exigían, tan sólo una vez, mirar esos ojos odiosos.
Él le metió un dedo en la oreja, y la uña parecía larga y filosa como una aguja. La retorció y raspó, la hundió más, hasta que el dolor fue insoportable.
Jennifer gritó, pero nadie respondió.
Él le tocó los pechos chatos, aplanados por largos años de existencia supina y alimentación intravenosa. Aun en su estado asexual, los pezones eran una fuente de dolor, y él sabía cómo crear sufrimiento.
Sin embargo, no importaba tanto lo que le hacía, sino lo que haría a continuación. Tenía una inventiva inagotable. El verdadero terror consistía en esperar lo desconocido.
Jennifer gritó, pidiendo ayuda, alivio. Rogó a Dios la muerte.
Sus alaridos cayeron en el vacío.
Al fin calló y soportó.
Él la soltó, pero Jennifer sabía que aún estaba junto a la cama.
—Ámame —dijo Bryan.
—Por favor, lárgate.
—Ámame —susurró Bryan.
Si Jennifer hubiera podido producir lágrimas, habría llorado.
—Ámame, y no tendré razones para lastimarte otra vez. Sólo quiero que me ames.
Era tan incapaz de amarle como de producir lágrimas con sus ojos arruinados. Era más fácil amar a una víbora, una piedra, la fría e indiferente negrura interestelar.
—Sólo necesito que me amen —insistió Bryan.
Jennifer sabía que él era incapaz de amar. No tenía la menor idea del significado de esa palabra. Sólo quería eso porque no podía tenerlo, no podía sentirlo, porque para él era un misterio, una gran incógnita. Aunque Jennifer pudiera amarlo y convencerlo de su amor ella no se salvaría, pues el amor no le conmovería cuando al fin lo recibiera. Negaría su existencia y continuaría torturándola por costumbre.
De pronto regresó el ruido de la lluvia. Voces en el corredor. Las ruedas chirriantes del carrito que traía las bandejas de la cena.
El tormento había concluido. Por ahora.
—No puedo quedarme mucho tiempo esta noche —dijo Bryan—. No puedo quedarme la eternidad de costumbre.
Se rio de su propio comentario, festejando su propia ocurrencia, pero para Jennifer fue sólo un sonido húmedo, obsceno y gutural.
—He tenido un inesperado aumento en la clientela —dijo él—. Mucho que hacer. Me temo que debo irme.
Como siempre, se despidió inclinándose sobre la baranda de la cama y besándole el insensible lado izquierdo del rostro. Jennifer no podía sentir la presión ni la textura de los labios contra la mejilla, sólo un frío roce de mariposa. Sospechaba que el beso no sería diferente, sólo más frío, si lo recibiera en el lado sensible de su cara.
Cuando Bryan se marchó, decidió hacer ruido y Jennifer escuchó los pasos que se alejaban.
Al cabo de un rato, Angelina fue a darle la cena. Comidas blandas. Puré de patatas con salsa. Puré de carne. Puré de guisantes. Salsa de manzana con una pizca de canela y azúcar moreno. Helado. Cosas que no le costara tragar.
Jennifer no comentó lo que había ocurrido. La amarga experiencia le había enseñado que no la creerían.
Él debía de tener la apariencia de un ángel, porque todos salvo ella parecían dispuestos a confiar en él a primera vista atribuyéndole sólo los motivos más benignos y las intenciones más nobles.
Se preguntó si alguna vez terminaría su ordalía.