Eran casi las seis cuando Connie Gulliver regresó a la oficina en un coche del Departamento de Policía de Laguna Beach. Estaba rezongando contra la prensa, sobre todo contra un reportero de televisión que los había bautizado como «Batman y la Batchica», quién sabía por qué, tal vez porque la desesperada persecución de James Ordegard había requerido tantas piruetas; o quizá porque había una bandada de murciélagos en el altillo donde habían liquidado a ese bastardo. Los periodistas de la era electrónica no siempre tenían razones lógicas o justificaciones creíbles para hacer y decir las cosas que hacían y decían. Para ellos transmitir noticias no era una misión sagrada ni un servicio público, sino parte de la farándula; y los oropeles y lentejuelas eran más importantes que los datos y las cifras. Connie tenía experiencia suficiente para saber todo eso y resignarse, pero aun así estaba enfadada y discurseó a Harry desde que traspuso la puerta.
Cuando Connie llegó, Harry acababa de terminar el informe tras media hora de cavilaciones. Había decidido contarle lo del vagabundo de ojos sanguinolentos; en parte porque ella era su compañera y detestaba ocultarle datos a un compañero. Él y Ricky Estefan siempre lo compartían todo y por eso había ido a verlo antes de regresar a Proyectos Especiales, aparte de que valoraba los consejos y la perspicacia de Ricky. El amenazador vagabundo podía ser real o un síntoma de colapso mental, pero de un modo u otro Connie tenía derecho a saber.
Si esa figura mugrienta y espectral era imaginaria, hablar de ella podía ayudarle a pinchar el globo de la ilusión, a evitar que reapareciera.
Harry también quería contárselo porque así tendría un pretexto para pasar un rato con ella fuera de horas. Era aconsejable que los compañeros tuvieran cierto contacto, para fortalecer ese vínculo especial entre policías que habían arriesgado la vida juntos. Necesitaban hablar sobre lo que habían vivido esa tarde, revivirlo juntos, y así transformar una experiencia traumática en una pulida anécdota con la cual fastidiar durante años a los novatos.
Y además quería pasar un rato con Connie porque empezaba a interesarse en ella, no sólo como compañera sino como mujer. Lo cual le sorprendía. Eran totalmente opuestos. Antes no cesaba de repetirse que esa mujer le sacaba de quicio. Ahora no podía dejar de pensar en sus ojos, el lustre de su cabello, su boca carnosa. Aunque no quería admitirlo, este cambio de actitud se había iniciado hacía un tiempo y hoy, finalmente, lo veía con claridad.
No había ningún misterio. Por poco le habían matado. Más de una vez. Un coqueteo con la muerte era la mejor ayuda para aclarar pensamientos y sentimientos. Y no sólo había coqueteado con la muerte, sino que la muerte le había abrazado con fuerza.
Rara vez había sentido tantas emociones y tan intensas al mismo tiempo: soledad, miedo, inseguridad, alegría de estar vivo, un deseo tan agudo que le estrujaba el corazón y le dificultaba la respiración.
—¿Dónde firmo? —preguntó Connie cuando Harry le contó que había terminado con el papeleo.
Él extendió los formularios en el escritorio, incluyendo la declaración oficial de Connie. Se la había preparado él, como de costumbre, lo cual iba contra las normas del Departamento y era una de las pocas reglas que había infringido. Pero se dividían el trabajo según sus aptitudes y preferencias, y él era mejor que ella en esto. Los informes de Connie solían ser coléricos en vez de solemnemente neutrales, como si cada delito fuera una afrenta personal, y a veces usaba palabras como «cretino» e «imbécil» en vez de «detenido» o «sospechoso», lo cual era un modo de garantizar que el defensor del acusado se rasgara las vestiduras en el tribunal.
Connie firmó todos los formularios, incluida la pulcra declaración que le era atribuida, sin leer ninguno. A Harry le gustaba esa confianza.
Mientras ella garabateaba su firma, Harry decidió que debían ir a un sitio especial aunque él tuviera la ropa arrugada y apelmazada, un bar acogedor con reservados acolchados, poca iluminación y velas en las mesas; con un pianista que tocara música apacible, no uno de esos sujetos de chaqueta satinada que interpretaban versiones plastificadas de buenas melodías y cada media hora cantaban Feelings, el himno de los borrachos sentimentales y los blandengues de todo el país.
Connie seguía protestando por el apelativo de Batchica y otros atropellos de la prensa, así que no fue fácil hallar el momento para insertar una invitación a beber unos tragos y a cenar, aunque le dio demasiado tiempo para mirarla. No porque luciera menos atractiva cuanto más la observaba; todo lo contrario: cuando se tomaba tiempo para estudiarle el rostro rasgo por rasgo, le resultaba más atractiva que nunca. El problema era que también empezaba a ver cuán fatigada estaba: ojos inflamados, oscuras ojeras, hombros encorvados bajo el peso del día. Comenzó a dudar que ella quisiera beber un trago y evocar los episodios de la hora del almuerzo, y cuanto más reparaba en su agotamiento, más cansado se sentía él mismo.
La exasperación de Connie ante los medios electrónicos que transformaban la tragedia en entretenimiento le recordó a Harry que ella había comenzado el día de mal humor, molesta por algo que se había negado a comentar.
Al enfriarse su entusiasmo, Harry se preguntó si era tan buena idea liarse con una compañera. La política del Departamento consistía en separar a los equipos que entablaban una relación más que amistosa fuera de servicio, ya fueran gays o heterosexuales. Esas políticas habitualmente se basaban en un cúmulo de experiencias.
Connie acabó de firmar los papeles y estudió a Harry.
—Es la primera vez que te veo facha de comprar en una tienda que no sea exclusiva. —Luego le abrazó, lo cual pudo haberlo entusiasmado de nuevo, salvo que era un abrazo de camarada—. ¿Cómo anda el vientre?
«Es sólo una molestia, gracias, nada que me impida sudar a chorros haciéndote el amor».
—Estoy bien —dijo.
—¿Seguro?
—Sí.
—Cielos, estoy cansada.
—También yo.
—Creo que dormiré cien horas.
—Al menos diez.
Ella sonrió y, para su sorpresa, le pellizcó afectuosamente la mejilla.
—Hasta mañana, Harry.
La miró salir de la oficina. Aún llevaba aquellas Reebocks gastadas, tejanos, blusa a cuadros rojos y pardos y chaqueta de pana marrón; y su indumentaria se veía en peor estado después de diez horas de uso. Sin embargo le resultaba tan seductora como si usara un vestido ceñido con lentejuelas y un escote espectacular.
La habitación era lúgubre sin ella. La luz fluorescente pintaba bordes duros y fríos en los muebles, en cada hoja de cada planta.
Más allá de la ventana empañada, el prematuro crepúsculo se disolvía en la noche, pero el día tormentoso había sido tan sombrío que la línea de demarcación era difícil de discernir. La lluvia martilleaba contra el yunque de la oscuridad.
Harry había completado el círculo: agotamiento físico y mental, pensamientos apasionados, agotamiento. Era como ser de nuevo un adolescente.
Apagó el ordenador y las luces, cerró la puerta de la oficina y guardó copias de los informes en la oficina del frente.
Conduciendo a casa bajo la plomiza lluvia, deseó poder dormir y dormir sin sueños. Cuando se despertara despejado por la mañana, tal vez la clave del misterio del vagabundo de ojos rojizos fuera evidente.
A mitad de camino pensó en encender la radio para escuchar música. Antes de tocar los controles detuvo la mano. Temía oír, en vez de una canción de moda, la voz del vagabundo recitando: tic-tac, tic-tac, tic-tac…