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El lado de la oficina que pertenecía a Harry era acogedor. El secante y el juego de plumas congeniaban a la perfección y quedaban precisamente alineados con los bordes del escritorio. El reloj de bronce indicaba la misma hora que su reloj de pulsera. Las hojas de la palmera, las plantas chinas y la hiedra estaban limpias y lustrosas.

La pantalla azul del monitor también era tranquilizadora, y tenía todos los formularios de Proyectos Especiales instalados como macros, de modo que podía completarlos e imprimirlos sin necesidad de una máquina de escribir; inevitablemente quedaban espacios disparejos cuando uno intentaba llenar un formulario con esa tecnología anticuada.

Harry era un excelente mecanógrafo y podía elaborar un informe casi tan rápidamente como escribirlo. Cualquiera podía rellenar espacios en blanco o poner una X en los casilleros, pero no todos tenían talento para esa parte del trabajo que él denominaba el «test de ensayo». Sus informes estaban redactados en un lenguaje más vívido y sucinto que el de cualquier otro detective que conociera.

Sus dedos volaron por el teclado formando nítidas oraciones en la pantalla y Harry estuvo en paz con el mundo como no lo estaba desde el desayuno de esa mañana, cuando comía panecillos con mermelada de limón y disfrutaba del césped pulcramente podado del vecindario. Mientras la orgía de muerte de James Ordegard se sintetizaba en una prosa austera despojada de verbos y adjetivos coloridos, el episodio no parecía tan extravagante como cuando Harry había participado en él. Tecleaba palabras y las palabras le calmaban.

Se sentía tan relajado, que se permitió ser más informal que de costumbre en su oficina. Se desabotonó el cuello de la camisa y se aflojó el nudo de la corbata.

Interrumpió su tarea tan sólo para ir hasta la sala de máquinas expendedoras a por una taza de café. Aún tenía la ropa húmeda y arrugada, pero ya no sentía ese frío escarchado en la médula.

Al regresar a la oficina con el café, vio al vagabundo. El corpulento sujeto estaba en el extremo del pasillo, cruzando la intersección, yendo de izquierda a derecha por otro corredor. Avanzaba con determinación mirando hacia delante, como si estuviera en el edificio por otro motivo. En un par de zancadas cruzó la intersección y se perdió de vista.

Mientras corría por el pasillo para ver adónde había ido el hombre y tratando de no derramar el café, Harry se dijo que no podía ser la misma persona. Existía una vaga semejanza, eso era todo; la imaginación y el nerviosismo habían hecho el resto.

Pero no se quedó convencido de sus negativas. La figura que había visto al final del pasillo tenía la misma estatura que su torturador, con esos hombros taurinos, ese pecho descomunal, esa crin de pelo mugriento y esa barba desgreñada. El largo impermeable negro le envolvía como una túnica y su aire leonino evocaba un profeta loco transportado místicamente de los días del Antiguo Testamento a los tiempos modernos.

Harry se frenó al final del pasillo y se metió en la intersección, torciendo la boca cuando el café caliente de la taza le salpicó la mano. Miró a la derecha, hacia donde había ido el vagabundo. En el corredor sólo se hallaban Bob Wong y Louis Yancy de la oficina del sheriff de Orange County y estaban consultando una carpeta con archivos.

—¿A dónde fue? —preguntó Harry.

Ambos le miraron desconcertados.

—¿Quién? —preguntó Bob Wong.

—Ese tipo peludo con impermeable negro, el vagabundo.

Los dos hombres estaban boquiabiertos.

—¿Vagabundo? —preguntó Yancy.

—Bien, si no le han visto tuvieron que olerlo.

—¿Ahora? —preguntó Wong.

—Sí. Hace un par de segundos.

—Nadie pasó por aquí —afirmó Yancy.

Harry sabía que no le mentían, que no formaban parte de una gran conspiración. No obstante, quería pasar de largo e inspeccionar todas las salas del corredor.

Se contuvo sólo porque le miraban con curiosidad. Supuso que estaba dando todo un espectáculo: desaliñado, pálido, con ojos desorbitados.

No toleraba la idea de ponerse en ridículo. Había basado su vida en los principios de la moderación, el orden y el dominio de sí mismo.

Regresó de mala gana a la oficina. Sacó un posavasos de corcho del cajón de arriba del escritorio, lo puso sobre el secante y apoyó encima la chorreante taza de café.

En el cajón inferior de uno de sus archivadores guardaba un rollo de papel de cocina y un pulverizador Windex. Usó un par de trozos para enjugarse las manos húmedas de café, luego secó la taza.

Le agradó comprobar que no le temblaban las manos.

No sabía qué estaba pasando, pero lo averiguaría y lo resolvería. Podía resolver cualquier cosa. Siempre lo había hecho. Siempre lo haría. Compostura. Ésa era la clave.

Inhaló despacio y profundamente. Se alisó el cabello con ambas manos.

El cielo encapotado, semejante a una losa de pizarra, parecía adelantar el ocaso. Faltaban pocos minutos para las cinco, una hora para que se pusiera el sol, pero el día había cobrado un aspecto crepuscular. Harry encendió los fluorescentes.

Se quedó un par de minutos ante la ventana empañada, viendo la tempestuosa lluvia que se estrellaba contra el aparcamiento. Ya no había truenos ni relámpagos y el aire estaba demasiado denso como para que soplara viento así que el diluvio tenía una intensidad tropical, un vigor pertinaz que evocaba antiguos mitos acerca de castigos divinos, arcas y continentes perdidos bajo mares encrespados.

Más sosegado, regresó al escritorio y giró la silla hacia el ordenador. Estaba por llamar al documento en el que había guardado el informe antes de ir a buscar el café, cuando notó que la pantalla no estaba en blanco como debía estar.

Habían creado otro documento en su ausencia. Consistía en una sola palabra centrada en la pantalla: TIC-TAC.