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La mitad de la gran mesa en la amplia cocina de Ricky Estefan estaba cubierta por un mantel sobre el que estaban esparcidas las pequeñas herramientas eléctricas que utilizaba para labrar joyas de plata: un taladro manual, un instrumento para tallar, un esmeril, un pulidor y aparatos más difíciles de identificar. Frascos de líquido y latas con misteriosos compuestos estaban pulcramente alineados a un lado, así como pequeños pinceles, unos paños de algodón blanco y almohadillas de lana de acero.

Estaba trabajando en dos piezas cuando Harry le interrumpió: un broche asombrosamente trabajado, con forma de escarabajo y una maciza hebilla cubierta de símbolos indios, tal vez navajo o hopi. Su segunda carrera profesional.

Guardaba la forja y los moldes en el garaje, pero cuando trabajaba en los detalles finales de sus joyas le gustaba sentarse junto a la ventana de la cocina, desde donde podía mirar el jardín de rosas.

Afuera, a pesar del lúgubre y gris diluvio, los abundantes capullos estaban radiantes: amarillos y rojos, algunos enormes como naranjas.

Harry se sentó con su café ante la parte despejada de la mesa mientras Ricky iba al otro lado y depositaba la taza y el platito entre las latas, frascos y herramientas. Se acomodó rígidamente en la silla, como un octogenario con artritis avanzada.

Tres años atrás Ricky Estefan era policía, uno de los mejores, el compañero de Harry. Además, era un sujeto apuesto con una tupida melena, no blancuzca como ahora, sino espesa y negra.

Su vida cambió cuando entró desprevenido en medio del atraco a una tienda. El desquiciado pistolero era adicto al crack y necesitaba financiar su hábito. Tal vez olió un policía en cuanto Ricky traspuso el umbral o tal vez andaba con ganas de liquidar a cualquier intruso que demorase la entrega del dinero de la caja. Fuera como fuese, le disparó cuatro veces, una falló, otra le dio en el muslo izquierdo y dos en el abdomen.

—¿Cómo anda el negocio de las joyas? —preguntó Harry.

—Bastante bien. Vendo todo lo que fabrico, recibo más pedidos de hebillas de los que puedo cumplir.

Ricky sorbió el café y lo saboreó antes de tragarlo. El café no figuraba en su dieta oficial. Si bebía demasiado, le descalabraba el estómago, o lo que quedaba de él.

Recibir un disparo en el abdomen es fácil; sobrevivir es difícil. La suerte fue que el arma del agresor fuera sólo una pistola calibre 22; la mala suerte que le disparasen a quemarropa. Ricky perdió el bazo, parte del hígado y un pequeño tramo del intestino grueso. Aunque los cirujanos tomaron precauciones para mantener limpia su cavidad abdominal, los proyectiles desparramaron materia fecal y Ricky pronto desarrolló una peritonitis aguda, difusa y traumática. Apenas sobrevivió. Sufrió una gangrena gaseosa y los antibióticos no la detenían, así que debió someterse a nuevas intervenciones donde perdió la vejiga y parte del estómago. Luego sufrió una infección en la sangre, una temperatura semejante a la de la superficie de Mercurio en la cara que da hacia el sol. Otra peritonitis y la extirpación de otro fragmento del colon. Había afrontado estas dificultades con un ánimo asombroso y, al final, se alegró de haber conservado lo suficiente del aparato gastrointestinal como para evitarse la indignidad de tener que usar un saco de excrementos para el resto de su vida.

No estaba de servicio cuando entró en esa tienda armado pero sin esperar problemas. Había prometido a su esposa Anita que compraría leche y margarina cuando regresara a casa.

El asaltante no fue a juicio. La distracción que ofreció Ricky permitió al dueño de la tienda —Wo Tai Han— empuñar una escopeta calibre 12 que guardaba detrás del mostrador. Le voló la nuca de una perdigonada.

Por cierto, tratándose de la última década de este milenio, las cosas no habían terminado allí. Los padres del asaltante entablaron pleito al señor Han por privarlos del afecto, la compañía y el apoyo financiero de su difunto hijo, sin importar que un adicto al crack fuera incapaz de proveer ninguna de esas cosas.

Harry bebió un sorbo de café. Estaba fuerte y sabroso.

—¿Has tenido noticias del señor Han?

—Sí. Él confía en que podrá ganar la apelación.

Harry sacudió la cabeza.

—Hoy día nunca se sabe con los jurados…

Ricky sonrió amargamente.

—Sí. Tuve suerte de que no me enjuiciaran a mí también.

No había tenido suerte en todo lo demás. En el momento del tiroteo, hacía sólo ocho meses que se había casado con Anita. Ella le acompañó un año más hasta que él pudo tenerse en pie, pero cuando comprendió que Ricky sería un anciano el resto de su vida, renunció. Tenía veintiséis años, toda una vida por delante. Además, en estos tiempos, la cláusula de los votos conyugales que afirmaba «en la salud y la enfermedad, hasta que la muerte nos separe» no se consideraba obligatoria sino después de un largo período de prueba —una década, digamos—, de la misma manera que uno no quedaba incluido en un plan de jubilación si no había trabajado cinco años para la compañía. Ricky había estado solo los dos últimos años.

Debía de ser el día de Kenny G. Otra de sus baladas en la radio. Esta era menos melódica que la primera. Ponía nervioso a Harry. Tal vez cualquier canción le habría puesto nervioso en ese momento.

—¿Qué te pasa? —preguntó Ricky.

—¿Cómo sabes que me pasa algo?

—Jamás visitarías a un amigo porque sí en horario de trabajo. Siempre devuelves al contribuyente el valor de su dinero.

—¿De veras soy tan insufrible?

—¿De veras necesitas preguntarlo?

—Habrá sido un fastidio trabajar conmigo.

—A veces —sonrió Ricky.

Harry le habló de James Ordegard y de su muerte entre los maniquíes.

Ricky escuchó. Era parco, pero cuando hablaba siempre tenía algo que decir. Sabía actuar como un amigo.

Cuando Harry calló y se quedó mirando las rosas del jardín, como si hubiera concluido, Ricky comentó:

—Eso no es todo.

—No —admitió Harry. Fue a buscar la cafetera, sirvió café para ambos—. Después apareció ese vagabundo.

Ricky escuchó esa parte de la historia tan atentamente como había escuchado lo anterior. No parecía escéptico. No revelaba la menor duda en sus ojos ni en su actitud.

—¿Y qué piensas de ello? —preguntó cuando hubo oído todo.

—Tal vez fueron visiones, alucinaciones.

—¿Alucinaciones? ¿Tú?

—Cielo santo, Ricky, ¿cómo pudo ser real?

—¿El vagabundo te parece más extraño que ese sujeto del restaurante?

La cocina estaba caldeada, pero Harry sintió un escalofrío. Cerró ambas manos sobre la taza de café.

—Sí, es más extraño. No demasiado, quizá, pero peor. La pregunta es… ¿crees que debería solicitar licencia psiquiátrica, tomar un par de semanas de terapia?

—¿Desde cuándo crees que esos imbéciles saben lo que hacen cuando te escarban el cerebro?

—Desde nunca. Pero un policía armado no puede darse el lujo de tener alucinaciones.

—Harry, no eres un peligro para nadie salvo para ti mismo. Tarde o temprano te morirás de preocupación. En cuanto ese sujeto de ojos rojos… en esta vida todos tenemos un encontronazo con algo inexplicable, un roce con lo desconocido.

—Yo no —afirmó Harry, sacudiendo la cabeza.

—Hasta tú. Ahora bien, si ese sujeto comienza a aparecer en un remolino a cada hora en punto, pidiéndote una cita y quiere darte un beso de tornillo…, entonces sí que podrías tener un problema.

Ejércitos de lluvia marchaban por el techo del bungalow.

—Soy un tipo muy cuadrado —dijo Harry—. Me doy cuenta.

—Exacto. Eres cuadrado. No tienes un solo tornillo suelto.

Ambos miraron la lluvia en silencio un par de minutos.

Al fin Ricky se ajustó las gafas protectoras y recogió la hebilla de plata. Conectó el pulidor manual, que tenía el tamaño de un cepillo de dientes eléctrico y no era tan ruidoso como para impedir la charla, y comenzó a limpiar la suciedad y las asperezas de una de las tallas.

Al cabo de un rato Harry suspiró.

—Gracias, Ricky.

—De nada.

Harry llevó la taza y el platillo al fregadero, los enjuagó y los puso en el lavaplatos.

En la radio Harry Connick, Jr. cantaba al amor.

Sobre el fregadero había otra ventana. La fuerte lluvia azotaba las rosas. En el césped empapado había pétalos brillantes desperdigados como confeti.

Cuando Harry regresó a la mesa, Ricky apagó el pulidor e intentó levantarse.

—Está bien —dijo Harry—. Conozco el camino.

Ricky cabeceó. Parecía muy frágil.

—Te veré pronto.

—Falta poco para que empiece la temporada —dijo Ricky.

—Vayamos a un partido en la semana inaugural de los Angels.

—Con gusto —dijo Ricky.

A ambos les apasionaba el béisbol. Había una lógica reconfortante en la estructura y el desarrollo de cada partido. Era un antídoto contra la vida cotidiana.

En el porche, Harry se calzó los zapatos y se sujetó los cordones, mientras el lagarto que había asustado al llegar —o uno parecido— le observaba desde el brazo del sillón más próximo. Iridiscentes escamas rojas y verdes resplandecían opacamente en cada curva serpentina del cuerpo, como si alguien hubiera dejado un puñado de piedras semipreciosas sobre la madera blanca.

Le sonrió al diminuto dragón.

De nuevo se sintió equilibrado, tranquilo.

Al bajar los escalones para internarse en la lluvia, Harry miró hacia el coche y vio a alguien sentado en el asiento delantero. Una figura maciza, sombría. Pelo desmelenado y barba desgreñada. El intruso miraba hacia otro lado, pero en ese momento volvió la cabeza. Aun a través de la ventanilla empapada por la lluvia y a diez metros de distancia, Harry reconoció de inmediato al vagabundo.

Pensó en volver a la casa para llamar a Ricky Estefan, pero cambió de parecer al recordar que antes el vagabundo había desaparecido de golpe.

Miró el coche pensando que la aparición se había esfumado. Pero el intruso seguía allí.

En su abultado impermeable negro, el hombre parecía demasiado corpulento para el sedán, como si no estuviera en un automóvil de verdad sino en un auto-choque.

Harry avanzó deprisa por la calzada, chapoteando en charcos grises. Al acercarse a la calle vio las recordadas cicatrices de ese rostro demencial, y los rojos ojos.

Al llegar al coche, Harry dijo:

—¿Qué haces aquí?

La respuesta del vagabundo fue claramente audible a través de la ventanilla cerrada:

—Tic-tac, tic-tac, tic-tac…

—Largo de aquí —ordenó Harry.

—Tic-tac… Tic-tac…

Por alguna razón la sonrisa del vagabundo era perturbadora. Harry titubeó.

—Tic-tac…

Harry desenfundó el revólver, lo sostuvo apuntando hacia arriba. Apoyó la mano izquierda en el seguro.

—Tic-tac…

Esos ojos rojos le intimidaban. Parecían ampollas sanguinolentas que podían estallar derramándose sobre esa cara hirsuta. Eran inhumanos, inquietantes.

Antes de perder el coraje, abrió la puerta de un tirón.

Trastabilló y retrocedió empujado por un ventarrón gélido que salió del sedán como una ráfaga ártica, haciéndole arder los ojos y arrancándole lágrimas de ellos.

El viento cesó en un par de segundos. El asiento delantero del coche estaba vacío.

Harry veía el interior del sedán y sabía que el vagabundo no podía estar dentro. Todo y así, rodeó el vehículo, mirando por todas las ventanillas.

Se detuvo en la parte trasera del coche, se sacó las llaves del bolsillo y abrió el maletero, encañonándolo con el revólver mientras alzaba la tapa. Nada: la llanta de repuesto, el gato, una palanca, la caja de herramientas.

Escrutando el apacible vecindario, Harry recordó la lluvia, de la cual se había olvidado por un instante. Un río se despeñaba desde el cielo. Estaba calado hasta los huesos.

Cerró la tapa del maletero y luego la puerta del coche. Caminó hasta el asiento del conductor y se sentó al volante, ropa empapada destilando agua ruidosamente.

Antes, en la calle de Laguna Beach, el cuerpo del vagabundo apestaba y tenía un aliento nauseabundo. Pero ahora no había quedado ningún olor en el coche.

Harry puso el seguro. Enfundó el revólver bajo la chaqueta mojada.

Estaba tiritando.

Mientras se alejaba del bungalow de Enrique Estefan, Harry encendió la calefacción, la puso al máximo. El agua le goteaba del pelo empapado y le caía en hilillos por la nuca. Le chorreaban los zapatos apretujándole los pies.

Recordó esos ojos rojos, irradiantes, que le miraban por la ventanilla del coche; las ampollas purulentas en la cara sucia y surcada de cicatrices; la medialuna de dientes rotos y amarillentos; y de golpe comprendió por qué la perturbadora sonrisa del vagabundo le había intimidado en su primer intento de abrir la puerta. El extraño sujeto no resultaba amenazador porque pareciera un lunático delirante, no era la sonrisa de un loco, era más bien la sonrisa de un depredador, un tiburón en el agua, una pantera al acecho, un lobo merodeando en el claro de luna; algo más temible y mortífero que un vagabundo trastornado.

Mientras regresaba a Proyectos Especiales en Laguna Niguel, el paisaje y las calles le empezaron a resultar familiares. No había nada misterioso en los demás automovilistas, nada enigmático en el juego de luces, en el brillo niquelado de la lluvia ni en el repiqueteo metálico de los fríos goterones contra el sedán; nada espectral en las palmeras que se perfilaban contra ese cielo de hierro. Pero sentía una profunda turbación y se esforzaba por eludir la conclusión de que había tropezado con algo… sobrenatural.

«Tic-tac, tic-tac…».

Pensó en lo que el vagabundo había dicho después de salir del remolino: «Al amanecer estarás muerto».

Miró su reloj. Aunque una pátina de agua de lluvia humedecía el cristal, la hora era legible: las tres y veintiocho.

¿A qué hora amanecía? ¿Seis? ¿Seis y media? Aproximadamente. A lo sumo faltaban quince horas.

El vaivén de metrónomo de los limpiaparabrisas comenzó a sonar como la cadencia ominosa de unos tambores funerarios.

Era ridículo. El vagabundo no podía haberle seguido hasta la casa de Enrique desde Laguna Beach. Lo cual significaba que el vagabundo no era real, sólo imaginario, y por tanto no presentaba ninguna amenaza.

Pero no sintió alivio. Si el vagabundo era imaginativo, Harry no corría peligro de morir al amanecer. Eso dejaba una sola explicación posible y no era tranquilizadora: estaba sufriendo un colapso nervioso.