La ciega no sólo vivía en la oscuridad, sino en un mundo muy alejado de aquel donde había nacido. A veces, ese mundo interior era un reino de rutilante fantasía, con castillos rosados y ambarinos, palacios de jade, apartamentos de lujo, fincas en Bel Air con parques vastos y exuberantes. En esos ámbitos, ella era reina y señora, o bien una actriz famosa, una modelo, una novelista aclamada, una bailarina. Sus aventuras eran excitantes, románticas, inspiradoras. Pero en otras ocasiones era un imperio maligno de mazmorras sombrías, catacumbas húmedas y goteantes, llenas de cadáveres putrefactos y paisajes calcinados tan grises y lúgubres como los cráteres de la luna; poblados por criaturas monstruosas y perversas, donde ella siempre estaba escapando, ocultándose atemorizada, sin poder ni fama, a menudo tiritando desnuda.
A veces ese mundo interior carecía de concreción; era sólo un ámbito de colores, sonidos y aromas, sin forma ni textura, y ella lo recorría con asombro. A menudo había música —Elton John, Three Dog Night, Nilsson, Marvin Gaye, Jim Croce, las voces de su época— y los colores giraban y estallaban para acompañar las canciones, un espectáculo de luces tan deslumbrante que el mundo real nunca podría producir algo comparable.
Incluso durante una de esas fases amorfas, el mágico país de su cabeza podía oscurecerse y volverse amenazador. Los colores se volvían pegajosos y lúgubres, la música discordante y ominosa. Tenía la sensación de ser arrastrada por un río helado y turbulento, de ahogarse en sus aguas torrenciales, luchando en vano para recobrar el aliento, emergiendo para aspirar una bocanada de aire agrio, llorando desesperada, rogando llegar a una orilla tibia y seca.
De cuando en cuando, como ahora, abandonaba esos mundos falsos de su interior y era consciente de la realidad en la que existía. Voces ahogadas en las habitaciones contiguas y pasillos. Rechinar de zapatos con suela de goma. El olor a pino del desinfectante, aromas medicinales, a veces (no ahora) un penetrante tufo a orina. Estaba envuelta en sábanas limpias y almidonadas, frescas contra su carne febril. Cuando sacaba la mano derecha de su cobijo y buscaba a tientas, encontraba la fría baranda de acero de su cama de hospital.
Al principio le preocupó la necesidad de identificar un sonido extraño. No intentó levantarse, sino que aferró la baranda y se quedó tiesa, escuchando atentamente lo que al principio parecía el rugido de una muchedumbre en un anfiteatro lejano. No. No una muchedumbre. Fuego. El susurro crepitante de una deflagración devastadora. Con el corazón palpitante, reconoció qué era ese fuego: su opuesto, el torrente avasallador de una gran tormenta.
Se relajó, pero entonces oyó un susurro y se tensó de nuevo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, y se sorprendió de su voz gangosa.
—Ah, Jennifer, estás con nosotros.
«Jennifer: mi nombre es Jennifer».
Era una voz de mujer. Una voz de anciana, profesional pero afectuosa.
Jennifer casi reconoció la voz, supo que la había oído antes, pero no se calmó.
—¿Quién es? —preguntó, aún desconcertada por su voz gangosa.
—Es Margaret, querida.
Zapatos con suela de goma, acercándose.
Jennifer se encogió, temiendo un golpe pero sin saber por qué.
Una mano le tomó la muñeca derecha y Jennifer se intimidó.
—Calma, querida. Sólo quiero tomarte el pulso.
Jennifer se distendió y escuchó la lluvia.
Al cabo de un rato Margaret le soltó la muñeca.
—Rápido, pero preciso y regular.
Jennifer recordó lentamente.
—¿Eres Margaret?
—Así es.
—La enfermera diurna.
—Sí, querida.
—Conque es de mañana.
—Casi las tres de la tarde. Mi turno termina dentro de una hora. Luego Angelina cuidará de ti.
—¿Por qué siempre estoy confundida cuando… me despierto?
—No te preocupes, querida. No puedes hacer nada para cambiarlo. ¿Tienes la boca seca? ¿Quieres beber algo?
—Sí, por favor.
—¿Zumo de naranja, Pepsi, Sprite?
—Zumo, por favor.
—Regresaré enseguida.
Pasos alejándose. Una puerta abriéndose. Sin cerrarse. Por encima del repiqueteo de la lluvia, ruidos procedentes de otras partes del edificio, otra gente realizando otras tareas.
Jennifer trató de ponerse más cómoda en la cama, con lo cual redescubrió no sólo que estaba muy débil sino que tenía paralizado el lado izquierdo. No podía mover la pierna izquierda, ni siquiera los dedos del pie. No sentía nada en la mano y el brazo izquierdos.
Experimentó un momento de horror. Se sintió desamparada y abandonada. Intentó recordar por qué se hallaba en ese estado y en ese lugar.
Alzó el brazo derecho. Aunque comprendía que debía ser delgado y frágil, lo sentía pesado.
Con la mano derecha se tocó la barbilla, la boca. Labios secos, ásperos. Alguna vez habían sido distintos. Los hombres los habían besado.
Un recuerdo titiló en la oscuridad de su mente: un beso tierno, murmullos de afecto. Era apenas un fragmento sin detalles, que no llevaba a ninguna parte.
Se tocó la mejilla derecha, la nariz. Al explorar el lado izquierdo de la cara, la sintió con las yemas de los dedos, pero no sintió nada en la mejilla izquierda. Los músculos de ese lado de la cara parecían… desfigurados.
Al cabo de un titubeo, se llevó la mano a los ojos. Recorrió sus contornos con los dedos, y lo que descubrió le hizo temblar la mano.
Abruptamente recordó no sólo cómo había llegado a ese lugar sino todo lo demás, su vida hasta la infancia en un pantallazo; mucho más de lo que deseaba recordar, más de lo que podía soportar.
Apartó la mano de sus ojos y lanzó un gemido agudo. Quedó aplastada bajo el peso de sus recuerdos.
Margaret regresó. Sus zapatos gemían suavemente.
El vaso tintineó contra la mesilla.
—Alzaré la cama para que puedas beber.
El motor ronroneó, y el cabezal cobró vida obligando a Jennifer a sentarse.
Cuando la cama dejó de moverse, Margaret dijo:
—¿Qué pasa, querida? Vaya, me parece que te gustaría llorar… si pudieras.
—¿Él viene todavía? —preguntó Jennifer con voz trémula.
—Claro que sí. Dos veces por semana, por lo menos. Incluso estabas lúcida durante una de sus visitas, hace unos días. ¿No recuerdas?
—No. Yo… yo…
—Te es muy fiel.
El corazón de Jennifer estaba acelerado. Sentía una presión en el pecho. Sentía un nudo de temor en la garganta y tartamudeaba.
—Yo. No… no…
—¿Qué ocurre, Jennifer?
—¡No quiero que venga!
—Oh, no lo dices en serio.
—Aléjalo de aquí.
—Te es tan devoto.
—No. Él es… es…
—Por lo menos dos veces por semana, y te hace compañía un par de horas, sin importarle si estás con nosotros o encerrada en ti misma.
Jennifer tiritó al imaginarlo dentro de esa habitación, junto a la cama, cuando ella no estaba consciente.
Extendió la mano, encontró el brazo de Margaret, lo estrujó con fuerza.
—Él no es como tú ni como yo —jadeó.
—Jennifer, te estás alterando.
—Es diferente.
Margaret apoyó su mano en la de Jennifer, se la apretó para calmarla.
—Vamos, Jennifer, no sigas con esto.
—Es inhumano.
—No hablas en serio. No sabes lo que dices.
—Es un monstruo.
—Pobrecilla. Cálmate, querida. —Una mano tocó la frente de Jennifer, alisó las arrugas, echó el cabello hacia atrás—. No te alteres. Todo saldrá bien. Te pondrás bien, querida. Sólo tranquilízate, relájate, aquí estás a salvo, aquí te queremos, cuidaremos de ti…
Jennifer recobró la calma, pero no perdió el miedo.
El olor a naranja le hacía la boca agua. Mientras Margaret sostenía el vaso, Jeniffer bebió por una pajita. Su boca no funcionaba bien. Le costaba tragar, pero el zumo estaba fresco y delicioso.
Cuando vació el vaso, dejó que la enfermera le enjugara la boca con una servilleta de papel.
Escuchó el tranquilizador tamborileo de la lluvia con la esperanza de que la sosegara. No la sosegó.
—¿Enciendo la radio? —preguntó Margaret.
—No, gracias.
—Puedo leer si quieres. Poesía. Siempre te gusta escuchar poesía.
—Eso me agradaría.
Margaret acercó una silla a la cama y se sentó. Las páginas susurraron agradablemente mientras Margaret buscaba un pasaje en el libro.
—¿Margaret? —dijo Jennifer antes de que la mujer empezara a leer.
—¿Sí?
—Cuando él venga a visitarme…
—¿Qué quieres, querida?
—Te quedarás en la habitación, ¿verdad?
—Claro, si eso es lo que quieres…
—Bien.
—¿Ahora leemos un poco de Emily Dickinson?
—¿Margaret?
—¿Mmmm?
—Cuando él viene a visitarme y yo estoy… perdida dentro de mí… nunca le dejas a solas conmigo, ¿verdad?
Margaret calló, y Jennifer casi pudo ver su expresión reprobatoria.
—¿Le dejas? —insistió.
—No, querida. Nunca.
Jennifer supo que la enfermera mentía.
—Por favor, Margaret. Tú pareces una buena persona. Por favor.
—Querida, caramba, él te ama de verdad. No deja de visitarte porque te ama. No corres ningún peligro con tu Bryan, ninguno.
Ella tiritó al oír ese nombre.
—Sé que crees que estoy perturbada… confundida…
—Un poco de Emily Dickinson ayudará.
—Y sí, estoy confundida en muchas cosas —dijo Jennifer, consternada ante la debilidad de su voz—, pero no en esto. En esto no tengo la menor confusión.
En una voz demasiado artificiosa para comunicar el potente y recóndito nervio de Dickinson, la enfermera empezó a leer:
—Ese Amor es todo lo que hay, es todo lo que sabemos del Amor…