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Más allá del parabrisas del coche aparcado, el mundo se diluía como si las nubes descargaran un diluvio de disolvente. Una lluvia plateada chorreaba por el cristal, y afuera los árboles parecían derretirse como lápices pastel verdes. Peatones apresurados se fusionaban con sus paraguas de color y se confundían con el gris aguacero.

También Harry temía disolverse, transformarse en un líquido inanimado que el agua arrastraría pronto. Su confortable mundo de granítico raciocinio y acerada lógica se erosionaba y no podía detener esa desintegración.

No sabía si el corpulento vagabundo era una visión real o una alucinación.

Era evidente que una subclase de indigentes ambulaba últimamente por el paisaje americano. Cuanto más dinero gastaba el gobierno para reducir su número, más aumentaban y no parecían la consecuencia de un proyecto público o de la carencia de tal proyecto, sino un flagelo divino. Al igual que mucha gente, Harry había aprendido a no prestarles atención porque al parecer no podía hacer nada para ayudarles y porque, con sólo existir, le planteaban preguntas perturbadoras sobre la estabilidad de su propio futuro. La mayoría eran patéticos e inofensivos. Pero algunos eran innegablemente extraños y vivían impulsados por necesidades obsesivas. Los tics y las muecas de sus compulsiones neuróticas les contraían el rostro, la locura les brillaba en los ojos, su capacidad para la violencia se evidenciaba en sus cuerpos tensos como resortes. Incluso en una localidad como Laguna Beach —que en los folletos turísticos figuraba como una perla del Pacífico, otro paraíso californiano— Harry veía hombres sin hogar cuya conducta y apariencia eran tan hostiles como la de ese sujeto que parecía haber salido del remolino.

Sin embargo, no encontraría a ninguno con ojos rojizos sin iris ni pupilas. Tampoco era probable hallar a un vagabundo que pudiera manifestarse a partir de un demonio de polvo, ni de estallar en una nube de desperdicios y dispersarse en el viento.

Tal vez había imaginado ese encuentro.

Harry detestaba tener en cuenta esa posibilidad. La persecución y ejecución de James Ordegard habían sido traumáticas. Pero no creía que su intervención en la sanguinaria fiesta de Ordegard le afectara tanto como para causarle alucinaciones que incluían uñas roñosas y una halitosis nauseabunda.

Si el gigante mugriento era real, ¿de dónde había salido?, ¿adónde había ido?, ¿quién era?, ¿qué enfermedad o defecto de nacimiento le había causado esos ojos aterradores?

Tic-tac, tic-tac, estarás muerto al amanecer.

Movió la llave del encendido para poner el motor en marcha.

Le aguardaban sus papeles, tranquilizadoramente tediosos, con blancos para llenar y casilleros para cotejar. Un pulcro informe reduciría el embrollado caso Ordegard a nítidos párrafos sobre limpio papel blanco y entonces nada parecería tan inexplicable.

Por cierto, no incluiría al vagabundo de ojos rojizos en el informe. Eso no tenía nada que ver con Ordegard. Además, no quería dar a Connie ni a los demás agentes de Proyectos Especiales un pretexto para hacer bromas a sus expensas. Vestir infaliblemente de chaqueta y corbata, desdeñar las palabrotas en una profesión donde eran el pan de cada día, respetar el reglamento en toda circunstancia y ser obsesivo con la pulcritud de los informes, lo volvían un blanco frecuente de las humoradas de sus colegas. Pero luego, en casa, tal vez preparase un informe sobre el vagabundo, sólo para él, como una manera de imponer orden sobre la grotesca experiencia y superarla.

—Lyon —dijo, mirándose los ojos en el espejo retrovisor—, eres un ejemplar ridículo.

Puso en marcha los limpiaparabrisas y el mundo que se derretía cobró solidez.

El cielo vespertino estaba tan nublado que el falso crepúsculo engañó a los faroles de la calle que funcionaban mediante un interruptor fotosensible. El pavimento relucía con un lustre negro.

Todas las alcantarillas estaban llenas de agua torrentosa y sucia.

Enfiló hacia el sur por la Carretera del Pacífico, pero en vez de virar al este en Crown Valley Parkway, rumbo a Proyectos Especiales, siguió en línea recta. Dejó atrás Ritz Cove y el desvío del hotel Ritz-Carlton y continuó hasta Dana Point.

Cuando frenó frente a la casa de Enrique Estefan, estaba algo sorprendido, aunque subconscientemente había sabido adónde se dirigía.

La casa era uno de esos encantadores bungalows construidos en los años cuarenta o cincuenta, antes de que las insípidas casas estucadas se convirtieran en la norma arquitectónica. Los postigos con tallas decorativas, las fachadas con festones y el tejado con desniveles le daban carácter. La lluvia chorreaba de las copas de las palmeras del frente.

Durante una breve tregua en el diluvio, Harry salió del coche y corrió por la calzada. Cuando subió los tres escalones de ladrillo del porche, la lluvia arreciaba nuevamente. Ya no soplaba viento, como si el gran peso del aguacero lo anulara.

Las sombras aguardaban en el porche como una reunión de viejos amigos, entre un columpio y sillas de madera blanca con cojines de lona verde. Aun en un día soleado el porche era acogedoramente fresco, pues estaba protegido por entrelazadas buganvillas de flores rojas que festoneaban una glorieta y se extendían por el tejado.

Tocó el timbre y, por encima del tamborileo de la lluvia, oyó suaves campanilleos en el interior.

Un lagarto corrió del porche a la escalinata y salió a la tormenta.

Harry aguardó pacientemente. Enrique Estefan —Ricky para los amigos— ya no podía caminar deprisa.

Cuando se abrió la puerta interior, Ricky atisbó por el cancel con cara de pocos amigos. Luego sonrió.

—Harry, qué alegría verte —dijo. Abrió el cancel, le invitó a pasar—. De veras me alegra verte.

—Estoy chorreando —dijo Harry, quitándose los zapatos para dejarlos en el porche.

—Eso no es necesario —dijo Ricky.

Harry entró en la casa en calcetines.

—Todavía eres el hombre más considerado que conozco —dijo Ricky.

—Ése soy yo. Un dechado de buenos modales, a pesar de ser polizonte.

Se dieron la mano. El apretón de Enrique Estefan era firme, aunque tenía una mano caliente, seca, blanda, descarnada, casi marchita; toda nudillos, metacarpios y falanges. Era como saludar a un esqueleto.

—Pasa a la cocina —dijo Ricky.

Harry le siguió por el suelo de roble bruñido. Ricky arrastraba los pies al andar.

La única iluminación del pasillo era la luz que provenía de la cocina y la de una vela votiva que fluctuaba en un vaso color rubí. La vela formaba parte de un altar a la Santa Madre dispuesto en una mesa angosta adosada a la pared. Detrás había un espejo de marco plateado. Los reflejos de la pequeña llama titilaban en el marco y bailaban en el espejo.

—¿Cómo estás, Ricky?

—Bastante bien. ¿Y tú?

—He pasado días mejores —admitió Harry.

Aunque era de la talla de Harry, Ricky parecía un poco más bajo porque se encorvaba como si avanzara a contraviento, doblando la espalda. Sus angulosos omóplatos formaban bultos en la camisa amarilla. Desde atrás, el cuello parecía huesudo y la nuca parecía tan frágil como la de un bebé.

La cocina era más amplia de lo que cabía esperar en un bungalow, y mucho más alegre que el pasillo: suelo de baldosas mejicanas, armarios de pino macizo, una gran ventana que daba a un espacioso jardín trasero. En la radio tocaban una canción de Kenny G. Un sabroso aroma de café impregnaba el aire.

—¿Te apetece una taza? —preguntó Ricky.

—Si no es inconveniente.

—En absoluto. Acabo de prepararlo.

Mientras Ricky sacaba una taza y un platillo del armario y servía el café, Harry le estudió. Lo que vio le causó preocupación.

El rostro de Ricky estaba macilento, con profundas arrugas en las comisuras de los ojos y de la boca. La piel le colgaba como si hubiera perdido su elasticidad. Sus ojos estaban turbios. Tal vez sólo fuera un reflejo del color de la camisa, pero su cabello blanco tenía un tinte mórbido y amarillento, y tanto la cara como los blancos de los ojos mostraban un toque de ictericia.

Había perdido más peso. La ropa no le sentaba bien. Llevaba el cinturón bien ceñido y los fondillos de los pantalones le colgaban como un saco vacío.

Enrique Estefan era un anciano. Sólo tenía treinta y seis años, uno menos que Harry, pero aun así era un anciano.