12

Harry no las tenía todas consigo. En la puerta de la casa de Ordegard había un letrero de la policía que restringía el ingreso hasta que se hubiera completado la investigación, pero él y Connie no habían seguido los procedimientos ortodoxos para entrar. Connie llevaba un juego de ganzúas en una cartera de cuero, y abrió la cerradura de la casa con la misma facilidad con que un político despilfarra mil millones de dólares.

Normalmente Harry rechazaba esos métodos y era la primera vez que le permitía usar las ganzúas desde que eran compañeros. No había tiempo para respetar las reglas; faltaban menos de siete horas para el alba y aún no tenían la menor idea del paradero de Tic-tac.

La casa, de tres dormitorios, no era grande, pero el espacio estaba bien distribuido. Al igual que el exterior, el interior carecía de ángulos abruptos. Todas las esquinas eran redondeadas, y muchas habitaciones tenían por lo menos una pared curva. Por doquier se habían usado brillantes molduras curvas de laca blanca. La mayoría de las paredes estaban pintadas con esmalte blanco, lo cual daba a las habitaciones un lustre perlado, aunque el comedor tenía una terminación especial para crear la ilusión de que estaba tapizado en cuero beige.

El lugar evocaba el interior de un crucero, y tendría que haber sido sedante, acogedor, pero Harry estaba crispado. No sólo porque el asesino de cara de luna hubiera vivido allí ni porque hubieran entrado ilegalmente, sino por otras razones que no atinaba a identificar.

Quizá los muebles tuvieran algo que ver con esa aprensión. Eran de estilo escandinavo moderno, severos y austeros, contrachapados de arce amarillento, tan angulosos como la casa era redondeada. Su extremo contraste con la arquitectura hacía que los bordes agudos de sillones, mesas y sofás parecieran amenazadores. La moqueta bereber era muy delgada y no daba sensación de mullido, pues tenía muy poco relleno.

Mientras recorrían la sala de estar, el comedor, el estudio y la cocina, Harry notó que no había adornos en las paredes. No había objetos decorativos de ninguna especie; las paredes estaban totalmente desnudas, excepto por unas sencillas lámparas de cerámica blanca y negra. No había libros ni revistas.

Las habitaciones tenían una atmósfera monacal, como si la persona que vivía allí se sometiera a una penitencia por sus pecados.

Ordegard parecía ser un hombre con dos temperamentos. Las líneas y texturas orgánicas de la casa describían a un residente de naturaleza muy sensual, que se hallaba a sus anchas consigo mismo y sus emociones, un hombre relajado e incluso autocomplaciente. Por otra parte, la implacable uniformidad del mobiliario y la absoluta falta de ornamentación sugerían que era frío, implacable consigo mismo y los demás, introvertido y caviloso.

—¿Qué te parece? —preguntó Connie cuando entraron en el pasillo que conducía a los dormitorios.

—Escalofriante.

—Te lo dije. Pero ¿por qué exactamente?

—Los contrastes son… demasiado extremos.

—Sí. Y no parece habitada.

En el dormitorio principal había una pintura en la pared opuesta a la cama. Era lo primero que Ordegard veía al despertar y lo último que veía al dormirse. Era una reproducción de una obra de arte famosa que Harry conocía, aunque ignoraba el título. Creía que el autor era Francisco de Goya, por lo que podía recordar de sus cursos de apreciación del arte. Era una obra amenazadora, inquietante, que daba una sensación de horror y desesperación, ya que incluía la figura de un demonio gigantesco que devoraba un cuerpo humano sanguinolento y decapitado.

Profundamente perturbadora, compuesta y ejecutada con brillantez, resultaba una magnífica obra de arte, pero más apropiada para un museo que para una casa particular. Necesitaba un espacio amplio con un techo abovedado; aquí, en esta habitación de dimensiones normales, la pintura resultaba abrumadora, y su oscura energía paralizante.

—¿Con quién crees que se identificaba? —preguntó Connie.

—¿Qué quieres decir?

—¿El verdugo o la víctima?

Harry reflexionó.

—Ambos.

—Devorándose a sí mismo.

—Ajá. Devorado por su propia locura.

—Y sin poder detenerse.

—Tal vez era peor que no poder. Tal vez no quería. Sádico y masoquista, dos en uno.

—¿Pero en qué nos ayuda esto a comprender lo que está ocurriendo? —preguntó Connie.

—Por lo que veo, en nada —dijo Harry.

—Tic-tac —dijo el vagabundo.

Giraron sorprendidos al oír esa voz grave. El vagabundo estaba a menos de un metro. No podía haberse acercado tanto sin alertarles, pero ahí estaba.

Tic-tac golpeó el pecho de Harry con la fuerza del gancho de acero de una grúa de construcción. Harry cayó hacia atrás, se estrelló contra la pared haciendo vibrar las ventanas, cerrando la boca con tal fuerza que se habría arrancado la lengua si la hubiera tenido entre los dientes. Se derrumbó de bruces, tragando polvo y fibras de la moqueta, esforzándose para recobrar el aliento.

Con un tremendo esfuerzo, levantó la cabeza y vio que Tic-tac había alzado a Connie y la aplastaba contra la pared, sacudiéndola con furia. La nuca y los talones de Connie tamborileaban contra la pared.

Ricky, ahora Connie.

«Primero todas las personas que amas…».

Harry se apoyó sobre las manos y las rodillas, atragantándose con las fibras de moqueta que tenía pegadas en la garganta. Cada carraspeo le clavaba un aguijonazo de dolor en el pecho, y sus costillas le apretaban el corazón y los pulmones como un torno.

Tic-tac gritaba a la cara de Connie palabras que Harry no entendía porque le vibraban los tímpanos.

Estampidos.

Connie había logrado desenfundar su revólver y vaciarlo en el cuello y el rostro del atacante. Tic-tac se sacudió al recibir los balazos pero no la soltó.

Con una mueca de dolor, Harry se aferró a una austera cómoda danesa y se levantó. Mareado, jadeante, desenfundó su propia arma, sabiendo que no serviría de nada contra ese adversario.

Gritando y aferrando a Connie, Tic-tac la apartó de la pared y la arrojó hacia el balcón. Connie atravesó una puerta de vidrio como si la hubiesen disparado con un cañón, y el panel, de vidrio templado, estalló en miles de fragmentos gomosos.

No. No podía pasarle a Connie. No podía perder a Connie. Impensable.

Harry disparó dos veces, abrió dos agujeros en la espalda del impermeable negro de Tic-tac.

La columna vertebral del vagabundo tenía que estar destrozada. Las esquirlas de hueso y plomo tenían que haberle perforado todos los órganos vitales. Tendría que haber caído como King Kong desde el Empire State Building.

En cambio, dio media vuelta.

No gritó de dolor. Ni siquiera trastabilló.

—Gran héroe —dijo.

Era un misterio que aún pudiera hablar, un milagro. Tenía una herida de bala del tamaño de un dólar de plata en el gaznate.

Connie también le había volado parte de la cara. El tejido faltante dejaba una gran concavidad en el lado izquierdo, desde la mandíbula hasta el ojo, y no tenía oreja izquierda.

No manaba sangre, no había huesos expuestos. La carne no era roja sino parda.

Su sonrisa era más horrenda que nunca porque la desintegración de la mejilla izquierda dejaba expuestos los dientes podridos. Dentro de esa jaula de calcio, la lengua se revolvía como una anguila gorda en la trampa de un pescador.

—Te crees tan rudo; gran héroe, gran héroe recio —dijo Tic-tac. A pesar de la voz profunda y áspera, parecía un niño lanzando un desafío en una pelea callejera y ni siquiera su temible apariencia ocultaba del todo la puerilidad de su conducta—. Pero no eres nada, no eres nadie, sólo un hombrecillo asustado.

Tic-tac avanzó hacia él.

Harry apuntó el revólver hacia el enorme atacante y…

… apareció sentado en una silla de la cocina de James Ordegard. Aún empuñaba el arma, pero apretaba el cañón contra su barbilla, como si estuviera a punto de suicidarse. Sentía el frío del acero contra la piel y el punto de mira se le clavaba en el hueso. Tenía el dedo sobre el gatillo.

Soltando el revólver como si fuera una serpiente venenosa, se levantó de la silla.

No recordaba haber ido a la cocina, coger la silla y sentarse. En un santiamén le habían transportado allí y puesto al borde de la autodestrucción.

Tic-tac se había ido.

La casa estaba en silencio. Un silencio antinatural.

Harry fue hacia la puerta…

… y apareció sentado en la misma silla, de nuevo empuñando el arma, el cañón en la boca, entre los dientes.

Pasmado, se sacó la 38 de la boca y la dejó en el suelo. Tenía la palma húmeda. Se la enjugó en los pantalones.

Se puso de pie. Le temblaban las piernas. Empezó a sudar y sintió el sabor rancio de la pizza a medio digerir en la garganta.

Aunque no comprendía qué le sucedía, sabía que no tenía un impulso suicida. Quería vivir. Para siempre, a ser posible. No se habría puesto el cañón del arma entre los labios voluntariamente. Jamás.

Se enjugó la cara húmeda con una mano trémula y…

… apareció de nuevo en la silla, empuñando el revólver, apuntándose al ojo derecho, mirando el oscuro cañón. Cinco aceradas pulgadas de eternidad. El dedo en el gatillo.

Santo Dios.

Sentía las palpitaciones del corazón en cada magulladura del cuerpo.

Enfundó cuidadosamente el revólver.

Se sentía atrapado en un hechizo. La magia parecía ser la única explicación para lo que le estaba sucediendo, hechicería, brujería, vudú. De pronto estaba dispuesto a creer en todo eso, mientras la creencia le permitiera escapar de la sentencia que Tic-tac había pronunciado.

Se relamió los labios. Estaban cuarteados, secos, calientes. Se miró las manos, que estaban pálidas y supuso que su cara estaba aún más pálida.

Levantándose penosamente, vaciló un instante y echó a andar hacia la puerta. Se sorprendió de llegar sin aparecer inexplicablemente en la silla.

Recordó las cuatro balas usadas que había hallado en el bolsillo de la camisa después de dispararle al vagabundo cuatro veces y recordó también el periódico que había aparecido bajo su brazo cuando salía de la tienda. Aparecer tres veces en la silla de la cocina sin recordar que hubiera ido allí debía de ser sólo el resultado de una nueva aplicación del mismo truco que le había puesto las balas en el bolsillo y el periódico bajo el brazo. Parecía a punto de comprender cómo se lograba ese efecto… pero la explicación se le escabullía.

Cuando logró salir de la cocina, decidió que el hechizo había terminado. Corrió hacia el dormitorio principal temiendo encontrarse con Tic-tac, pero aparentemente el vagabundo se había ido.

Temía encontrar a Connie muerta, la cabeza girada como la de Ricky, los ojos arrancados.

Estaba sentada en el balcón en un reluciente charco de vidrio templado; gracias a Dios, aferrándose la cabeza y gruñendo. Su pelo corto y oscuro ondeaba en la brisa nocturna, brillante y suave. Harry quiso tocarle el pelo, acariciarlo.

Se agachó junto a ella y preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—¿Dónde está?

—Se fue.

—Quiero arrancarle los pulmones.

Harry casi rio de alivio ante esa bravuconada.

—Arrancárselos y metérselos en el trasero, para que respire por el ojete.

—Tal vez eso no le detenga.

—Le volvería un poco más lento.

—Tal vez ni siquiera eso.

—¿De dónde demonios vino?

—Del mismo lugar adonde se fue. De la nada.

Ella gruñó de nuevo.

—¿Estás segura de que estás bien?

Connie irguió la cara. Le sangraba la comisura derecha de la boca y Harry tembló de rabia y miedo al ver la sangre. Ese costado de la cara estaba rojo, como si la hubieran abofeteado una y otra vez. Mañana tendría moretones.

Si mañana estaban vivos.

—Caray, necesito una aspirina —dijo Connie.

—Yo también.

Harry sacó del bolsillo el frasco de Anacin que había tomado del botiquín unas horas antes.

—Eres todo un Boy Scout —continuó ella.

—Te traeré un sorbo de agua.

—Yo puedo ir a buscarla.

Harry la ayudó a levantarse. Fragmentos de cristal cayeron del pelo y las ropas.

Cuando regresaron dentro, Connie se detuvo para mirar la pintura del dormitorio. El cuerpo humano decapitado. La bestia hambrienta de ojos desorbitados.

—Tic-tac tenía ojos amarillos —dijo Harry—. No como antes, cuando se me enfrentó al salir del restaurante. Ojos amarillos y brillantes, con pupilas negras y angostas.

Fueron a la cocina a servirse agua para bajar las aspirinas. Harry tuvo la sensación irracional de que el monstruo de Goya les observaba y de que bajaba del lienzo para seguirles con sigilo por la casa del muerto.