Bryan abrió uno de los grandes ventanales que daban al balcón del dormitorio principal.
Ninguna puerta de su casa estaba cerrada con llave. Aunque era prudente pasar inadvertido hasta completar su Devenir, no temía a nadie. Otros eran cobardes, él no. Su poder le daba una suficiencia que quizá nadie había tenido en la historia del mundo. Sabía que nadie podía impedirle cumplir con su destino; su viaje hacia el trono máximo estaba decretado y sólo necesitaba paciencia para concluir su Devenir.
Faltaba una hora para la medianoche. El balcón estaba perlado de rocío. Una brisa refrescante soplaba del mar. Bryan llevaba la túnica roja ceñida en la cintura, pero en torno de sus piernas la tela ondeaba como un charco de sangre.
Las luces de Santa Catalina, cuarenta kilómetros al oeste, estaban tapadas por un grueso banco de niebla que se extendía a treinta kilómetros de la costa y a la vez era invisible. Después de la lluvia, el cielo seguía encapotado ocultando la luna y las estrellas. Bryan no veía las brillantes ventanas de sus vecinos, pues su casa era la más alejada, rodeada en tres partes por el acantilado.
Se sentía envuelto en una oscuridad tan confortante como su bata de seda. El estruendo, el chapaleo y el susurro del oleaje le infundían serenidad.
Como un hechicero en un altar solitario en lo alto de una cumbre rocosa, Bryan cerró los ojos y se puso en contacto con su poder.
Dejó de sentir el fresco aire nocturno y el helado rocío del balcón. Dejó de sentir la bata que le ondeaba sobre las piernas y de oír las olas que rompían contra la costa.
Primero trató de detectar a las cinco reses enfermas que aguardaban su hacha. Las había marcado con una huella de energía psiónica para localizarlas con facilidad. Cerrando los ojos, tuvo la sensación de flotar en lo alto, y al mirar hacia abajo vio cinco luces especiales, auras diferentes de las demás fuentes de energía de la costa sur. Las presas de su cacería.
Valiéndose de su clarividencia —o «visión remota»— podía observar esas reses, una por vez, así como su entorno inmediato. No podía oírlas, lo cual era un poco frustrante. Sin embargo, suponía que desarrollaría una clarividencia total cuando hubiera Devenido el nuevo dios.
Bryan observó a Sammy Shamroe, cuyos tormentos había postergado ante la imprevista necesidad de habérselas con ese polizonte. Ese perdedor saturado de alcohol no estaba acurrucado en la caja bajo las ramas de la adelfa del callejón, ni empinando su segunda botella de vino, como esperaba Bryan. En cambio, recorría el centro de Laguna, llevando un termo, caminando a trompicones ante tiendas cerradas, apoyándose un instante en un árbol para recobrar el aliento y orientarse. Luego se tambaleó unos veinte pasos para apoyarse en una pared y agachar la cabeza, evidentemente con la intención de vomitar. Decidiendo lo contrario, se incorporó, pestañeó, entornó los ojos, continuó su marcha con inusitada determinación, como si tuviera un destino en mente, aunque lo más probable era que deambulara al azar, impulsado por motivaciones obtusas e irracionales que sólo resultarían claras para alguien cuyo cerebro, como el suyo, estuviera embebido en alcohol.
Dejando a Sam El Falso, Bryan observó al imbécil héroe y, por asociación, a la zorra de su compañera. Estaban en el Honda del héroe, internándose en la calzada de una casa moderna de madera de cedro y muchas ventanas grandes, en lo alto de las colinas. Estaban hablando. No podía oír lo que decían. Entusiastas. Serios. Los dos policías bajaron del coche sin saber que les observaban. Bryan miró en torno. Reconoció el vecindario porque había vivido en Laguna Beach toda su vida, pero no sabía a quién pertenecía la casa.
Dentro de pocos minutos visitaría a Lyon y Gulliver.
Al fin enfocó a Janet Marco y su mocoso, que estaban acurrucados en su maltrecho Dodge en el aparcamiento de la Iglesia Metodista. El niño parecía dormir en el asiento trasero. La madre estaba al volante, apoyada contra la portezuela. Estaba totalmente despierta y alerta.
Bryan había prometido matarles al amanecer y se proponía cumplir con el plazo que se había impuesto. Liquidarles a ellos y a dos policías, después de haber gastado tanta energía para atormentar y despachar a Enrique Estefan, sería extenuante. Pero con un par de descansos de aquí al amanecer, con un par de paquetes de patatas fritas y bizcochos y otro helado, podría triturarlos a todos de modos maravillosamente satisfactorios.
Comúnmente se hubiera manifestado mediante un golem por lo menos dos o tres veces durante las seis últimas horas de vida de la madre y del hijo, acuciándoles para aguzarles el terror. Matar era puro placer; intenso y orgásmico. Pero las horas —y a veces días— de tormento que precedían a la mayoría de sus matanzas eran casi tan divertidas como el momento en que al fin brotaba la sangre. Le excitaba el temor que demostraban las reses, el horror y espanto que les producía; sentía un cosquilleo al ver esa pasmada incredulidad y la histeria, cuando fracasaban en sus patéticos intentos de ocultarse o correr, como todos hacían tarde o temprano. Pero con Janet Marco y su hijo tendría que renunciar a los juegos preliminares, visitarles una sola vez más, al amanecer, cuando pagarían su cuenta de sangre y dolor por haber contaminado el mundo con su presencia.
Bryan necesitaba conservar energía para el polizonte. Quería que ese gran héroe sufriera más tormentos que los habituales. Humillarle. Doblegarle. Reducirle a un niño suplicante y lloroso. Había un cobarde dentro del héroe. En todos ellos se ocultaban cobardes. Bryan quería que ese cobarde se arrastrara, revelara que era un debilucho, un blando, un timorato que se escudaba detrás de la placa y el arma. Antes de matar a los dos policías, les agotaría, les desgarraría miembro a miembro y les haría desear no haber nacido.
Dejó la visión remota y se alejó del Dodge aparcado frente a la iglesia. Regresó toda su conciencia al cuerpo que se hallaba en el balcón del dormitorio principal.
Altas olas rodaban desde el oscuro oeste y se estrellaban contra la costa, recordándole a Bryan Drackman los relucientes edificios de las ciudades de sus sueños, que se desmoronaban ante el embate de su poder y ahogaban a millones de desesperados en mareas de astillas de cristal y acero.
Cuando hubiera Devenido, ya no necesitaría descansar ni ahorrar energías. Su poder sería el del universo, inagotable e inconmensurable.
Regresó al negro dormitorio y cerró la puerta del balcón.
Se quitó la bata. Desnudo, se tendió en la cama, apoyando la cabeza en dos cojines de plumas con fundas de seda negra. Inhaló varias veces. Cerró los ojos. Aflojó el cuerpo. Se despejó la mente. Se relajó.
En menos de un minuto estuvo preparado para crear. Proyectó buena parte de su conciencia hacia el patio lateral de esa casa moderna con entablado de cedro y grandes ventanas, en lo alto de las colinas, en cuya calzada se encontraba el Honda del policía.
La farola más cercana estaba a media manzana. Había profundas sombras por doquier.
En las más profundas, una parte del suelo se agitó. La hierba se hundió en la tierra como si pasara una segadora invisible, y la tierra hirvió con un gorgoteo blando como el de masa batida contra una espátula de goma. Todo ello —hierba, suelo, piedras, hojas muertas, gusanos, escarabajos, una caja de cigarros que contenía las plumas y los huesos triturados de un periquito enterrado tiempo atrás por un niño— se elevó en una hirviente y negra columna, alta y ancha como un hombre corpulento.
La mole cobró forma de arriba hacia abajo. Primero apareció el pelo, enmarañado y grasiento. Luego la barba. Se abrió una boca. Surgieron dientes torcidos y descoloridos. Labios con ampollas purulentas.
Un ojo se abrió. Amarillo. Malévolo. Inhumano.