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La cocina era toda blanca: pintura blanca, suelo de mosaico blanco, repisas de mármol blanco, artefactos blancos. El único paréntesis en la blancura era el cromo bruñido y el acero inoxidable de los marcos o paneles de metal, que reflejaban otras superficies blancas.

Los dormitorios debían ser negros. El sueño era negro excepto cuando se proyectaban sueños en el cine de la mente. Y aunque sus sueños siempre desbordaban de color, también eran oscuros; los techos siempre eran negros, poblados por convulsivos nubarrones. El sueño era como una muerte breve. La muerte era negra.

Sin embargo, las cocinas debían ser blancas porque en la cocina se preparaba comida, y la comida se relacionaba con la limpieza y la energía. La energía era blanca: electricidad, rayos.

Bryan, con una bata de seda roja, estaba sentado en una silla blanca con tapicería de cuero blanco frente a una mesa lacada en blanco con la superficie de cristal. Le gustaba la bata. Tenía cinco más iguales a ésta. Era agradable sentir la seda suave y fresca contra la piel. El rojo era el color del poder y la autoridad: el rojo de la sotana de un cardenal; el rojo del manto imperial de un rey, orlado de oro y armiño; el rojo de la túnica de un mandarín.

En casa, cuando no estaba desnudo, sólo vestía de rojo. Era un rey oculto, un dios secreto.

Cuando salía al mundo, vestía ropas deslucidas porque no deseaba llamar la atención. Mientras no hubiera Devenido era vulnerable, así que prefería el anonimato. Cuando su poder se hubiera desarrollado por completo y él lo dominara totalmente, podría aventurarse en el exterior con una indumentaria adecuada y todos se arrodillarían ante él, desviarían los ojos apabullados, o huirían aterrados.

Esa perspectiva era estimulante. Ser reconocido. Ser conocido y venerado. Pronto.

Sentado a la mesa blanca, comía helado de chocolate con dulce de chocolate y cerezas marrasquino, todo espolvoreado con coco y bizcocho de azúcar. Amaba las golosinas. También las cosas saladas. Patatas fritas, torcidos de queso, cacahuetes, tiras de maíz, cortezas de cerdo.

Comía golosinas y snacks salados, nada más, porque ya nadie podía ordenarle qué comer.

A la abuela Drackman le daría un ataque si pudiera ver su dieta actual. Lo había criado casi desde el nacimiento hasta los dieciocho años, y había sido rigurosamente estricta con su dieta. Tres comidas diarias y nada más. Verduras, frutas, cereales, pan, pasta, pescado, nunca carnes rojas; leche descremada, yogur frío en vez de helados, un mínimo de sal, un mínimo de azúcar, un mínimo de grasa, un mínimo de diversión.

Incluso su odioso perro, un nervioso caniche llamado Pierre, debía comer según las reglas de la abuela, que en su caso exigía un régimen vegetariano. Creía que los perros comían carne sólo porque se cree que deben comerla, que la palabra «carnívoro» era una etiqueta sin sentido aplicada por científicos ignorantes y que todas las especies —especialmente los perros— tenían el poder para elevarse por encima de sus impulsos naturales y vivir vidas más apacibles de las que vivían. El contenido del cuenco de Pierre a veces parecía cereal, a veces queso de soja, a veces carbón, y lo más parecido al sabor de la carne era la salsa de soja imitación de la carne con polvo de proteínas y que saturaba casi todo lo que le servía. Pierre tenía un aspecto tenso y desesperado, como enloquecido por una apetencia que no podía identificar y por tanto no podía satisfacer. Y tal vez por eso era odioso y traicionero, tan propenso a orinar nerviosamente en lugares inadecuados como el guardarropa de Bryan, sobre sus zapatos.

La abuela Drackman era experta en reglas. Tenía reglas para el aseo, la indumentaria, el estudio y la conducta en cada ocasión social. Un ordenador de diez megabytes no tendría capacidad suficiente para catalogar todas sus reglas.

Pierre, el perro, tenía que aprender sus propias reglas. En qué sillas podía sentarse, en cuáles no. No podía ladrar. No podía gemir. Comidas con horario estricto, nada de sobras. Cepillado dos veces por semana, quieto, no te muevas. Siéntate, rueda, hazte el muerto, no rasguñes los muebles…

Con cinco años, Bryan había comprendido a su manera que su abuela era una personalidad obsesivo-compulsiva, una ruina anal-retentiva y había sido cauto, cortés y obediente, fingiendo amarla pero sin dejarla entrar en su verdadero mundo interior. Cuando, a esa tierna edad, su singularidad se le manifestó de pequeñas formas, tuvo la astucia de ocultarle sus incipientes talentos, sabiendo que la reacción de ella sería peligrosa. La pubertad impulsó no sólo el crecimiento de su cuerpo sino de sus aptitudes secretas, pero aún las mantenía ocultas, explorando su poder con la ayuda de un sinfín de animalillos que perecían en una amplia variedad de satisfactorios tormentos.

Dos años atrás, pocas semanas después de cumplir los dieciocho, había tenido uno de esos periódicos arrebatos de energía y aunque no se sentía con fuerzas suficientes para enfrentarse al mundo entero, supo que estaba preparado para enfrentarse a la abuela Drackman. Ella estaba sentada en su sofá favorito, apoyando los pies en una otomana, comiendo zanahorias, bebiendo un vaso de agua con gas, leyendo un artículo sobre la pena capital en Los Angeles Times, añadiendo sus sinceros comentarios sobre la necesidad de brindar compasión aun a los peores criminales; cuando Bryan usó su recién refinado poder de piroquinesis para prenderle fuego. ¡Y vaya si ardió! Aunque la abuela tenía menos grasa sobre los huesos que una mantis religiosa se consumió como una vela de sebo. Aunque una de sus reglas era no elevar la voz dentro de la casa, gritó a voz en cuello, aunque por poco tiempo. Era un fuego controlado, concentrado en la abuela y su ropa, que apenas chamuscó el sofá y la otomana, pero ella ardió con tal fuerza que Bryan entornaba los ojos al mirarla. Como un gusano embebido en alcohol y encendido con una cerilla, siseó y chisporroteó y se redujo a un guiñapo carbonizado y arrugado. Aun así, siguió ardiendo hasta que el residuo de carbón de sus huesos se transformó en cenizas y hasta que las cenizas fueron hollín y hasta que el hollín desapareció en un chisporroteo verde.

Bryan sacó a Pierre de su escondrijo y también lo frió.

Fue un día encantador.

Ése fue el final de la abuela Drackman y sus reglas. Desde entonces Bryan sólo respetaba sus propias reglas. Pronto el mundo entero las respetaría también.

Se levantó y fue hasta la nevera. Estaba llena de golosinas y postres. No había un solo hongo ni un trozo de jícama picada. Llevó un frasco de caramelo a la mesa y le echó un poco al helado.

—Dingdong, la bruja ha muerto, la vieja y malvada bruja, la bruja ha muerto —canturreó contento.

Falsificando los documentos oficiales, le extendió a la abuela un certificado oficial de defunción, pasó su edad oficial a veintiuno (para que ningún tribunal le designara un tutor) y se constituyó en único heredero del testamento. Era un juego de niños, ninguna oficina ni estamento podía detenerle; ejercitando su Máximo y Secretísimo Poder, podía ir donde quisiera, hacer lo que quisiera y nadie sabría que él había estado allí. Después de tomar posesión de la casa, ordenó que la redecoraran a su gusto, eliminando todo rastro de esa zorra devoradora de zanahorias.

Aunque en los dos últimos años había gastado más de lo que había heredado, el despilfarro no era un problema. Podía conseguir todo el dinero que quisiera cuando lo necesitara. No lo necesitaba con frecuencia porque, gracias a su Máximo y Secretísimo Poder, también podía apoderarse de todo lo demás sin que le pillaran.

—Brindo por ti, abuela —dijo, elevando una cucharada de helado y dulce de chocolate.

Aunque aún no podía sanar sus heridas ni borrar las magulladuras, podía conservar el peso y la tonalidad corporal concentrándose en ello unos pocos minutos al día, ajustando su metabolismo como si fuera un termostato. Dada esta aptitud, confiaba en que, al cabo de otro tirón de crecimiento, su poder le permitiría la autocuración y al fin la invulnerabilidad.

Entretanto, a pesar de sus golosinas y bocadillos, tenía un cuerpo esbelto. Estaba orgulloso de sus delgados músculos y por eso le agradaba pasearse desnudo por la casa y sorprender inesperados vistazos de sí mismo en los espejos.

Sabía que a las mujeres les gustaría su cuerpo. Si le hubieran interesado, habría tenido las mujeres que hubiera querido, quizás incluso sin recurrir a sus poderes.

Pero el sexo no le interesaba. Ante todo, el sexo era el mayor error del viejo dios. La gente se había obsesionado con él, y su reproducción frenética e incesante había estropeado el mundo.

Por culpa del sexo, el nuevo dios debía reducir el rebaño y limpiar el planeta. Además no llegaba al orgasmo en el sexo sino en la destrucción violenta de una vida humana. Después de usar sus golems para matar a alguien, cuando su conciencia regresaba a su cuerpo real, a menudo hallaba relucientes manchas de semen en las sábanas de seda negra.

¿Qué pensaría la abuela de eso?

Bryan rio.

Podía hacer lo que quisiera y comer lo que quisiera, ¿y dónde estaba su fastidiosa abuela?

Incinerada, muerta, desaparecida.

Tenía veinte años, y podía vivir hasta los mil, los dos mil, quizá para siempre. Cuando hubiera vivido el tiempo suficiente, tal vez se olvidara completamente de la abuela y eso sería bueno.

—Vieja estúpida —dijo, riendo entre dientes. Le complacía insultar a la abuela en la casa que había sido de ella.

Aunque había puesto el helado en un cuenco grande, se lo comió todo. Ejercitar sus poderes era agotador y requería más reposo y más calorías diarias que otra persona. Dormía y comía continuamente, pero suponía que la necesidad de comida y sueño desaparecería cuando hubiera completado su Devenir y fuera al fin el nuevo dios. Cuando hubiera Devenido, tal vez no tuviera que dormir nunca y comería por placer, y no por necesidad.

Después de engullir la última cucharada, lamió el cuenco.

A la abuela Drackman le hubiera dado un soponcio.

Lo lamió por completo. Cuando terminó, el cuenco estaba tan limpio como recién lavado.

—Puedo hacer lo que quiera —dijo Bryan—. Cualquier cosa.

Desde la mesa, flotando en un bote de líquido conservante, los ojos de Enrique Estefan lo miraban con adoración.