Entre Laguna Beach y Dana Point, Harry condujo con tal rapidez que aun Connie, amante de la velocidad y del riesgo, tensaba el cuerpo y gemía de consternación en las curvas. Era el coche de Harry, no era un sedán del Departamento, así que no tenía luz de emergencia para adosarla al techo. Tampoco tenía sirena; sin embargo, la carretera de la costa no estaba muy concurrida a las diez y media de un martes por la noche y con bocinazos y pestañeo de luces pudo abrirse paso en el escaso tráfico.
—Tal vez deberíamos llamar a Ricky, avisarle —dijo Connie, cuando todavía estaban al sur de Laguna.
—No tengo teléfono en el coche.
—Para en una gasolinera, una tienda, en alguna parte.
—No puedo perder tiempo. Además sospecho que su teléfono no funcionará.
—¿Por qué?
—No funcionará si Tic-tac no quiere que funcione.
Subieron una cuesta, doblaron una curva a toda velocidad. Las llantas traseras escupieron la grava del borde del camino, los guijarros repiquetearon contra el chasis y el depósito de combustible. El parachoques trasero rozó un guardarraíl de metal y luego regresaron al pavimento, continuando a toda marcha.
—Llamemos a la policía de Dana Point —dijo Connie.
—A esta velocidad si no paramos para llamar, llegaremos allí antes que ellos.
—Nos vendría bien un refuerzo.
—No necesitaremos refuerzo si llegamos tarde y Ricky ha muerto para entonces.
Harry estaba desencajado de aprensión y furioso consigo mismo. Había puesto a Ricky en peligro al visitarlo ese día. No podía haber sabido cuántos problemas le crearía a su viejo amigo, pero debió comprender que Ricky sería una víctima cuando Tic-tac prometió «primero todas las cosas y personas que amas».
A veces a un hombre le costaba admitir que amaba a otro hombre, aun de modo fraternal. Él y Ricky habían sido compañeros, habían afrontado juntos situaciones de peligro. Aún eran amigos y Harry le amaba. Era así de simple. Pero la tradición americana del hombre viril e independiente le impedía admitirlo.
Pamplinas, pensó Harry con rabia.
La verdad era que le costaba admitir que amaba a alguien, fuera hombre o mujer, aun sus padres, porque el amor era embrollado como el demonio. Suponía obligaciones, compromisos, lazos, emociones compartidas. Cuando admitías que amabas a alguien, tenías que dejarle entrar en tu vida y eso incluía sus hábitos desordenados, sus gustos indiscriminados, sus opiniones confusas y sus actitudes desorganizadas.
Mientras atravesaban el límite de la localidad de Dana Point y el amortiguador protestaba ante un barquinazo, Harry exclamó:
—Cielos, a veces soy idiota.
—Dime algo que yo no sepa —dijo Connie.
—Un espécimen desquiciado.
—Seguimos en territorio conocido.
Tenía una sola excusa para no haber comprendido que Ricky sería atacado: desde el incendio de la urbanización, menos de tres horas antes, se limitaba a reaccionar en vez de actuar. No había tenido opción. Todo había sido tan rápido y raro, una extrañeza sobre otra, que no había tenido tiempo de pensar. Una excusa débil, pero se aferró de ella.
Ni siquiera sabía cómo pensar sobre cosas tan estrafalarias. El razonamiento deductivo, la herramienta más útil del detective, no servía para afrontar lo sobrenatural. Había probado suerte con el razonamiento inductivo, y así había llegado a la teoría del sociópata con poderes paranormales. Pero no sabía manejarla porque el razonamiento inductivo le parecía lo más próximo a la intuición, y la intuición era ilógica. Le gustaban las pruebas fehacientes, las premisas sólidas, las deducciones lógicas y las conclusiones impecables envueltas con una cinta y un lazo.
Cuando doblaron para entrar en la calle de Ricky, Connie exclamó:
—¿Qué diablos es esto?
Harry la miró de soslayo.
Connie se estudiaba la mano.
—¿Qué? —preguntó él.
Connie tenía algo en la palma.
—Yo no tenía esto hace un segundo —dijo Connie con voz trémula—. ¿De dónde cuernos salió?
—¿Qué es?
Ella se lo mostró mientras Harry frenaba bajo el farol frente a la casa de Ricky. La cabeza de una estatuilla de cerámica. Rota a la altura del cuello.
Harry frenó haciendo rechinar las llantas y el cinturón de seguridad le apretó el pecho.
—Fue como si mi mano se cerrara en un espasmo y de pronto apareció esto, por amor de Dios…
Harry lo reconoció. La cabeza de la Virgen María que estaba en el centro del altar de Rickey Estefan.
Con un sombrío presentimiento, Harry abrió la puerta del coche y bajó. Desenfundó el arma.
La calle estaba tranquila. Las luces estaban encendidas en casi todas las casas, incluida la de Ricky. El estéreo de un vecino irradiaba música en el aire fresco, tan tenue que no logró identificar la melodía. La brisa susurraba entre las hojas de las grandes palmeras datileras del jardín de Ricky.
No te preocupes, parecía decir la brisa, todo está en calma, todo anda bien aquí.
Aun así, empuñaba el revólver.
Atravesó la calzada, la sombra de las palmeras, llegó al porche adornado con buganvillas. Notó que Connie le seguía y también empuñaba su arma.
«Que Ricky esté vivo —pensó con fervor—, por favor, que esté vivo».
Era lo más cercano a una plegaria que había dicho en años.
Detrás de la cancela, la puerta principal estaba entornada. Una angosta cuña de luz proyectaba el perfil de la cancela en el suelo del porche.
Aunque creía que nadie lo notaba y le habría mortificado saber que su miedo era evidente, Ricky había sido obsesivo con la seguridad desde que le habían disparado. Echaba llave a todo. Una puerta entornada era mala señal.
Harry trató de espiar el vestíbulo a través de la rendija de la puerta. Con la cancela en el medio, no se podía acercar a la rendija lo suficiente para ver algo.
Las cortinas tapaban la ventana que flanqueaba la puerta. Estaban bien estiradas y se superponían en el centro.
Harry miró a Connie.
Ella señaló la entrada principal con el revólver.
Normalmente se habrían separado y Connie habría dado la vuelta hasta el fondo mientras Harry tomaba el frente. Pero no intentarían evitar que el responsable escapara, porque ese bastardo no era alguien a quien pudieran arrinconar, someter y esposar. Sólo procuraban conservar su pellejo y tratar de salvar el de Ricky si ya no era demasiado tarde.
Harry asintió y abrió cautelosamente la cancela. Los goznes chirriaron. El resorte cantó una larga nota de insecto de pantano.
Quería ser sigiloso, pero cuando la puerta externa hizo ese ruido, apoyó una mano en la puerta interna y la embistió para irrumpir dentro. La puerta se abrió a la derecha, Harry entró. La puerta chocó contra algo y se atascó. Harry empujó. Crujido. Raspadura. Repiqueteo. La puerta se abrió de par en par, arrastrando escombros y Harry irrumpió con tal ímpetu que casi cayó por el agujero del suelo del pasillo.
Recordó el corredor destrozado del edificio de Laguna, encima del restaurante. Si una granada había causado estos daños, sin embargo, había explotado debajo del bungalow. El estallido había lanzado hacia arriba las vigas, el aislamiento y los tablones del suelo. Pero no se sentía el olor a quemadura química de una bomba.
La luz del techo alumbraba la tierra desnuda que se extendía bajo el destrozado suelo de roble. Cerca del borde de la mesa del altar, la vela votiva proyectaba ondeantes pendones de luz y sombra desde su rojo recipiente.
La pared izquierda del pasillo estaba embadurnada de sangre, en cantidad suficiente para indicar un combate mortal. En el suelo, al pie de las manchas de sangre, junto a la pared, yacía el cuerpo de un hombre, encorvado en una postura tan antinatural que ya a primera vista resultaba evidente que estaba muerto.
Harry notó en seguida que era Ricky. Nunca había sentido tanta pena. Se le enfrió la boca del estómago, se le aflojaron las piernas.
Mientras Harry sorteaba el boquete del suelo, Connie entró en la casa. Vio el cuerpo, guardó silencio, señaló la entrada del cuarto de estar.
El procedimiento policíaco habitual parecía lo mejor en ese momento, aunque no tuviera sentido buscar al asesino en este caso. Tic-tac, fuera lo que fuese, no estaría agachado en un rincón ni escapando por una ventana trasera, teniendo en cuenta que podía esfumarse en un remolino de viento o una columna de fuego. ¿Y de qué servirían las armas, aunque pudieran encontrarlo? Aun así, era confortante proceder como si fueran los primeros en intervenir en una emergencia normal; el reglamento, el método, la costumbre y el ritual imponían orden en el caos.
A la izquierda de la entrada del cuarto de estar había una enorme pila de lodo oscuro. Parecía haber surgido de debajo de la casa, brotando como un geiser con la explosión, pero no había lodo desparramado en el vestíbulo ni en el pasillo. Era como si alguien hubiera entrado el lodo en la casa a cubos para apilarlo en la alfombra del cuarto de estar.
A pesar de todo, Harry echó apenas un vistazo al lodo antes de seguir avanzando. Más tarde habría tiempo para los análisis.
Revisaron los dos baños y dormitorios, pero sólo encontraron una gorda tarántula. Harry se alarmó tanto al ver la araña que casi disparó. Si hubiera corrido hacia él en vez de ocultarse bajo una cómoda, la habría volado en pedazos antes de darse cuenta de lo que era.
El sur de California, un desierto antes de que el hombre hubiera llevado agua y hubiera vuelto habitables muchos lugares, era un lugar perfecto para las tarántulas, pero vivían en barrancos y chaparrales no urbanizados. Aunque temibles en apariencia, eran criaturas tímidas que pasaban casi toda su vida bajo tierra y rara vez salían, fuera de la época de apareamiento. Dana Point, al menos en esta zona, era demasiado civilizada para atraer tarántulas, y Harry se preguntó cómo había llegado ese ejemplar al corazón de la ciudad, donde estaba tan fuera de lugar como un tigre.
Silenciosamente desandaron camino por la casa, por el vestíbulo y el pasillo y sortearon el cadáver. Un vistazo confirmó que ya era imposible, ayudar a Ricky. Tropezaron con trozos de la estatua religiosa de cerámica.
La cocina estaba llena de serpientes.
—Mierda —dijo Connie.
Una serpiente estaba en la entrada. Dos más se deslizaban entre las patas de las sillas y la mesa. La mayoría estaban en el extremo opuesto de la habitación, una masa enmarañada de cuerpos movedizos, no menos de treinta o cuarenta, quizá muchas más. Varias parecían estar comiendo algo.
Dos tarántulas más correteaban por una repisa de azulejos blancos, cerca del borde, alertas a las serpientes que se contorsionaban en el piso.
—¿Qué demonios sucedió aquí? —preguntó Harry, sin sorprenderse de que le temblara la voz.
Las serpientes repararon en Harry y Connie. La mayoría no manifestaron interés, pero algunas se apartaron de esa masa movediza para investigar.
Una puerta separaba la cocina del pasillo. Harry se apresuró a cerrarla.
Revisaron el garaje. El coche de Ricky. Una mancha húmeda en el cemento, donde el techo había goteado durante la lluvia, y un charco que no se había evaporado del todo. Nada más.
De vuelta al pasillo, Harry se arrodilló al fin junto al cuerpo de su amigo. Había demorado el temido examen todo lo posible.
—Veré si hay un teléfono en el dormitorio —dijo Connie.
Él la miró alarmado.
—¿Teléfono? No, por amor de Dios, ni lo pienses.
—Tenemos que llamar a Homicidios.
—Escucha —indicó Harry, mirando la hora—, ya son las once. Si informamos, nos retendrán aquí durante horas.
—Pero…
—No tenemos tiempo que perder. No sé cómo hallaremos a Tic-tac antes del amanecer. Al parecer no tenemos la menor oportunidad. Aunque le encontremos, no sé cómo nos las apañaremos. Pero sería tonto no intentarlo, ¿no te parece?
—Sí, de acuerdo. Pero no quiero sentarme a esperar a que me liquiden.
—Entiendo, pero olvida el teléfono.
—Sólo… te esperaré.
—Ojo con las serpientes —dijo Harry mientras Connie se alejaba por el pasillo.
Miró a Ricky.
El cadáver estaba en peor estado del que había temido. Tiritó al ver la cabeza de culebra clavada en la mano izquierda de Ricky colgando de los largos colmillos. Los pares de orificios pequeños del rostro parecían mordeduras. Ambos brazos estaban arqueados hacia atrás a la altura de los codos; los huesos no sólo estaban rotos, sino pulverizados. Ricky Estefan estaba tan descalabrado que costaba identificar una lesión específica como causa del deceso; sin embargo, si ya no estaba muerto cuando le doblaron la cabeza ciento ochenta grados, sin duda había muerto en ese momento brutal. Tenía el cuello desgarrado y magullado, la cabeza floja, la barbilla apoyada en los omóplatos.
No tenía ojos.
—¿Harry? —llamó Connie.
Harry había perdido el habla al ver esas cuencas oculares vacías. Tenía la boca seca, un nudo espinoso en la garganta.
—Harry, será mejor que veas esto.
Había visto bastante bien lo que le habían hecho a Ricky, demasiado bien. Su furia contra Tictac sólo era superada por su furia contra sí mismo.
Se levantó, dio media vuelta, se vio en el espejo chapado en plata del altar. Estaba ceniciento. Parecía tan muerto como el hombre del suelo. De hecho, al examinar el cuerpo algo había muerto en él; se sentía disminuido.
Se alarmó ante el terror, la confusión y la furia primitiva que vio en sus propios ojos. El hombre del espejo no era el Harry Lyon que conocía o quería ser.
—¿Harry? —repitió Connie.
En el cuarto de estar encontró a Connie agachada junto a la pila de lodo. En realidad no era lodo, sino unos cien o doscientos kilos de tierra húmeda y compacta.
—Mira esto, Harry.
Señaló un rasgo inexplicable que Harry no había detectado al revisar la casa. La pila era amorfa, pero de ella surgía una mano humana, no real sino moldeada con tierra húmeda. Era grande, fuerte, con dedos chatos y espatulados, tan exquisitamente detallada como si la hubiera tallado un gran escultor.
La mano se extendía desde el puño de una manga que también estaba modelada con tierra, con tirillas, ojales y tres botones de lodo. Incluso la textura de la tela era convincente.
—¿Qué crees que es esto? —preguntó Connie.
—Que me cuelguen si lo sé.
Palpó la mano temiendo que fuera una mano real cubierta de lodo. Pero era toda de lodo, más frágil de lo que parecía, y el contacto la disolvió, dejando sólo el puño de la chaqueta y dos dedos.
Un recuerdo cruzó la mente de Harry antes que él pudiera capturarlo, elusivo como un pez sumergiéndose con un destello de color en las honduras turbias de un estanque. Mirando lo que quedaba de la mano de tierra, intuyó que estaba a punto de aprender algo de tremenda importancia acerca de Tictac. Pero cuanto más procuraba pescar ese recuerdo, más vacía quedaba su red.
—Salgamos de aquí —dijo.
Mientras seguía a Connie hacia el pasillo, Harry no miró el cuerpo.
Conservaba un frágil equilibrio entre el control y el desquicio mental, presa de una cólera que jamás había sentido. Los sentimientos nuevos siempre le turbaban porque no sabía adónde conducirían; prefería mantener su vida emocional tan ordenada como sus archivos de homicidios y su colección de discos compactos. Si miraba a Ricky una vez más, su cólera podría rebasarle y tal vez le dominara la histeria. Necesitaba gritarle a alguien, a cualquiera, gritar a todo pulmón, y también necesitaba golpear a alguien, golpear y cortar y patear. A falta de un blanco apropiado, quería desquitarse con objetos inanimados, quebrar y triturar todo lo que estaba a su alcance, aunque eso fuera estúpido e insensato, aunque cometiera el desatino de llamar la atención de los vecinos. Lo único que le impedía desquitar su rabia era una imagen mental de sí mismo en las garras de ese frenesí bestial; no toleraba la idea de ser visto tan fuera de control, sobre todo si quien lo veía era Connie Gulliver.
Una vez fuera, ella cerró la puerta del frente. Caminaron juntos hacia la calle.
Cuando llegaron al coche, Harry se detuvo a observar el vecindario.
—Escucha.
Connie frunció el ceño.
—¿Qué?
—Todo está en paz.
—¿Y?
—Tuvo que hacer un ruido espantoso.
Ella comprendió.
—La explosión que destrozó el suelo. Y Ricky habrá gritado, tal vez pidió ayuda.
—¿Por qué ningún vecino curioso salió a ver qué sucedía? Esto no es la gran ciudad, es una comunidad pequeña y unida. La gente no finge sordera cuando el vecino está en apuros. Acude a ayudar.
—Lo cual significa que nadie oyó nada —dijo Connie.
—¿Cómo es posible?
Un ave nocturna cantó en un árbol cercano.
Una música tenue venía de una de las casas. Esta vez Harry identificó la melodía. A String of Pearls.
A una manzana, un perro lanzó un gruñido solitario.
—¿Cómo es posible que nadie oyera nada? —repitió Harry.
Aún más lejos, un gran camión subía un declive empinado en una autopista distante. El motor sonaba como el bramido de un brontosaurio desplazado en el tiempo.