6

La lluvia había estropeado la mayoría de las rosas, pero algunos capullos habían sobrevivido intactos a la tormenta. Se movían suavemente en la brisa nocturna. Los pétalos recibían la luz de las ventanas de la cocina y parecían magnificarla, reluciendo como si fueran radiactivos.

Ricky se sentó a la mesa de la cocina, de donde había sacado sus herramientas y actuales proyectos. Había terminado de cenar una hora antes y bebía oporto. Necesitaba un buen trago.

Antes de que le dispararan, Ricky no era un gran bebedor, pero cuando bebía sus preferencias eran el tequila y la cerveza. Un trago de Sauza y una botella de Tecate eran su mayor refinamiento. Después de haber sufrido tantas operaciones abdominales, sin embargo, un sorbo de Sauza —o cualquier otra bebida fuerte— le provocaban una acidez y una irritación estomacal que le duraban casi todo el día. Lo mismo pasaba con la cerveza.

Aprendió que podía resistir bastante bien los licores dulces, pero embriagarse con Baileys Irish Cream, crema de menta o Midori requería la ingestión de tanto azúcar que se le pudrirían los dientes antes que su hígado sufriera el menor daño. Los vinos comunes tampoco le sentaban bien, pero el oporto resultó la elección atinada, tan dulce como para no afectar sus delicadas vísceras pero no tanto como para inducir diabetes.

El buen oporto era la única concesión que se hacía. Bien, el buen oporto y una que otra dosis de autocompasión.

Observando las rosas que se movían en la noche, a veces concentraba la mirada en un punto más cercano y miraba su reflejo en la ventana. Era un espejo imperfecto que le revelaba un semblante descolorido y transparente como el de una ánima en pena; pero tal vez fuera un reflejo acertado, porque Ricky era un fantasma de lo que había sido y en cierta forma ya estaba muerto.

Tenía una botella de Taylor’s en la mesa. Se sirvió más oporto y bebió un sorbo.

No le pareció que la cara en la ventana fuera la suya. Antes que le dispararan, había sido un hombre feliz, poco dado a la introspección y las cavilaciones. Incluso durante su recuperación y la rehabilitación, había conservado el sentido del humor, un optimismo que no se oscurecía con el dolor.

Su cara se había convertido en la cara de la ventana sólo cuando Anita le abandonó. Más de dos años después, aún le costaba creer que ella se hubiera ido, y afrontar esa soledad le estaba destruyendo con más contundencia que las balas.

Alzando la copa, Ricky intuyó algo malo cuando se la acercó a los labios. Tal vez detectó la falta de aroma a oporto, o el olor tenue y nauseabundo que lo había reemplazado. Se detuvo cuando estaba por sorber el líquido y vio lo que contenía la copa: un par de gordos y húmedos gusanos entrelazados que culebreaban lánguidamente.

Gritó sobresaltado y soltó la copa. Como estaba a poca distancia de la mesa, no se rompió. Pero cuando se volcó, los gusanos cayeron sobre el pino bruñido.

Ricky echó la silla hacia atrás, parpadeó.

Y los gusanos desaparecieron.

Sobre la mesa relucía el oporto derramado.

Se quedó petrificado, las manos en los brazos del sillón, mirando incrédulamente el charco de oporto rojo.

Estaba seguro de haber visto los gusanos. No estaba imaginando cosas. No estaba ebrio. Demonios, ni siquiera había empezado a sentir el oporto.

Recostándose en la silla, cerró los ojos. Aguardó un par de segundos. Miró. El vino aún relucía sobre la mesa.

Vacilando, tocó el charco con el índice. Estaba húmedo, era real. Se frotó el índice contra el pulgar, dejando caer una gota de vino sobre su piel.

Miró la botella para cerciorarse de no haber bebido más de lo que creía. La botella era oscura y tuvo que ponerla al trasluz para ver el nivel del líquido. Era una botella nueva, y la línea del oporto estaba por debajo del cuello. Sólo se había servido dos copas.

Tan sorprendido por lo que había ocurrido como por la imposibilidad de explicarlo, Ricky fue al fregadero, abrió el armario y sacó un trapo húmedo que colgaba detrás de la puerta. Regresó a la mesa y secó el vino derramado.

Le temblaban las manos.

Se enfadó consigo mismo por sentir miedo, aunque el origen del miedo era comprensible. Temía haber sufrido lo que los médicos llamarían un «pequeño episodio cerebral», una apoplejía menor cuyo único síntoma era la fugaz alucinación de los gusanos. Lo que más había temido durante su larga convalecencia era una apoplejía.

La aparición de coágulos de sangre en las piernas y en torno de las suturas de las venas y arterias reparadas era un peligroso efecto lateral potencial de la cirugía abdominal a que lo habían sometido, y la prolongada convalecencia que siguió. Si un coágulo se desprendía y llegaba al corazón, podía ocasionarle una muerte repentina. Si en cambio llegaba al cerebro, obstruyendo la circulación, podía producir parálisis total o parcial, ceguera, pérdida del habla y una aterradora destrucción de la capacidad intelectual. Sus médicos le habían medicado para inhibir los taponamientos, y las enfermeras le habían sometido a un programa de ejercicios pasivos aún cuando estaba obligado a permanecer tendido de espaldas; pero no había pasado un solo día de su larga recuperación sin temer que de pronto se hallara incapaz de moverse o hablar, sin saber dónde estaba, sin poder reconocer a su esposa ni su propio nombre.

Al menos entonces había tenido el consuelo de saber que Anita estaría allí para cuidarle. Ahora no tenía a nadie. Tendría que vérselas solo con la adversidad. Si una apoplejía le dejaba mudo y tullido, quedaría a merced de extraños.

Aunque ese temor era comprensible, también era irracional. Estaba curado. Tenía sus cicatrices, claro. Y su ordalía había cobrado un alto precio. Pero no estaba más enfermo que la mayoría de los demás, y quizás estuviera más sano que la mayoría. Habían pasado más de dos años desde su operación más reciente. Sus probabilidades de sufrir una embolia cerebral sólo eran las habituales para un hombre de su edad. Treinta y seis años. Un hombre tan joven rara vez sufría apoplejía. Estadísticamente, era más probable que muriese en un accidente o, incluso, partido por un rayo.

No temía tanto la parálisis, la afasia, la ceguera o cualquier otra dolencia física. Temía la soledad y era extraño que los gusanos le hubieran indicado hasta qué punto estaría solo si sucedía algo malo.

Resuelto a no dejarse dominar por el miedo, Ricky apartó el trapo manchado de vino y enderezó la copa volcada. Se sentaría a pensar con otro trago en la mano. La respuesta sería obvia cuando pensara en ello. Había una explicación para los gusanos, tal vez un efecto de luz pudiera repetirse al sostener la copa de tal modo, recreando las circunstancias precisas de la ilusión.

Cogió la botella de Taylor’s y la inclinó hacia la copa. Por un momento, aunque la había examinado a trasluz un instante atrás para verificar el nivel del vino, temió que la botella vertiera aceitosos nudos de gusanos movedizos. Sólo vertió oporto.

Depositó la botella y alzó la copa. Al llevársela a los labios, titubeó, asqueado por la idea de beber de una copa que había contenido gusanos relucientes de mucosa.

La mano le tembló de nuevo, la frente se le perló de transpiración, y se maldijo por ser tan necio. El vino se derramó contra los costados de la copa, chispeando como una gema líquida.

Se lo llevó a los labios, bebió un sorbo. Sabía dulce y limpio. Bebió otro sorbo. Delicioso.

Soltó una risita trémula.

—Idiota —se dijo, y se sintió mejor al burlarse de sí mismo.

Pensando que unos frutos secos acompañarían bien el oporto, dejó la copa y fue hasta el armario donde guardaba latas de almendras y nueces y paquetes de Che-Cri Cheese Crispies. Cuando abrió la puerta, el armario estaba lleno de tarántulas.

Con una rapidez y agilidad que no había experimentado en años, retrocedió, tropezando con la repisa a sus espaldas.

Seis u ocho enormes arañas trepaban sobre latas de almendras Blue Diamond y nueces Planters, explorando las cajas de Che-Cri. Eran descomunales, mayores que las tarántulas normales; espasmódicos habitantes de la peor pesadilla de un aracnófobo.

Ricky cerró los ojos. Los abrió. Las arañas aún estaban allí.

Por encima de las palpitaciones de su corazón y sus ruidosos resuellos, oía el roce de las patas velludas de las tarántulas contra el celofán de los paquetes. El ruido quitinoso de las patas o mandíbulas contra las pilas de latas. Un siseo sordo y maligno.

Pero entonces comprendió que interpretaba mal el origen de esos sonidos. Los ruidos no venían del armario abierto sino de los armarios que tenía encima y detrás.

Miró por encima del hombro las puertas de pino, detrás de las cuales sólo debía haber platos y cuencos, tazas y platillos. Un bulto expansivo las empujaba hacia afuera. Sin darle tiempo a moverse, las puertas se abrieron de par en par. Un alud de serpientes le llovió sobre la cabeza y los hombros.

Gritando, trató de correr. Resbaló en la movediza alfombra de serpientes y cayó entre ellas.

Serpientes delgadas como látigos, serpientes gruesas y musculosas, serpientes negras y verdes, amarillas y pardas, lisas y manchadas, de ojos rojos y amarillos; algunas con capuchón de cobra, alertas y amenazadoras, agitando la lengua, siseando, siseando. Tenía que ser un sueño. Una alucinación. Una culebra negra de un metro de longitud le mordió, cielo santo, le asestó una dentellada en el dorso de la mano izquierda, clavándole los colmillos, sacándole sangre y aún así parecía un sueño, una pesadilla, excepto por el dolor.

Nunca había sentido dolor en un sueño y menos tan penetrante. Una picazón aguda le cubrió la mano izquierda, y un aguijonazo aún más agudo le recorrió el brazo como una descarga eléctrica.

No era un sueño. Esto estaba pasando. De algún modo. ¿Pero de dónde venían?, ¿de dónde?

Unas sesenta serpientes reptaban sobre él. Otra más lo atacó, le hundió los colmillos en la manga de la camisa y le atravesó el antebrazo izquierdo, triplicando el dolor que ya sentía. Otro mordisco en el calcetín, una dentellada en el tobillo.

Se levantó, y la serpiente que le había mordido el brazo se cayó, como la del tobillo, pero la que le hundía los colmillos en la mano izquierda no cejaba, como si estuviera clavada. La aferró, trató de arrancarla. La punzada fue tan intensa y caliente que casi se desmayó, pero la culebra siguió asida a su mano sangrante.

Un remolino de serpientes siseaba y caracoleaba a su alrededor. No vio ni oyó serpientes de cascabel. Tenía muy pocos conocimientos para identificar las demás especies, no sabía cuáles eran venenosas, ni siquiera si alguna lo era, incluyendo las que le habían mordido. Venenosas o no, le morderían de nuevo si no se movía deprisa.

Tomó una cuchilla de la pared. Cuando golpeó el brazo izquierdo contra la repisa, la implacable culebra negra quedó tendida sobre los azulejos. Ricky alzó la cuchilla, la bajó con fuerza, cortó la serpiente y la hoja de acero rechinó contra la superficie de cerámica.

La espantosa cabeza aún seguía clavada en su mano, arrastrando unos pocos centímetros del cuerpo negro, y los ojos relucientes lo miraban como si estuvieran vivos. Ricky soltó la cuchilla y trató de abrir la boca de la culebra, separar esos dientes largos y curvos. Gritó y maldijo, rabioso de dolor, siguió forcejeando en vano.

Las serpientes del suelo se excitaron con los gritos.

Ricky se lanzó hacia el pasillo, apartando serpientes a puntapiés. Algunas ya estaban tensas e intentaron morderlo, pero los gruesos pantalones caqui le protegieron.

Temía que se le enroscaran en los zapatos, le entraran por las perneras, pero llegó al pasillo a salvo.

Las serpientes no le perseguían. Dos tarántulas habían caído del armario de alimentos a la pesadilla herpetológica del suelo, y las serpientes competían por ellas. Las patas frenéticas de los arácnidos desaparecieron bajo una oleada de escamas.

¡Tump!

Ricky brincó de sorpresa.

¡Tump!

Hasta ahora no había asociado el extraño ruido que le había inquietado tiempo antes con las arañas y serpientes.

¡Tump!

¡Tump!

Alguien estaba jugando con él desde entonces, pero esto ya no era un juego. Esto era absolutamente serio. Imposible, fantástico como un sueño, pero serio.

¡Tump!

Ricky no lograba identificar el origen de los golpes, ni siquiera precisar si sonaban abajo o arriba. Las ventanas reverberaban y los ecos de cada golpe vibraban huecamente en las paredes. Intuyó que algo se acercaba, algo peor que las arañas y serpientes, algo que no quería afrontar.

Jadeando, con la cabeza de la culebra negra aún colgada de la mano izquierda, Ricky se alejó de la cocina y enfiló hacia la puerta principal.

El brazo mordido le palpitaba horriblemente con cada latido de su acelerado corazón. Cielo santo, un corazón acelerado propagaba el veneno a mayor velocidad si había veneno. Tenía que calmarse, inhalar despacio, caminar en vez de correr, ir a casa de un vecino, llamar al 911 y obtener atención médica de emergencia.

¡TUMP!

Podía usar el teléfono del dormitorio, pero no se animaba a entrar. Ya no confiaba en su propia casa, lo cual era descabellado. Sí, una locura, pero tenía la sensación de que el lugar había cobrado vida volviéndose contra él.

¡TUMP, TUMP, TUMP!

La casa temblaba como si cabalgara a lomos de un terremoto desbocado, haciéndole tambalear y rebotar contra la pared.

La estatua de cerámica de la Sagrada Virgen se cayó de la mesa donde él había instalado un altar semejante a todos los altares que su madre tenía en casa. Desde que le habían disparado, el miedo le había inducido a escoger esa protección de su madre contra las crueldades de este mundo. La estatua se estrelló contra el suelo y se hizo añicos.

El recipiente de vidrio rojo donde estaba la vela votiva rebotó en la mesa, y sombras espectrales bailotearon en la pared y el techo.

¡TUMPTUMPTUMPTUMPTUMP!

Ricky estaba a dos pasos de la puerta principal cuando el suelo de roble crujió, se elevó y se rajó con estruendo. Ricky cayó hacia atrás.

Algo surgió del subsuelo del bungalow, partiendo el suelo como una cáscara de huevo. Por un instante el vendaval de polvo, astillas y tablones le impidió ver lo que había nacido en el pasillo.

Luego Ricky vio a un hombre en el agujero, los pies plantados en la tierra, bajo el suelo de la casa. A pesar de estar debajo de Ricky, ese sujeto se erguía sobre él, inmenso y amenazador. El pelo y la barba ensortijados eran una maraña mugrienta, y las partes visibles de su cara presentaban horrendas cicatrices. Su impermeable negro ondeaba como una capa en una ráfaga que nacía en el subsuelo y soplaba entre los tablones rotos.

Ricky supo que se enfrentaba al vagabundo que Harry había visto nacer de un remolino. Todo encajaba con la descripción, excepto los ojos.

Cuando escrutó esos ojos grotescos, Ricky se quedó petrificado entre los fragmentos de la Santa Virgen, paralizado por el miedo y por la certeza de que se había vuelto loco. Aunque hubiera seguido retrocediendo o hubiera dado media vuelta para correr hacia la puerta trasera, no habría escapado, porque el vagabundo trepó desde el agujero hasta el pasillo con la celeridad de una serpiente. Aferró a Ricky, lo levantó del suelo con un vigor inhumano, irresistible y le aplastó brutalmente contra la pared.

Cara a cara, sintiendo el hediondo aliento del vagabundo, Ricky miró esos ojos y sintió tanto terror que no pudo gritar. No eran los estanques de sangre que había descrito Harry. No eran ojos. En las profundas cuencas anidaban dos cabezas de serpiente, con dos ojillos amarillos en cada una, agitando sus lenguas bífidas.

«¿Por qué yo?», se preguntó Ricky.

Como muñecos de resorte en una caja de sorpresas, las serpientes brincaron de las cuencas del vagabundo y le mordieron la cara.