El Honda de Harry estaba aparcado cerca del edificio municipal, bajo un farol.
Las mariposas nocturnas que habían llegado después de la tormenta revoloteaban cerca de la luz. Sus sombras enormes y distorsionadas aleteaban sobre el coche.
Mientras se dirigían hacia el automóvil, Connie insistió:
—La misma pregunta. ¿Y ahora qué?
—Quiero entrar en la casa de Ordegard y echar un vistazo.
—¿Para qué?
—No tengo la menor idea. Pero es lo único que se me ocurre. A menos que tengas otra sugerencia.
—Ojalá.
Cuando se acercaron al coche, Connie vio algo que colgaba del espejo retrovisor, algo rectangular que relucía con un resplandor tenue, más allá del enjambre de mariposas que revoloteaba sobre el parabrisas. No recordaba haber visto ningún adorno colgado del espejo.
Entró en el coche y examinó el rectángulo plateado antes que Harry. Colgaba de una cinta roja de la varilla del espejo. Al principio no entendió qué era. Lo tomó con la mano, lo puso a contraluz y vio que era una hebilla artesanal labrada con motivos del Sudoeste.
Harry se sentó al volante, cerró la puerta y vio lo que ella sostenía en la mano.
—Santo cielo —exclamó Harry—. Santo cielo, Ricky Estefan.