21 de Martillo, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)
Geran veía pasar los tejados bajo sus pies a toda velocidad mientras Sarth lo llevaba lejos del templo del Príncipe Agraviado. A sus espaldas, las llamas se elevaban hacia el cielo nocturno, consumiendo el tejado del edificio, y el ruido del fuego (un rugido monótono e informe, entremezclado con los constantes estallidos y el crepitar de los combustibles que se incendiaban en el interior) lo invadió todo. Miró hacia abajo justo en el momento en que Sarth conseguía evitar a duras penas una chimenea, e hizo una mueca, temiendo caer al vacío. La última vez que lo habían llevado por los aires de aquella manera, había luchado por su vida contra una gárgola. Pero Sarth consiguió mantenerlos a ambos en el aire, apretando los dientes por el esfuerzo que le suponía llevar a Geran. En pocos segundos, el tiflin volvió a tocar suelo, a dos manzanas del templo, y soltó al mago de la espada.
—Es… mucho más difícil… que utilizar el conjuro sólo para mí —jadeó Sarth. Se inclinó, apoyando las manos en las rodillas—. Disculpa… por no haberte pedido… permiso antes de… llevarte por los aires.
—No te preocupes por eso —respondió Geran—. Una multitud estaba a punto de atacarnos; apruebo tu decisión.
—¿Seguimos adelante… con lo planeado?
—Eso creo, y cuanto antes mejor. No esperaba que tantos Puños Cenicientos fueran a responder a nuestro ataque al templo. Claro está que no había esperado tener que quemar el lugar hasta los cimientos.
Geran y Sarth habían decidido que sería más conveniente marcharse a Thentia lo antes posible después de ocuparse de Valdarsel. Aunque Geran deseaba empezar a conspirar contra Rhovann, temía que si se quedaba en Hulburg, los hombres de Marstel pudieran poner la ciudad patas arriba con tal de encontrarlo; si permitía que la noticia de su marcha a Thentia se extendiera por todas partes, los soldados del usurpador no perderían el tiempo intentando sacarlo de su escondite.
—Querías enviarles un mensaje contundente a tus enemigos. La destrucción del templo desde luego contribuye a ello. —Sarth volvió a respirar hondo y se enderezó—. Tú primero.
—Nuestras monturas esperan.
El mago de la espada miró a su alrededor para orientarse; estaban en el pequeño callejón que había entre la calle Mayor y la calle del Tablón, no muy lejos del almacén de Erstenwold. Comenzó a andar con paso ligero, tras haber echado un ligero vistazo calle arriba y calle abajo, pensando que parecerían menos sospechosos si se encontraban con algún puesto de vigilancia. Geran había preparado la huida comprando dos caballos el día anterior y metiéndolos en un viejo almacén abandonado, cerca de la intersección entre la calle del Mercado y el camino de Keldon, con sus correspondientes arreos, arneses y provisiones. Con suerte, en un cuarto de hora ya habrían montado y estarían de camino, mucho antes de que se pudiera organizar una persecución. Por supuesto, los soldados de Marstel esperarían que huyeran en dirección oeste por los caminos, pero Geran confiaba en perder a sus perseguidores en los páramos.
Torcieron hacia el oeste en la calle del Carro; Geran echó un vistazo hacia atrás, en la dirección donde se podía ver la brillante humareda anaranjada que se elevaba desde el templo en llamas, por encima de los tejados. Varias figuras oscuras se arremolinaban a unos doscientos metros calle abajo. No podía saberlo a ciencia cierta a aquella distancia, pero parecía como si varios grupos se estuvieran preparando para peinar las calles en su busca. Apresuró el paso, dirigiéndose hacia la calle del Pez, para tomar un atajo hacia el lugar donde esperaban las monturas y mantenerse fuera de su vista.
Se oyó un ruido metálico sordo que provenía de la dirección opuesta, y cuatro de los guerreros grises doblaron de repente la esquina en una carrera silenciosa; sus manazas asían firmemente las alabardas. Geran y Sarth se quedaron helados; habían estado vigilando la retaguardia por si los perseguían, pero no esperaban a nadie por delante. Durante un instante, Geran tuvo la esperanza de que las criaturas simplemente acudieran a toda prisa al escenario de la lucha, pero los monstruos grises cambiaron de rumbo en el preciso momento en que vieron a los dos fugitivos y bajaron las alabardas para cargar.
—¡A por ellos! —le dijo el mago de la espada a su amigo—. ¡No podemos permitir que nos sigan hasta los caballos!
Geran desenvainó y avanzó a la carrera para enfrentarse al primero de los guardias. La criatura echó hacia atrás sus gruesos brazos y lo embistió con la alabarda; le lanzó una potente pero torpe estocada con la que podría haber atravesado un muro, pero Geran sencillamente se hizo a un lado. En un único y fluido movimiento, rodó a lo largo del mango del arma, se agachó y le clavó a aquella cosa la espada, con la punta hacia arriba, bajo las costillas del costado derecho. Casi cuarenta centímetros de acero desaparecieron en su carne grisácea. Sacó la espada y se apartó con un giro rápido, buscando al siguiente enemigo…, pero la corpulenta criatura a la que acababa de atravesar apoyó el peso sobre el pie que tenía más adelantado y, realizó un potente barrido con la alabarda; Geran sólo lo evitó dejándose caer hacia atrás, con lo que quedó sentado en el suelo. Se puso en pie con dificultad, se agachó hacia la izquierda y embistió para atravesar la zona inferior del torso, justo por debajo de la armadura que protegía la parte central del cuerpo. La espada de acero atravesó la carne de la criatura con un ruido sordo, como si hubiera atravesado un bloque de arcilla húmeda; al mover la hoja, dejó un enorme corte de bordes finos, pero sólo salieron unas cuantas gotas de icor de una herida que hubiera destripado a cualquier enemigo mortal. La criatura alzó la alabarda para golpear de nuevo y, esa vez, Geran se vio obligado a gatear para alejarse de aquel ataque al mismo tiempo que otro guardián trataba de ensartarlo desde un lateral.
—¡No sangran! —exclamó, frustrado—. ¡Es como abrir tajos en el barro!
Sarth abrasó a uno de los monstruos con un fuerte chorro de fuego. La carne arcillosa se endureció con el calor y después fue haciéndose pedazos a medida que el ingenio avanzaba y le lanzaba golpes con la alabarda. El hechicero se agachó y retrocedió. La criatura no les prestó atención los enormes trozos de su cuerpo que se deshacían y caían sobre los adoquines cubiertos de nieve, sino que siguió atacando a Sarth.
—Tampoco es que ardan demasiado bien —rugió el tiflin—. De hecho, parece difícil hacerles daño.
Geran decidió que no tenían tiempo para cortar en pedazos a aquellas cosas o para cocerlas hasta que quedaran inmóviles. No podían permitirse demorarse mucho en su huida. Intercambió una rápida mirada con Sarth y dijo:
—¡Corre! ¡Los perderemos en los callejones!
Apartándose de un salto de los lentos guardias, Geran corrió por la calle del Pez en dirección al primer callejón que vio y se metió a toda velocidad. Sarth lo siguió un paso por detrás. Continuó corriendo en cabeza mientras iban de un patio a otro, saltando vallas y girando a toda velocidad hacia un lado u otro siempre que podían. Rápidamente dejaron atrás a los enormes guardias grises; las criaturas eran lo bastante rápidas en las rectas, pero no les iba tan bien en los giros ni en los lugares estrechos. Geran se dirigió hacia el norte y después hacia el oeste, en dirección al almacén donde había dejado las monturas, y después de unos doscientos metros salieron al camino de Keldon, frente a las torres de piedra verde pulida, que eran conocidas como las Agujas. Hizo una pausa, respirando con dificultad, para inspeccionar las calles por si los perseguían.
Sarth se paró junto a él, jadeando. Entonces, el tiflin rugió y profirió una maldición en una lengua áspera que Geran no conocía.
—¡Vienen dos más por la derecha!
—Maldita sea mi suerte —dijo Geran.
El mago de la espada miró en la misma dirección que Sarth, y vio a las enormes criaturas corriendo hacia ellos. Por desgracia, aquélla era la dirección en la que estaban escondidas las monturas; aquellos dos podrían haber estado apostados al pie del Puente Quemado, o quizá cerca de las puertas de Daggergard. Examinó el lado izquierdo, buscando algún lugar en el que esconderse de los guardias que se acercaban, pero en vez de eso descubrió a otros dos que venían corriendo de aquella dirección. Y en ese momento, oyó también el repiqueteo de las criaturas con las que habían peleado, que se acercaban desde los callejones que tenían detrás. Se dio cuenta, sintiéndose repentinamente mareado, de que eso no era mala suerte, sino coordinación.
—Saben dónde estamos —le dijo a Sarth—. ¡Tienen algún modo de seguirnos!
—Y de comunicárselo unos a otros sin necesidad de hablar —respondió Sarth—. Un encantamiento sutil y poderoso, además de muy útil.
—Realmente útil —murmuró Geran—. Así pues, ¿cómo escapamos de ellos?
—Eso se ha convertido en un problema.
Geran le dedicó a Sarth una mirada funesta.
—Vamos, tenemos que dejarlos atrás. Quizá si les sacamos más ventaja podremos dar un rodeo para volver a por nuestros caballos.
Pasaron corriendo junto a uno o dos edificios más y volvieron a los callejones que estaban al este del camino de Keldon, atravesando a gatas algunas de las calles y de los patios pertenecientes a las casas y las tiendas de los distritos occidentales de Hulburg. Aquella parte de la ciudad no tenía demasiados habitantes, y algunos de los escombros de la vieja ciudad que una vez se había levantado en aquel lugar formaban montones entre los edificios que habían crecido durante las últimas décadas. De vez en cuando, Geran y Sarth se deslizaban y se abrían paso con dificultad a través de montículos de piedras llenos de vegetación mientras intentaban alejarse de los guardianes con yelmo. Esa vez, Geran siguió recto y se dirigió hacia el este hasta el Puente Medio y después giró hacia el sur para cortar por el centro de la ciudad y dirigirse a los muelles, evitando las calles principales; ahora ya no tenían que preocuparse sólo de los ingenios, sino también de las bandas armadas de Puños Cenicientos que rondaban por las calles. Finalmente, se detuvieron cerca del mercado de Jannarsk para inspeccionar las calles colindantes en busca de señales de los guardias grises.
—Creo que los hemos perdido —dijo Geran mientras recuperaban el aliento.
—Quizá —dijo Sarth. El tiflin alzó la vista hacia el cielo—. No falta mucho para que amanezca. Vamos a perder la ocasión de llegar hasta nuestras monturas esta noche.
Geran asintió, mostrándose de acuerdo. Levantó la vista para calcular la hora que era por el color del cielo, y alcanzó a ver brevemente una forma pequeña con alas de murciélago en el hueco que había entre dos edificios. Frunció el entrecejo y desvió la mirada, pero recordó el punto exacto.
—Sarth: ¿ves algo en el tejado de la contaduría que queda a mi derecha? ¿Algo como un murciélago grande? Intenta no mirarlo directamente.
El tiflin giró un poco la cabeza y miró con disimulo.
—Hay algo ahí… —dijo en voz baja—. ¡Ah, un homúnculo! Nos está observando. Eso explicaría por qué nos han seguido tan fácilmente, aunque todavía me pregunto cómo los guardias grises saben lo que está viendo.
—Debe de ser cosa de Rhovann. Es un experto en criaturas alquímicas.
—Sus cuerpos fueron hechos con alquimia, sí, pero la fuerza que los mantiene vivos es otra cosa. Aquí funciona una magia que desconozco.
Geran frunció el entrecejo. Tenía algunos conocimientos de tradiciones arcanas, por supuesto, pero su formación mágica era bastante escasa. Cuando tuvieran más tiempo, debería interrogar a Sarth detenidamente acerca de lo que había observado sobre la magia de Rhovann. Mientras tanto, tenían asuntos más urgentes que atender.
—¿Puedes destruirlo? —preguntó.
—Por supuesto.
El tiflin sujetó el cetro de manera que la pequeña criatura que los observaba desde el tejado no pudiera ver el arma mágica. A continuación, se volvió y pronunció las palabras de un poderoso conjuro. Salió disparado un rayo brillante que dio de lleno a la criatura; ésta dejó escapar un graznido de sorpresa antes de explotar y quedar reducida a una masa de arcilla húmeda y un icor de color oscuro.
Geran le dio unas palmaditas en el hombro al tiflin.
—Ese pequeño espía ya no volverá a molestarnos. Ahora, mientras nadie nos observa, creo que es el momento de separarnos. Nuestros enemigos nos están buscando a los dos juntos y…, perdóname por el atrevimiento, pero… tú destacas mucho más que yo. Si emprendes el vuelo sin intentar llevarme a cuestas, dudo mucho que puedan cogerte. Dirígete a Thentia lo más rápidamente que puedas, y ocúpate de informar a Kara de todo lo que hemos averiguado acerca de los guardias de Rhovann. Mucho me temo que serán unos obstáculos formidables en nuestro plan para liberar la ciudad.
Sarth hizo una mueca de disgusto, pero asintió. El tiflin era bastante pragmático cuando la ocasión lo requería.
—Muy bien. ¿Qué harás tú?
—Voy a intentar nuevamente ir a por las monturas. —Agarró a Sarth por el brazo, a la manera del saludo guerrero—. Ahora, márchate. Te veré en Thentia.
—Ten cuidado, Geran —dijo Sarth.
El tiflin miró a su alrededor y sus ojos emitieron un brillo rojizo en la oscuridad. Murmuró las palabras del conjuro de vuelo y en pocos segundos salió disparado en dirección al cielo, giró hacia el oeste y desapareció a la velocidad del rayo.
Geran oyó un alboroto a sus espaldas. Se asomó desde la esquina de un edificio y vio a una banda de Puños Cenicientos que iban hacia él. Se volvió rápidamente y corrió en dirección opuesta, haciendo lo posible por permanecer bajo los aleros de los tejados y los toldos, por si acaso alguno de los homúnculos de Rhovann andaba rondando por allí. Entró a toda prisa en el callejón más cercano y se dirigió hacia el oeste, hacia la plaza que estaba junto al enorme edificio del Consejo Mercantil. Se detuvo entre una taberna y una panadería, en la calle del Carro, a un tiro de piedra del Consejo Mercantil, y se atrevió a echar un cauto vistazo calle arriba y calle abajo.
A su derecha, un par de guardias con yelmo estaban inspeccionando el área tras sus viseras ciegas, cerca del centro de la pequeña plaza. A su izquierda, otro grupo de Puños Cenicientos con lámparas subía a toda prisa desde los muelles. Profirió una maldición en voz baja y volvió a ocultarse, esperando a que pasaran los mercenarios extranjeros.
—Al menos las criaturas grises no han venido a por mí esta vez —murmuró para sí mismo. Quizá Sarth se las había arreglado para cegar a sus perseguidores durante un tiempo al destruir a la criatura alada.
Dentro de la panadería, pudo oír el repiqueteo de la leña y las sartenes mientras el panadero y sus ayudantes comenzaban a calentar los hornos. El amanecer estaba cerca, y no quería que lo pillara moviéndose sigilosamente por Hulburg. A plena luz del día, podría confundirse entre la multitud, pero no estaba del todo seguro de si podría evitar a los monstruos de Rhovann indefinidamente. ¿Qué era lo que había dicho el enano el día anterior? ¿Las criaturas notaban la presencia de aquellos a los que buscaba Rhovann? Si había la más mínima posibilidad de que eso fuera cierto, podría encontrarse en el centro de una red que se fuera cerrando rápidamente aunque consiguiera dejar atrás a los guardias con yelmo que se encontrara.
Los Puños Cenicientos pasaron junto a su escondite lanzando apenas una mirada superficial al callejón que había entre los edificios. Se dio cuenta de que estaban preparándose para cerrar la ciudad. Miró a la izquierda, hacia la bahía, donde estaba el complejo amurallado de la Casa Sokol. Por el momento, el camino estaba despejado.
A lo lejos oyó el traqueteo y los gritos de una patrulla de la Guardia del Consejo entrando en la zona en la que acababa de estar.
—Puños Cenicientos, los ingenios de Rhovann, y ahora los hombres del falso harmach —murmuró.
Cada vez parecía menos posible escapar de Hulburg, ya fuera con o sin montura y provisiones. Necesitaba un lugar en el que esconderse durante el día. No podía ir a Erstenwold; probablemente, los hombres de Marstel lo buscarían allí. Tal vez fuera útil la tienda del hojalatero, pero podrían verlo cuando intentara escabullirse de todos los que lo estaban buscando. Necesitaba algún lugar cercano… Volvió a mirar hacia el complejo Sokol, al final del camino de Keldon. Estaba cerca, y como Casa con representación en el Consejo Mercantil, disfrutaba de protección contra la autoridad del harmach. Además, estaba convenientemente situado en la parte occidental de la ciudad, lo cual le facilitaría la huida cuando volviera a intentarlo. La cuestión era si podía confiarle su vida a Nimessa Sokol.
No lo había traicionado cuando se había introducido a hurtadillas en Hulburg hacía varias semanas, pero había bastante diferencia entre cerrar los ojos a sus idas y venidas, y refugiarlo de los soldados del harmach después de un ataque a cara descubierta al templo de Cyric.
Antes de que pudiera pensárselo mejor, atravesó la calle a la carrera y fue a toda prisa hacia el complejo Sokol por el camino de Keldon. Tuvo cuidado de no entrar en el campo de visión de la puerta principal, que seguramente estaría custodiada por hombres de armas de los Sokol; cuanta menos gente supiera dónde estaba, mejor para todos. En su lugar, se dirigió a la calle que iba por detrás del patio amurallado, se concentró en la parte superior de la muralla y usó su conjuro de teletransportación para llegar hasta allí. Se dejó caer al interior rápidamente, se dirigió hacia la acogedora casa de Nimessa y llamó suavemente a la puerta.
Al principio no hubo respuesta, y Geran comenzó a preguntarse si Nimessa no habría vuelto a Phlan antes de las grandes heladas. Pero entonces oyó unos pasos que se aproximaban a la puerta. Un instante más tarde, un ayuda de cámara con el pelo entrecano abrió una pequeña mirilla para observarlo. Miró a Geran y frunció el ceño.
—¿Quién eres? —dijo, susurrando con voz áspera—. ¿Qué te trae a este lugar?
Geran no tenía intención de desvelar su identidad a menos que fuera absolutamente necesario.
—Tengo un mensaje urgente para lady Nimessa —dijo—. ¿Podrías despertarla, por favor?
—¿Tienes idea de la hora que es? —preguntó el ayuda de cámara.
—Sé que aún no han dado las cuatro después de medianoche, pero, créeme, querrá oír lo que tengo que decirle.
El anciano lo miró, ceñudo.
—Tendrás que ser más comunicativo, joven señor. No estoy dispuesto a permitirle la entrada a un extraño a la casa de mi señora en medio de la noche, especialmente si se niega a decirme su nombre. ¡Ahora márchate antes de que llame a nuestros guardias!
Geran frunció el entrecejo mientras pensaba qué podía decirle al sirviente para convencerlo de que despertara a la señora de la casa. Pero oyó un leve susurro detrás del hombre.
—¿Quién está en la puerta, Barrad? —dijo Nimessa desde el interior.
El ayuda de cámara fulminó a Geran con la mirada y apartó la vista para contestar.
—Un hombre de armas que dice tener un mensaje para ti, mi señora —respondió—. No es uno de los nuestros y se ha negado a identificarse. Estaba a punto de decirle que volviera por la mañana.
—Puedes déjalo entrar —contestó—. A fin de cuentas, ya me han despertado dos veces esta noche.
Geran oyó unos pasos ligeros en el interior, una breve conversación entre murmullos, y a continuación el ayuda de cámara Barrad abrió la puerta y lo invitó a pasar con un gesto. Entró y se encontró en un acogedor vestíbulo decorado con suntuosos paneles de madera; había una sala de estar a la derecha, y un comedor a la izquierda. Nimessa Sokol estaba en la escalera que conducía al piso superior, vestida con un camisón y envuelta en una manta para resguardarse del frío invernal. Llevaba la rubia melena suelta, y lo miró, ligeramente curiosa, con aquellos ojos de color azul verdoso. Se dio cuenta de que tenía una mano metida bajo la manga del brazo contrario. Entre sus dedos percibió el brillo de la madera oscura; tenía una varita lista por si resultaba ser menos inofensivo de lo que decía.
Se echó atrás la capucha y alzó la vista, para mirarla a los ojos.
—Lamento haberte despertado, Nimessa, pero me temo que necesito tu ayuda —dijo.
Ella lo miró más de cerca, y abrió los ojos como platos al reconocerlo.
—Me lo puedo imaginar —contestó. Volvió a meterse la varita en la manga y bajó corriendo los últimos escalones—. ¿Estás herido? ¿Te has visto envuelto en los problemas que están sucediendo en la ciudad esta noche?
Geran bajó la vista para mirarse. Se dio cuenta de que estaba magullado y sangraba por varios sitios, donde las púas de las cadenas espectrales de Valdarsel se habían enganchado. Le dolía el hombro y la espalda en el lugar en el que la espada curva del guardia lo había enganchado. Entonces comprendió que tenía el aspecto de un rufián que acabase de salir de un motín. No le extrañaba no haber causado muy buena impresión al ayuda de cámara.
—Unos cuantos arañazos —dijo—. Por lo demás, estoy bien. —Desvió la mirada hacia Barrad brevemente antes de decir nada más.
Nimessa cogió la indirecta. Miró a su sirviente y dijo:
—Barrad, puedes volver a la cama; estaré bien.
—Como queráis, mi señora —contestó Barrad.
El ayuda de cámara miró a Geran con desconfianza, pero hizo una reverencia y se retiró.
Nimessa esperó a que el anciano sirviente se marchara antes de volverse hacia Geran, con el ceño ligeramente fruncido.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con urgencia—. ¡Deberías estar bien lejos de Hulburg!
—Los seguidores de Cyric atacaron a mi familia en Thentia —respondió—. Tenía que ajustar cuentas con Valdarsel.
—Nos enteramos de eso, por supuesto, pero no me puedo creer que te hayas atrevido a venir a Hulburg solo. Debes de estar loco. —Se acercó para inspeccionar los cortes y la ropa hecha jirones, y su gesto expresó preocupación—. Esto no es un arañazo. Iré a por vendas.
—No es nada —dijo Geran, pero hizo una mueca de dolor cuando ella le hurgó en un corte profundo que tenía en el dorso de la mano izquierda.
Nimessa enarcó una ceja y fue corriendo a lo que él adivinó que sería la cocina. Oyó el crujir de los armarios al abrirse y cerrarse. Poco después, volvió con un barreño de agua caliente y un rollo de vendas de lino.
—¿Tienes algo que ver con el incendio del templo del Príncipe Agraviado, entonces? —preguntó—. Mis hombres me despertaron hará una hora para contarme que el lugar se estaba quemando hasta los cimientos. —Lo cogió por el brazo y lo llevó a la sala de estar adyacente.
Hizo un gesto de asentimiento.
—No tenía intención de quemar el lugar, pero no lamento su destrucción.
—¡Por Selune!, ¿qué has hecho? Han puesto media ciudad patas arriba para encontrar a los que quemaron el templo. —Lo llevó hasta un diván y se sentó junto a él, sumergiendo una venda limpia en el agua para limpiarle las heridas—. ¿Valdarsel estaba allí? ¿Qué ha ocurrido?
—Valdarsel está muerto —dijo—. Algunos de sus guardias y acólitos también, supongo.
—¿Has matado al alto prelado? —preguntó, asombrada.
Nimessa frunció el entrecejo y apartó la vista, pensando rápidamente en las consecuencias de esas acciones. Después de un instante, dejó escapar un suspiro y lo cogió de las manos.
—Debes huir de Hulburg inmediatamente, Geran. Es demasiado peligroso que te quedes aquí más allá de esta noche.
—Ésa era mi intención. Por desgracia, no había contado con la capacidad de los guardias grises de Rhovann ni con lo alerta que estaban sus espías. No he podido alcanzar el lugar donde había guardado mi caballo para huir a Thentia. De hecho, ahora mismo no me es posible salir a pie. —Se obligó a mirarla a los ojos, que le brillaban debido a la preocupación que sentía por él—. Escucha, Nimessa…, sé que esto te pone en una situación difícil, pero necesito un lugar seguro en el que permanecer oculto un día o dos antes de intentar volver a ponerme en marcha. Lo entenderé si no puedes dejar que me quede. Pero si ése es el caso, debo partir inmediatamente.
—¿Te ha visto alguien entrar aquí? —preguntó.
—Sólo tu ayuda de cámara. Estoy bastante seguro de ello.
—Barrad es de confianza; sabrá guardar el secreto. Aun así, sería prudente que te mantuvieras oculto. La mayoría de mis hombres son leales, pero preferiría no correr el riesgo de que alguien vaya con el cuento a la Guardia del Consejo esperando una recompensa, o simplemente de que diga algo que no debería en la ciudad. —Le puso un vendaje en la mano y pasó a ocuparse de otro rasguño que tenía en la rodilla derecha.
—Lo único que necesito es una plataforma de madera en un rincón oscuro de tu casa —dijo.
Geran cambió de lado y estiró la pierna para que Nimessa pudiera alcanzar la pequeña herida más fácilmente. No se había dado cuenta de lo cansado que estaba; estaba bien poder sentarse un rato, e incluso mejor observar cómo trabajaban las hábiles manos de Nimessa, aunque había momentos en que dolía bastante.
—Esperaré durante el día y veré si las cosas han mejorado por la noche.
Ella sonrió.
—Me temo que no será algo tan heroico como un montón de paja y un mendrugo de pan mientras permaneces escondido en una buhardilla o en un sótano. Tengo una habitación de invitados en la que te puedes quedar todo el tiempo que necesites. Hago algunos negocios en casa, pero nadie sube arriba, salvo Barrad, la criada y yo, y la criada no vendrá hasta dentro de uno o dos días. Mientras no hagas ruido, nadie sabrá que estás aquí.
—¿Estás segura de todo esto?
—Ya he elegido el bando, Geran —dijo—. Marstel es la marioneta del mago, y no confío en Rhovann en absoluto. Puede ser que tenga que ocultar mis simpatías por ahora, pero si la Casa Sokol puede ayudarte a recuperar tu reino, lo hará. No he olvidado que arriesgaste tu vida para rescatarme de Kamoth Kastelmar, o que acabaste con los piratas que habían asesinado a los míos y habían robado nuestros barcos. —Se levantó, esbelta y elegante con su fino camisón, y tiró de él para que se pusiera en pie—. Ven, te enseñaré dónde puedes asearte y dormir. También podrás descansar si lo que planeas es partir al anochecer.
Cogió una pequeña lámpara que había sobre la chimenea y lo condujo al piso superior de la casa. Él la siguió, con el cinto de la espada echado al hombro. El segundo piso era igual de bonito que el primero; tenía un pasillo ancho decorado con media docena de magníficos cuadros. La casa de Nimessa no era exactamente un palacio ni una gran mansión, pero era una residencia acogedora para la cabeza de la Casa Sokol en Hulburg. Geran pensó que los nobles comerciantes del Mar de la Luna cuidaban de los suyos.
Nimessa abrió una puerta al final del pasillo que daba paso a una pequeña habitación con una enorme cama con dosel. Fue a correr las cortinas y comprobó rápidamente que la ropa de cama estuviera bien.
—Han pasado un par de meses desde que alguien utilizó esta habitación por última vez —le explicó—. Espero que no te importe que huela un poco a cerrado.
—Es mucho mejor que un pajar o una buhardilla, que es donde pensaba que pasaría el día. —Dejó el cinto con la espada sobre una silla que había junto al hogar, se quitó la capa y se volvió a mirarla—. Nimessa…, gracias.
—No recuerdo haberte dado las gracias debidamente por salvarme de los piratas de la Luna Negra —dijo ella, sonriendo.
Se inclinó para rozar sus labios perfectos con los de él; la deliciosa sensación lo hizo estremecerse de pies a cabeza antes de que se apartara.
—¿Cómo hacer menos por mi valiente salvador?
Se dirigió hacia la puerta, después de dejar la lámpara sobre un arcón, y se detuvo para sonreírle por encima del hombro. Pero entonces, mientras abría la puerta para salir, Geran se encontró yendo tras ella de modo inconsciente; sencillamente sus piernas lo llevaron hasta Nimessa. Le rodeó la cintura con los brazos y hundió el rostro en sus suaves cabellos dorados a la altura de la nuca, atrayéndola hacia sí. Ella dejó escapar un grito ahogado y comenzó a decir algo, pero él le levantó la barbilla, acercándola a su rostro, y posó los labios sobre los suyos. Ella dudó, temblorosa, pero después respondió; su cálido aliento entró en la boca de él mientras se fundían el uno con el otro.
Geran recordó que hacía tiempo también había besado a Mirya de aquella manera. Durante un breve instante él también dudó, sorprendido por la manera en que habían vueltos aquellos recuerdos cuando Nimessa suspiró entre sus brazos. Se dijo que aquello había quedado muy atrás. Hacía diez años, Mirya había sido su primer amor, pero él había querido algo más de la vida que los estrechos límites de una pequeña ciudad junto a un bosque y el amor de una muchacha cuyo único sueño era vivir la vida en el lugar donde había nacido. La parte racional de su mente sabía que Mirya jamás podría volver a amarlo de aquella manera, no después de haberla abandonado. Fuera lo que fuese lo que su corazón esperaba ahora, no era justo para Mirya —ni para él— imaginar que ella podría volver a sentir lo mismo que entonces. Y si eso era cierto, ¿qué sentido tenía seguir reservándose para ella?
Nimessa lo miró, adivinando sus dudas. Él extendió el brazo deliberadamente para cerrar la puerta y volvió a besarla. Cerró los ojos y expulsó al fantasma de Mirya de sus recuerdos, dejándose llevar por el momento.