20 de Martillo, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)
Tres campanadas después de medianoche, mientras Hulburg dormía, caía una suave nevada. Todavía faltaban cinco horas para que amaneciera, e incluso los juerguistas más decididos habían abandonado las calles y las tabernas. Geran y Sarth permanecían entre las sombras, junto a la puerta que daba al jardín del templo del Príncipe Agraviado, envueltos en el fantasmagórico silencio de la nieve y la ciudad dormida. Parecía que fueran los únicos que estaban despiertos en toda la ciudad, a pesar de que Geran sabía que eso no era posible. Habían visto dos o tres patrullas de guardias del Consejo cuando se dirigían hacia el templo y sus terrenos, y habían evitado al menos a un par de aquellos incansables guerreros con yelmo y piel gris. Los ingenios no prestaban atención a los viandantes durante el día, pero eso no significaba que fueran a hacer caso omiso de dos hombres armados a una hora en la que ninguna persona honesta estaría rondando por ahí.
—No veo protecciones mágicas en el jardín —dijo Sarth en un susurro—. Sin embargo, hay un glifo sobre la puerta, tal como dijiste. Creo que puedo desactivarlo sin hacer mucho ruido.
—Bien —dijo Geran.
Lord Hulmaster desenvainó la espada —una estupenda espada larga con un modesto encantamiento, ya que había dejado su hoja élfica en Thentia— y murmuró las palabras de un conjuro para invocar un fino velo de niebla plateada a su alrededor. El cuillen mhariel, o velo de platacero, era una fuerte defensa contra muchos tipos de ataque, incluidos los ataques mágicos.
—Ya sabes que no necesitas ir más allá. Una vez que asestes el primer golpe, perderás lo que quede de tu neutralidad. Los hombres de Marstel y los ingenios de Rhovann asaltarán tu casa antes de que amanezca.
El tiflin se encogió de hombros.
—Una pérdida lamentable, ya que me gusta bastante el sitio. Pero ya he tomado medidas respecto a las cosas que me importan, y el resto no me preocupa demasiado. —Dudó por un breve instante y añadió—: Geran…, ésta también es tu oportunidad para replanteártelo. Es imposible saber qué tipo de represalias podrías provocar.
El mago de la espada negó con la cabeza. Volvió a ver la imagen de los pasillos de Lasparhall cubiertos de sangre y el rostro macilento de su tío, moribundo y con el cuchillo de un asesino clavado en el corazón. Sabía que no había nada que pudiera deshacer lo que había ocurrido, pero al menos podría asegurarse de que los asesinos de Grigor Hulmaster no tuvieran la oportunidad de volver a matar a ninguno más de sus seres queridos.
—Puede ser que tengas razón, pero Valdarsel no tomará parte en ello —dijo—. Vamos; estamos desaprovechando la noche.
Sarth dejó escapar un suspiro, pero se volvió hacia la puerta y murmuró un conjuro menor de apertura. El pestillo de uno de los extremos emitió un suave chirrido al descorrerse gracias a su magia, y la puerta de hierro forjado se abrió de par en par. Geran la atravesó y recorrió rápidamente el jardín cubierto de nieve que había al otro lado. La mayoría de los edificios de Hulburg estaban hechos de madera sobre fuertes cimientos de piedra, pero el templo había sido construido enteramente de piedra. Tenía ventanas, pero eran una especie de troneras situadas a más de diez metros del suelo, como las de un castillo (demasiado estrechas como para que alguien pudiera introducirse por ellas, tal y como Mirya le había dicho). Se acercó a la puerta trasera del templo y se detuvo cuando el glifo mágico que la guardaba se hizo visible a sus ojos. Pudo sentir la siniestra maldición contenida en el interior de sus líneas y espirales, que emitían un leve brillo. No era que tuviera reparos en intentar desactivar ese tipo de cosas, pero a Sarth se le daban mejor que a él.
Sarth estudió el glifo de cerca durante unos instantes, entornando la mirada.
—Un esfuerzo bastante competente, pero puedo desactivarlo —murmuró.
Comenzó a susurrar las palabras de un contraconjuro, haciendo gestos suaves con la mano mientras trazaba la forma del glifo en el aire con la punta del dedo. El glifo brilló con mayor intensidad, y sus líneas adquirieron una tonalidad verde esmeralda muy intensa antes de apagarse y desaparecer de repente.
—Ya está.
Geran se deslizó hacia delante y posó la mano sobre el picaporte, no sin un leve estremecimiento de miedo. Después de todo, los glifos, los símbolos y ese tipo de cosas podían ser muy peligrosos, pero confiaba en Sarth. Abrió la puerta tan silenciosamente como pudo y se encontró frente a un pasillo de suelo enlosado apenas iluminado por unas pequeñas lámparas de aceite sujetas a la pared. El corredor estaba lleno de puertas hasta donde alcanzaba la vista. Se deslizó hacia el interior; Sarth lo siguió y cerró la puerta.
—Sella la puerta —susurró Geran—. Nadie debe salir por aquí.
—Podríamos quedarnos atrapados —respondió Sarth.
Pero Geran le hizo un gesto de asentimiento, y Sarth susurró las palabras de un conjuro de cierre para evitar que pudieran abrirla de otro modo que no fuera destrozándola con un ariete.
Geran avanzó por el pasillo, observando las puertas mientras lo hacía. Aquélla era la parte más endeble de su plan; no sabía nada acerca de la distribución de los dormitorios de los sacerdotes tras la capilla de Cyric. Sencillamente esperaba que los aposentos de Valdarsel destacaran tras echar un rápido vistazo. Después de todo, el templo no era muy grande, y no era probable que hubiera más de seis o siete habitaciones en la parte que estaba cerrada al público. El pasillo que daba al jardín iba a parar a una intersección en forma de «T», y se detuvo para mirar a izquierda y derecha. A un lado, el nuevo pasillo daba a una gran antesala que conducía a la gran capilla, y a la izquierda vio dos puertas más, incluida una que estaba magníficamente decorada con una talla dorada del emblema de Cyric, la calavera y el rosetón. Se permitió una breve sonrisa ante su buena suerte; ése sería el primer lugar donde mirasen.
Le hizo una seña a Sarth para que lo siguiera y giró a la izquierda, hacia la puerta decorada. Pero de repente oyó el golpeteo de unas garras sobre la piedra y pasos rápidos provenientes de la antesala que tenían detrás. Geran se volvió con rapidez, para encontrarse frente a frente con un terrible demonio de escamas verdinegras y púas que sobresalían de sus hombros, codos, rodillas y cabeza. El monstruo siseó, frustrado al darse cuenta de que le había fallado el ataque sigiloso, y se abalanzó sobre Geran en un torbellino de garras y púas.
El mago de la espada retrocedió un par de pasos, parando los ataques de las garras del monstruo con la espada. El encuentro produjo un agudo sonido metálico e hizo que saltaran chispas.
—Estúpido mortal —rugió el monstruo—. ¿No sabes de quién es esta casa? ¿Creías que los sirvientes del Príncipe Negro iban a dejar el templo desprotegido?
Geran no respondió, aferrándose aún a la esperanza de no hacer demasiado ruido. Siguió luchando en silencio, con gesto adusto, alzando la espada y lanzando estocadas rápidas, con lo que consiguió hacerle dos rasguños al monstruo. Sus escamas eran tan resistentes como una cota de malla, y se dio cuenta rápidamente de que sólo le hacían algo las estocadas más firmes y los mandobles más pesados. Sarth salió al pasillo justo detrás del monstruo y apuntó a la espalda de la criatura con su cetro dorado con runas grabadas…, pero otro demonio apareció en la arcada que daba a la antecámara, al final del pasillo, y se abalanzó sobre el hechicero.
—¡Sarth, detrás de ti! —exclamó Geran.
Se volvió para enfrentarse a la nueva amenaza; el segundo demonio estaba casi encima de él, así que no tenía tiempo para sutilezas mágicas.
—¡Narva saizhal! —exclamó, y de sus dedos extendidos surgieron media docena de lanzas de hielo blanquiazul que salieron despedidas hacia su atacante.
El monstruo gritó de rabia e intentó apartarse de un salto, pero dos de las lanzas se le clavaron en el pecho, aunque las demás pasaron de largo y se hicieron pedazos estrepitosamente en el pasillo. Retrocedió tambaleante y se desplomó sobre el suelo, pero encontró fuerzas para conjurar una bola verde de fuego infernal y lanzársela a Sarth. El tiflin la desvió con un movimiento del cetro; rebotó y volviendo al pasillo que conducía a la puerta trasera, chamuscó las losas del suelo.
Las garras candentes de su adversario traspasaron el escudo mágico de Geran, que siseó cuando le atravesaron el brazo izquierdo. Volvió a concentrarse únicamente en el monstruo que tenía enfrente, lanzándole a su vez un ataque lleno de furia. El acero brilló y resonó cuando el demonio barbudo rechazó el ataque con garras y púas, y le sonrió a Geran con una boca llena de colmillos amarillentos. Comenzó a percibir un tumulto cada vez mayor en el templo cuando los seguidores de Cyric despertaron al oír la batalla que estaba teniendo lugar allí, dando la alarma para despertar al resto de sus compañeros o exigiendo saber qué era lo que estaba ocurriendo. Geran se dio cuenta de que ya no tenía sentido tratar de no hacer ruido. El tiempo era más importante. Teniendo aquello en cuenta, vació su mente para preparar un conjuro de espada y dejó que las palabras arcanas salieran de su boca.
—¡Sanhaer astelie! —exclamó.
Una fuerza sobrenatural invadió sus extremidades. Cuando su enemigo lo atacó de nuevo con las garras, Geran lo cogió por el antebrazo con la mano izquierda, cortándose la palma con las afiladas escamas del monstruo, y se volvió con rapidez para estampar a la criatura contra la pared como si fuera un muñeco de trapo. El yeso se agrietó y los bloques de piedra de la pared se desencajaron a causa del impacto. Antes de que el monstruo pudiera recuperarse, le puso la punta de la espada contra el costado y le atravesó pulmones y corazón, hasta que el filo salió por la costilla opuesta. Con lo último que quedaba de la brutal potencia del conjuro de fuerza, liberó la espada y arrojó a un lado el cadáver del demonio, que se deshizo en una nube de humo sulfurosa.
La puerta decorada con la calavera y el rosetón se abrió. Un hombre rubio, con perilla rojiza y vestido con una túnica negra se detuvo en el umbral, momentáneamente sorprendido. De su cuello colgaba una cadena de plata con el símbolo sagrado de Cyric. Dos soldados con cota de malla negra y espadas curvas, en forma de hoz, se apresuraron a situarse entre él y Geran.
—¿Qué significa todo esto? —inquirió el seguidor de Cyric—. ¿Os atrevéis a profanar el templo del Príncipe Agraviado?
—¿Eres aquel al que llaman Valdarsel? —le preguntó, a su vez, Geran.
El hombre de la túnica negra coincidía bastante bien con la descripción que de él le había dado Mirya, pero Geran jamás lo había visto en persona; mataría gustosamente a todos los seguidores de Cyric de aquel lugar, pero quería asegurarse de que el supuesto alto prelado se encontraba entre ellos.
El hombre entornó la mirada.
—¿Quién eres? —rugió.
—Soy Geran Hulmaster, de la Casa Hulmaster, y tú eres un asesino y un cobarde. Firmaste la carta que ordenaba la muerte de mi tío. Por ello, no vivirás para ver otro amanecer.
—Entonces, eres un necio al desafiarme aquí. —Valdarsel hizo una mueca de desprecio. Miró a los soldados que tenía junto a él—. ¡Matadlo!
Los dos soldados avanzaron hacia el mago de la espada.
—¡Geran, vienen más! —dijo Sarth—. ¡Date prisa!
Geran miró por encima del hombro.
—¡Sarth, mantén a los demás ocupados! —respondió—. ¡Si hace falta, arrasa este lugar!
El mago, a sus espaldas, asintió y liberó una potente onda de fuego dorado que rugió pasillo abajo, haciendo temblar el edificio y llenando el aire de un humo acre. Del corredor llegaron gritos de dolor y de terror. Sarth pronunció las palabras de otro conjuro y lanzó un orbe crepitante de ácido verde hacia la antecámara de la que habían salido los demonios, alcanzando a varios guardias humanos que habían acudido desde su puesto en la puerta principal del templo. La piedra se volvió negra y el ácido crepitó mientras corroía el suelo y las paredes. Se oyeron los cantos de los sacerdotes menores cuando invocaron su propia magia contra Sarth, y el aire crepitó con las ondas del conjuro y el contraconjuro. Fue entonces cuando los guardaespaldas de Valdarsel se abalanzaron contra Geran, y el mago de la espada ya no tuvo tiempo para preocuparse de cómo le iba a su amigo en el pasillo que tenía detrás.
El pasillo era lo bastante estrecho como para que dos enemigos no pudieran atacarlo fácilmente a la vez, así que uno de los guardias retrocedió un paso y permitió que su compañero siguiera adelante. El guardaespaldas que iba primero dejó escapar una risa estridente, y sus ojos se llenaron de un brillo fanático y temerario.
—¡Muere profanador! —chilló, y le lanzó un tajo a Geran por encima de la cabeza.
El mago de la espada paró el pesado golpe con algo de dificultad (aquellas espadas de forma extraña le eran desconocidas, y no estaba muy seguro de en qué punto del arma quería que se encontrasen con la suya). La punta curva pasó por encima de su hombro al mismo tiempo que el guardia de negro se le echaba encima, empujando las espadas cruzadas hacia Geran con las dos manos…, y en el momento en que la hoja curvada estuvo a la altura de la espalda de Geran, de repente se echó atrás y tiró con todas sus fuerzas. La punta en forma de hoz no tenía curvatura suficiente para atravesar la espalda de Geran, y tampoco resultaba muy eficaz para hacerle un corte, pero el guardia consiguió desequilibrarlo, y cayó hacia delante, justo al alcance de su compañero. El mago de la espada sobrevivió gracias a que se echó hacia la derecha, metiéndose dentro del movimiento oscilatorio del segundo hombre y dándole un fuerte codazo en la boca con el codo derecho. A continuación, fue hacia el guardia que había tirado de él, para que su espada no siguiera inmovilizada contra su cuerpo, y consiguió golpear al segundo guardia con la pesada empuñadura en un lado de la cabeza mientras éste retrocedía tras el codazo. El guardia gimió y se desplomó contra la pared, llevándose la mano a la oreja, que no paraba de sangrar. Pero el guardia que estaba forcejeando con Geran lo empujó hacia atrás y volvió a atacar.
Ambos intercambiaron una serie de cuchilladas y bloqueos durante tres o cuatro asaltos, y después Geran vio cómo Valdarsel blandía su símbolo con la calavera y el rosetón, y entonaba un canto profano. Alrededor del guardia herido, que estaba arrodillado contra la pared, se levantó un torbellino de energía oscura que lo hizo volver a levantarse y detuvo la hemorragia de su cráneo fracturado. ¡Maldito! Geran estaba que echaba humo. Había dejado a aquel guardia fuera de combate, y Valdarsel había utilizado su magia sacerdotal para curarle las heridas y devolverlo a la pelea. Bloqueó otro golpe del primer guardia con la espada e hizo un movimiento circular con la punta, por debajo de la de su enemigo, que terminó en un rápido tajo que describió un arco en dirección ascendente y atravesó la garganta del hombre.
—¡Cura eso si puedes! —rugió, dirigiéndose a Valdarsel mientras su guardia se desplomaba sobre las losas.
—¡Ahora serás testigo del poder del Sol Negro! —contestó el seguidor de Cyric.
Extendió la mano sobre el hombre moribundo que tenía a sus pies e inició otro cántico mientras el soldado al que acababa de curar volvía a la refriega. Geran contraatacó furiosamente a su vez para enfrentarse al asalto de éste, intentando deshacerse con rapidez de él para llegar hasta el sacerdote que tenía detrás, pero el hombre tuvo la habilidad, o la prudencia, suficiente para mantener la posición y frustrar el ataque del mago de la espada.
Geran decidió que era el momento de cambiar de táctica. Retrocedió un paso y comenzó a realizar una serie de precisos e intrincados movimientos con la espada, invocando el conjuro ofensivo más poderoso que pudo.
—¡Nhareith syl shevaere! —entonó, ajustando las sílabas a los vaivenes de su hoja.
Una aureola de llamas azules envolvió el acero, dejando una estela tras de sí mientras la espada describía arcos en el aire, y con el gesto final del conjuro, Geran lanzó una estocada al frente, como si pretendiera arrojar el fuego azul lejos de la espada. Una lámina de violentas llamaradas azules rugió por el pasillo y alcanzó al guardia que en ese momento se había lanzado al ataque, al guardia de la herida en la garganta, que justo se estaba levantando, e incluso a Valdarsel, que estaba detrás de sus guardaespaldas. Las sobrevestas negras y las túnicas ardieron cuando apareció una barra en forma de espada donde había hecho impacto la abrasadora lámina de fuego azul. Toda la furia del mortífero conjuro golpeó a los guardias y los consumió, pero Valdarsel estaba protegido por sus cuerpos; se tambaleó hacia atrás, doblándose a causa del corte superficial que había recibido en el torso.
—¡A mí! ¡A mí! —exclamó el sacerdote, pero ninguno de sus seguidores estaba cerca.
En el pasillo que había detrás de Geran hubo más conjuros de batalla que hicieron estremecerse el edificio, y las llamas envolvieron los tapices de las paredes, las vigas del techo e incluso el yeso de los muros. Valdarsel miró a su alrededor sin que pudiera creérselo, y de repente, su rostro quedó desfigurado por una airada mueca de desprecio mientras cruzaba la mirada con Geran.
—¡Juro por el Príncipe Negro que vuestro sufrimiento no tendrá fin! —siseó. A continuación, se volvió y entró corriendo por la puerta tallada.
Geran corrió tras el sacerdote. La puerta se le cerró de golpe en las narices, y Valdarsel echó el pestillo; intentó abrirla y no pudo, pero había vislumbrado parte de la habitación que había al otro lado justo antes de que se cerrara. Grabó la imagen en su memoria y pensando en el conjuro de teletransportación rugió:
—¡Sieroch!
En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en la habitación, una estancia profusamente decorada con tapices en oro y rojo herrumbroso que iban desde el techo hasta el suelo, sofás opulentos y una mesa de madera pulida. Valdarsel tanteaba la pared detrás de los tapices, buscando claramente una puerta oculta, pero se volvió para enfrentarse a Geran en cuanto éste apareció en la habitación.
—Defiéndete, asesino —dijo Geran con frialdad—. Te atravesaré por la espalda si no tienes el valor de enfrentarte a mí.
—Tu ira te ha llevado lejos, príncipe de Hulburg. —El sacerdote de Cyric lo miró con desprecio—. ¿Tan seguro estás de que lo que haces no sirve a los propósitos del Sol Negro, incluso ahora? ¡Quizá Cyric haya provocado en ti semejante sed de venganza para conducirte hacia tu propia destrucción! —Sujetó firmemente el amuleto con la mano izquierda y entonó las palabras de otro conjuro.
Geran avanzó de un salto para acabar con él antes de que pudiera terminar, pero Valdarsel fue más rápido con su magia. Alrededor del mago de la espada aparecieron unas cadenas fantasmagóricas que lo anclaron a la pared en pleno salto. Un débil brillo purpúreo emitía destellos en el hierro fantasmagórico que, al contacto con la piel de Geran, le infligía quemaduras mientras drenaba sus fuerzas. Geran se esforzó por avanzar, pero tan sólo pudo arrastrar los pies medio paso más antes de que las cadenas lo aprisionaran del todo.
Valdarsel dejó escapar una risa aguda.
—¿Lo ves? Tu determinación es admirable, lord Geran, pero toda esa pasión, y toda esa habilidad, no son nada frente al poder de Cyric. —El sacerdote se sacó una larga daga de la manga de la túnica y comenzó a entonar otro conjuro.
Geran consiguió liberar el brazo con el que empuñaba la espada y preparó, a su vez, un conjuro.
—Haethellyn —susurró, infundiéndole a la espada larga un conjuro defensivo.
Valdarsel concluyó su oscura plegaria y le arrojó una lanza de danzante fuego negro directa al corazón, pero el mago de la espada trazó un semicírculo con la espada y paró el ataque mortífero, que volvió directo hacia el sacerdote. Éste abrió los ojos de par en par, sin que pudiera creérselo, unas décimas de segundo antes de que su propio fuego negro derritiera el símbolo sagrado y atravesara la túnica, la cota de malla y la carne que había debajo. Retrocedió tambaleante, emitiendo un grito ahogado, y se desplomó, dejando una estela de humo tras de sí. Las cadenas espectrales que aprisionaban a Geran flaquearon de repente, al fallar la concentración del sacerdote. El mago de la espada arrastró un pie hacia delante y atravesó las cadenas que poco a poco se desvanecían; después hizo lo mismo con el otro. Finalmente, se liberó y avanzó hasta donde estaba el sacerdote caído.
Valdarsel lo fulminó con la mirada, mientras le salía humo y sangre por la boca. Geran lo miró fijamente a los ojos. Otra explosión sacudió el pasillo.
—Debería dejarte morir lentamente para disfrutar de cada momento —dijo—, pero no puedo perder tiempo. Esto es por mi tío, Grigor Hulmaster. ¡Bastardo de manos ensangrentadas! —y acabó con él de un solo golpe lleno de furia.
Se enderezó y se quedó mirando el cadáver de Valdarsel durante unos instantes, ligeramente sorprendido por lo poco satisfecho que se había quedado después de lo que había hecho. A pesar de que el seguidor de Cyric merecía morir, el caso era que los enemigos de Geran todavía tenían un férreo control sobre su tierra natal. No podía creer que Valdarsel hubiera ido a por el harmach Grigor sin el conocimiento y la aprobación de Maroth Marstel o Rhovann Disarnnyl. Se preguntó si aquello era todo, si tendría que acabar también con ellos para quedarse tranquilo o si quizá era sólo el principio de todo lo que debía hacer.
Oyó que se derrumbaban los bloques de piedra, y eso lo sacó de su ensimismamiento. Sarth seguía fuera, luchando, y era probable que necesitara su ayuda. Además, no podría arreglar las cosas si no cuidaba de conservar tanto su vida como su libertad para poder golpear de nuevo. Giró sobre sus talones y corrió hacia la puerta. Empuñando la espada descorrió el pestillo, y salió apresuradamente al pasillo.
Le dieron la bienvenida un fuego crepitante y una densa nube de humo. Los conjuros de Sarth, olas plegarias de batalla de los seguidores de Cyric para detenerlo, habían incendiado el templo del Príncipe Agraviado. El edificio parecía no tener remedio, y era probable que se derrumbara en cualquier momento.
—¡Sarth! —lo llamó Geran—. ¡Es hora de irse!
Al principio no obtuvo respuesta, y Geran temió que Sarth ya se hubiera ido… o que hubiera caído mientras luchaba contra los seguidores de Cyric. Pero entonces el hechicero tiflin salió tambaleándose de la nube de humo, tosiendo a través del pañuelo con el que se cubría la boca. Le salía sangre de un feo corte que tenía por encima de la rodilla, y su espléndida túnica estaba llena de quemaduras, como si lo hubiera pillado una lluvia de chispas. Pero su mirada brillaba con la ira infernal que era capaz de liberar cuando se enfadaba o estaba herido, y Geran pudo ver a media docena de sacerdotes amontonados en el suelo, detrás de él.
—¿Ya está hecho? —preguntó Sarth a través del pañuelo.
—Valdarsel está muerto —respondió Geran—. Ven, será mejor que salgamos de aquí.
El mago de la espada comenzó a avanzar hacia la puerta trasera, pero se dio cuenta de que una sección importante de las vigas del tejado se había derrumbado, por lo que era imposible pasar.
—¡Me temo que no podremos salir por ahí! —Sarth meneó la cabeza y lo cogió por el brazo, tirando de él en dirección al edificio central del templo—. Tendremos que alcanzar la puerta principal.
Geran hizo una mueca, pero asintió con la cabeza. Se apresuraron a recorrer juntos la antecámara para entrar en el templo lleno de humo que había más allá. En el interior había una estatua enorme del dios Cyric, sentado en su gran trono con una espada desenvainada sobre el regazo. Las paredes estaban llenas de bajorrelieves que representaban escenas de su vida mortal, en las que se contaba la historia de su predestinado nacimiento y la prueba que había tenido que pasar para acceder a la divinidad. Geran apenas les dedicó una mirada mientras atravesaban corriendo la puerta para salir a las frías y nevadas calles, donde se había congregado una multitud de curiosos (la mayoría extranjeros y Puños Cenicientos, ya que el templo no estaba lejos de las Escorias y además casi todos los seguidores de Valdarsel lo eran) para observar cómo se quemaba el lugar. Tras ellos había media docena de los ingenios con yelmo que había visto antes, observando en silencio a la multitud mientras las llamas se reflejaban en las viseras ciegas.
—¡Ahí están! —exclamó un acólito de túnica negra, que presentaba un aspecto un tanto chamuscado, mientras señalaba a Geran y Sarth con un dedo acusador—. ¡Ahí están los profanadores! ¡Cogedlos!
—¡Por los Nueve Infiernos! —masculló Geran—. Ésta es la razón por la que esperaba poder usar la puerta trasera cuando termináramos.
La pequeña multitud comenzó a avanzar, al principio vacilante, y después entre murmullos airados. Geran pensó en mantener la posición y darles a los Puños Cenicientos una segunda lección que se complementara con la destrucción del templo; pero entonces su mirada recayó sobre los imponentes guerreros marcados con runas, con aquellos yelmos ciegos. Las criaturas fijaron su mirada inexpresiva sobre los dos compañeros y se pusieron en movimiento, avanzando directamente hacia ellos a grandes zancadas, con una velocidad que Geran jamás hubiera esperado de aquellas figuras. Dudó un instante más antes de mirar a Sarth.
—Creo que será mejor que nos vayamos.
—Estoy de acuerdo —dijo el tiflin.
Sarth avanzó un paso y rodeó el torso de Geran con los brazos. A continuación, lanzó un conjuro de vuelo en voz baja y ascendió, llevándose al mago de la espada hacia el cielo nocturno, iluminado por las llamas.