17 de Martillo, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)
Seis días después del entierro de Grigor Hulmaster, Geran volvió a poner los pies en Hulburg. Caminaba con dificultad junto a las carretas llenas de barro de una caravana de la Doble Luna, fingiendo ser un mercenario de Vastar. Lo habían contratado por media docena de monedas de oro para escoltar a la caravana desde los atestados almacenes de los comerciantes en Thentia hasta Hulburg. Mientras el hielo invernal siguiera bloqueando el puerto de Hulburg, el único comercio con la ciudad consistía en un puñado de caravanas que acudían por tierra, recorriendo la carretera barrida por el viento que bordeaba la costa. Era un trayecto duro e incómodo en pleno invierno, pero se podía ganar dinero, así que las grandes compañías mercantiles enviaban sus mercancías en chirriantes carromatos siempre que el clima y la oportunidad lo permitieran.
Geran se había teñido el pelo de rubio oscuro, y llevaba una escasa barba teñida también de rubio. Vestía un pesado abrigo de cuero tachonado, color borgoña, que le llegaba hasta las rodillas, además de un sombrero amorfo del mismo color, con un aspecto parecido al de una bolsa. Había desarrollado una incesante afición a fumar en pipa; desde que amanecía se le podía ver caminando con la cánula de una pipa entre los dientes, y a menudo con una nube de humo aromático rodeándole la cabeza. Le había costado mucho impedir que Kara enviara a varios guardias del Escudo disfrazados con él. Ella había argumentado que era una tontería por su parte aventurarse solo en Hulburg, arriesgándose a que lo capturasen y, muy probablemente, a sufrir una muerte rápida y desagradable. Finalmente, él se había salido con la suya, tras convencer a Kara de que un pequeño grupo de guardias del Escudo no haría gran cosa por su seguridad, mientras que, si lo seguía un gran número, sencillamente las opciones de que se descubriera su treta aumentarían. Aun así, incluso tuvo que amenazar con dejar el cargo de señor de los Hulmaster si era necesario para que ella aceptara que partiera hacia Hulburg solo.
En los almacenes de la Doble Luna, Geran esperó de pie junto con el resto de los guardias de la caravana a que le dieran su paga, se quejó de lo poco que había ganado realmente y preguntó si le necesitarían en breve para el viaje de vuelta, o sea, hizo todo lo que se esperaría de un pobre mercenario. A continuación, abandonó el lugar y se perdió entre la multitud de carretas y viandantes que circulaban por las calles de Hulburg. Después de hacer unos cuantos recados menores, como comprar más tabaco de pipa, una nueva capa, calcetines nuevos y cosas así, para asegurarse de que nadie lo seguía o le prestaba demasiada atención, decidió que era seguro ir a Erstenwold.
Vio al primer guerrero gris con yelmo al pie del Puente Bajo, donde la calle Bahía se cruzaba con el curso del Winterspear. Las criaturas eran altas, le sacaban más de media cabeza a pesar de su casi metro noventa, y permanecían inmóviles, sin prestarle atención al frío cortante ni a la gente que pasaba por allí. Sus rostros estaban ocultos tras viseras lisas de metal, y pudo vislumbrar, por lo que se veía bajo las pecheras y los yelmos, extrañas marcas rúnicas sobre la piel, que parecía de barro.
—¿Qué diablos serán esas cosas? —murmuró para sí mismo mientras se acercaba.
Durante un instante, se planteó cambiar de rumbo y alejarse, pero se dio cuenta de que eso resultaría sospechoso al ver que los demás seguían caminando y pasaban por delante de aquellas cosas. La gente que iba atravesando el puente los miraba con nerviosismo y daba un amplio rodeo al llegar junto a ellos; Geran siguió su ejemplo. Si los guerreros grises eran conscientes de las miradas y los oscuros murmullos que provocaban en la gente que pasaba cerca, no daban señales de ello. ¿Serían algún tipo de guardias conjurados? ¿Ingenios creados para servir como guerreros, para complementar la Guardia del Consejo? Recordó haber oído rumores acerca de criaturas como aquéllas en Griffonwatch. ¿Acaso Rhovann había creado o conjurado a más guerreros grises en las últimas semanas, suficientes para situarlos por toda la ciudad? Si así era, ¿cuál era su propósito? ¿Proteger la ciudad y el castillo de los ataques? ¿O sencillamente estaban ahí para intimidar al mayor número de gente posible?
En el otro extremo del puente, vio a un carretero esperando con su vehículo junto al taller de un zapatero. Sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia aquel tipo, un enano de edad avanzada que llevaba una pesada capucha de piel. Se acercó al asiento de la carreta y dijo:
—Soy nuevo en la ciudad. ¿Quiénes son esos guerreros grises con yelmo? ¿Qué es lo que hacen? ¿Debería tener cuidado con lo que hago mientras estén cerca?
El enano frunció el entrecejo.
—Son sirvientes del mago del harmach. La mayor parte del tiempo no hacen nada más que quedarse ahí quietos y mirar. Pero ten cuidado cuando estés cerca de ellos. He oído que toman nota de todos los que pasan cerca y los recuerdan. Y si es una persona de la que el mago del harmach sospecha, cogen al pobre bastardo y se lo llevan a Griffonwatch, donde el mago le roba el alma. No está bien, pero es lo que hay. —Meneó la cabeza, murmurando con gesto adusto.
Geran aprovechó el momento para seguir su camino, preguntándose cuánto habría de verdad en la historia del enano y cuánto de rumor.
Llegó a la calle del Tablón y se fijó en otros dos ingenios que observaban a la multitud en la intersección de la calle del Carro, que era igual de bulliciosa que cualquier otra esquina de Hulburg. Era un buen lugar para situar unos ojos constantemente abiertos que vigilaran a la gente que iba y venía por la ciudad. Se dijo que probablemente los rumores eran pura especulación. Después de todo, la mayoría de la gente sabía muy poco de magia, o de las criaturas creadas por medios mágicos, por lo que suponía que eran posibles todo tipo de cosas aunque no fueran muy probables. Pero la historia del viejo enano había sembrado ligeramente la duda en Geran. Se detuvo, fingiendo interesarse en el menú de una taberna mientras observaba subrepticiamente a las criaturas de piel gris que sobresalían entre la multitud. Si esas criaturas estaban hechas realmente para recordar todo lo que habían visto, entonces Rhovann podría conocer encantamientos con los que recuperar esos recuerdos y encontrar o seguir rápidamente a alguna persona que le interesara. El anonimato en las multitudes de Hulburg constituiría una protección mucho menor de lo que había supuesto. ¿Cómo se podía conspirar contra un enemigo que podría estar observando todos los movimientos de uno?
—Eso no es necesario —murmuró para sí mismo.
Si Rhovann era tan capaz, entonces sus esfuerzos estarían condenados desde el principio. También podría suponer que las criaturas de Rhovann no podían ver lo que estaba oculto, ya que si no se volvería loco de preocupación y sospecha. Aun así, no le haría daño evitar a las criaturas todo lo posible. Teniendo eso en cuenta, decidió no moverse por espacios abiertos. Marstel —o muy probablemente Rhovann— se aseguraría de tener vigilado el establecimiento de los Erstenwold, por si él aparecía. Él confiaba bastante en la eficacia de su sencillo disfraz, pero Rhovann era un adversario paciente y meticuloso; aunque el mago elfo no hubiera situado a sus centinelas grises junto a la puerta de Mirya, podría haber tejido conjuros de alarma en lugares a los que probablemente acudiría. Las medidas mágicas podrían ver fácilmente a través de un tinte de pelo y un poco de pegamento si sencillamente se dirigía a la puerta principal.
En vez de girar por la calle del Tablón hacia Erstenwold, pasó de largo y se metió en la calle del Pez y allí se dirigió hacia el norte. Se le ocurrían un par de maneras de introducirse en Erstenwold sin ser visto. Si recordaba bien, la tienda del hojalatero podría tener exactamente lo que necesitaba. Recorrió de forma apresurada media manzana, hasta el edificio donde el viejo Kettar tenía su taller y su casa, pero sólo encontró el lugar cerrado y con las ventanas oscurecidas.
—¿Y ahora qué? —murmuró.
Mirando por la ventana, pudo distinguir mesas de trabajo vacías, un hornillo apagado y varios muebles que, según resultaba evidente, habían dejado atrás. ¿Qué le habría pasado a Kettar? El hojalatero llevaba trabajando en el taller de la calle del Pez desde que Geran era un niño. ¿Acaso había hecho las maletas y se había marchado de la ciudad sin más? ¿Le habría sido expropiada la tienda a consecuencia de alguno de los nuevos impuestos aprobados por Marstel? ¿O quizá alguna banda de Cadenas Rojas o de Puños Cenicientos lo había echado de su propia tienda? Frunció el ceño mientras miraba a través de la sucia ventana, y retrocedió un par de pasos para ver si las habitaciones privadas estaban ocupadas o no. En la puerta habían clavado un listón de madera, y de éste colgaba un tubo para pergaminos bastante maltrecho; lo abrió y encontró una notificación de confiscación del edificio. «Entonces, han sido impuestos», pensó. Esperaba que al menos Kettar y su familia tuvieran un techo bajo el que cobijarse y algo de dinero para ir tirando, estuvieran donde estuviesen.
Miró calle arriba y calle abajo, decidió que nadie le estaba prestando una atención especial e hizo palanca sobre el listón, hasta que quedó lo bastante suelto como para poder colarse dentro. La desgracia de Kettar le había proporcionado una estupenda tapadera para lo que pensaba hacer después. Podría parecer algo sospechoso que un simple guardia de caravana estuviera merodeando por una propiedad vacía, pero, si alguien lo molestaba, simplemente podía decir que estaba buscando un lugar en el que poner una tienda y tenía pensado comprar la del hojalatero si salía a subasta. Fue a la parte de atrás de la tienda y miró por una ventana que daba al callejón.
A unos veintisiete metros estaba la parte trasera de Erstenwold. Se fijó en un ventanuco en la parte de atrás del edificio y construyó una imagen mental del almacén que había al otro lado. Cerró los ojos e invocó las improntas arcanas del conjuro. A continuación, dijo con suavidad:
—¡Sieroch!
Hubo un momento de oscuridad…
… Y se encontró en una despensa oscura y abarrotada. Esperaba que Rhovann no hubiera tenido la idea de poner protecciones por toda la tienda, así que salió a la sala que había al otro lado. A poca distancia, pudo oír el repiqueteo y los murmullos de los dependientes y los clientes en el mostrador principal de la tienda. Sonrió ligeramente y avanzó unos pasos.
De repente, Mirya dobló de forma apresurada la esquina, vestida con uno de los prácticos vestidos de lana que le gustaba llevar en invierno, esa vez de color azul claro. Iba cargada con varias mantas, y llevaba el oscuro cabello recogido en una sencilla trenza. Caminaba con expresión reconcentrada y una mirada ausente en sus grandes ojos azules. A Geran le dio un vuelco el corazón al ver el rostro que tan familiar le resultaba; no se había dado cuenta de cuánto la había echado de menos. Entonces, Mirya lo vio y dejó escapar un grito ahogado de sorpresa; las mantas cayeron al suelo mientras ella retrocedía rápidamente.
—¿Qué? ¡No deberías estar aquí! —balbuceó. Pero entonces, antes de que Geran pudiera decir una sola palabra, abrió los ojos de par en par al reconocerlo—. Un momento… ¿Geran?
Le hizo un gesto para que bajara la voz.
—Sí, soy yo —dijo—. Perdona por colarme así, pero pensé que sería lo mejor para evitar ser visto.
—¡Por la Dama Oscura, me has dado un buen susto! ¡No vuelvas a hacerlo!
Mirya se agachó para recoger las mantas; él se arrodilló junto a ella y la ayudó a levantarlas. Cuando volvieron a ponerse de pie, ella lo miró con el entrecejo fruncido y dijo:
—No ayuda en absoluto que vayas vestido como un forastero y lleves el pelo de ese horrible color. Pensé que algún rufián Puño Ceniciento había entrado para robarme.
—Lo siento, Mirya. De verdad que no pretendía asustarte.
—¡Hummm! Bueno, puedes esperar atrás, en la oficina. Estaré contigo en cuanto le diga a Ferin que se encargue del mostrador un rato. —Pasó junto a él, rozándolo con las mantas que le llevaba a algún cliente que las había pedido.
Geran reprimió una sonrisa y se dirigió nuevamente hacia la trastienda, donde Mirya guardaba sus libros de contabilidad entre un montón de mercancías y chismes que seguramente habrían ido de habitación en habitación en Erstenwold durante años. La tienda había pertenecido a la familia desde hacía casi cincuenta años, desde que era un destartalado comercio de artículos náuticos, además de almacén, construido por su padre. Geran se puso cómodo en un viejo sillón de cuero y esperó. Unos minutos después, Mirya volvió y se sentó en el borde de un pequeño sofá, frente a él, frunciendo los labios, como era habitual en ella.
—¿Es un buen momento? —le preguntó—. Si estás muy ocupada, puedo esperar.
—No, está bien. Simplemente me sorprende verte. Pensaba que… —Hizo una pausa, observando su rostro con sus penetrantes ojos azules antes de continuar—. Geran, quizá no lo hayas oído, pero hace dos días me llegó la noticia desde Thentia de que el harmach Grigor había sido asesinado por mercenarios.
La miró a los ojos y asintió.
—Yo estaba allí.
—¡Oh, Geran!, lo siento muchísimo, de veras. Era un anciano dulce y que sólo tuvo palabras amables conmigo siempre que hablé con él. —Extendió el brazo y posó la mano sobre la de Geran—. ¿El resto de tu familia está bien?
—Sí, Natali y Kirr están ilesos, gracias a los dioses. La tía Terena y Kara también están bien. Pero perdimos muchos guardias del Escudo y criados de la familia. Fue una escena horripilante. —Su expresión se volvió ceñuda y miró a su alrededor. Al hablar de los jóvenes Hulmaster había recordado algo…—. ¿Selsha y tú estáis bien? ¿Está por aquí?
—Sí, estamos bastante bien, supongo, pero he enviado a Selsha con los Tresterfin durante un tiempo. Estaba preocupada por si se veía envuelta en algún problema aquí en la ciudad, y pensé que estaría más segura en el campo. Aun así, la echo de menos. Suelo esperar a oír sus pasos o su voz. —Mirya suspiró y se echó hacia atrás.
Geran pensó que los problemas debían de estar empeorando si había enviado fuera a Selsha. Sabía que Mirya no era de las que se asustaban fácilmente.
—He visto que el taller de Kettar está vacío —dijo—. ¿Los recaudadores de impuestos de Marstel te han estado molestando? ¿Todavía puedes ganarte la vida aquí?
Ella hizo un gesto despreocupado.
—Tenemos algo guardado para cuando vengan las vacas flacas; creo que nos las arreglaremos, pero me preocupan los vecinos.
—A mí también. No permitiré que esto siga así más tiempo del necesario. Lo prometo.
—Lo sé, Geran.
Se quedó callada un rato, mirándose las manos. Ella conocía lo bastante bien como para saber que quería decirle algo. Un instante después, se sacudió y lo miró de nuevo. Le preguntó en voz baja:
—¿Qué ocurrió en Thentia?
—Tu viejo amigo Valdarsel envió a una sacerdotisa de su orden para organizar un ataque a Lasparhall —dijo—. Atacaron en mitad de la noche, cuando todos, salvo unos pocos centinelas, estábamos dormidos. Fue una suerte que no me mataran mientras dormía. Kara y yo…, y la Guardia del Escudo, conseguimos rechazar lo peor del ataque. Pero llegamos demasiado tarde para salvar al harmach Grigor.
Mirya se tapó la boca, horrorizada.
—¡Oh, Geran! —susurró a través de sus dedos.
Él suspiró y se quedó mirando el cielo gris a través de la pequeña ventana de la oficina.
—Kara y yo nos aseguramos de que la seguidora de Cyric y sus mercenarios no tuvieran ocasión de disfrutar de su éxito. Ninguno de ellos salió con vida de allí.
—¿Quién es el harmach ahora?
Él se encogió de hombros.
—Supongo que yo. Bueno, no adoptaré el título hasta que Hulburg sea libre. Pero soy el señor de los Hulmaster.
—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? —Mirya retrocedió, horrorizada—. ¡Debes de estar loco! Si Marstel supiera que has estado solo en Hulburg, justo delante de sus narices…
—Estoy aquí para matar a Valdarsel. Él fue quien ordenó el asesinato del harmach Grigor. No habrá más Hulmaster asesinados por orden suya. —Sólo de pensarlo sintió cómo la ira lo invadía de nuevo, y apretó los dientes—. No dudo de que Rhovann lo incitara a ello, y en su momento, ya me las veré con él. Pero por ahora me conformaré con enviar un mensaje inequívoco a Rhovann y a ese pelele al que llaman harmach acerca de enviar monstruos y asesinos contra mi familia. Deben pagar el precio.
Mirya apretó los labios mientras pensaba en las palabras de Geran. Hacía pocos meses, Valdarsel le había tomado ojeriza, y tenía buenas razones para temer al sacerdote.
—No lo echaría de menos, la verdad, pero no sé si serás capaz de ponerle la espada al cuello. Se pasa la mayor parte del tiempo en su nuevo templo, y cada vez que sale de él va fuertemente custodiado por su guardia.
—¿Nuevo templo? ¿Qué nuevo templo?
—Lo llaman el templo del Príncipe Agraviado —contestó Mirya. Meneó la cabeza—. Jamás pensé que vería el día en que se construyera en Hulburg algo como un templo dedicado a Cyric, pero ha ocurrido.
Geran frunció el ceño. Cyric era un dios oscuro, pero sus doctrinas incluían conceptos como la ambición, el cambio y la revolución…, cosas que a menudo atraían a la gente pobre y desesperada. Sospechaba que los sacerdotes de Cyric minimizaban los aspectos más oscuros de su Sol Negro cuando reclutaban a las masas miserables.
—¿Dónde está ese lugar?
—En la calle del Oro, cerca del Puente Medio. Hay guardias con cota de malla negra custodiando las puertas día y noche, y los acólitos siempre están rondando por las habitaciones públicas. Los dormitorios de los sacerdotes y el santuario privado del templo sólo están abiertos a los seguidores del Sol Negro. —Mirya hizo una pausa para estudiarlo—. He oído que podría haber otros guardias en el interior: demonios, o algo similar. Si pretendes enfrentarte a él, será mejor que esperes a que salga, aunque haya guardias.
—Eso podría ser —contestó Geran—. Aun así… ¿hay alguna otra entrada?
—Sí, a través de un pequeño jardín que se encuentra detrás del edificio. Una puerta del callejón da acceso al jardín, y allí hay otra puerta que está custodiada por una especie de glifo mágico.
—Podría ocuparme de eso… —Geran pensó en voz alta. A continuación, se dio cuenta de algo y le dirigió a Mirya una mirada severa—. Un momento. ¿Cómo sabes tanto acerca de ese templo del Príncipe Agraviado? ¿Acaso los rufianes de Valdarsel te arrastraron hasta allí?
—¡No, nada de eso! —respondió Mirya. Dudó, apartando la mirada—. Tengo algunos… amigos… que me ayudan a estar al corriente de lo que sucede en la ciudad. Estuvimos observando el lugar hace pocos días, pensando que podríamos hacer algo de daño allí. Pero, como dije, parecía demasiado bien protegido para nosotros, así que lo dejamos estar.
—Mirya, ¿en qué estás metida?
—Marstel y sus mercenarios están llevando a esta ciudad a la ruina, Geran. Estamos actuando en consecuencia. Hulburg también es nuestro hogar, ¿sabes?
—¿Tienes idea de lo peligroso que es eso? —inquirió—. Una vez que alzas la mano contra Marstel y sus aliados, no puedes retirarte. ¿No aprendiste nada de lo que ocurrió cuando metiste las narices en los negocios de Valdarsel y Rhovann hace algunos meses? ¡Te colgarán por rebelde si te pillan!
—¿Si me pillan? —dijo, irritada—. ¡Tú eres el que merodea por ahí disfrazado, y eres la persona a la que más les gustaría pillar espiando de todo Faerun! ¿Cómo puedes decirme que lo que estoy haciendo es demasiado peligroso?
—Esto es diferente —replicó—. Yo tengo experiencia en este tipo de cosas. Sé lo que hago.
—Quizá yo también sepa lo que hago, Geran Hulmaster.
Geran, enfadado, se levantó para responder, pero se mordió la lengua. Con gritos jamás conseguiría hacerla entrar en razón; Mirya podía llegar a ser increíblemente tozuda cuando se empeñaba en algo, y parecía que aquélla era una de esas ocasiones.
Decidió cambiar de táctica.
—Mirya…, comprendo que ames tanto a esta tierra como yo —dijo—. ¡Pero te ruego que no te arriesgues! No soportaría que te hicieran daño.
Ella también se levantó, cruzando los brazos a modo de escudo.
—¿Y eso por qué? —contestó con brusquedad—. ¿Acaso no tengo derecho a elegir si me arriesgo o no?
Él se apartó y caminó por la habitación.
—No seas tonta. Sabes que te tengo mucho aprecio.
—No sé nada de eso —saltó—. ¡Oh!, sé que te importo. Me seguiste hasta las Lágrimas de Selune. Pero ¿por qué, Geran? Hace diez años me amabas. Eso terminó. ¿Qué es lo que crees que me debes todavía? ¿Por qué te importa tanto lo que me pase ahora?
—Porque yo… —comenzó a decir, pero se interrumpió, incapaz de terminar.
Había estado a punto de decirle que la quería. Se quedó callado, sorprendido por haber encontrado aquellas palabras en su boca, y aterrado ante la perspectiva de decirlas en voz alta. No tenía derecho a decirle algo así. Diez años atrás había sido un joven necio e insensible que le había roto el corazón al partir para dejar algún tipo de impronta en el mundo que había más allá de Hulburg. Ella jamás podría volver a confiar en él en ese aspecto, y Geran no podía pedírselo. Respiró hondo y encontró algo que decir.
—Porque se lo debo a Jarad —dijo en su lugar—. Él querría que os cuidara a ti y a Selsha. Ya le fallé una vez cuando abandoné Hulburg, permitiendo que acabara en el estado que acabó mientras estuve fuera. No quiero fallarle una segunda vez.
—Porque se lo debes a Jarad —repitió Mirya. Frunció el entrecejo y finalmente meneó la cabeza, alisándose la falda con las manos—. Estupendo, entonces. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, pero creo que has sido listo al dejar que no te vean entrar ni salir. No sé cómo lo sé, pero tengo la intuición de que Erstenwold está siendo vigilado. Te puedo enseñar un camino por las calles subterráneas, si te sirve de ayuda.
Bajó la vista hacia el suelo. Mirya no era estúpida. Sabía que no le había dicho la verdad, aunque esperaba que no supiera exactamente el motivo.
—Te agradezco la oferta, pero creo que será mejor que me vaya. No quiero tentar a la suerte escondiéndome aquí, y tengo que hacer unas cuantas cosas más hoy.
Ella se detuvo junto a la puerta y lo miró.
—Estamos listos para hacer lo necesario. Puedo hacérselo saber a los que todavía son leales a los Hulmaster.
Geran asintió.
—Te lo agradezco. Lo recordaré cuando llegue el momento.
Mirya relajó un poco la expresión ceñuda, y se volvió a agacharse para regresar a su negocio. Él permaneció en el almacén un segundo, escuchando su voz, que venía del mostrador principal, mientras retomaba su rutina diaria. Se preguntó si realmente sentía lo que había estado a punto de decir. Miró en su interior y no encontró nada que tuviera sentido, tan sólo una maraña de viejos recuerdos y renovada amistad. Agitó la cabeza, molesto por su propia estupidez, y apartó esas ideas de forma deliberada.
—No tengo tiempo para estas tonterías —murmuró.
Se dirigió hacia la ventana, concentró sus pensamientos en la tienda vacía del hojalatero, al otro lado del callejón, y se teletransportó fuera de Erstenwold. En pocos instantes, volvió a salir disimuladamente a la calle del Pez y siguió su camino.
La tarde estaba ya avanzada, y se dio cuenta de que tenía hambre. Volvió sobre sus pasos hacia el Winterspear, junto a la calle del Mercado, y se encontró con una pequeña taberna cerca de la plaza de Angar, donde pudo comprar una comida sencilla por una moneda de plata. Cuando terminó, se dirigió hacia la calle del Oro y pasó rápidamente junto al templo de Cyric. Era tal y como Mirya lo había descrito, una estructura nueva y de aspecto vulgar que se erigía en medio del viejo distrito de artesanos, al borde de las Escorias. Había unos guardias vestidos de negro custodiando las puertas abiertas, haciendo lo posible por permanecer inmóviles e imponentes a pesar del frío glacial. Tuvo cuidado de no mirar muy de cerca mientras pasaba andando, dedicándole al lugar lo que esperaba que pareciera una mirada superficial. Estuvo tentado de entrar por la puerta abierta y ver cómo eran las zonas públicas, pero decidió no hacerlo; sin duda, alguien se acercaría a él en el caso de que entrara, y el propósito del disfraz era evitar atraer la atención. En su lugar, volvió a atravesar el Puente Medio (que también estaba custodiado por los guerreros grises) y ascendió por la colina este, hacia las casas más insignes, que se alzaban en la falda, en el tramo de tierra que formaba la mitad oriental del puerto de Hulburg. Tras caminar unos pocos minutos alcanzó su objetivo, una casa que estaba anclada a una esquina por una pequeña torre redonda.
No había nadie más en aquella calle; aquéllas eran las casas de los ricos, que no tenían razones para aventurarse a salir al frío de otro modo que no fuera en carruajes llenos de mantas. No había ni rastro de los espías de Rhovann ni de los guardias del Consejo, así que decidió que lo mejor en ese caso sería acercarse directamente. Cuadró los hombros, caminó hacia la puerta principal de la casa y llamó al timbre.
Durante un rato no hubo respuesta. Volvió a llamar. Esa vez oyó el sonido de unos pasos presurosos y la puerta se abrió un par de palmos. Sarth Khul Riizar apareció en el oscuro vestíbulo, apuntando a Geran con su mortífero cetro mágico. El tiflin vestía el tipo de espléndida túnica roja y dorada que tanto le gustaba, y tenía el rostro (de un tono rojo ladrillo y con dos grandes cuernos curvos) contraído en una expresión severa.
—No te conozco —dijo—. ¡Explícame esta interrupción de inmediato!
—Sarth, ¡soy yo! ¡Geran! —dijo en voz baja el mago de la espada.
El tiflin frunció el ceño y lo examinó más atentamente.
—¡Oh!, es cierto —murmuró—. Mis disculpas, Geran; es un buen disfraz. Pensé que eras un mercenario de alguna caravana mercantil que había venido a traer otra oferta más de empleo. —Bajó el cetro y abrió la puerta de par en par—. Entra, deprisa. Será mejor que no te vean por la calle.
—Te lo agradezco. Siento haber irrumpido de esta manera. —Geran se apresuró a entrar, y Sarth cerró la puerta, corriendo el cerrojo con un vago gesto de la mano—. Temí que no estuvieras en casa al ver que no contestabas.
—¡Ah, bueno!, olvidé que le había dado la tarde libre a Wrendt. Pensé que estaba aquí para abrir la puerta. —Sarth posó una mano sobre el hombro de Geran—. Me alegra verte, amigo mío. Cuando me enteré de lo que había ocurrido en Thentia… Es algo monstruoso que quieran asesinar a los niños y a tus viejas amistades, cruel y monstruoso. No me puedo creer que tus enemigos hayan caído en actos tan malvados. Si hay algo que pueda hacer…
—De hecho, creo que sí —respondió.
Geran cogió a Sarth por el hombro, un antiguo saludo de guerreros. No tenía derecho a pedirle lealtad a Sarth, ni razón alguna para esperar que el hechicero estuviera dispuesto a convertirse en un proscrito simplemente por haber compartido unos cuantos momentos de peligro, pero esperaba haber juzgado el carácter del tiflin correctamente en los meses que llevaban juntos.
—Valdarsel, el sacerdote de Cyric, estaba detrás del ataque a mi familia. Quiero matarlo por ello, y espero que me prestes tu ayuda.
El tiflin sonrió y paseó la vista por la confortable casa que lo rodeaba.
—Es miembro del Consejo del Harmach, ¿sabes? Habrá consecuencias muy desafortunadas. —A continuación, suspiró e hizo un gesto de asentimiento—. Está bien. Dame unas horas para hacer algunos preparativos, y veremos qué puede hacerse.