6 de Martillo, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)
El valle del Winterspear estaba cubierto por una persistente niebla húmeda y fría mientras Mirya Erstenwold conducía una carreta en dirección norte, por la carretera que lo cruzaba. Ya era por la tarde, pero la niebla todavía seguía allí, y Mirya pensó que probablemente duraría todo el día. Se había pasado toda la vida en Hulburg y conocía bien sus inviernos, pero eso no quería decir que le gustaran demasiado. Nieve, niebla, viento, lluvia… Aquel día le tocaba a la niebla, húmeda y triste, lo bastante densa como para que no pudiera ver las altas colinas rocosas que rodeaban el valle de Hulburg ni los tejados y muros de la ciudad que estaba a ochocientos metros a su espalda. Se arrebujó aún más en la manta con un suspiro y dedicó un momento a hacer lo mismo con Selsha. Su hija alzó la vista hacia su rostro con una pequeña sonrisa y se acurrucó contra Mirya.
—Mamá, ¿cuánto tiempo tendré que quedarme con Niney y la tía Elise? —preguntó Selsha. La niña, de nueve años, delgada como una vara de sauce y con el cabello negro y la nariz pecosa de su madre, tenía un carácter rebelde e independiente que Mirya sólo podía atribuirle a su padre (un noble de Phlan al que Selsha no había conocido ni conocería nunca). Normalmente, Selsha habría discutido durante horas acerca de tener que marcharse a la campiña. El hecho de que hubiera accedido a la decisión de Mirya sin oponer resistencia era indicativo de lo preocupada que estaba la niña.
Mirya pensó, con afecto, que era juiciosa para tener nueve años. Decidió no hacerse la valiente con ella; Selsha vería a través de la máscara.
—No lo sé, cielo —contestó—. De un modo u otro, tengo la sensación de que las cosas se arreglarán en un par de meses. Para Verdor ya sabremos algo más de lo que Marstel y su mago tienen pensado para Hulburg. Pero hasta entonces creo que estarás más segura con los Tresterfin. Te cuidarán tan bien como lo haría yo, y te visitaré con frecuencia, lo prometo.
—¿Volverá algún día el harmach Grigor? ¿Y Geran?
—Eso espero, cielo. Hulburg ya no es lo mismo sin ellos.
Mirya accionó las riendas, haciendo que el caballo que tiraba de la carreta torciera hacia un amplio camino que iba al oeste, hacia la parte más alejada del valle. Allí, el Winterspear corría deprisa, frío y con fuerza bajo las empinadas colinas occidentales que subían hacia los Altos Páramos. Una vieja granja rodeada de manzanos y pastos vallados se acurrucaba sobre un recodo del río. La granja Tresterfin estaba a tan sólo tres kilómetros a las afueras de Hulburg, pero Mirya esperaba que eso fuera suficiente para escapar a la atención del falso harmach y su mago con la mano de plata. Dudaba de que Rhovann fuera a olvidarse de ella (después de todo, el mago elfo no era precisamente estúpido), pero en su breve intercambio antes del asalto a la Luna Negra le había dado la impresión de que su clase específica de malicia era más bien pragmática, y no malintencionada. No era de los que perdían el tiempo con actos insignificantes de maldad. Por otro lado, el sacerdote Valdarsel y la chusma que lo seguía no eran tan indiferentes. Ya había visto a bastantes vecinos a los que la gente de las Escorias y de los Puños Cenicientos había golpeado y había robado.
—Selsha, quiero decirte algo —dijo Mirya mientras entraban en los terrenos de la granja—. Espero que no llegue a ocurrir, pero si las cosas siguen como hasta ahora, es posible que tengamos que marcharnos.
—¿Marcharnos de Hulburg? —Selsha se incorporó y posó su inteligente mirada sobre Mirya.
—Sí. Tenemos algunos ahorros, quizá lo suficiente para comenzar de nuevo en Thentia o Phlan. Sería duro, pero podría ser mejor que quedarnos aquí si las cosas empeoran esta primavera.
—No quiero —dijo Selsha.
—Yo tampoco, pero tal vez tengamos que hacerlo de todos modos. —Mirya consiguió esbozar una leve sonrisa y le apartó a Selsha el pelo de los ojos—. Tú no te preocupes por eso ahora. Ese día aún no ha llegado, y podría no llegar jamás. Sólo quería que lo supieras por si fuera a ocurrir.
La puerta de la casa se abrió y los Tresterfin —Burkel, Elise, y su hija Niamene— salieron a recibirlas presos de una gran agitación. Los Tresterfin y los Erstenwold eran hulburgueses de pura cepa, pero ambas familias eran algo más que vecinos. Burkel y Elise eran lo más parecido a unos padres que Mirya tenía, ahora que los suyos habían muerto, y Niamene había estado prometida con su hermano Jarad antes de que éste encontrara la muerte en los Altos Páramos.
—Bienvenida, Mirya —dijo Burkel—. Bienvenida, Selsha. Nos alegramos de veros.
Burkel era un hombre cargado de espaldas, con el pelo gris y una barba corta y redondeada. Antes de que Marstel arrebatara el poder a Grigor Hulmaster, había pertenecido al Consejo del Harmach, pero nunca se había sentido a gusto como consejero.
—Dichosos los ojos, papá Burkel —respondió Mirya, que puso el freno a la carreta, descendió y ayudó a Selsha a hacer lo mismo.
Selsha corrió hacia Niamene y la abrazó.
—¡Niney! —exclamó.
—¡Selsha! —Niamene se agachó y la abrazó afectuosamente.
Era una hermosa joven de veinticuatro años, y había llegado a intimar con Selsha durante el tiempo que había estado comprometida con Jarad. Selsha la veía casi como una hermana mayor, cosa que a Niamene le gustaba.
—Espero que te quedes algún tiempo con nosotros.
—Entrad a refugiaros de la humedad —dijo Elise.
Mientras Burkel sacaba un baúl con la ropa de Selsha de la carreta, su esposa hizo pasar al interior a las Erstenwold. La casa era cálida y confortable, un alegre fuego crepitaba en la chimenea y de la olla salía un delicioso olor a estofado. En poco tiempo se encontraron disfrutando de un almuerzo caliente que consistía en estofado de añojo y pan rústico, algo que Mirya y Selsha no solían disfrutar. Al tener que ocuparse de Erstenwold, Mirya no sabía cocinar para las dos en mitad del día, así que normalmente se arreglaban con un trozo de queso y algo de pescado ahumado.
Una vez que hubieron terminado, Burkel miró a Mirya, y después a su hija.
—Niamene, estoy seguro de que a Selsha le gustaría ver el resto de la granja.
Niamene asintió, comprendiendo.
—Ven Selsha, te voy a enseñar la granja —dijo—, y todos los lugares en los que me gustaba esconderme cuando tenía tu edad.
—¿De veras? —dijo Selsha, que se levantó de un salto y siguió a Niamene hasta la puerta. Se pusieron sendas capas y salieron.
Mirya la observó mientras se iba, intentando acallar las punzadas que sentía en el corazón. Sabía que la iba a echar de menos muchísimo, y de mil maneras que todavía no era capaz de adivinar. Pero no soportaba la idea de ser la causante de cualquier peligro que su hija pudiera correr, otra vez no; las desventuras vividas en la Luna Negra le habían enseñado todo lo que debía saber acerca de ello. Miró a Burkel y Elise, y suspiró.
—Gracias por acogerla —dijo—. Podré dormir más tranquila por las noches sabiendo que ella está a salvo aquí, con vosotros.
Elise agitó la mano.
—No tiene importancia, Mirya. Es una niña adorable. Será un placer para ambos.
—Puede ser que os dé más trabajo de lo que pensáis. —Mirya sonrió, armándose de valor para lo que tenía que decir a continuación. Se sacó un sobre del bolsillo que tenía en la falda y se lo tendió—. Escuchad, si algo me ocurriera, dadle esto a Selsha cuando llegue el momento. Es…, es sobre su padre. Ahora no sabe nada de él, pero si las cosas se pusieran aún peor, tiene parientes en Phlan. No creo que tenga derecho a reclamar gran cosa de ellos, pero espero que, si en algún momento llega a necesitarlos, la ayuden de alguna manera.
Los Tresterfin intercambiaron una mirada. Tras un instante, Elise alargó la mano para coger el sobre.
—Por supuesto, nos ocuparemos de ello —dijo—. Pero, Mirya, ¿qué es lo que pretendes hacer?
—Será mejor que no lo sepáis —contestó.
Mirya hizo una pausa y se puso a mirar por la gruesa ventana de vidrio de la puerta de la cocina mientras pensaba en lo que iba a decir a continuación. Pudo distinguir el granero detrás de la casa, además de unos cuantos manzanos raquíticos, pero más allá de la granja de los Tresterfin, el mundo permanecía oculto tras una capa de niebla grisácea.
—Pretendo hacer lo que sea necesario. Marstel, su mago, los Veruna, los Cadenas Rojas, los Puños Cenicientos… no se detendrán hasta que todas las personas decentes de Hulburg estén en la ruina o esclavizadas. Los Hulmaster no nos han olvidado, pero esta lucha no es solamente suya…, también es nuestra. Tengo pensado cumplir con mi parte.
—Ése es un pasatiempo peligroso —dijo Burkel—. Ya estás bajo sospecha a causa de tu amistad con Geran. Y aunque no estés preocupada por tu propia seguridad, sabes muy bien que si tú, y otros que piensen de igual modo, les devolvéis los golpes a todos esos mercenarios y ladrones que manejan el cotarro últimamente, lo primero que harán será tirarnos a todos al suelo y ponernos un pie en el cuello. Se derramará sangre, Mirya.
—Lo sé —dijo débilmente—, pero ya tenemos un pie en el cuello, ¿no es cierto? Más allá de los Altos Páramos la vida es muy dura, y no me gusta la idea de que me expulsen de aquí sin una sola moneda de cobre a mi nombre. Es mejor que les plantemos cara y luchemos por el Hulburg que recordamos.
Permanecieron en silencio durante unos largos instantes.
Mirya oyó reír entusiasmada a Selsha en el exterior por algo que Niamene había dicho. Burkel volvió a mirar a su esposa y suspiró.
—No puedo negar que he tenido pensamientos parecidos a los tuyos —le dijo a Mirya—. ¿Los Hulmaster van a volver? ¿Lo sabes?
—He visto a Geran —contestó—. Confío en él, al igual que en Kara. No nos dejarán a merced de Marstel y su mago ni un segundo más de lo necesario.
—Está bien. ¿Qué puedo hacer?
—La tuya será la tarea más difícil: no debes hacer nada más que mantener a Selsha oculta y a salvo. En los días venideros necesitaremos urgentemente personas en las que confiar que estén fuera de toda sospecha, gente que pueda circular por la ciudad a cara descubierta, sin miedo, y pasar mensajes sin que parezca que lo hacen. Más allá de eso, aún no sé nada.
Los Tresterfin intercambiaron otra mirada, y Elise hizo un leve gesto de asentimiento. El antiguo miembro del Consejo inclinó la cabeza.
—Así sea. Ya sabes dónde encontrarnos cuando nos necesites, Mirya. Y no te preocupes por Selsha: la cuidaremos como si fuera nuestra propia hija.
Mirya sonrió.
—Lo sé. Por eso os lo pedí.
Se levantó y fue a abrir la puerta trasera para mirar hacia fuera. Selsha y Niamene estaban observando las cabras que los Tresterfin tenían en los pastos que había detrás de la casa.
—¡Selsha, entra un momento! ¡Me vuelvo a la ciudad!
—¡Ya voy, mamá! —exclamó Selsha. Corrió hacia la puerta jadeando, presa de una gran excitación.
Mirya sonrió y la hizo pasar adentro, decidida a no dejar que su hija pensara que estaba preocupada lo más mínimo por ninguna de las dos.
—Quiero que te portes lo mejor que sabes con la tía Elise y el tío Burkel —dijo—. Hazles el mismo caso que me harías a mí… No, más caso que a mí. No quiero que haya discusiones por las tareas ni nada parecido.
—Lo prometo.
—Bien. Entonces, pórtate como una invitada ejemplar ¡Y no te olvides de tus lecciones! —Se inclinó para abrazar fuertemente a Selsha, apretándola hasta que ésta protestó, y a continuación le dio un beso en la mejilla—. Volveré a visitarte dentro de tres días. Hasta entonces, cuídate.
—Tú también —contestó Selsha—. Estaré bien, mamá.
Mirya suspiró y se enderezó. Dejar atrás a Selsha era más difícil de lo que había creído, pero sabía que era lo mejor. Se dijo que sólo estaría a unos cinco kilómetros, y que podría verla cada día si quisiera. Se volvió para darle un rápido abrazo a Elise Tresterfin, además de dedicarle una sonrisa agradecida a la mujer, que la superaba en edad. A continuación, se apresuró a partir por si empezaba a llorar. Burkel la siguió para ayudarla con la carreta.
Después de despedirse del hombre, Mirya condujo lentamente el vehículo (que ahora iba cargado con varios toneles de sidra de Tresterfin) de vuelta a Hulburg. Pasó junto a varios viajeros que se alejaban de la ciudad, la mayor parte gente de Winterspear que había ido allí a hacer algún recado y ahora volvían a casa. La mayoría de las carretas que llevaban provisiones a las plantas madereras o mineras de las Montañas Galena ya habían recorrido un buen trecho, puesto que habían partido por la mañana temprano. A un kilómetro y medio de la ciudad, pasó junto a un pequeño grupo de soldados a caballo, con los tabardos de la Guardia del Consejo, que habían salido a patrullar la carretera, pero no la molestaron. Supuso que la mayoría de los mercenarios contratados por la compañía mercante tenía órdenes de dejarla en paz, ya que los Hulmaster estaban en el exilio. En ausencia de Geran y los demás, no tenían especial interés en ella.
«Esto podría cambiar pronto», reflexionó. No sería prudente confiar en que no le fueran a hacer caso por mucho más tiempo.
Una hora después, llegó a Abastecimientos Erstenwold e hizo que los empleados almacenaran la sidra, metieran el caballo en el establo y se llevaran la carreta. Faltaba poco para el anochecer, así que se dedicó a ponerse al día con varias tareas en la tienda (dispuso los pedidos que saldrían a la mañana siguiente, actualizó los libros de contabilidad y juntó sus propios pedidos a peleteros, herreros, sogueros, cerveceros, queseros y ahumaderos de distintos puntos del valle). El establecimiento había visto mejores días, pero por el momento todavía podía ganarse la vida decentemente con la tienda, y también pagar a media docena de personas. Tras las seis campanadas, cerró las puertas del almacén y envió a casa a los últimos empleados que quedaban; después, cerró la tienda.
—Está todo tan silencioso sin Selsha —murmuró para sí misma.
La vieja tienda estaba silenciosa como una tumba sin la súbita risa de su hija o sus despreocupados pasos mientras corría como un torbellino sobre los desgastados tablones del suelo. Se tomó una comida fría con lo que encontró en la despensa de la parte de atrás de la tienda, se pasó una hora recogiendo y luego se dispuso a esperar. Cuando las campanadas resonaron por las calles de la ciudad, se puso una pesada capa, introdujo una capucha oscura en uno de sus bolsillos y cogió la ballesta que guardaba bajo el mostrador. En una de las habitaciones para almacenaje que había en la parte de atrás, hizo rodar un pesado barril a un lado y levantó la trampilla que conducía a la bodega.
Encendió una lámpara y descendió hacia la oscuridad.
Las bodegas eran muy hondas y estaban vacías. En cosa de un mes, Mirya contrataría a varios trabajadores para cortar bloques de hielo del lago Hul antes del deshielo, para después introducirlos en la ciudad en trineos tirados por caballos. Nadie necesitaba almacenaje frigorífico en ese momento, pero con algo de suerte sus bodegas llenas de hielo durarían todo el verano, y sacaría unos buenos beneficios vendiéndolo bloque a bloque. Se dirigió a la pared del fondo de la bodega, donde había una puerta pequeña y gruesa, con doble cerramiento. Abrió ambos cerrojos, empujó la puerta y echó un vistazo al pasadizo sosteniendo la lámpara en alto.
—No seas cobarde, Mirya —se dijo—. No hay nada que temer ahí abajo, sólo ratas y polvo. —Respiró profundamente y atravesó la puerta.
Hulburg estaba construida sobre las ruinas de una ciudad mucho más grande. La ciudad que ella conocía había crecido sólo en los últimos cien años, pero la que estaba debajo era unas cinco veces más vieja. La habían quemado, arrasado, saqueado y reducido a escombros dos o tres veces a lo largo de su triste historia, y cada una de esas veces la gente había vuelto para reconstruirla. La mayor parte de los actuales edificios de madera de Hulburg se asentaban sobre cimientos de piedra de la antigua ciudad. En muchos lugares, viejas bodegas, e incluso calles enteras, habían sido sepultadas o cubiertas, dejando un polvoriento y viejo laberinto de sótanos olvidados que no tenían ningún edificio encima o pasadizos cegados que conectaban con los subterráneos de negocios como el de los Erstenwold. La mayoría de los viejos pasadizos estaban sellados, por supuesto, pero a lo largo de los años bastantes personas los habían encontrado útiles para moverse en secreto por debajo de las calles. En otras ciudades, las sombras de los muertos podrían haber rondado por sitios como aquéllos, haciendo que resultara muy peligroso vagar a través del esqueleto oculto de la vieja Hulburg…, pero los antiguos harmachs habían llegado a algún tipo de acuerdo con el gran lich Esperus, el Rey de Cobre, y las criaturas no muertas no acechaban bajo las casas y los talleres de Hulburg.
Puso el pie en el estribo de la ballesta y amartilló el arma, poniendo un virote en la cuerda. Quizá, no hubiera fantasmas o ghouls de los que preocuparse, pero eso no significaba que la Hulburg enterrada fuera segura. A continuación, Mirya se puso en marcha a través de los viejos pasadizos llenos de escombros. De vez en cuando, pasaba por delante de puertas que daban a otras bodegas o sótanos, intersecciones donde se unían varios túneles, e incluso un espacio abierto donde había quedado enterrada toda una taberna, con los enormes toneles de cerveza allí de pie, secos y polvorientos. Cuando era una adolescente, había explorado algunos de aquellos pasadizos con Jarad y Geran, husmeando en busca de tesoros perdidos o de la guarida oculta de algún contrabandista. En aquel entonces, no le gustaban mucho los viejos pasadizos, y lo mismo le ocurría ahora.
Torció una esquina y cruzó una pequeña puerta que conducía a una bodega polvorienta bajo el taller de un zapatero. Después ascendió por una escalera de piedra hasta la calle. Apagó cuidadosamente la lámpara y la puso junto a la parte superior del marco de la puerta, mientras esperaba unos instantes a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Seguidamente, se cubrió el rostro con una simple máscara de tela de saco antes de volver a salir al frío de la noche.
Las estrellas emergieron en un oscuro callejón detrás de la calle Gold, no muy lejos del complejo de vendedores ambulantes del Anillo de Hierro. Varias figuras encapuchadas esperaban entre las sombras con los rostros cubiertos por las mismas máscaras que ella. De todos modos, los conocía a todos, como era de suponer: Brun Osting, el robusto cervecero propietario de la taberna El Bock del Troll; su prima, Halla Osting, una mujer joven, de gran estatura, que podía abatir a un conejo con una honda a una distancia de cincuenta pasos; Senna Vannarshel, una semielfa de sesenta años que era la mejor fabricante de arcos de Hulburg; Rost Therndon, carpintero y calafate casi tan corpulento como Brun Osting, y el enano Lodharrun, cuya herrería era la más grande de Hulburg entre las que no pertenecían a una de las compañías mercantiles extranjeras. De repente, se pusieron tensos, alarmados ante la aparición de Mirya, y el acero brilló en sus manos antes de reconocerla.
Mirya inspeccionó el oscuro callejón y se permitió sonreír fríamente.
—Pensé que teníais suficiente sentido común como para no seguir adelante con esto —murmuró—. Bueno, lo primero es lo primero: ¿os ha visto alguien?, ¿os ha seguido alguien?
Todos menearon la cabeza, pero Brun habló en voz baja.
—Hay más guardias grises en el Paso del Harmach y en el Puente Medio —dijo—. He contado ocho más esta noche mientras venía. No me vieron, pero si salen más a la calle, será difícil evitarlos.
—Lo tendré en cuenta —contestó apenada Mirya.
Los guardias grises eran cosa de Rhovann, estaba segura. Hacía un mes, la primera de aquellas cosas silenciosas y altas apareció en las almenas de Griffonwatch, guerreros con armadura, de más de dos metros de alto y con poderosas extremidades. Sus rostros estaban cubiertos por yelmos negros, y en su carne gris había escritos extraños sellos mágicos. A veces, acompañaban a la Guardia del Consejo en sus patrullas, y otras simplemente hacían guardia en las esquinas o en las puertas. Estaba claro que cada día cobraba más importancia el hecho de averiguar qué eran y cómo los creaba el mago de Marstel…, pero ésa no era su única misión aquella noche. Por lo que sabía, ninguno de los guardias grises estaba cerca, y ella y su pequeña banda de rebeldes tenían una tarea distinta que realizar.
—¿Tenéis noticias de Darsen?
—Sí —contestó Halla—. Los hombres de Jannarsk están en La Gaviota Negra, con dos mercenarios más. Darsen está allí.
Mirya asintió. Había un enemigo más con el que no había contado, pero pretendía seguir adelante con aquello de todos modos. Dos días atrás, uno de los sargentos de la casa Jannarsk y su escuadrón habían destrozado la tienda de Perremon el quesero y lo habían golpeado con saña cuando el hulburgués había protestado ante las groseras insinuaciones que le hacían a su hija. Ya era hora de ponerles algunos límites a los mercenarios extranjeros que ocupaban Hulburg. Se deslizó hasta la entrada del callejón y echó un vistazo a ambos lados; todavía había un puñado de viandantes por la zona, pero ninguno estaba cerca.
—¿Deberíamos dirigirnos a La Gaviota Negra? —preguntó Rost Therndon—. Podríamos cubrir las entradas delantera y trasera rápidamente…
—No, esperaremos a que las campanadas del reloj den las once —respondió Mirya. Ése era el plan que habían trazado con anterioridad, y no quería estropearlo por culpa de la impaciencia. Hacía frío y el aire estaba cargado de humedad. Una ligera neblina cubría las calles. Volvió a ocultarse entre las sombras del callejón y se arrebujó en la capa. Los demás integrantes de la pequeña banda hicieron lo mismo y esperaron un rato en silencio. Finalmente, la campana de la sala del Consejo dio las once; Mirya se estremeció y se enderezó, al igual que sus compañeros.
Calle abajo, fuera de su línea de visión, se oyeron unas repentinas carcajadas y el sonido de la música al abrirse la puerta de la taberna. Unos instantes más tarde, una figura esbelta pasó rápidamente junto a la entrada del callejón. Era Darsen Ilkur, el hijo de Deren. El joven Ilkur trabajaba como dependiente en el complejo mercantil, y estaba bien situado para vigilar las idas y venidas de los extranjeros.
—Tres justo detrás de mí —murmuró mientras pasaba de largo, teniendo cuidado de no volver siquiera la cabeza hacia el callejón.
Mirya hizo señas a Brun, Rost y Lodharrun. Los tres se acercaron sigilosamente a la entrada del callejón. El fuerte sonido de pasos, el tintineo de la cota de malla y una ruda broma de borrachos anunció la proximidad de los hombres de Jannarsk. Los soldados pasaron tambaleantes junto a la entrada del callejón sin apenas mirar hacia las sombras… y los hombres de Mirya atacaron. Los tres hulburgueses salieron a la calle y llevaron a cabo un asalto rápido y silencioso; se situaron detrás de los mercenarios, blandiendo garrotes con sus fuertes manos. Mirya, Halla y Vannarshel los siguieron, desplegándose para cubrirlos a ambos lados.
—¿Qué es esto? —rugió el sargento de Jannarsk, echando mano a la espada que llevaba al cinto.
—No sois bienvenidos aquí —escupió Mirya.
Los demás soldados hicieron amago de volverse mientras intentaban desenvainar sus armas, pero no fueron lo bastante rápidos. Los hulburgueses se abalanzaron sobre ellos como una marea furiosa y oscura, elevando y descargando los garrotes una y otra vez. El sargento consiguió sacar la espada y se mantuvo en pie el tiempo suficiente como para lanzarle una estocada a Rost mientras el carpintero derribaba a uno de los mercenarios con un golpe de garrote. Mirya alzó la ballesta, buscando el ángulo de disparo, pero Brun Osting se acercó y, con un fuerte garrotazo, le arrancó la espada de la mano al sargento, a quien seguramente le rompió el pulgar. A continuación, los tres mercenarios estaban en el suelo y los hulburgueses se pusieron a golpearlos y patearlos furiosamente.
Mirya se estremeció ante la violencia del asalto, pero se obligó a no apartar la vista. Habría asaltos peores si pretendía seguir adelante con aquello.
—¡Dejadlos con vida! —les dijo entre dientes a sus vecinos—. Aún no es el momento de derramar sangre.
No tenía un interés especial por perdonarles la vida a los enemigos de Hulburg, pero esperaba que dejar a los hombres de Jannarsk con vida trajera menos consecuencias que matarlos a sangre fría.
Todo terminó enseguida. Mirya indicó por señas a Brun y Therndon que arrastraran a los mercenarios hasta el callejón mientras se paraba a echar un último vistazo a la calle. No había nadie lo bastante cerca como para llamar su atención; esa noche la niebla era su amiga, o al menos eso parecía. Se agachó junto a los maltrechos mercenarios, buscando signos de vida. Todos ellos respiraban, pero, según su parecer, se pasarían diez días con cabestrillos o escayolas. Bueno, no era un daño mucho mayor que el que le habían infligido al pobre Perremon.
—Coged sus armas —le dijo a Therndon. El carpintero introdujo rápidamente en un saco las espadas y las dagas, y se lo echó a la espalda.
—¿Algo más para estos villanos? —preguntó Vannarshel.
—Dejadlos para que los encuentren sus amigos —respondió Mirya—. Ya veremos si aprenden la lección o no. Ahora marchémonos antes de que vengan la Guardia del Consejo o los guardias grises. Pronto tendremos más trabajo.
Una caravana de suministros de la Casa Veruna se dirigiría a sus colonias mineras en un par de días; Mirya ya estaba pensando en cómo podrían abordarla ella y su pequeña compañía.
—Ni una palabra a nadie —gruñó Lodharrun.
El enano extendió su grueso puño; Mirya puso la mano encima. Los demás hicieron lo mismo.
—Ni una palabra —repitió—. ¡Y ahora largaos todos!
Los hulburgueses se estrecharon brevemente las manos antes de alejarse cada uno en una dirección y desaparecer silenciosamente en la niebla nocturna.