VEINTISIETE

15 de Ches, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)

Los truenos retumbaban a lo lejos, hacia el norte, sobre los páramos de Thar, mientras Kara Hulmaster escudriñaba a través de la lluvia fría y persistente las filas del ejército de Marstel que rodeaban las yermas colinas en las que estaba atrapada. Las densas nubes que se cernían sobre la tierra ocultaban la proximidad del amanecer, pero la oscuridad no era total; las lámparas protegidas y las hogueras de vigilancia diseminadas por los contornos daban un resplandor rojizo al campo de batalla.

La Guardia del Escudo estaba extendida a lo largo de un corto y escarpado promontorio, rodeando la colina; aproximadamente a un kilómetro, Kara distinguía la silueta de la abadía de Rosestone contra la leve luminosidad del incipiente amanecer. Entre el humo y la bruma que se extendían a sus pies, los mercenarios del ejército de Marstel se organizaban para lanzar el último asalto contra la Guardia del Escudo, precedido por casi cien de los grandes guardianes de piel cenicienta de Rhovann. De vez en cuando, cuando la lluvia amainaba, Kara podía oír el distante entrechocar de armas o el rugido de voces airadas provenientes de alguna escaramuza que se producía en las proximidades de la colina.

—¿Dónde estás, Geran? —murmuró Kara para sí misma.

Se suponía que ella debería estar marchando hacia Hulburg a esas alturas, ya destruidos o incapacitados los ingenios guerreros de Rhovann, con la Guardia del Consejo vencida y huyendo a su paso. En lugar de eso, había pasado las ocho o nueve últimas horas luchando encarnizadamente para evitar la aniquilación mientras los comandantes de Marstel lanzaban una ofensiva tras otra contra sus improvisadas defensas. Sólo la escarpada ladera de la cumbre redondeada y sembrada de guijarros había impedido que los yelmorrunas acabaran con lo que quedaba de su ejército; mientras las criaturas trataban de subir los últimos metros del promontorio, podían ser derribadas por pesadas rocas que echaba a rodar desde lo alto un par de hombres corpulentos con ayuda de una gran palanca de madera. Aquello no producía grandes daños a los ingenios, pero cada vez tenían que levantarse y volver a intentar el ascenso. Marstel había dejado que sus incansables autómatas lo intentaran una y otra vez antes de decidirse, finalmente, a enviar también a soldados humanos contra los guardias del Escudo… Pero los arqueros de Kara habían derribado por docenas a los guardias del Consejo, desbaratando el primer asalto generalizado. Ahora Marstel se disponía a intentarlo de nuevo.

Kara se volvió a mirar las filas desiguales de la Guardia del Escudo. Los Mazas de Hielo y el tercer escudo se las habían arreglado para retirarse de Rosestone relativamente intactos, pero había perdido nada menos que una tercera parte del primer escudo de Wester en el asalto de los yelmorrunas, y sólo un puñado del segundo escudo de Larken había llegado al punto de encuentro después de actuar como retaguardia al resto del ejército. El propio Larken había desaparecido; Kara suponía que estaba muerto o había sido capturado. La mayor parte de los quinientos soldados, más o menos, que le quedaban estaban acurrucados debajo de sus capotes o de sus propios escudos, tratando de descansar un poco después de toda una noche de combate.

Un tintineo de mallas y un juramento a media voz en enano anunciaron la llegada de Kendurkkel Ironthane. El enano trepó por la pendiente llena de cantos rodados sobre la que ella estaba de pie afirmando sin problema sus pesadas botas. La consabida pipa relucía suavemente en la oscuridad a pesar de la lluvia.

—No tardarán en lanzar otro ataque contra nosotros —dijo.

—Es lo más seguro —respondió la mujer, mirando las compañías enemigas que formaban al pie de la colina.

Kara podía ver mejor que los demás en la oscuridad y eso le permitió apreciar el gran daño que la Guardia del Escudo había infligido a la del Consejo. Incluso habían conseguido destruir a una docena aproximadamente de los yelmorrunas. Pero ellos habían sufrido peores daños, y la superioridad numérica del ejército de Marstel era aún mayor ahora.

—Van a lanzar una ofensiva por varios flancos para tratar de superarnos.

—El plan no está nada mal —admitió Kendurkkel.

En los anteriores ataques, los capitanes de Marstel se habían concentrado en un estrecho acceso de la cara oriental de la colina que formaba una especie de rampa hacia la cumbre, pero los guardias del Escudo lo habían atascado con rocas y carretas volcadas, y como era lógico, Kara había concentrado ahí sus fuerzas. Ahora la amenaza de una escalada general la obligaba a desplegar a sus soldados por todo el borde del promontorio. Kara dudaba de poder detener a Marstel esa vez. Sus arqueros casi se habían quedado sin flechas, y sus soldados prácticamente habían agotado las piedras de tamaño manejable que podían arrojar contra los yelmorrunas.

—¿Has tenido noticias de lord Hulmaster? —le preguntó el enano en voz baja.

—Todavía no —admitió Kara—. Debería haberlas tenido hace horas. Me temo que algo pueda haber salido mal.

—¿Qué piensas hacer en caso de que él haya sido derrotado?

—Luchar para abandonar esta colina y replegarme a Thentia hasta que encontremos una manera de liquidar a los guerreros grises del hechicero.

Con tiempo para reorganizarse y prepararse, Kara pensaba que podría encontrar alguna manera de acabar con los yelmorrunas aun cuando Geran no consiguiera derrotarlos, pero sabía que se estaba aferrando a un clavo ardiendo. Si conseguía replegarse desde ese punto —suponiendo que pudiera hacerlo, lo que era algo bastante dudoso—, no habría una segunda campaña para liberar a Hulburg, a menos que otra potencia del Mar de la Luna se decidiera a ponerse de su lado.

El enano asintió.

—Puede ser que eso no dependa de ti —señaló—. Marstel no tiene motivo alguno para dejarte ir. ¿Has pensado en las condiciones para una rendición?

—Sí, lo he pensado. Mi vida está perdida, por supuesto, pero lo haría si creyera que con eso podría salvar a mis guardias del Escudo. Por desgracia, no me fio de Marstel. Creo que aceptaría nuestra rendición y a continuación ejecutaría hasta al último soldado hulburgués que hubiese cogido las armas contra él. Ya se ha hecho antes. —Vaciló y luego añadió—: Por otra parte, tus Mazas de Hielo podrían tener una oportunidad de rendirse, eso si os permiten abandonar el campo de batalla.

—Puede ser que lo hayas olvidado, lady Kara, pero Marstel dijo sin cuartel, sin dar ni pedir cuartel.

—Por lo general, a los mercenarios no se les da ese trato.

—Ya, pero, como tú misma has dicho, no me fío ni de Marstel ni de sus capitanes. Además, tú te has comportado justamente conmigo y con los míos. No estaría bien que te dejáramos ahora.

—Te estás volviendo un sentimental, maese Ironthane.

—No está de más forjarse fama de leal —dijo el enano—, a menos, claro está, que con eso consigas que te maten por una causa perdida, en cuyo caso deja de ser buen negocio. Supongo que todavía no estoy convencido de que la tuya sea una causa perdida. Jamás he visto a nadie que pueda compararse contigo en el campo de batalla, lady Kara.

La mujer le sonrió con tristeza.

—Si sólo tuviera tres compañías más a la altura de tus Mazas de Hielo, maese Ironthane, no tendría miedo a nada, desde Phlan a Mulmaster.

Permanecieron en silencio un momento, observando cómo ocupaban sus lugares los soldados, allá abajo.

—Suponiendo que no estemos todos muertos en la próxima media hora, ¿cuánto tiempo piensas mantener la colina? —preguntó el enano.

—Todo el tiempo que pueda; hasta que sepa que ha fracasado, todavía espero que Geran consiga lo que propone —replicó Kara—. Si sólo ha sufrido un retraso, todavía podríamos…

Se interrumpió de repente cuando los soldados de abajo lanzaron un coro de gritos de guerra y empezaron a subir las laderas, con los yelmorrunas abriendo la marcha. Intercambió una breve mirada con el capitán enano y llamó a su portaestandarte.

—¡Sargento Vossen! ¡Haz correr la voz de que se preparen!

A su alrededor, todas las compañías del Escudo se pusieron de pie, se despojaron de sus capotes y capuchas, y sujetaron los escudos mientras retomaban la formación en lo alto del promontorio.

—¡Buena suerte! —dijo Kendurkkel—. ¡Me voy! —Salió al trote hacia los Mazas de Hielo, que protegían la parte trasera de la colina.

Por su parte, Kara indicó a Vossen que la siguiera y ocupó su lugar en medio del escudo de Wester, que protegía la cara sur, relativamente baja, de la colina; la cara norte era demasiado escarpada para subir por ella y el escudo de Merrith Darosti bloqueaba el acceso. El sargento Kolton y los guardias de la Casa se unieron a Kara cuando ella ocupó su puesto en medio del escudo de Wester. No quedaban hombres de reserva; ése era el lugar donde se decidiría la batalla.

—Aquí estamos una vez más —le dijo Wester.

El terrateniente convertido en capitán estaba cansado y tenía una marcada cojera por una fea herida en la pierna izquierda, pero en sus ojos brillaba una furia implacable.

—¿Todavía no se han dado cuenta de que no vamos a dejar que nos desalojen de esta colina?

—Eso parece —respondió Kara y le hizo una seña a Vossen—. ¡Que todos los arqueros disparen a discreción! ¡Que nadie ahorre flechas ahora! ¡Y que no las malgasten en los yelmorrunas!

El rasgueo de las cuerdas de los arcos resonó en el aire húmedo de la noche y una vez más las flechas hicieron estragos en la Guardia del Consejo y en los mercenarios de sus casas mercantiles aliadas. La distancia era poca, y los soldados enemigos, unos blancos excelentes mientras trepaban y resbalaban entre las piedras. Docenas de ellos gritaban y caían bajo la mortífera andanada…, pero también caían guardias del Escudo, arrancados de la colina por los ballesteros de la Guardia del Consejo. Con un furioso bramido, los soldados de Marstel llegaron al pie del promontorio en una línea desigual.

Los yelmorrunas y los guardias del Consejo empezaron a trepar por todo el perímetro de la colina. Los guardias del Escudo los recibieron al borde del promontorio, empujándolos montaña abajo, mientras trataban de afirmarse y desalojar a los yelmorrunas con maderos y ejes de carretas. A la derecha de Kara, varios guardias del Escudo consiguieron empujar un gran pedrusco colina abajo. No dio contra el yelmorruna al que iba dirigido, pero abrió un surco en las filas de Marstel. Los guardias, expectantes, lanzaron un sonoro grito de triunfo al ver las brechas que se abrían en el enemigo. Entonces, de repente, docenas de soldados de Marstel consiguieron coronar la cima, demasiados como para que la Guardia del Escudo pudiera detenerlos. Los yelmorrunas que habían evitado que los tiraran colina abajo penetraron en las filas de los de la Guardia del Escudo, cobrándose una macabra cosecha con sus grandes alabardas. Por encima del entrechocar de aceros y del ruido brutal de las hojas de las alabardas que destrozaban cotas de malla y carne, se elevaron gritos de dolor y bramidos de ira.

Espada en mano, Kara se sumó a la refriega para ayudar contra las temibles criaturas. Los guardias del Escudo lanzaban golpes contra los miembros de los monstruos y trataban de evitar las sibilantes hojas de las alabardas, pero los yelmorrunas tenían una fuerza y una resistencia arrolladoras. Los guerreros que se exponían aunque sólo fuera un instante para lanzar una estocada a una rodilla o una muñeca eran segados por réplicas feroces o salían despedidos por los aires, destrozados o sangrantes. Dando gracias a los dioses de la guerra por haber podido al menos demorar a algunos de los monstruos, Kara se lanzó contra el más próximo y logró asestarle un corte poco profundo en el hombro, antes de apartarse de la trayectoria de una alabarda que podría haberle cercenado una pierna. En cuanto se hubo librado, volvió al ataque contra el mismo hombro, profundizando la herida. La visera negra se fijó en ella, y el yelmorruna le lanzó un ataque directo con la punta de la alabarda. Ella esquivó con un rápido bloqueo la aguzada punta, pero el golpe eran tan potente que la parte plana de la cabeza del hacha empujó la espada hacia ella y le hizo perder pie. La capitana trató de recobrar el aliento que había perdido.

El yelmorruna que la había derribado giró ágilmente sobre sí mismo y levantó la alabarda para descargar un golpe que no tenía esperanzas de evitar. Kara vio la muerte cerniéndose sobre ella y alzó una mano para protegerse…, pero cuando el arma del monstruo gris describía su arco final, de pronto se estremeció violentamente. Los glifos mágicos inscritos en su carne emitieron destellos púrpuras y una voluta de humo salió de su visera de hierro. La cosa emitió un grito agudo y metálico —el primer sonido que Kara había oído jamás a un yelmorruna— y cayó de rodillas, soltando la alabarda, que dio en el suelo a su lado. Mientras observaba, sorprendida, los glifos se difuminaron y desaparecieron como la tinta en el agua.

—Geran lo ha conseguido —dijo en voz alta—. ¡Geran lo ha conseguido! ¡Ha destruido la piedra maestra de los yelmorrunas!

El que había estado a punto de matarla empezó a ponerse de pie trabajosamente, pero un curtido guardia del Escudo surgió a su lado y le clavó el hacha de guerra en la nuca. Kara se recompuso y miró en derredor; por toda la cima de la colina, sus soldados estaban haciendo pedazos a los yelmorrunas y les arrojaban sus restos a los guardias del Consejo.

—¿Estás herida, lady Kara? —preguntó Vossen, preocupado.

—No, estoy perfectamente —respondió. Sabía que no era del todo cierto, pues sospechaba que más tarde se le formaría un enorme cardenal.

A su alrededor, el escudo de Wester estaba despejando rápidamente el promontorio de los enemigos que habían conseguido llegar a la cima.

—Algo les pasa a los guardias grises —dijo el portaestandarte, señalando—. Mira, apenas pueden tenerse en pie.

Kara miró hacia donde apuntaba su brazo y vio docenas de yelmorrunas que ya no trataban de subir la colina. Unos se apoyaban en sus alabardas; algunos caían de rodillas en la hierba húmeda del páramo, y otros simplemente estaban inmóviles en el suelo. Sin los imponentes monstruos para ir abriendo camino, los guardias del Consejo ya se retiraban en desbandada. El portaestandarte de Marstel vaciló en la base del promontorio y un grupo desorganizado de mercenarios y de soldados de la Guardia del Consejo huía aterrorizado al ver que sus poderosos aliados no respondían. Kara estudió el panorama y vio que el portaestandarte no estaba tan lejos y que a ella le quedaban todavía un par de compañías que estaban más o menos intactas…

—¡Sargento Kolton, mi montura! —gritó—. ¡Capitán Wester! ¡A mí con tu escudo! ¡Vossen, haz señas a los Mazas de Hielo y al tercer escudo de que sigan nuestra carga! ¡Vamos a ir tras el estandarte!

Nils Wester asintió de inmediato.

—¡Será un placer, lady Kara! ¡Vamos, muchachos, ahí está ese culo gordo de Marstel! ¡Vamos a contarle lo que pensamos de su reinado!

El primer escudo formó enseguida a uno y otro lado de Kara, golpeando los escudos con las espadas y gritando insultos a las fuerzas de la Guardia del Consejo.

Los hombres del sargento Kolton trajeron sus monturas desde donde las habían dejado atadas y Kara montó rápidamente en Dancer. La gran yegua resopló ansiosa, percibiendo el estado de ánimo de Kara, y el resto de los guardias de Kolton también subieron a sus cabalgaduras.

Kara esperó un momento a que los soldados de Wester se situaran; luego describió un círculo con la espada por encima de su cabeza al mismo tiempo que gritaba:

—¡A la carga! —y espoleando a Dancer se colocó a la cabeza de sus hombres. En una rápida carrera bajó la colina seguida de sus guardias.

Los soldados de Wester lanzaron un rugido de furia batalladora y corrieron tras ella, resbalando por las piedras húmedas al saltar desde el borde del promontorio al terreno de abajo, sembrado de cadáveres. Kara se lanzó directa sobre Marstel, sorteando con agilidad los restos de los yelmorrunas y los grupos de guardias del Consejo que se volvían para impedirle el paso; los dejó para que los soldados de Wester se ocuparan de ellos. La arremetida de los guardias del Escudo arrasó a los mercenarios desorganizados y a los ingenios, haciendo retroceder el frente de batalla cincuenta metros colina abajo y convirtiéndolo en una gran masa revuelta de guerreros que gritaban y silenciosos yelmorrunas. Cuando los hombres de Wester no habían hecho más que abandonar sus sitios, el tercer escudo y los Mazas de Hielo ocuparon sus puestos para formar un anillo defensivo en torno a la colina. La carga de Kara descargó toda la fuerza de sus tropas contra sólo una porción de las de su enemigo.

Kara se iba acercando al portaestandarte de Marstel mientras Kolton y sus hombres le guardaban las espaldas. Cuando vio delante al viejo lord con su armadura de placas, rodeado de sus propios guardaespaldas y capitanes, Kara echó atrás el brazo, preparando un mandoble poderoso de su sable contra el falso harmach, pero cuando estaba apenas a cinco metros de su objetivo, Marstel apartó la vista de su preocupación más acuciante y se dio cuenta de que ella se acercaba.

—¡Guardias! —gritó, haciendo recular a su caballo—. ¡A mí! ¡A mí!

Un guardia del Consejo espoleó el caballo y se puso en el camino de Kara, bloqueándole el paso. Con un rápido movimiento de rodillas, la mujer se agachó todo lo que pudo en su montura y dejó que la yegua golpease al corcel del soldado con el pecho en el flanco, haciéndolo caer al suelo. El guardia quedó apresado bajo su cabalgadura, pero el impacto hizo dar una media vuelta a Dancer y la apartó varias zancadas del lugar. Para cuando Kara se recuperó y se enderezó, Marstel estaba fuera de su alcance, y el capitán mercenario Edelmark apareció en su camino, montado en un pesado caballo de guerra y con la espada desenvainada.

—¡Ven aquí, zorra marcada por un conjuro! —le gritó—. ¡Quiero ver si eres tan buena como dicen!

Kara entrecerró los ojos. Seis meses antes, Edelmark había liderado el asalto por sorpresa contra Griffonwatch con ayuda de la magia de Rhovann, y a sus oídos habían llegado noticias de su brutalidad al frente de los soldados de Marstel. Tenía mucho de que responder.

—Vale —le respondió—. Temía que fueras a rendirte.

Con un grito, espoleó a Dancer para ir a su encuentro. Él paró su primera arremetida y contraatacó con un tajo a la cara que ella evitó agachando la cabeza para recuperarse justo a tiempo de bloquear su ataque tirando un tajo a la nuca de su contrincante. Acto seguido, se colocó a su lado, haciendo girar a Dancer para atacar nuevamente mientras él procuraba dar la vuelta a su cabalgadura para volver a enfrentarse a ella. Kara espoleó la yegua y se le colocó detrás, por la izquierda, mientras Edelmark, profiriendo una maldición, se retorcía en la montura para protegerse la espalda. La cota de malla lo salvó de un buen corte en la clavícula, y antes de que Kara pudiera descargar un golpe mejor dirigido, él espoleó su caballo y se puso fuera de su alcance. Una vez más, Kara y Dancer salieron en su persecución por la izquierda, y en esa ocasión, Edelmark giró a la izquierda frente a ella y se puso de pie sobre los estribos. Le lanzó un mandoble descendente con los ojos llenos de furia cuando sus monturas se encontraron. El mercenario mulmasterita era más fuerte que Kara, de modo que ella, en lugar de parar sus ataques con la fuerza de su brazo, los desviaba a uno u otro lado, esquivándolos uno por uno.

—¡Estate quieta, maldita seas! —dijo él con desprecio, y otra vez le lanzó un mandoble que Kara paró con su juego de muñeca, desviándolo hacia la izquierda.

Antes de que él pudiera recuperarse, la mujer dirigió hábilmente la punta de su sable describiendo un arco mortífero que lo alcanzó a la altura de los ojos. Edelmark dio un chillido y se llevó las manos a la cara, lo que Kara aprovechó para ensartarlo por la axila mientras la sangre manaba de su rostro. El capitán cayó lentamente de la montura y el corcel salió disparado, apartándose de su atacante.

—¡Buen combate, mi señora! —le gritó Kendurkkel.

El enano estaba a horcajadas sobre un yelmorruna desmembrado a unos cuantos metros de allí, sosteniendo una pesada hacha.

—¡Nunca me gustó mucho ese tipo!

Kara le respondió con una torva sonrisa e hizo una pausa para hacer inventario del combate. Se dio cuenta de que tenía sabor a sangre en la boca y de que le dolía la mandíbula; en algún momento del furioso intercambio de mandobles se había golpeado en la boca con su propio guantelete y ni siquiera lo había notado. Al este, el cielo se iba aclarando decididamente y la lluvia se había convertido en una gris llovizna. En torno a ella, la Guardia del Consejo se estaba disgregando y los soldados huían sin orden ni concierto, perseguidos por alguna que otra banda vociferante de guardias del Escudo. Ahora que no tenían a los yelmorrunas para respaldarlos, los matones de Marstel no eran contrincantes para sus hombres. La Guardia del Escudo estaba mejor armada, mejor entrenada y tenía el aliciente del repentino cambio de suerte.

—No pensé que fueran a dispersarse tan pronto —murmuró de forma audible.

El enano dio un buen puntapié al yelmorruna que tenía a sus pies para asegurarse de que estaba acabado y se colgó el hacha al hombro. Señaló hacia el este, por encima de los páramos, donde Marstel y los supervivientes de su batallón portaestandarte volvían a Hulburg a galope tendido.

—El espectáculo de su amo y señor corriendo para salvar la vida no ha sido demasiado bueno para su moral.

—No subestimemos la tarea que nos queda por delante, maese Ironthane. Todavía tenemos un largo día ante nosotros.

Kara miró en derredor, tratando de evaluar el combate. Quizá la Guardia del Consejo estuviera vencida, pero todavía tenían que sacar a los Jannarsk, los Veruna y el Anillo de Hierro de sus campamentos fortificados, y estaban además los Puños Cenicientos y la plebe de las Escorias. Como colofón, tendría que tomar Griffonwatch, aunque la tarea sería mucho más fácil con el tipo de magia que Sarth o Geran dominaban.

—Nada se habrá terminado hasta que tengamos el control del castillo, y Marstel y su hechicero estén en nuestras manos.

—Bueno —dijo Ironthane con un bufido—, no veo por aquí a ningún mago, pero todavía puedes dar caza a Marstel si te das prisa.

—¡A por ellos! —gritó Kara, espoleando a Dancer.

Wester y Ironthane podrían ocuparse de los guardias del Consejo que no habían huido. Kolton, Vossen y el resto de su pequeña banda de guardias y mensajeros —de los que sólo quedaban veinte hombres— la siguieron. No era mucho, pero eran casi todas las tropas montadas que tenía. Tras recorrer cincuenta metros, Kara y sus jinetes dejaron atrás el caos y se lanzaron al galope por el camino que llevaba a Hulburg. Marstel y los suyos les llevaban apenas doscientos metros de ventaja.

Marstel se volvió para mirarla por encima del hombro con una mezcla de terror y furia. A continuación, se agachó sobre el cuello de su corcel y le clavó las espuelas. A lo largo de casi un kilómetro, el falso harmach y sus guardias siguieron huyendo perseguidos por Kara, pero entonces una compañía de otros veinte hombres armados cubiertos con armadura y capote negros apareció desde el este y se unieron al pequeño grupo. Los jinetes pronto rodearon a Marstel y a los capitanes que le quedaban, reforzándolos.

—¿Qué demonios…? —murmuró Kara, tirando de las riendas.

Los guerreros de negro cabalgaban bajo un estandarte oscuro…, un estandarte con la insignia gris y oro de Vaasa. A la cabeza de la compañía de Vaasa iba un hombre alto con armadura de placas, capote carmesí y el casco astado de un caballero de Warlock. Esperó un momento mientras Marstel hablaba con el caballero. Kara tenía los dientes apretados a causa de la frustración. Por mucho que le apeteciera ir directa a por Marstel, no disponía de fuerzas suficientes para enfrentarse a los vaasanos que habían tomado posiciones en torno al viejo lord y a sus guardias supervivientes. Al parecer, después de todo había algo de cierto en los informes sobre la ayuda de Vaasa a Marstel. Los caballeros de Warlock habían tenido alguna colaboración con la horda de los Cráneos Sangrientos. ¿Acaso sería eso algún complot de los suyos, o simplemente se aprovechaban de la oportunidad que el caos imperante en Hulburg les brindaba?

Marstel le echó a Kara otra mirada de furia y desprecio, y a continuación reanudó su regreso a Hulburg con su escolta, tomando hacia el este por la senda que pasaba por la vieja abadía.

—¿Debemos perseguirlos? —preguntó a su lado el sargento Kolson.

Kara hizo una mueca mientras pensaba la respuesta. Tenía que hablar con Geran cuanto antes; la aparición de los caballeros de Warlock era algo totalmente inesperado.

—No; tienen más jinetes que nosotros —respondió por fin—. Enviaremos un par de exploradores para que los vigilen y para asegurarnos de que vuelven a casa, y esperaremos a reunir más guardias del Escudo antes de lanzarnos tras ellos.

Hizo dar la vuelta a su cabalgadura y dejó a Marstel y a sus compañeros vaasanos librados a su suerte. Luego volvió para reincorporarse a la lucha que seguía librándose al pie de la colina.