VEINTIDÓS

14 de Ches, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)

Estaba anocheciendo en Hulburg cuando Geran metió su caballo en el pequeño establo que había detrás de la casa de Mirya; lo despojó rápidamente de la silla, las alforjas y el arnés. Sabía que debería darle al animal un buen cepillado y cuidarlo mejor, pero no tenía tiempo que perder y dudaba de que tuviera que volver a buscarlo. Si necesitaba una montura en las siguientes horas, la tomaría prestada o robaría la que más a mano tuviera.

Cuando terminó con las alforjas y las mantas, Mirya lo estaba esperando en el patio con un chal sobre los hombros.

—¿Estás listo? —preguntó.

Él asintió y partieron en dirección a Erstenwold. Estaba a poco más de kilómetro y medio, en la otra orilla del Winterspear. Se desviaron desde la calle de Mirya por la calle del Río, bordeando los canales de residuos. Geran se esforzaba por mantener un paso rápido y confiado, y algo alejado de Mirya. Ya había comprobado que su disfraz era lo bastante bueno como para protegerlo en las calles de Hulburg, pero ahora que estaba acompañando a Mirya, le pareció más arriesgado. Por supuesto, todo el mundo sabía que era amiga suya, y cualquiera que la viera recorriendo las calles, cuando la mayor parte de la gente se había retirado ya a sus casas, se preguntaría por qué estaba con un mago extranjero. Aún peor, si alguno de los soldados o espías de Marstel veían a través de su disfraz, también la cogerían a ella. Difícilmente podría negar que apoyaba a los partidarios de los Hulmaster si la cogían con él, y temía que sufriera las terribles consecuencias.

Se dijo que debería haberla dejado a salvo en su casa. Aquello era demasiado peligroso.

Torcieron por el camino Ceniciento y llegaron al Puente Medio. Había media docena de yelmorrunas custodiándolo. Geran se preparó para pasar junto a ellos, fingiendo la misma actitud desdeñosa que había mostrado con anterioridad. Pero los pasos de Mirya se tornaron vacilantes a medida que se acercaban a las imponentes criaturas. Le echó una mirada rápida, y se dio cuenta de que estaba temblando. Sus labios se movieron levemente, diciendo algo que no pudo oír, y tenía la mirada fija en los guerreros de arcilla. Comprendió que estaba aterrorizada. Aunque no se lo esperaba, había una diferencia entre desobedecer directamente a las autoridades con una reunión clandestina y caminar junto a él por las calles con descaro.

Geran hizo una mueca. Ya era demasiado tarde para regresar por donde habían venido sin que pareciera que estaban evitando a los monstruos. E incluso si lo hacían, tendrían que cruzar el Winterspear por el Puente Bajo o por el Puente Quemado para llegar a la orilla oeste, donde estaba Erstenwold, y se encontrarían con más yelmorrunas por el camino. Se acercó a ella tanto como pudo.

—¡Ánimo, Mirya! —susurró—. ¡Has pasado junto a esas cosas cientos de veces antes! ¡Tan sólo haz como si no las vieras y sigue caminando!

Mirya no respondió, y caminó todavía más despacio. Geran, desesperado, la cogió por el brazo y tiró de ella, haciendo lo posible por hacer caso omiso de las criaturas que se cernían sobre ambos. Seguramente, los guardias humanos ya hubieran sospechado algo a esas alturas, pero ésos eran autómatas dotados con el poder de ejecutar las órdenes que se les daban. No tenían intuición ni empatía; quizá no notaran la angustia de Mirya, o lo solícito que se mostraba con ella un mago extranjero.

Le rodeó los hombros con el brazo y trató de hacerla caminar con más seguridad. Pero al pasar junto a la primera pareja de yelmorrunas, de repente se detuvo por completo. Con una expresión apagada y enfermiza en el rostro, alzó la vista hacia las viseras ciegas de las enormes criaturas y las miró en silencio.

—¡Mirya! —siseó nuevamente—. ¡Vamos!

Mientras miraba a los yelmorrunas, Mirya dijo claramente:

—Decidle a Rhovann que éste es Geran Hulmaster. Está aquí conmigo.

Geran la miró horrorizado. Intentó convencerse a sí mismo de que no lo acababa de traicionar. Pero lo había hecho. Se quedó parada, mirando con expresión ceñuda a los monstruos que los rodeaban, sin prestarle la menor atención. Los yelmorrunas ya se estaban poniendo en marcha, volviéndose para enfrentarse a él mientras bajaban las enormes alabardas.

De algún modo, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para apartarse de Mirya, para que no la golpearan accidentalmente al balancear una de aquellas terribles hachas, y desenvainó la Espada de las Sombras. Si se podía teletransportar fuera del círculo que habían formado las criaturas a su alrededor, quizá podría eludirlas… Pero tuvo encima a los monstruos antes de tener tiempo siquiera para respirar o alcanzar la concentración necesaria para hacer magia. Se agachó automáticamente bajo la primera de las alabardas, se volvió para apartarse de una segunda y se lanzó salvajemente contra una tercera. Umbrach Nyth emitió un horripilante brillo morado al hacerle un corte profundo a uno de los yelmorrunas, y esa vez una gran gota de espeso vapor negro salió de la herida. La criatura se desplomó sobre el suelo cuando el encantamiento vinculado a ella se deshizo y falló al contacto de la Espada de las Sombras.

—¡Funciona! —dijo Geran en voz alta, y sonrió con fiereza.

Los yelmorrunas no poseían instinto de supervivencia, y ni siquiera trataban de defenderse de sus ataques, lo cual era una estrategia aceptable siempre y cuando siguieran siendo casi inmunes a cualquier tipo de daño. Pero ahora tenía un arma que podía acabar con ellos con la misma facilidad que mataría a un oponente mortal. Bloqueó varios golpes más con una ráfaga de cuchilladas y golpes. La Espada de las Sombras infligía cortes profundos en la carne grisácea, y de ella salía un icor aceitoso de color negro. Durante un instante, tuvo la esperanza de que un solo corte de Umbrach Nyth fuera suficiente para cortar el vínculo del yelmorruna con el hechizo que lo animaba, pero se dio cuenta de que las criaturas seguían en pie después de sus ataques. Tenía que penetrar más profundamente en su sustancia para alcanzar la esencia mágica que albergaban, lo que en un oponente vivo hubiera sido una herida mortal.

Se volvió hacia el que tenía más cerca, tratando de alejarlo todavía más de Mirya (¿por qué lo habría delatado a Rhovann?), y se deslizó por debajo de sus defensas para clavarle la espada hasta el fondo justo por debajo del esternón, o lo que tuviera en su lugar. El yelmorruna se derrumbó, y Geran comenzó a albergar esperanzas de poder librarse luchando, a pesar de la superioridad numérica de sus enemigos. Se volvió para enfrentarse al siguiente monstruo, pero una pesada alabarda le dio un golpe de refilón y lo desequilibró, haciéndolo caer hacia los otros. Entonces, salido quién sabía de dónde, el mango de una de las alabardas apareció frente a sus ojos y le dio un fuerte golpe en la cabeza. El puente y la ciudad se volvieron del revés, y lo envolvió la oscuridad.

—Mirya —dijo con voz ronca. Tenía la boca seca, y le resultaba difícil hablar—. ¿Por qué?

Ella no le contestó. Ni siquiera dio muestras de haberlo oído. Lo último que vio fue a la mujer mirándolo desde arriba, con expresión confundida.

Luchó y se sacudió en medio de sueños oscuros durante lo que le pareció una eternidad, algo entre la conciencia y la inconsciencia. No era capaz de recuperarse del todo; se sintió como si lo hubieran envuelto en un montón de gruesas mantas que se le pegaban y lo cubrían de oscuridad. Poco a poco el dolor punzante de su cabeza le hizo volver en sí. Le dolía terriblemente la frente cada vez que algo le rozaba la costra de sangre seca que tenía sobre los ojos, y le goteaba sangre fresca por toda la cara. Apenas era consciente de que dos imponentes yelmorrunas lo estaban arrastrando por los brazos escaleras abajo. A continuación, lo desnudaron y lo pusieron contra una pared de piedra mientras le colocaban unos grilletes en las muñecas.

Se dejó caer débilmente, sujeto tan sólo por las crueles cadenas.

—¿Dónde estoy? —dijo con voz ronca, pero nadie le contestó.

Abrió lentamente los ojos y se encontró mirando un suelo de ladrillo cubierto por unas cuantas hebras de paja. Se dio cuenta de que estaba en las mazmorras de la Casa del Consejo. Ya lo habían tenido preso allí antes, cuando Kendurkkel Ironthane se puso al servicio de su primo Sergen y se propuso atraparlo. Le resultó extraño haber sido capaz de reconocer las mazmorras en las que lo tenían retenido con tan sólo un vistazo al suelo; estaba claro que pasaba demasiado tiempo en las mazmorras. Durante un instante, Geran se perdió en toda aquella incongruencia, preguntándose cuánto tiempo podría retenerlo Sergen antes de que Kara y el harmach Grigor hicieran que el Consejo Mercantil se lo entregara. Sergen lo odiaba, y estaba conspirando para hacerse con el trono…

—No, no es así —murmuró Geran—. Sergen está muerto. Yo lo maté.

De repente se despertó por completo. Estaba exactamente donde pensaba, encadenado a una pared en la prisión que había bajo la Casa del Consejo. Había dos guardias elaborando un detallado inventario de su ropa y sus pertenencias en una mesa al otro lado de los barrotes de hierro. Sólo le habían dejado la ropa interior para cubrir sus vergüenzas. Había dos yelmorrunas junto a él, uno a cada lado, con sus miradas vacías fijas de continuo en él. Le dolía terriblemente la cabeza, y cuando alzó la vista hacia el ventanuco que estaba cerca de su celda, el súbito movimiento y el dolor insoportable le produjeron aturdimiento y le entraron ganas de vomitar. En el exterior pudo ver el brillo anaranjado de una farola sobre los adoquines mojados en aquel ambiente plomizo. Ya se había puesto el sol, pero no hacía mucho. En pocas horas se suponía que debía reunirse con Sarth y Hamil para entrar en el plano de las sombras y destruir la piedra maestra de Rhovann, pero Mirya había frustrado sus planes.

«Me ha traicionado», volvió a decir para sus adentros. No quería reflexionar acerca de ello, ni pensar en que la había oído decir lo que había dicho, pero era innegable. No sólo les había dicho a los yelmorrunas quién era él, sino que había sugerido que debían ir a Erstenwold, y lo condujo hasta los yelmorrunas que custodiaban el Puente Medio. Lo había planeado todo mientras hablaban en su cocina…, mientras él le abría su corazón y le preguntaba si quería ser su esposa.

Sus rodillas volvieron a ceder, ya fuera por la herida en la cabeza o por su corazón roto.

—¿Acaso ha sido todo una mentira? —murmuró.

¿Le había permitido que la adorara durante los meses que había pasado en Hulburg? No se lo podía creer. Sencillamente no era posible. Él la había rescatado de entre las garras de los piratas de la Luna Negra, y la había devuelto sana y salva a su casa. En ese momento, cinco meses atrás, no había ninguna duda de que se estaban acercando otra vez…, y después lo habían enviado al exilio antes de que pudiera salir algo de todo aquello.

Así que no, su amor por él no había sido fingido, al menos no en el momento en que lo habían expulsado de Hulburg.

—¡Ah!, nuestro príncipe durmiente está despierto —dijo uno de los guardias del Consejo, un semiorco fornido. Entró en la celda y avanzó para coger a Geran por el pelo y levantarle la cabeza—. ¿Hay algún otro espía de los Hulmaster rondando por el reino del harmach Maroth, milord? Habla ahora, y quizá te facilitemos las cosas.

Geran hizo una mueca de dolor, pero permaneció callado.

El guardia semiorco lo agarró con más fuerza.

—Estoy seguro de que no te has colado en la ciudad sólo para hacerle una visita a Mirya Erstenwold —dijo con expresión desdeñosa—. ¿A quién más has visto? ¿Cuáles son tus planes?

—Mis planes son matar o expulsar a Rhovann Disarnnyl, a ese gordo patán de Marstel y a todos los bandoleros y gorilas que se hacen llamar sus soldados —respondió Geran—. ¿Por qué si no iba a estar aquí?

La expresión del semiorco se oscureció. Retrocedió un paso y le asestó a Geran un fuerte golpe con el dorso de la mano en la mandíbula. El mago de la espada se tambaleó, atado a las cadenas, y el dolor de su cabeza se intensificó mientras escupía sangre al suelo de la celda. El guardia alzó la mano para golpearlo nuevamente, pero uno de los yelmorrunas lo agarró de la mano.

La visera descendió para mirar al guardia semiorco.

—No le hagas más daño a Geran Hulmaster —entonó la criatura—. Iré a ocuparme de él dentro de poco. ¿Lo has entendido?

El guardia palideció y retrocedió.

—Sí, lord Rhovann. Estaremos esperándote —respondió—. ¿Qué hacemos con Mirya Erstenwold? Está aguardando arriba.

—Enviadla a casa —respondió la criatura—. Me ha prestado un gran servicio.

El yelmorruna soltó el brazo del guardia, que se retiró rápidamente.

Geran cerró los ojos, esperando que eso aliviara su dolor. Los guardias lo ignoraron, y él volvió al tema de la traición de Mirya. Sabía que no había nada que pudiera haberla hecho volverse contra él antes de que lo exiliaran de Hulburg, así pues, ¿qué podía haber cambiado entretanto?

—Selsha —susurró. Tenía que ser eso.

Cuando había vuelto a Hulburg y la había visitado en Erstenwold, dijo que la había enviado fuera para mantenerla a salvo. Pero ¿y si Rhovann o sus capitanes habían amenazado a su hija? Ésa era la única explicación que encontró para la traición de Mirya. No podía haberlo hecho por dinero ni para salvar su propia vida.

Pero, si lo había traicionado por Selsha, no habría tenido necesidad de admitir que lo amaba. ¿Acaso había mentido cuando había dicho que era tonta por amarlo, y que no podía soportar vivir dudando de su constancia? No, decidió que no era mentira. Ella lo amaba, quizá tanto como él a ella. Pero eso hacía que su traición le doliera más aún.

Fueran cuales fuesen sus razones, Mirya lo había puesto en una situación verdaderamente desesperada. En cuestión de horas, Kara atacaría Hulburg, esperando borrar del mapa a los ingenios del mago. Si no llevaba a cabo el golpe contra la fuente de poder oculta de Rhovann, tendría que abrirse paso luchando con todos los yelmorrunas a las órdenes del mago. Decenas, quizá cientos, de guardias del Escudo y hombres leales a los Hulmaster morirían en esa batalla…, eso suponiendo que ganaran.

Ahora todo dependía de Sarth y Hamil. Cuando no apareciera a la hora acordada para su encuentro, se darían cuenta de que había tenido algún tipo de problema. Comprenderían que tendrían que destruir los conjuros de Rhovann de un modo u otro, si eso era posible. La empuñadura negra de Umbrach Nyth brillaba dentro de la vaina de cuero repujado en plata, entre la ropa de Geran y el resto de sus posesiones. ¿Sería siquiera posible destruir la perla maestra sin el regalo del lich?

Emitió un leve gruñido, lleno de frustración y se rindió a su negra desesperación. Se desmayó de nuevo.