VEINTIUNO

14 de Ches, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)

Kara Hulmaster estaba sentada sobre su montura al borde del campamento Hulmaster, en los Altos Páramos, observando cómo marchaba a su encuentro el ejército de Maroth Marstel.

—Está bien —musitó.

Un viento racheado procedente del sur hizo flamear todas las banderas y estandartes de su pequeño ejército, agitándolos con fuerza. Estaba empezando a anochecer, y la silueta medio derruida de la abadía de Rosestone se recortaba contra el cielo meridional; unas espesas nubes grises avanzaban en apretadas filas hacia el Mar de la Luna, a pocos kilómetros. Pronto caería del cielo una lluvia fría e intensa, y se preguntó a qué bando favorecería más.

Durante los cuatro últimos días había conducido el ejército Hulmaster hacia el este, por los Altos Páramos, con la intención de situarse a una distancia considerable de Hulburg, de acuerdo con el plan que habían diseñado Geran y ella. Pero en vez de esperar en el campamento a que se desarrollara la acción, parecía que tenía una batalla entre manos. A lo largo de las murallas de la vieja abadía, estaban apostados sus guardias del Escudo, contemplando cómo formaban la Guardia del Consejo y sus aliados mercaderes, compañía tras compañía, a unos mil metros de distancia.

—Al parecer, a Marstel no le gusta esperar —comentó Sarth. El tiflin estaba sentado torpemente en la silla, junto a Kara, observando cómo se iban organizando las filas de la Guardia del Consejo, que estaban a casi un kilómetro—. ¿Esperabas que se quedara a defender Hulburg, verdad?

—Así es —respondió Kara, con expresión triste.

La abadía de Rosestone estaba a menos de dieciséis kilómetros de Hulburg, y sus edificaciones en ruinas ofrecían una buena defensa y un refugio contra las inclemencias del tiempo a la hora de acampar. Si era preciso, podia permanecer en esa posición con su ejército durante un mes. Rosestone estaba en una buena posición para aislar a Hulburg de las rutas comerciales por tierra, pero no lo bastante cerca como para que Marstel pudiera atacarla sin dejar la ciudad desguarnecida, o al menos eso pensaba.

—Según parece, los capitanes de Marstel ven las cosas desde un punto de vista diferente del nuestro.

—Posiblemente, los capitanes de Marstel estén preocupados ante la posibilidad de que vuestros partidarios se unan a vuestras filas si os permite acercaros más —supuso Sarth—. O quizá simplemente sea impaciencia, o miedo de parecer débiles. No es obligatorio comprender los motivos de Maroth Marstel.

Mientras estudiaba las filas enemigas, a Kara se le dio por pensar que esperaba que Geran supiera lo que estaba haciendo. Los guerreros de la Guardia del Consejo de Marstel llevaban sobrevestas de colores rojo y amarillo, pero no eran la única formación que se enfrentaría a ella. Por detrás de las filas de soldados de infantería había pequeñas compañías de soldados a caballo, pertenecientes a las compañías mercantiles. Eran los jinetes de la Casa Jannarsk, que cabalgaban bajo un pendón pardo y rojo, los mercenarios del Anillo de Hierro, de marrón y negro, e incluso una numerosa banda de soldados de la Casa Veruna, con sus abrigos verdiblancos. Ella apretó los labios de puro enojo al verlo; los Veruna habían hecho todo lo posible por ayudar a su hermanastro Sergen en su sangriento intento de derrocar al harmach hacía un año, y ella había disfrutado enormemente observando cómo abandonaban su posición en Hulburg al fallar los planes de Sergen. Pero ahí estaban de nuevo, y Marstel les había devuelto gran parte de sus antiguas posesiones. Kara se prometió que arreglaría ese asunto muy pronto si las cosas salían bien. Pero lo más preocupante de todo era que podía distinguir las imponentes siluetas de cientos de yelmorrunas formando un apretado grupo alrededor del estandarte de Marstel.

Kendurkkel Ironthane se dio un paseo hasta donde estaban Kara y Sarth, con un hacha de batalla apoyada sobre el hombro.

—Nos superan en número por poco —comentó el enano—. No me causa precisamente felicidad el ver a aquellos gigantes grises de ahí. Esperaba que el mago los dejara más cerca de casa.

—No me preocupa su superioridad numérica —respondió Kara—. Los hombres de las compañías mercantiles no estarán demasiado dispuestos a morir por Maroth Marstel. Y con respecto a los yelmorrunas, ya veremos lo que pasa. Tenemos razones para creer que no son tan formidables como creíamos…, al menos no en este lugar —miró a Sarth—. Creo que es el momento, Sarth. Dudo de que haya mucho más que decir, pero supongo que deberíamos ofrecerles parlamento igualmente.

—Muy bien —dijo el hechicero—. Por favor, discúlpame un instante.

El tiflin desmontó y le tendió las riendas a un soldado; después se agachó para pasar por una puerta que había en las ruinas exteriores de la abadía. Kara creyó oír unas palabras arcanas dichas entre susurros, y sintió como las fuerzas invisibles que la rodeaban tiraban de ella; la marca del conjuro que tenía la hacía más sensible a ese tipo de cosas que cualquiera que no estuviera entrenado en las artes arcanas. Unos instantes más tarde se oyó un crujido al otro lado de la puerta del edificio exterior, y Geran Hulmaster salió, vestido con una ligera cota de malla élfica, una fina capa azul oscuro que ondeaba tras él y un yelmo con penacho bajo el brazo.

—Sarth estará ocupado un buen rato en importantes adivinaciones —dijo—. Sugiere que continuemos sin él.

Kara intentó disimular una sonrisa con una pequeña mueca. El parecido era casi perfecto. Si no hubiera sabido que Sarth había adoptado la apariencia de su primo, jamás habría adivinado la verdad. Había algunos detalles que fallaban: la manera de andar no era la correcta, el tono de voz era ligeramente distinto y no se desenvolvía con la misma soltura y viveza que Geran había adquirido a lo largo de varios años aprendiendo esgrima. Pero sabía que ella siempre se fijaba en el más mínimo detalle, y además conocía muy bien a su primo. La gente que conociera a Geran de forma casual jamás podría adivinar que no era quien parecía ser, especialmente si Sarth tenía cuidado y no hablaba demasiado.

—Muy bien —respondió—. Pongámonos en marcha.

Kara espoleó la yegua y salió al trote hacia campo abierto a la cabeza de la Guardia del Escudo. Vossen, su portaestandarte, iba tras ella; el estandarte estaba decorado con un grifo azul de los Hulmaster. Sarth, con su disfraz mágico, iba al otro lado del estandarte, y Kendurkkel Ironthane iba justo a su lado, a lomos de un robusto poni. Se detuvieron a mitad de camino entre los dos ejércitos. Kara observó las filas enemigas con interés; había un puñado de ballesteros distribuidos entre la Guardia del Consejo, pero ninguno de ellos parecía estar pensando en probar suerte con un disparo a larga distancia. Hubo un breve revuelo entre los jinetes que estaban agrupados bajo los estandartes en el centro, y entonces salió un pequeño grupo a caballo, que avanzó lentamente a su encuentro.

—Cuéntame otra vez cuál es el objetivo de este ejercicio —le dijo Sarth en voz baja.

—Tradicionalmente, se hace para lanzar desafíos, para imponer condiciones acerca del rescate de prisioneros o para convencer a alguien que está en una posición difícil de que se retire sin luchar —respondió Kara—. No tengo ninguna de esas ideas en mente todavía. Mi propósito es asegurarme de que Marstel y sus capitanes te vean aquí. No creo que engañarlos acerca del paradero de Geran vaya a hacer ningún mal.

Kendurkkel soltó una risita.

—Bueno, confieso que ahora me lo estaba preguntando —dijo—. Por supuesto, es muy probable que lord Hulmaster no quiera que sepa dónde está. La primera vez que nos encontramos lo inmovilicé en el suelo de la escalera de la Casa del Consejo.

Kara sonrió, vacilante, al oír aquello. ¿Sería una broma, o acaso Kendurkkel estaba queriendo recordarle que su lealtad estaba a la venta al mejor postor? Pensaba que se había ganado el respeto del enano más que la mayoría, y que quizá él sentiría algún tipo de conexión con la causa de los Hulmaster que no tenía con el resto de sus patrones, pero seguía siendo un hecho que los Mazas de Hielo eran mercenarios, y los mercenarios tenían la mala costumbre de ir a donde había oro. Más de una batalla se había perdido porque una compañía había cambiado de bando tras aceptar una oferta mejor, o simplemente porque había decidido dejar de luchar mientras se renegociaba un contrato con condiciones más de su gusto. Jamás había oído que los Mazas de Hielo hubieran hecho algo semejante, pero siempre había una primera vez para todo. Observó al enano, intentando evaluar de qué humor estaba.

—Vaya, si es el viejo Marstel en persona —dijo Kendurkkel, sorprendido, mientras saludaba a los jinetes que se aproximaban con un gesto de la cabeza—. No me lo esperaba. Y ese capitán que está junto a él es Edelmark de Mulmaster, creo. No reconozco al tipo grande que está con ellos, y no hay ni rastro del mago.

—Creo que es Miskar Bann, el capitán de los Veruna —dijo Kara.

La capitana estudió a los hombres que se aproximaban con expresión ceñuda. Marstel estaba algo ridículo con un yelmo con penacho y una armadura de placas ajustada sobre su prominente vientre, pero cabalgaba mejor de lo que hubiese imaginado. De hecho, parecía tener mejor salud que en los últimos años. Tenía la mirada brillante sobre su rígido bigote blanco, y su rostro mostraba una expresión de total confianza cuando tiró de las riendas de su pesado caballo de guerra a unos tres metros del grupo de Kara. Los seguidores de Marstel se pusieron en fila junto a él.

Marstel estudió a Kara, a Sarth con su disfraz de Geran y a Kendurkkel Ironthane. A continuación, dejó escapar un bufido.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Tenéis algo que decirme?

Kara lo miró con expresión severa.

—Maroth Marstel, eres un asesino y un usurpador. Te ínsto a deponer las armas y a rendirte ante el legítimo señor de Hulburg. Todos los que hayan oprimido y hayan dañado a la población de Hulburg deberán rendir cuentas, pero perdonaremos las vidas de tus guerreros y oficiales si te rindes. Ésta es tu oportunidad de responder a los cargos contra ti. —Hizo una pausa y añadió—: No me importa demasiado si encuentras la muerte en este campo en el día de hoy, pero tus soldados están a las órdenes de un viejo gordo e idiota, y merecen una oportunidad de enmendar lo que han hecho. No podrán hacerlo cuando hayan muerto.

Marstel enrojeció de ira, pero fue Edelmark el que habló.

—Valientes palabras —le dijo a Kara—. Ya veremos lo lejos que te lleva tu justa ira cuando nuestra caballería te haga pedazos y nuestros yelmorrunas aplasten tus filas. —Miró a Kendurkkel y sonrió fríamente—. Habrías hecho bien en rechazar este contrato, señor Ironthane. No es demasiado tarde para replanteárselo.

—Ha sido una larga caminata desde Thentia —respondió el enano—. No tendría mucho sentido que nos diéramos la vuelta sin habernos enfrentado al menos una vez, Edelmark.

—Bien —dijo Miskar Bann.

El capitán de los Veruna fulminó con la mirada a Sarth, que seguía bajo los efectos de su disfraz mágico, y se dio una palmada en la rodilla izquierda, que estaba cubierta por una abrazadera de cuero y hierro.

—De todos modos, vine aquí para luchar. Te debo una por esta cojera, lord Hulmaster. ¡Te buscaré en el campo de batalla!

Sarth cruzó una rápida mirada con Kara antes de contestar al capitán de los Veruna. Estaba claro que Bann conocía a Geran y tenía alguna cuenta pendiente con él, aunque el tiflin no tenía ni idea de qué se trataba. Sarth le dirigió una mirada cargada de ira y rugió:

—¡Si insistes, tendré que dejarte la otra pierna a juego con ésa!

—Estoy esperando una respuesta —dijo Kara.

—¿A ese ridículo ultimátum? —rugió Marstel—. La recibirás muy pronto, querida. Tu pequeña y débil rebelión terminará hoy mismo. No se dará ni se pedirá cuartel.

—Bien —dijo Kara en tono neutro—. No se dará ni se pedirá cuartel.

La capitana le hizo un brusco gesto con la cabeza a Sarth y al portaestandarte, y el grupo de los Hulmaster hizo girar las monturas y se dirigió hacia sus filas. Tras ellos, Marstel y sus oficiales también partieron al galope.

—Supongo que hoy nos ganaremos el sueldo —dijo Kendurkkel mientras se alejaban.

—Eso parece —respondió Kara.

—¿Quién era ese capitán de los Veruna? —preguntó Sarth.

—Yo no estaba presente, pero creo recordar que Geran luchó contra dos soldados de los Veruna en Erstenwold el año pasado, justo antes de su duelo con Anfel Urdinger —respondió Kara—. Los dejó bastante maltrechos. Creo que uno de ellos era Bann.

Se tomó unos instantes para estudiar las posiciones desde el frente mientras volvían. Las tiendas y las carretas del campamento Hulmaster estaban en el interior de la gran extensión de ruinas anexas a Rosestone, pero los tres escudos de su ejército, y los Mazas de Hielo, estaban situados ahora a lo largo de lo que quedaba de la muralla que antaño había rodeado el enorme patio exterior de la abadía. Los muros medio derruidos no representaban un gran obstáculo, pero al menos les ofrecían cierta protección, y la fuerza atacante se vería dirigida hacia los espacios abiertos que quedaban entre los trozos de muro que todavía se mantenían en pie. El viejo edificio de la abadía protegía su flanco derecho; los Mazas de Hielo estaban en ese extremo. El primer escudo, del capitán Wester, esperaba en el centro, y el tercer Escudo, del capitán Merrith, estaba en una maraña de edificios anexos derruidos en el flanco izquierdo. El segundo escudo, de Larken, guardaba la retaguardia del viejo patio. Los frailes amaunatori que todavía vivían en las dependencias intactas de la abadía se habían retirado a la capilla, con la esperanza de mantenerse al margen.

Los guardias del Escudo vitorearon al grupo cuando éste regresó a las filas. Kara le hizo un gesto de asentimiento a Sarth, que desmontó con ligereza y volvió a desaparecer rápidamente entre las ruinas de la abadía. A continuación, les hizo señas a los capitanes de los escudos para que se reunieran con ella. En pocos segundos, Wester, el hermano Larken, Merrith y Colton acudieron junto a ella.

—Supongo que Marstel se ha negado a rendir ese gordo culo que tiene cuando se lo has dicho, ¿verdad? —preguntó Wester.

—Ha declinado la oferta muy educadamente.

Kara sonrió, pero tenía la mirada fija en el campo de batalla. Estudió las distancias, imaginó maniobras y tuvo en cuenta las contramaniobras, todo en pocos segundos.

—Larken, quiero que tu escudo se mantenga en la retaguardia, algo apartado del resto. Eres mi reserva. Con respecto a los demás, mantendremos nuestras posiciones y dejaremos que sean ellos los que se acerquen. Tenemos más arqueros que ellos, así que se lo haremos pagar en campo abierto. —Volvió la mirada hacia atrás y estudió la distribución del terreno que había detrás del campamento—. No creo que sea muy probable, pero si por alguna razón nos sacan del campamento, dirigíos hacia aquella colina redonda. Ese será nuestro punto de reunión.

—Sí, capitana —respondieron.

—Muy bien, volved con vuestros escudos. Nadie debe moverse de nuestras filas hasta que yo dé la señal. ¡Que Tempus os proteja!

Kara esperó mientras los capitanes volvían con sus propias compañías y organizaban las tropas. Cabalgó hacia donde estaba el escudo del hermano Larken, para ocupar allí una posición desde la cual pudiera observar la batalla en su totalidad y elegir el momento y el lugar adecuados para enviar a la reserva.

Al otro lado del espacio que separaba a ambos ejércitos, pudo ver cómo los estandartes de las distintas compañías mercantiles volvían a sus posiciones, separándose del estandarte de Marstel. Al parecer, las fuerzas del falso harmach habían terminado sus deliberaciones y estaban listas para avanzar. Se oyeron varias trompetas cerca del estandarte de Marstel; las filas de la Guardia del Consejo se pusieron en marcha hacia delante. Se levantó un fuerte viento que agitó los estandartes; la distancia entre ambos ejércitos comenzó a disminuir.

—La caballería enemiga se acerca —dijo el sargento Kolton, que estaba junto a ella.

El viejo veterano se encontraba al mando de un pequeño grupo de guardaespaldas que se mantenían cerca de Kara y Sarth.

—Ya los veo —respondió Kara.

Sumando los de los Jannarsk, los del Anillo de Hierro y los de Veruna, habría unos doscientos caballeros enemigos a los que vigilar; salieron de detrás del flanco izquierdo del ejército enemigo y se posicionaron de modo que pudieran atacar su flanco derecho, donde estaban situados los Mazas de Hielo.

—Kendurkkel podrá ocuparse de ellos.

—¿Abrimos fuego? —preguntó Larken.

Kara negó con la cabeza, esperando a que los soldados de Marstel se acercaran todavía más. No pretendía que sus soldados desperdiciaran flechas y, lo que era más importante, pretendía que sus enemigos estuvieran bien metidos en el campo de batalla cuando comenzaran a caer los primeros golpes. Cuando la distancia entre las filas pasó a ser la mitad del recorrido de una flecha disparada por un arco, hizo un gesto con la cabeza a su portaestandarte.

—Vossen, haz la señal a los capitanes para que arrojen ráfagas.

El estandarte Hulmaster bajó y volvió a subir; los trompeteros de la Guardia del Escudo hicieron la señal correspondiente a la orden de Kara. Los arqueros de cada uno de los escudos inclinaron los arcos al mismo tiempo, los sostuvieron un momento y después dispararon sus flechas. Casi un tercio de los soldados de los Hulmaster llevaban arcos largos, y cientos de flechas surcaron el cielo plomizo. Los guardias del Consejo se tambalearon y cayeron bajo la mortífera lluvia; se oyeron gritos lejanos en los páramos, y las tropas que se acercaban parecieron retorcerse y ondularse como una enorme serpiente herida. Diez segundos más tarde, una segunda ráfaga surcó los aires, y más soldados de Marstel cayeron. Pero esa vez, en respuesta, surgieron varios virotes y flechas de entre las filas del harmach. Las tropas de los Hulmaster no eran blancos fáciles para los arqueros de Marstel; la mayoría llevaban cota de malla, y los que no blandían arcos llevaban grandes escudos con que cubrirse del fuego enemigo. Aun así, algunos proyectiles dieron en el blanco, y los soldados comenzaron a caer uno a uno con gritos de dolor o de asfixia. Entonces, hubo una tercera andanada desde las filas de los Hulmaster, que volvió a diezmar las tropas de Marstel.

—Los yelmorrunas —murmuró Sarth.

Kara dirigió la vista hacia el centro de las líneas enemigas, frunciendo el entrecejo. La lluvia de flechas parecía no haber tenido mucho efecto en los ingenios grises de Rhovann. Aquellas cosas seguían adelante y sin modificar el paso, recibiendo más y más flechas sin que parecieran hacerles nada.

—Esperemos que las espadas y las hachas funcionen mejor —dijo.

El primer escudo, de Nils Wester, estaba en el centro de las líneas de los Hulmaster; serían los que tendrían que enfrentarse a los yelmorrunas. El fuego enemigo se hizo más persistente, con el añadido de bolas de fuego y lanzas de relámpagos arrojadas por magos y hechiceros que estaban distribuidos entre las filas enemigas. Los páramos se llenaron del rugido del fuego, y los ensordecedores truenos. El ejército de los Hulmaster no tenía taumaturgos aparte de Sarth. Kara miró al extremo donde se encontraban los Mazas de Hielo; la caballería mercantil cargaba y fintaba hacia los flancos de los mercenarios, pero manteniendo las distancias, esperando a que el ejército de Hulmaster abriera filas.

—¡Arqueros, fuego a discreción! —exclamó Kara.

Volvieron a sonar cuernos y trompetas, y comenzó a caer una lluvia constante de proyectiles siseantes. La capitana Hulmaster posó la mirada en el grupo de portaestandartes desde el que Marstel y sus oficiales observaban cómo se desarrollaba la batalla tras la siniestra formación de yelmorrunas. Estuvo muy tentada de liderar una carga contra los capitanes enemigos, pero hasta no saber exactamente hasta qué punto eran peligrosos los juguetes de Rhovann, no podía arriesgarse.

La Guardia del Consejo, aguijoneada por los mortíferos misiles, se lanzó a la carga, mientras la Guardia del Escudo coreaba una serie de gritos de guerra. Los dos ejércitos se encontraron por fin con un horrible estruendo al chocar metal contra metal, seguido de los gritos de los guerreros. A izquierda y derecha, la Guardia del Escudo flaqueó bajo el asalto, pero mantuvieron sus posiciones; en el uno contra uno, estaban mejor equipados y tenían un entrenamiento superior a los soldados de la Guardia del Escudo, y además estos últimos no contaban con la suficiente superioridad numérica como para aplastarlos. Pero en el centro la Guardia del Escudo no se estaba enfrentando a los soldados mercenarios de Marstel, sino que se enfrentaba a los yelmorrunas.

—Aquí vienen —dijo en voz baja, y se permitió sonreír, aunque sin sentido del humor. Pronto comprobaría si las criaturas eran tan peligrosas como Geran se temía.

Los yelmorrunas, que eran unos sesenta o setenta, marcharon hacia la línea de Wester. Alzaron las alabardas negras y las dejaron caer con una fuerza escalofriante. Ni los escudos ni las cotas de malla pudieron resistir el azote de aquellas armas tan pesadas que habían sido manejadas con una fuerza tan despiadada; en cuestión de segundos, dos decenas de soldados de Hulmaster fueron abatidos por la monstruosa fuerza de las criaturas. Los ingenios avanzaron unos cuantos pasos más, preparándose para asestar otro golpe. Algunos valientes guardias del Escudo fueron a su encuentro, y les clavaron lanzas en la carne arcillosa o les hicieron tajos con hachas o espadas; pero los yelmorrunas parecían casi inmunes a sus ataques. Uno de los monstruos se tambaleó cuando un corpulento luchador de la Guardia del Escudo arrojó el escudo a un lado y le lanzó un golpe a la rodilla; blandiendo su enorme hacha de batalla con las dos manos, le hizo una muesca en la pierna a la criatura como quien corta un árbol. Pero el yelmorruna le dio un golpe con el dorso de la mano y salió volando por los aires. Antes de que pudiera volver a levantarse, el monstruo le hundió el filo de la alabarda en el pecho y tiró del arma para liberarla. El centro de las líneas de los Hulmaster comenzaron a combarse bajo el avance inexorable de los yelmorrunas.

Y ahí se acababan las esperanzas que habían albergado de que sería más fácil matarlos a unos cuantos kilómetros de distancia de Hulburg. La única defensa posible contra esas cosas era no ponerse al alcance de sus alabardas.

—¡Maldita sea! —rugió Kara.

Los guardias del Escudo no estaban cediendo ni un centímetro a la Guardia del Consejo en ambos flancos, pero los yelmorrunas estaban destruyendo el centro delante de sus propios ojos. Si el escudo de Wester se rompía, podrían perder la batalla. Desesperada, hizo una señal al portaestandarte y al hermano Larken, que estaba detrás de ella.

—¡Al centro! —exclamó—. ¡Seguidme!

Espoleó a Dancer para que avanzara y se dirigió hacia el lugar donde el escudo de Wester luchaba con furia por detener a unos enemigos que parecían imparables. A continuación, el caos de la batalla se los tragó, a ella y a sus guardaespaldas. En pocos segundos, Kara se encontró en medio de la refriega, incapaz de pensar en otra cosa que no fueran los enemigos que tenía más cerca. Su espada se movía con gran rapidez, emitiendo destellos metálicos mientras desviaba los golpes de las enormes alabardas e intentaba alcanzar a los monstruos a la altura del cuello. Después se desvaneció mientras describía un arco tan brutal que le cortó el brazo a un soldado de la Guardia del Consejo a la altura del hombro. Los cascos de Dancer golpeaban y azotaban a unos y otros mientras la enorme yegua se abría camino entre los combatientes.

A pocos pasos tras ella, Sarth abandonó el caballo y se elevó por los aires, protegiéndose con un halo dorado que desviaba alguna que otra lanza o proyectil arrojados en su dirección. El hechicero no era muy hábil luchando a caballo, y lo sabía. Desde aquella posición diezmó las filas enemigas con enormes explosiones de fuego, sólo para llamar la atención de varios de los magos de las compañías mercantiles. Se desató una furiosa batalla de conjuros en el aire, por encima del confuso tumulto, mientras el tiflin intercambiaba rayos y brillantes dardos de energía mágica con sus adversarios. Un mago de barba gris con los colores de los Jannarsk le lanzó un rayo multicolor a Sarth, que se deshizo en varios rayos cuando impactó contra el escudo de hechizos; un contacto superficial con el rayo naranja le hizo una quemadura en el pecho a Sarth, haciendo que su túnica quedara ennegrecida en ese punto y dejando escapar un hilillo de humo mientras se chamuscaba. Sarth no le dio ni la más mínima importancia, ya que a los de su raza no les afectaba demasiado el fuego, y respondió con un aluvión de mortíferos proyectiles de hielo que alcanzaron varias veces al mago de Jannarsk y también a varios de sus soldados.

Kara se volvió rápidamente, intentando evaluar si había acabado con alguno de los yelmorrunas en su contraataque, pero los autómatas seguían avanzando. No salía sangre de ninguna de las heridas que les había infligido en el cuello o en otros puntos de su carne gris.

—¿Cómo demonios se mata a esas cosas? —gruñó para sí misma.

El guerrero que había intentado cortarles las piernas quizá hubiera dado con la solución…; de todas maneras, un escudo no ayudaría, y si aquellas cosas podían quedar incapacitadas cortándoles las piernas, no supondrían una gran amenaza.

—¡Id a por sus piernas! —les gritó a sus soldados—. ¡Retroceded y retrasadlos lanzándoles tajos a las piernas!

Decidió seguir su propio consejo y espoleó la yegua para enfrentarse a la criatura más próxima. Guió a Dancer para apartarse del monstruoso golpe de alabarda de uno de los yelmorrunas, y a continuación, pasó rápidamente junto a la criatura, inclinándose en la silla para lanzarle un golpe a la pierna. Notó una fuerte sacudida al dar con lo que creyó que era el hueso, justo por encima de la rodilla, y se retiró justo cuando el ingenio se volvió torpemente para abalanzarse sobre ella. Su portaestandarte salió disparado desde el lado contrario y distrajo a la criatura, llamando su atención antes de retroceder para ponerse fuera de su alcance, y cuando ésta fue a por Merrith, Kara volvió a acercarse para asestarle otro golpe en la misma rodilla, pero esa vez por detrás, para cortarle el tendón. Aunque no sangrase ni sintiese dolor, la criatura seguía estando limitada por su naturaleza física; en algún lugar de su carne grisácea, aquel armazón debía permanecer unido gracias a algo parecido a huesos y nervios, y si éstos quedaban dañados, no podría moverse. El yelmorruna cayó al suelo cuando su pierna se dobló, pero a continuación aparecieron más monstruos grises avanzando desde varias direcciones.

—¡Kara! —gritó Sarth, que volvió a aterrizar con la ropa humeante—. ¡Los yelmorrunas te están rodeando! ¡Debes retirarte!

—No puede ser —murmuró.

Kara rodeó a un grupo de guardias del Escudo que trabajaban juntos, como una manada de lobos, para atraer y atacar a otro de los yelmorrunas, y se alejó de la lucha para tener una perspectiva más amplia de cómo se desarrollaba la batalla. Conmocionada y mareada, se dio cuenta de que lo que había dicho Sarth era cierto. A pesar de los esfuerzos desesperados del escudo de Wester, además del de Larken, los yelmorrunas sencillamente se habían abierto paso entre los soldados de Hulmaster y estaban girando hacia un lado u otro, abatiendo sistemáticamente a todos los que se interponían en su camino. Los guardias del Consejo iban a la zaga del asalto de los yelmorrunas, atravesando la brecha que éstos habían abierto entre gritos de triunfo.

Kara dudó un instante. Parte de ella insistía en redoblar sus esfuerzos, en no ceder terreno costara lo que costase, y quizá conseguir que los yelmorrunas y la Guardia del Consejo volvieran a retroceder…, pero el centro estaba destrozado de manera irreversible. Si hacía retroceder a su ejército, como mínimo perdería el campamento, y la retirada podría convertirse perfectamente en una victoria aplastante. Sin provisiones ni refugio, pasarían tan sólo uno o dos días antes de que su ejército quedara completamente desintegrado.

Sarth vio la duda en sus ojos, y se situó junto a ella.

—Kara, siempre nos queda el día de mañana —dijo—. Si Geran y yo tenemos éxito esta noche, derrotaremos a los yelmorrunas por ti, pero necesitaremos a tu ejército para ocuparnos de la Guardia del Consejo.

—Quizá tengas razón.

—Kara miró a su alrededor una vez más, esperando encontrar alguna solución que le permitiera salvar el día sin abandonar el campo de batalla…, pero sabía que a cada momento de retraso disminuían las probabilidades de llevarse a un ejército intacto. Dejó escapar un gruñido y agitó la espada sobre la cabeza.

—¡Primer y tercer escudo, retirada! ¡Mazas de Hielo, retirada! ¡Dirigíos al punto de reunión! Hermano Larken, quiero que el segundo escudo permanezca en el campo de batalla. ¡Sois nuestra retaguardia!

El clérigo miró a Kara y asintió con gesto adusto. Muchos de sus soldados no vivirían para contarlo, pero si con ese sacrificio podían retrasar el avance de los yelmorrunas y de la Guardia del Consejo lo suficiente como para que el resto de las compañías pudieran alejarse, habría merecido la pena. Blandió su maza y volvió a la refriega, gritando las órdenes a sus soldados. Kara se preguntó si volvería a verlo.

Apareció una nueva avalancha de ingenios. Sarth y Kara tuvieron que retroceder para ponerse fuera de su alcance. A su alrededor, los guardias del Escudo seguían perdiendo terreno en una retirada ordenada a través de su propio campamento.

—Gracias a Tempus que practicamos estas maniobras —dijo en voz baja Kara. Demasiadas batallas acababan con uno u otro bando huyendo presas del pánico—. Sarth, mira a ver si puedes persuadir a la caballería mercantil para que guarde las distancias. No quiero que nuestros soldados acaben aplastados mientras nos retiramos.

El tiflin asintió.

—¿Podrás mantener la posición en lo alto de aquella colina?

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —respondió Kara—. Aguantaremos como sea. ¡Ahora vete!

Sarth ascendió y salió despedido a la velocidad del rayo hacia los Mazas de Hielo mientras éstos se batían en retirada perseguidos por los jinetes de las compañías mercantiles. Kara se tuvo que tragar su amarga decepción ante el resultado de su primer enfrentamiento con las fuerzas de Marstel, y puso toda su atención en superar el reto de liberar a su ejército de la fuerza asesina de los yelmorrunas del mago. Había perdido la batalla, pero la guerra todavía no había acabado… El siguiente movimiento le correspondía a Geran.