4 de Martillo, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)
Geran estaba profundamente dormido cuando llegaron los asesinos. Sólo lo salvó el hecho de haber dejado sus botas tiradas descuidadamente sobre el suelo, a los pies de la cama.
Se despertó de un letargo sin sueños al oír un amortiguado traspié; se despertó justo en el momento en el que unas garras duras como el acero avanzaban hacia su garganta. Se removió frenético y le agarró los brazos al atacante. Notó una piel escamosa y dura, tan caliente como una piedra que hubiera estado al fuego, y oyó un siseo de enfado que provenía de la criatura que estaba inclinada sobre él. El aire apestaba a azufre, lo bastante acre e intenso como para ahogar su grito de alarma.
—¡Se ha despertado! —siseó una voz desde un punto cercano—. ¡Mátalo deprisa!
La primera criatura no contestó, pero concentró todas sus fuerzas en imponerse a Geran. Era terriblemente fuerte, y poco a poco fue acercándole las garras al cuello. Pudo ver unos colmillos amarillentos y cariados brillando en la oscuridad por encima de su cabeza, y una barba de gruesos zarcillos que se retorcían y goteaban a pocos centímetros de su pecho. En los lugares donde la saliva entraba en contacto con la piel desnuda, ésta se quemaba y echaba humo. No podría mantener las garras de aquella criatura fuera del alcance de su garganta durante mucho más tiempo, y estaba indefenso contra su compañero mientras no se atreviera a soltar los brazos de la criatura.
Se le ocurrió una idea desesperada y, antes de que pudiera pensarlo mejor, Geran apostó a que tendría éxito. De algún modo, fue capaz de encontrar un lugar de calma y paz en medio de todo su dolor y su miedo, concentrándose en los símbolos arcanos de los conjuros que guardaba bajo llave en su mente. El suave toque de la magia que se dirigía hacia él agitó el aire frío de la habitación y las sábanas en las que se enredaban sus movedizos miembros.
—¡Shieroch! —gritó, finalizando el conjuro al mismo tiempo que soltaba los brazos de su enemigo.
Las letales garras de la criatura se precipitaron hacia abajo, pero Geran ya no estaba allí. Su hechizo de teletransportación lo había llevado al otro lado de la estancia. Se puso en pie con dificultad mientras los monstruos chillaban de frustración y se volvían para enfrentarse nuevamente a él.
—Has sido listo, mortal —gruñó la primera de las criaturas. Era poco más que una sombra recortada en la penumbra de la habitación—. Habrías sido más sabio si te hubieras muerto mientras dormías.
«¿Qué diablos está ocurriendo?», pensó Geran, furioso.
Terminó de despejarse, pestañeando con fuerza. Le latían las manos debido al calor y a las escamas dentadas de la criatura. Hablando de diablos, si esas criaturas no lo eran, que vinieran los dioses y lo vieran. Algún enemigo había invocado a unos asesinos infernales para matarlo mientras dormía. Después se le agolparon más preguntas en su mente, pero las descartó. Ya habría tiempo más tarde para respuestas si conseguía sobrevivir a los instantes siguientes.
Para empezar, necesitaba ver mejor.
—¡Elos! —dijo Geran, lanzando un conjuro menor de luz.
Un orbe de color dorado pálido apareció con un destello a poca distancia de él, llenando la habitación con su luz mortecina. Los dos monstruos hicieron una mueca y retrocedieron, sorprendidos por la repentina luz. Apenas eran del tamaño de un hombre, estaban cubiertos por escamas de un rojo opaco y tenían afiladas púas córneas en hombros, rodillas y codos, así como espolones similares a los de un raptor en los pies, y una larga cola también cubierta por púas. De la barbilla les sobresalían unos zarcillos retorcidos de un rojo más oscuro, lo cual les daba el aspecto de tener una barba enredada y movediza. Geran no se había encontrado antes con ninguno de su clase, pero sí había oído hablar de ellos (barbazus, o demonios barbudos, unos enemigos fieros y mortíferos). Desconocía cómo habrían llegado hasta Lasparhall, pero su propósito estaba bien claro.
—¡Hazlo pedazos! —gruñó el segundo demonio.
Los dos se lanzaron súbitamente a por él, cruzando la habitación y extendiendo las garras. Geran dirigió la mirada más allá de los monstruos, hacia el lugar donde estaba su espada, cuya funda colgaba junto a la mesita de noche.
Estiró la mano y realizó un conjuro de invocación de cosecha propia:
—¡Cuilledyr!
El sable élfico tembló por un instante en la vaina antes de liberarse de un tirón y acudir flotando a su mano, empuñadura por delante, justo a tiempo para enfrentarse a la furiosa carga de los demonios. Se dejó caer entre las garras del primero y le clavó la punta de la espada en pleno torso, por debajo del esternón. La antigua espada emitió un sonido estridente al penetrar en la carne infernal; tiempo atrás, en la Guerra de las Lágrimas, sus creadores la habían encantado con conjuros de ruina contra monstruos salidos del infierno como ésos. La criatura emitió un horrible chillido al quedar ensartada en la hoja de la espada y después se deshizo en una ruidosa nube negra. Entonces, la otra criatura se arrojó contra Geran y le hizo profundos arañazos en pecho y hombros, al mismo tiempo que lo estampaba con fuerza contra el frío suelo.
A Geran le cayó sobre la mejilla el crepitante veneno de los zarcillos del demonio y aulló de dolor. El monstruo le inmovilizó el brazo con el que sostenía el arma con una de las garras, mientras lo hería con la otra. De alguna manera, el mago de la espada consiguió reunir fuerzas para arrojar a un lado al barbazu. El demonio no lo soltó, pero al haberse liberado de su peso en el pecho, Geran fue capaz de rodar hacia un lado y agarrar la empuñadura de la espada con la mano izquierda, que estaba libre. Antes de que su asaltante pudiera atrapar también ese brazo, Geran lanzó un tajo con la brillante hoja a la escamosa piel con un único y amplio movimiento. El demonio barbudo siseó de dolor y se apartó con dificultad del brillante acero. Geran se puso de pie y se lanzó contra la criatura con una descarga de golpes furiosos. Aun así, las escamas resistían casi todos los ataques.
—¡Ah, delicioso! —dijo la criatura, esbozando una sonrisa sarcástica—. Mientras bailamos, el resto de tu familia muere. Quizá debería dejar que acudieras junto a ellos antes de matarte.
—¡Mientes! —replicó Geran automáticamente.
Debía creer que el demonio estaba jugando con él, intentando que le lanzara un ataque precipitado. Si hubiera más barbazus sueltos por Lasparhall, introduciéndose silenciosamente en los aposentos del harmach (o, peor, en los de Natali o Kirr), entonces cualquier mínimo instante que se entretuviera allí tendría un precio terrible.
Volvió a intercambiar golpes con el barbazu, levantando chispas cada vez que su acero chocaba contra las fuertes garras mientras ambos variaban posiciones. Apartó rápidamente de su mente el incipiente miedo que sentía por su familia y trató de calmarse para poder lanzar conjuros. Esa vez cargó su espada con una crepitante aura de rayos blanquiazules que arrojaba sombras espeluznantes sobre la pared mientras bailaba en el filo. El demonio barbudo descubrió los colmillos en un gesto de desafío y saltó para enfrentarse a él nuevamente, pero esa vez sus duras escamas no detuvieron los golpes de la espada. Los rayos le chamuscaron la piel rojiza, dejándolo paralizado mientras lo sacudían potentes convulsiones. Antes de que el monstruo pudiera recuperarse, Geran le lanzó un tajo a la garganta. Al igual que el otro, se desvaneció en una súbita nube de humo negro, y se hizo el silencio momentáneamente en el dormitorio.
La sangre de sus heridas goteaba sobre el suelo de madera. Geran apretó los dientes, intentando resistir el dolor y la quemazón, y se dirigió tambaleante hacia la puerta. Tan sólo se detuvo un momento para invocar un conjuro de escudo mejor para defenderse; después abrió la puerta de par en par y salió apresuradamente al pasillo. Por toda la mansión resonaban gritos de alarma, chillidos y el entrechocar metálico de las espadas.
Se dio cuenta de que alguien tenía la intención de exterminar a los Hulmaster aquella misma noche. Era la segunda vez en seis meses que trataban de destruirlos en su propia casa. Su primo Sergen había pretendido asesinar a la familia con el fin de derrocar al harmach la primavera pasada, atacando Griffonwatch con espectros a los que había invocado mientras sus mercenarios evitaban que cualquiera pudiera huir del castillo. Ahora Sergen estaba muerto, pero quedaba claro que había alguien más que los quería eliminar. Se preguntó si sería Rhovann. Sabía que su antiguo rival le tenía un odio sin límites, pero el asesinato indiscriminado no era su estilo. ¿Quizá los Veruna? ¿O había alguien más que quisiera asegurarse de que los Hulmaster jamás regresaran a Hulburg?
—¡Maldita sea! —gruñó mientras salía a la oscuridad del pasillo.
Geran se volvió, intentando ubicarse en medio de aquel caos. A la derecha estaban los dormitorios de los jóvenes Hulmaster. En dirección opuesta estaban los aposentos del harmach Grigor. Seguramente este último sería el primer objetivo de los atacantes, pero Geran sabía lo que su tío querría que hiciera: que se asegurara de salvar a Natali y Kirr de aquella matanza, costara lo que costase.
Se oyó gritar a un niño en la oscuridad.
—Natali —murmuró Geran.
Sin pensárselo dos veces, se volvió hacia la derecha y corrió por el pasillo a toda velocidad, empuñando la espada desenvainada. Probablemente, el harmach ya tendría cerca varios guardias del Escudo; si la fortuna les sonreía un poco, podrían resistir el ataque durante un corto período de tiempo. Dobló la esquina en la gran escalinata de la mansión y se encontró con varios hombres y mujeres, que llevaban los colores del harmach, muertos o inconscientes en lo alto de la escalera. Había dos hombres, a los que Geran jamás había visto, tirados en los peldaños, junto a los guardias. No llevaban los colores de nadie y vestían coseletes de cuero muy desgastados y capas oscuras con capucha, el tipo de indumentaria propia de los mercenarios que se podían encontrar en cualquier taberna del puerto de Thentia. Quienquiera que estuviese tras el ataque probablemente había contratado a todos los asesinos que había encontrado (o al menos, quería que así pareciera), para después reforzar la acometida con la invocación de los demonios.
Geran no se paró a estudiar la escena más de cerca, sino que saltó por encima de uno de los guardias y siguió pasillo adelante. Llegó a la habitación de Natali y se encontró con que la puerta estaba abierta de par en par; había sido forzada.
Encontró los cadáveres de otros dos sirvientes frente a él. Había tres mercenarios sobre ellos, que ya se dirigían hacia el cuarto de los niños, donde Erna se acurrucaba junto a sus hijos. Uno de los mercenarios, un hombre calvo con tatuajes theskianos en el cráneo, alzó un arma similar al cuchillo de un carnicero y cogió a Kirr por el brazo para apartarlo de su madre. Natali y Kirr comenzaron a gemir, pero Erna alcanzó a ver a Geran más allá de sus atacantes.
—¡Geran! —chilló—. ¡Ayúdanos!
Los dos mercenarios que se interponían entre él y el theskiano que sujetaba a Kirr se volvieron al oírla gritar.
—¡Si das un solo paso más, los matamos a todos! —rugió el primero—. ¡Suelta la espada y dejaremos libres a los pequeños!
Dudó un instante, hasta que se dio cuenta de que aquel hombre debía estar mintiendo. No tenían intención de dejar con vida a ningún Hulmaster esa noche. En vez de soltar el arma, fijó la vista en Kirr y el mercenario que lo tenía sujeto por el brazo y formó un conjuro de teletransportación en su mente.
—Sierollanie dir mellar —dijo con voz clara.
Lo invadió una sensación momentánea de frío y total oscuridad; después se encontró donde Kirr había estado antes, con la mano del theskiano cerrada alrededor de su brazo izquierdo, mientras que Kirr estaba, estupefacto, en la puerta, en el lugar donde antes se hallaba Geran. Casi nunca tenía la oportunidad de utilizar el conjuro de transposición, pero en aquel momento fue la sorpresa que Geran necesitaba. El mercenario theskiano se quedó atónito, y abrió la boca para decir algo antes de que la pesada empuñadura de la espada de Geran lo golpeara con fuerza entre los ojos y sonara un escalofriante crujido. El tipo se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo. Geran se volvió para enfrentarse a los dos espadachines que quedaban.
—¡Kirr, apártate de la puerta y encuentra un lugar donde esconderte! —exclamó—. ¡Erna, llévate a Natali al baño y bloquea la puerta!
A continuación, paró con la espada la fuerte arremetida de uno de los dos enemigos a los que ahora se enfrentaba, y la pelea se puso seria.
Al contrario que el mercenario theskiano que permanecía inmóvil en el suelo, aquellos dos eran ahora plenamente conscientes de sus habilidades y su magia. No les depararía más sorpresas y eran demasiado buenos para vencerlos con un asalto rápido. Aun así lo intentó, y consiguió que retrocedieran un par de pasos hacia la puerta, entrechocando acero contra acero mientras sus espadas bailaban al son de la suya. Kirr, que estaba detrás de los dos mercenarios, miró a izquierda y derecha del pasillo.
—¡Vienen más, Geran! —exclamó.
De inmediato, Kirr desapareció rápidamente hacia la izquierda. Geran esperaba que pudiera encontrar algún lugar seguro en el que los asesinos no pudieran encontrarlo. Se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro y vio a Natali y a su madre empujando la puerta del armario ropero que había tras ellas.
—Un gesto inútil —dijo uno de los espadachines con los que Geran se batía—. ¡De todos modos, los tendremos a todos en un cuarto de hora!
—No; mientras yo siga en pie, no lo haréis —replicó Geran.
El mago de la espada volvió a atacar, intentando pillar al mercenario con la guardia baja, pero ahora ambos oponentes trabajaban juntos. Aquel al que atacaba, cedía terreno y se ponía a la defensiva, mientras el otro pasaba a la ofensiva y trataba de cogerlo desprevenido. Sonrió, empezando a preguntarse si, después de todo, la transposición al interior del dormitorio había sido lo más inteligente. Había sorprendido al que sujetaba a Kirr, pero al hacerlo había puesto dos buenos espadachines entre él y la puerta. Aquel golpe rápido lo había dejado atrapado en la habitación de los niños, incapaz de abrirse paso rápidamente luchando ni de influir en los acontecimientos de ninguna otra parte de la mansión. El Hulmaster más joven estaba en algún lugar del oscuro pasillo, seguramente necesitando la ayuda de Geran, y pudo oír más ruidos de lucha por todas las habitaciones de Lasparhall.
Hubo otro intercambio de golpes y destellos acerados, y a Geran le rechinaron los dientes, presa de la frustración. ¡Tenía que librarse de aquellos dos y averiguar qué más estaba ocurriendo! Intensificó la lucha de manera temeraria, con un conjuro de ataque y con otro de rayos aplicado a la espada, y consiguió arrancarle el arma de la mano a uno de los hombres. Éste gritó y se echó atrás, sujetándose la mano, pero el precio que tuvo que pagar Geran fue un corte poco profundo en la pantorrilla cuando el otro hombre lo atacó. Entonces, la puerta quedó nuevamente bloqueada, esa vez con dos asesinos más y el hedor caliente y sulfuroso de otro demonio barbudo.
—¡Tengo aquí a Geran Hulmaster! —exclamó el espadachín que luchaba con él—. ¡Hay dos más en el guardarropa! ¡Reducidlo!
—Cuillen mhariel —dijo Geran, lanzando un conjuro por toda respuesta.
A su alrededor, aparecieron finas hebras de neblina plateada, la mejor defensa que podía invocar en ese momento. Podría haber escapado con uno o dos conjuros, pero no podía abandonar a Erna y a Natali. Adoptó una postura de combate agazapada, conservando su posición en el centro del dormitorio y mostrando los dientes en una sonrisa llena de determinación. Permanecería allí plantado y, si el destino así lo quería, moriría, pero no cedería terreno. En ese momento, todos los asesinos y la sonriente criatura infernal se abalanzaron sobre él.
Durante un único instante imposible, Geran se mantuvo sin ceder, con su espada élfica convertida en una mancha borrosa mientras paraba ataques y los devolvía tan rápidamente y con tanta furia como jamás lo había hecho en su vida. Los asesinos lo atacaban desde todos los flancos; las puntas de las espadas zigzagueaban y arremetían como serpientes de acero ansiosas por probar su carne, mientras el demonio barbudo siseaba y cargaba contra él, arañándolo salvajemente con sus garras de acero. La punta de una espada le hizo un rasguño en las costillas, otra le dejó una marca rojiza en el muslo izquierdo, y las garras le abrieron surcos en el pecho. Por desgracia, Geran dio un paso en falso, intentando utilizar a sus enemigos como escudo contra los ataques de los otros, pero eran demasiados para él solo y estaban muy cerca. «Así sea», pensó con amargura. Intentaría llevarse consigo a tantos como pudiera, con la esperanza de evitar que los asesinos que entretuviera allí tuvieran la oportunidad de matar a más miembros de la familia Hulmaster.
El asesino que estaba más atrás gritó de repente, arqueando la espalda al mismo tiempo que alzaba los brazos. Dio un par de pasos vacilantes y a continuación cayó boca abajo. Tras él estaba Kara Hulmaster con su cota de malla, sosteniendo una espada que goteaba sangre. Sus ojos, marcados por los conjuros, brillaban con una luz azul celeste y su rostro tenía una expresión de ira absoluta.
—¡Asesinos! —rugió—. ¡No llegaréis a ver la luz del día, os lo prometo!
Kara se introdujo de un salto en la refriega, cargando contra los dos espadachines restantes, que se volvieron para enfrentarse a ella. Kara era casi igual de hábil con la espada que Geran, y dos guardias del Escudo la seguían de cerca. Geran aprovechó la súbita distracción ocasionada por Kara para agacharse y escapar de las garras del demonio barbudo, y arrojándose sobre la espalda de uno de los que se enfrentaban a la mujer, lo empujó contra la pared. Cogió al aturdido asesino y lo lanzó de cabeza contra el demonio, que iba tras él, haciendo que se enredaran brevemente. Mientras los asesinos luchaban por liberarse, el mago de la espada pronunció un conjuro de fuerza y atravesó el torso del hombre con la punta de la espada, y después, el cuerpo del demonio que tenía detrás. Gracias al poder del conjuro de fuerza, Geran dio tres pasos con sus enemigos ensartados hasta la pared más cercana y empujó la espada hasta que rechinó contra la piedra. Cuando liberó la espada de un tirón, el asesino gimió y se deslizó hacia el suelo, mientras que el demonio barbudo dio un grito de rabia antes de desaparecer en una repulsiva nube de humo al igual que habían hecho los otros. Se volvió justo a tiempo para ver cómo Kara acababa con su último oponente con un elegante tajo en la garganta. La calma invadió momentáneamente la habitación.
—¡Natali, Kirr! ¿Están a salvo? —preguntó Kara.
—Natali está aquí. Kirr salió corriendo a esconderse. No sé dónde está.
Geran se dio cuenta de que le goteaba sangre por la frente; salía de un corte que no recordaba haber recibido. Se la limpió con el dorso de la mano izquierda.
—¿Qué hay del harmach?
Kara palideció.
—Esperaba que tú lo supieras. Estaba haciendo la ronda fuera cuando oí la pelea.
A Geran lo asaltó una terrible sospecha. Miró a los guardias del Escudo que seguían a Kara.
—Vosotros dos, quedaos aquí y proteged a lady Erna y a Natali —les ordenó—. También cuidad de Kirr, si lo veis. Kara y yo vamos a buscar al harmach.
El mago de la espada se abrió camino entre los dos soldados y salió al pasillo a oscuras; después corrió en la dirección de la que había venido. Kara lo siguió de cerca. Pasaron por delante de la puerta de los aposentos de Geran y siguieron por el corto vestíbulo que conducía a los del harmach. Allí encontraron a más mercenarios y guardias muertos. Estaba claro que había tenido lugar una batalla encarnizada para defender las puertas de la habitación de Grigor, que ahora estaban abiertas. Pudo oír más ruidos de entrechocar de espadas y el siniestro siseo de otro demonio que venían de dentro. Sin dudarlo un solo instante, el mago de la espada irrumpió en la habitación con la esperanza de no llegar demasiado tarde.
Un guardia del Escudo estaba todavía de pie, haciendo todo lo posible para esquivar a dos asesinos a la vez. Un par de sirvientes (ni siquiera eran guerreros, sino simples mozos) estaban intentando rechazar el ataque de uno de los demonios barbudos, encogidos por el miedo que les causaba el enemigo infernal. Justo detrás de ellos, Grigor Hulmaster se debatía mientras una segunda criatura lo tenía aprisionado. El harmach sostenía una varita en la mano derecha e intentaba con todas sus fuerzas dirigirla contra su atacante; pero el monstruo sonrió con malicia, divertido, mientras sus crueles garras se cerraban sobre la muñeca del harmach y hacían que la varita apuntara hacia el techo.
Frente al harmach y el demonio había una mujer encapuchada que llevaba una cota de malla oscura y la sotana negra de un clérigo sobre la armadura. En su mano destelló una larga daga. Se volvió súbitamente cuando Geran y Kara irrumpieron en la habitación, esbozando una sonrisa feroz.
—¡Arochen nemmar! —gritó Grigor con voz quejumbrosa—. ¡Suéltame, horrible bestia!
El harmach tenía algo de talento como mago, pero no lo suficiente como para enfrentarse al monstruo que lo aprisionaba. La varita descargó un brillante rayo de danzarinas motas blancas y abrió un agujero en el techo con un golpe helado. El demonio rió en voz alta, produciendo un horrible sonido chirriante.
—¡Soltadlo! —exclamó Kara.
La capitana corrió hacia la clérigo, pero en ese momento el último de los guardias del Escudo cayó, y el mercenario que había estado luchando contra él le bloqueó el paso. Su espada emitió destellos azulados mientras intentaba abrirse paso peleando.
—No lo creo —dijo la clérigo con expresión despectiva. Levantó la daga y se volvió hacia el harmach.
Geran también avanzó, sólo para darse cuenta de que el demonio que estaba jugando con los sirvientes del harmach le bloqueaba el paso. En un instante, invocó el conjuro de teletransportación.
—¡Sieroch! —dijo, liberando la magia contenida en los símbolos que bailaban en su mente.
En un abrir y cerrar de ojos se encontró junto a la clérigo de sotana negra y le lanzó una estocada.
No fue lo bastante rápido.
La punta de la espada de Geran atrapó la manga de la sotana mientras el brazo de la clérigo descendía sobre el harmach. En vez de atravesarla a ella, la hoja élfica dio con la malla que llevaba debajo. A continuación, la daga que la clérigo empuñaba se hundió hasta el puño en el pecho de Grigor Hulmaster. El anciano gruñó mientras se desplomaba; la sacerdotisa oscura arrancó la daga de la horrible herida y se volvió rápidamente para apartarse de Geran.
—¡Destruidlos! ¡Destruidlos a todos! —les gritó a los demonios que estaban en la habitación.
—¡Tío Grigor! —gritó Kara.
Una furia negra e inexorable inundó a Geran. Saltó hacia la clérigo con muerte en la mirada, pero el demonio que sostenía al harmach Grigor arrojó al hombre de rostro ceniciento a un lado, con desprecio, como si fuera un juguete roto, al mismo tiempo que se abalanzaba sobre Geran por el flanco. Éste sintió cómo las garras le desgarraban la carne y la quemazón producida por los zarcillos, y respondió con un arrebato furioso. Estaba demasiado cerca para clavarle la punta, o asestarle un golpe con el filo, por lo que agarró un manojo de zarcillos con la mano izquierda, haciendo caso omiso del ácido que rezumaban y que le quemaba los nudillos, y tiró hacia abajo de la cabeza del demonio, a la vez que le daba un fuerte rodillazo con la derecha. Unos afilados colmillos se le clavaron en la pierna, pero se partieron o se astillaron con el impacto. Golpeó a la criatura en la coronilla con la empuñadura en forma de rosa de su espada, con fuerza suficiente como para partir el hueso, y después descargó un segundo golpe, un tercero y un cuarto, hasta que el cráneo de la criatura cedió y ésta se desvaneció en una nube de humo negro.
Levantó la vista justo a tiempo para ver como el último de los mercenarios le lanzaba una estocada a Kara por la espalda, mientras ésta luchaba con otro de los demonios que había en la habitación. Pero uno de los sirvientes heridos —Dostin Hillnor, el menudo chambelán del harmach— agarró una pesada silla de madera y se la arrojó al mercenario. El golpe lo derribó, y un instante después, Kara acabó con su oponente infernal con un golpe abierto que prácticamente le arrancó la mitad de la horrenda cara.
La clérigo de negra túnica retrocedió hacia la puerta al ver que sus demonios y sus mercenarios perdían terreno. Se volvió a mirar a Geran.
—Saludos de Hulburg —gruñó, y a continuación salió corriendo pasillo abajo y se perdió de vista.
Geran, aún dominado por su oscura furia, fue tras ella mientras Kara, Hillnor y los demás sirvientes se enfrentaban al último mercenario. La mujer corrió hacia la escalera, a unos doce pasos de él. En un acto desesperado, Geran cambió el modo en que sujetaba la espada y la arrojó hacia el frente, haciéndola girar. Gracias a su habilidad, o por pura suerte, la hoja alcanzó a la clérigo en las pantorrillas. La había arrojado con demasiada torpeza como para hacerle daño, pero la clérigo tropezó y cayó sobre codos y rodillas, al mismo tiempo que la daga se le escapaba e iba a parar a las losas que tenía delante. Comenzó a incorporarse de nuevo, pero Geran se lanzó y chocó contra ella con toda la fuerza de su apresurada carrera. La intensidad del impacto los llevó hasta la barandilla que daba a la gran escalinata de la mansión.
—¡Suéltame! —siseó la mujer. La clérigo blandió su símbolo sagrado, un amuleto adornado con una calavera plateada, mientras Geran luchaba por mantener a raya el símbolo y someterla. La obligó a dar media vuelta y la golpeó contra la barandilla de madera de laspar, que cedió. Ella intentó recuperar el equilibrio antes de caer hacia las duras losas que había a seis metros de distancia. Geran consiguió sujetarse un instante antes de precipitarse tras ella.
Se encontró de pie junto a la barandilla rota, mirando fijamente a la clérigo que estaba tirada ahí abajo, sobre el suelo, mientras sostenía su símbolo sagrado entre los dedos.
—Cyric —escupió.
El dios de las mentiras y del asesinato tenía seguidores entre las bandas extranjeras que habían infestado Hulburg. De hecho, era probable que el mismo Valdarsel fuera el que había enviado a la clérigo y a sus sirvientes infernales para que acabaran con el harmach Grigor.
Su furia oscura desapareció cuando se acordó de su tío.
—¡El harmach! —dijo. Se volvió y corrió hacia la habitación de Grigor.
Kara estaba arrodillada junto al harmach, sosteniendo una sábana empapada en sangre sobre el pecho del hombre como vendaje improvisado. Grigor tenía el rostro ceniciento, y un hilillo de sangre salía por la comisura de su boca. Respiraba entrecortadamente, con jadeos cortos y gorgoteantes. Kara tenía las mejillas surcadas de lágrimas.
—¡Quédate con nosotros, tío! —le rogó con voz queda—. ¡Encontraremos un sanador, una poción curativa! ¡Todavía no ha llegado tu hora!
—Kara, mi… querida niña…, me temo que estás equivocada —dijo Grigor débilmente. Alzó la vista hacia los dos jóvenes Hulmaster y consiguió esbozar una sonrisa—. Es hora… de que tú y Geran… recojáis el testigo.
—¡No digas esas cosas! —exclamó Kara.
Geran se arrodilló al otro lado de Grigor y cruzó una mirada con Kara. Meneó la cabeza lentamente. Había visto suficientes batallas como para reconocer una herida mortal, al igual que ella. Inclinó la cabeza y le cogió la mano a Grigor.
—Di lo que piensas —dijo en voz baja—. Te estamos escuchando.
—Geran, muchacho…, me alegra… que hayas vuelto de tus viajes. —Grigor alzó la vista para mirarlos a ambos, boqueando como si quisiera encontrar el aliento que le permitiera seguir hablando—. Tú… y Kara… debéis decidir quién será… el harmach después de mí…, si alguna vez reconquistáis Hulburg.
—No descansaremos hasta que las cosas vuelvan a ser como antes, tío —respondió—. Te prometo que los Hulmaster volverán a Hulburg.
Grigor asintió y se quedó callado un rato. Su respiración se hizo más superficial. Geran pestañeó para quitarse las lágrimas de los ojos y esperó lo inevitable. Kara lloraba en silencio mientras agarraba la otra mano de Grigor. Entonces, cuando Geran había empezado a pensar que no volvería a moverse, el harmach tosió débilmente y dijo:
—Geran, acércate.
—Geran se inclinó, aproximándose al rostro del harmach, y puso la oreja justo sobre su boca.
—El Rey de Cobre espera… —susurró Grigor—. Hay un… juramento… que debe respetarse… en la cripta de Rivan… —Suspiró, y el sonido se perdió en la nada.
—Se ha ido —dijo Kara en voz baja, e inclinó la cabeza un momento, limpiándose las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano.
—Lo sé. —Geran se incorporó, aturdido.
Ya no se oía ruido de lucha en la vieja mansión, sólo los gemidos de los heridos, las órdenes y los informes de los soldados entremezclados, mientras buscaban más atacantes, y los agudos gemidos de dolor cuando los vivos encontraban a algún ser querido muerto.
—Ven, Kara. Será mejor que nos aseguremos de que Natali y Kirr están a salvo, y también tu madre. Maese Hillnor puede cuidarlo por ahora.
Kara asintió y se puso en pie. La expresión de su rostro era inescrutable cuando volvió a coger la espada.
—¿Quién ha hecho esto, Geran?
Él le mostró el símbolo sagrado que le había arrebatado a la seguidora de Cyric.
—La sacerdotisa está muerta —le dijo, pero creo que sabemos quién la metió en esto.