DIECISIETE

20 de Alturiak, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)

De todas las cárceles en las que había estado Geran (y, por desgracia, debía admitir que había estado en unas cuantas), la torre prisión del castillo de Cormanthor era la menos desagradable. El mobiliario era razonablemente cómodo y no había ni una sola alimaña. Estaba confinado con Hamil y Sarth en una celda espaciosa que ocupaba la mayor parte de la planta de la torre. Incluso tenían un par de troneras que ofrecían unas excelentes vistas de las copas de los árboles y de las torres de Myth Drannor. Por desgracia, seguía siendo una celda, y no era probable que Geran y sus amigos fueran a abandonarla pronto.

Cuando sus carceleros los encerraron y los dejaron a su aire, Sarth se había sentado en uno de los camastros con la cabeza entre las manos.

—No me gustaría tener que decir que te advertí acerca de actuar precipitadamente —gruñó, dirigiéndose a Geran—. Pero al parecer estoy en prisión por culpa de tu temeridad. ¿Tienes idea de lo difícil que es para alguien como yo llegar a tener un juicio justo? ¡Pasarán años antes de que me liberen!

—No esperaba que acabáramos así, Sarth —respondió Geran, que se tiró en el camastro de enfrente—. Podría haber sido de ayuda que hubieras evitado los truenos que hicieron temblar la tierra, y los rayos deslumbrantes, cuando estábamos intentando colarnos en las ruinas del Irithlium sin que nos vieran.

—¿Habrías preferido que permitiera que el cornugon te asesinara? —inquirió Sarth. El tiflin lo fulminó con la mirada, tremendamente enfadado.

Por un instante, Geran se preguntó si había esperado demasiado de la amistad del hechicero; dudaba mucho de que Sarth hablara de ese modo de forma habitual. En las últimas semanas, había convencido a Sarth para que se convirtiera en un renegado, había hecho caso omiso de sus consejos con respecto a llegar a un trato con Esperus y, finalmente, había hecho gala de una gran despreocupación frente a los peligros que —al parecer, con razón— preocupaban a su amigo. Suspiró, moviendo pesaroso la cabeza.

—No, supongo que no. Perdóname. Últimamente no te he escuchado demasiado.

El tiflin permaneció un instante más con el entrecejo fruncido antes de que su ira se desvaneciera.

—Has tenido muchas cosas en la cabeza —admitió—. Sé que no ha sido sólo culpa tuya.

—Bien —interrumpió Hamil. El halfling miró primero a Geran, y después a Sarth—. Hubiera sido bastante molesto estar encerrado con vosotros dos si no os dirigierais la palabra. Ahora que alguien nos saque de aquí por medios mágicos, y nos pondremos en camino.

—Me temo que no es tan sencillo —dijo Geran, que señaló la habitación en la que estaban—. Estas celdas inhiben casi todo tipo de magia. No puedo hablar por Sarth, pero sé que yo no podría ni encender una vela aquí sin cerillas.

Sarth asintió, abatido.

—Investigaré con cuidado, pero me temo que conmigo pasa lo mismo.

Los tres compañeros pasaron la mayor parte de los dos días siguientes buscando cualquier resquicio de debilidad en su confinamiento. Los guardias del castillo se asomaban a menudo para comprobar cómo iba todo; Hamil consiguió que le trajeran una baraja de cartas, lo cual ayudó a combatir el aburrimiento. Ni Geran ni Sarth fueron capaces de hacer nada que no fueran simples trucos en la celda, mientras que las barras y las paredes parecían estar en perfecto estado. Finalmente, Geran se vio obligado a admitir que no podrían huir del palacio de la Coronal. Tendrían que confiar en que, cuando llegara su juicio, se les diera la oportunidad de rogar clemencia y quizá conseguir al menos que Sarth y Hamil quedaran libres.

En su tercer día de confinamiento, el aburrimiento fue interrumpido por la llegada de varios guardias de la Coronal, que subieron rápidamente la escalera hasta su celda.

—¡Eh, vosotros! Tenéis visita —exclamó el primer guardia—. ¡Espero que estéis presentables!

Geran intercambió miradas con sus compañeros y se puso de pie, de frente al pasillo. Un instante más tarde, apareció una esbelta elfa ataviada con un vestido verde y dorado. Sus cabellos presentaban una gloriosa tonalidad rojiza otoñal; los llevaba recogidos a la altura de la frente con una diadema de oro y le caían por la espalda como una cascada de cobre fundido.

—La Coronal —les susurró Geran a sus amigos.

El mago de la espada bajó la cabeza e hincó una rodilla en tierra. Sarth y Hamil lo miraron, bastante sorprendidos. Entonces, Sarth se llevó el brazo a la cintura e hizo una rígida reverencia, mientras que Hamil se quitó el sombrero y le dedicó una extravagante floritura.

La Coronal Ilsevele Miritar los estudió a través de los barrotes de la celda y enarcó una ceja.

—Me siento halagada por tu cortesía, Geran Hulmaster —dijo en lengua común—, pero creo recordar que no eres súbdito mío.

Geran se levantó, y sus compañeros se irguieron.

—Las viejas costumbres nunca se pierden, mi señora —dijo simplemente.

Como miembro de la Guardia, había puesto su espada al servicio de la Coronal y la había servido lo mejor que había sabido durante más de cuatro años. Aún habría estado a su servicio si aquel duelo contra Rhovann no hubiera tenido lugar.

La Coronal lo observó con frialdad durante largo rato, y él hizo lo posible por sostener su mirada, mientras ella lo evaluaba con aquellos ojos de color esmeralda. Finalmente, suspiró y dijo:

—¿Qué voy a hacer contigo? Debo confesar que jamás pensé que desafiarías mi sentencia de destierro tan fácilmente. En aquellas pocas ocasiones en que tuve que imponer tal castigo, se entendía claramente que no había retorno posible. Y sé que conoces bien las leyes que prohíben deambular por las ruinas sin permiso. ¿Tan poco respetas mi autoridad que te crees con libertad para hacer lo que te venga en gana en mi reino?

Hizo una mueca de dolor. Aunque había pasado muy poco tiempo al servicio de la corte de Ilsevele, Geran se dio cuenta de que nunca la había visto tan enfadada.

—Mi señora, lo hice sólo porque estaba desesperado —dijo—. Mi país natal corre un grave peligro, y la clave para arreglar la situación casualmente se hallaba aquí.

—Estoy al tanto de tus razones. Daried Selsherryn ya ha acudido a mí para hablar en tu favor. Por desgracia, el que pensaras que tus acciones eran necesarias no te librará de mi sentencia, ni me permite pasar por alto las leyes del reino.

—Lamento enormemente los problemas que te he causado, pero te prometo una cosa: si permites que mis amigos y yo salgamos libres, jamás volveré a poner un pie en Cormanthor. O puedes permitirnos partir ahora mismo, y yo volveré a aceptar mi castigo cuando Hulburg ya no corra peligro. Si no puedes liberarme, entonces al menos libera a Hamil y Sarth, y permite que ellos finalicen mi misión. Yo fui el que los condujo hasta el Irithlium; quebrantaron las leyes de Myth Drannor por mi culpa. —La miró a los ojos, esperando que pudiera ver la sinceridad de sus palabras—. Por favor, no podemos demorarnos aquí más tiempo.

Es muy noble por tu parte, pero no me gusta nada la idea de invocar a Esperus en tu ausencia —dijo Hamil—. Fuiste tú con quien hizo el trato, y creo que es de los que se acuerdan de ese tipo de cosas.

—Me temo que no es tan sencillo. —Ilsevele dejó escapar un suspiro—. Si la situación era tan desesperada, deberías haberme enviado un mensajero. Se podría haber llegado a un acuerdo. Ahora tengo las manos atadas.

Geran permaneció en silencio. Realmente no había pensado que pudiera ser tan fácil como pedirlo. Mientras buscaba más argumentos que esgrimir, Sarth carraspeó y habló.

—No estoy familiarizado con vuestras costumbres, mi señora —le dijo a Ilsevele—. ¿Qué destino nos espera?

—Nuestro consejo de justicia deliberará acerca de eso cuando vuelva a reunirse —contestó la Coronal—. Eso será en Hierbaverde. Tú y el señor Hamil probablemente seréis condenados a un año y un día de servicios como indemnización por la ofensa. El caso de Geran es más problemático.

Sarth miró de reojo a Geran, pero no dijo nada más. Quedaban dos meses para Hierbaverde; incluso si los liberasen con una severa advertencia, se perderían la marcha de Kara contra los soldados de Marstel.

—¿Algo más? —preguntó Ilsevele.

Geran no volvió a rogarle que los liberase; con eso sólo habría conseguido enfadarla más. La Coronal hizo un gesto de asentimiento a los guardias y se marchó, bajando la escalera con su pequeño séquito detrás. La pesada puerta al final de la escalera se cerró con un ruido metálico y corrieron el cerrojo.

—¿Qué sabes acerca de ese consejo de justicia, Geran? —dijo Hamil—. ¿Es posible que sean razonables? ¿Se los puede sobornar?

Geran hizo un gesto de duda.

—Es difícil de saber. Tengo amigos en el consejo, pero también enemigos. Diría que los Disarnnyl y sus aliados están bastante avergonzados por los actos de Rhovann. Dudo de que les guste que les recuerden el deshonor que ha traído a su Casa, y quizá me juzguen de acuerdo con eso.

—¿Así que no podemos hacer otra cosa más que esperar? —inquirió el halfling.

—¿Qué más podemos hacer? —respondió el mago de la espada.

Volvió a su camastro y se estiró, intentando pensar en algún plan o estratagema que pudiera devolverles la libertad, pero no se le ocurrió nada.

Dos noches después, Geran estaba tumbado en el camastro, todavía dándole vueltas a la situación, cuando oyó el ruido amortiguado de unos pies en la escalera que había fuera de la celda. Se incorporó rápidamente, escudriñando la oscuridad; no era descabellado pensar que los Disarnnyl o cualquier otro rival de su época al servicio de Ilsevele fuera a atacarlo mientras estaba preso en la torre de la Coronal. Pero tan sólo vio entrar sigilosamente en la habitación a una silueta esbelta envuelta en una capa gris. El visitante dudó un instante, como si no estuviera seguro de si debía o no seguir avanzando. Geran miró al otro lado de la celda; tanto Hamil como Sarth estaban dormidos. Se levantó lentamente de la cama.

—¿Quién está ahí? —preguntó en voz baja, en dirección a las sombras.

Al principio, el visitante no contestó, pero a continuación se acercó a los barrotes y se retiró la capucha para dejar a la vista unos cabellos negros como ala de cuervo y unos ojos violetas que brillaban bajo la tenue luz de la lámpara.

—Soy yo, Alliere —susurró en élfico.

—¿Alliere? —repitió Geran, atónito.

Era la última persona a la que hubiera esperado ver allí durante su encarcelamiento. Después de todo, él estaba seguro de que no quería volver a verlo. Sin embargo, allí estaba. Había olvidado lo hermosa que era; sus bellas y delicadas facciones, sin un solo defecto, y sus ojos hipnóticos. De hecho, tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez que la había visto, pero no se sorprendió: un par de años no eran nada para la gente del bello linaje. Fue hacia la puerta de la celda, agarrándose a los barrotes. Volvió a hablar en élfico sin siquiera darse cuenta.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Quería verte. No pudimos hablar antes de que tuvieras que irte de Myth Drannor. Aquello fue culpa mía, y llegué a lamentarlo mucho.

Él negó con la cabeza en la oscuridad.

—Quizá fuera lo mejor —dijo con suavidad.

Perder Myth Drannor había sido duro, pero perder a Alliere casi lo había destruido. Antes de regresar a Hulburg, hubiera dado cualquier cosa por volver a verla, y le hubiera rogado que se marchara con él al exilio. Ahora se daba cuenta de que el destino quizá fue generoso al separarlos de manera tan rápida y absoluta. Eso hizo que sus heridas tuvieran tiempo para curarse. Si hubiera tenido la más mínima esperanza de que podían volver a estar juntos, jamás habría sido capaz de dejarla atrás, o de encontrar a alguien a quien amar tanto como a ella.

Alliere bajó la vista hacia el suelo.

—Aun así, no te merecías eso. Al menos tendría que haberme despedido, pero no fui capaz de mirarte a la cara.

—Nunca fue mi intención hacerte daño.

Ella permaneció en silencio un rato antes de volver a hablar.

—Daried me contó lo que le habías dicho acerca de la venganza de Rhovann contra ti, y cómo ha destruido tu tierra natal. Gran parte de la responsabilidad es mía —suspiró—. Mi indecisión, mi confusión, llevaron a Rhovann a esperar de mí cosas que no sentía. Llegó a creer que tú le habías robado a la mujer que amaba. Seguro que había algo que podría haber hecho para evitar la enemistad que surgió entre ambos.

Él asintió.

—Yo también tuve mi parte de culpa, y lo lamento. —Ella posó la mano sobre la de él. Después de un largo instante, Geran retiró la mano y sonrió—. Tengo entendido que se me permite recibir visitas. No tenías que colarte aquí dentro para verme en mitad de la noche.

Alliere rió quedamente.

—Claro está que se te permite recibir visitas, pero dudo de que también se te permita recibir ayuda para huir. —Se llevó la mano a los pliegues de la capa y sacó un frasquito y una pluma con un trozo de papel enrollado alrededor—. Daried me pidió que te diera esto. Los guardias jamás te permitirían tenerlos si lo supieran, así que guárdalos bien.

Cogió el frasquito y la pluma, frunciendo el ceño, confuso.

—No entiendo. ¿Qué se supone que debo hacer con esto?

—El frasco contiene un pigmento mágico. Con él puedes crear una puerta lunar. Sencillamente usa la pluma para dibujar el diagrama que se muestra en el papel sobre una de las paredes, y cuando la luna esté en la fase correcta, la magia de la puerta despertará. Se convertirá en un portal que podréis usar para escapar. —Señaló con la cabeza el trozo de papel que Geran tenía en la mano—. Según tengo entendido, la próxima oportunidad será dentro de dos noches, poco después de medianoche.

—¿Adónde nos llevará ese portal?

—A un claro a tres kilómetros de los límites de la ciudad. Ocultaré vuestras pertenencias allí mañana, y tendréis monturas esperándoos.

Geran hizo una mueca.

—No podemos marcharnos sin el manuscrito que sacamos del Irithlium.

—Daried dijo que dirías eso. —Alliere miró a su alrededor, escuchando atentamente por si oía acercarse a los guardias antes de continuar—. Está con el resto de tus pertenencias. Ya lo he sustraído de la cámara de los guardias y lo he reemplazado por copias falsas. Con suerte, os encontraréis a muchos kilómetros de distancia para cuando alguien descubra que no estáis.

Bajó la vista hacia el frasco, el papel y la pluma que sostenía en las manos. En su corazón renació débilmente la esperanza, y por vez primera en casi diez días, se permitió pensar que su estúpida búsqueda no había sido tan estúpida después de todo.

Recordó haberles dicho a Hamil y Sarth que aún le quedaban amigos allí. Al parecer, tenía más de los que pensaba.

—¿Qué te ocurrirá por ayudarnos a huir? —preguntó por fin.

—Espero que nadie pueda probar que tuve algo que ver con ello —contestó—. Daried está bajo sospecha, por supuesto, así que no podía hacer nada abiertamente, pero nadie sabe que me colé en la cámara de los guardias y que estoy aquí ahora. No me puedo quedar mucho tiempo… Preferiría que no me pillaran haciendo esto.

—Alliere…, gracias.

La elfa iba a responder, pero oyó a alguien en la planta baja y se sobresaltó.

—Debo irme —susurró. Le dio un rápido apretón en la mano y desapareció de su vista.

Geran se dio cuenta de que estaba de pie junto a los barrotes, con el frasco y la pluma en la mano, y regresó rápidamente a su camastro. Ocultó los objetos bajo la almohada y volvió a meterse en la cama. Un instante después, dos elfos con cota de malla entraron en la sala que había frente a la celda; uno de ellos llevaba en la mano una lámpara plateada que emitía un suave brillo azulado. Cerró los ojos y fingió estar durmiendo. Los guardias observaron el interior de la celda durante un buen rato. Geran ya empezaba a pensar que se habían dado cuenta de alguna manera de que estaba ocultándoles algo…, pero justo cuando pensó que no podría aguantar un segundo más, oyó el roce de la malla y unos pasos ligeros descendiendo por la escalera. La débil luz azulada se alejó y la celda se quedó sumida de nuevo en la más completa oscuridad.

¿Te importaría contarme a qué ha venido todo eso? —le preguntó Hamil en silencio.

Geran se estremeció, sobresaltándose al percibir los pensamientos de su amigo. Miró en su dirección y lo vio recostado sobre un codo, mirándolo.

—Creo que podremos escapar de aquí —susurró.

—Ya era hora —respondió el halfling—. ¿Cuándo nos despediremos de la Coronal?

—Dentro de dos noches, si todo va bien.

—Seguramente será un plan para matarnos mientras tratamos de escapar —respondió con un bufido—. En fin, odio esperar.

—Hizo un gesto de impaciencia y volvió a meterse bajo las mantas.

Los dos días siguientes pasaron demasiado lentos. Geran hizo que Hamil le explicara a Sarth todo lo que pudo recordar de las instrucciones de Alliere, usando la telepatía todo lo posible, por si los estaban espiando. La perspectiva de recuperar su libertad mejoró significativamente el humor del tiflin, y por primera vez en varios días pudo mirar a Geran a la cara sin fruncir el entrecejo ni fulminarlo con la mirada. Cada vez que tenía la oportunidad, Geran hacía lo posible por describir los alrededores de Myth Drannor y las numerosas carreteras y senderos que cruzaban Cormanthor, reflexionando sobre posibles rutas de escape una vez que hubieran salido de la ciudad.

Finalmente, el sol comenzó a ponerse en el horizonte en la tarde del segundo día. Tan pronto como se llevaron los platos de la cena, Hamil se apostó junto a la puerta de la celda, vigilando por si subía alguno de los guardias para comprobar si todo iba bien. Geran y Sarth escogieron la pared de una de las alcobas, que daba a una de las troneras, como mejor sitio para dibujar la puerta. Era casi perpendicular a la puerta de la celda, por lo que, incluso si los guardias se acercaban a los barrotes, tendrían que esforzarse para ver el diagrama que estaban dibujando en la pared. Geran desenrolló el trozo de pergamino y estudió atentamente el diseño. A continuación, se lo pasó a Sarth, y dejó que también echara un vistazo.

—Pensaba que no se podía hacer magia aquí dentro —dijo Hamil.

—Y no se puede, pero en este caso la magia está contenida en la pintura —contestó Geran. Miró a Sarth y le ofreció la pluma—. ¿Quieres dibujarla tú?

—No, creo que será mejor que lo hagas tú —respondió—. Es un conjuro elfo y tú dominas el élfico mucho mejor que yo. No querría que por dibujar mal uno de esos símbolos acabáramos desarmados en alguna cripta llena de monstruos o nos perdiéramos en alguna jungla olvidada.

—Al menos estaríamos fuera de la celda —dijo Geran.

Sarth esbozó una sonrisa burlona, pero alisó el pergamino con cuidado y lo puso en la pared para que Geran pudiera copiarlo con mayor facilidad. Geran abrió el frasco y respiró profundamente para evitar que le temblara el pulso. Mojó la pluma en la densa pintura plateada y comenzó a copiar el diagrama en la pared, sólo que más grande. Le resultó más difícil de lo que había esperado: el pigmento mágico se secaba inmediatamente después de aplicarlo y quedaba como una fina línea de purpurina plateada, y algunos de los símbolos que debía dibujar eran bastante complicados. Miró a Sarth y le dijo:

—Vigílame para asegurarte de que dibujo correctamente los glifos.

El tiflin asintió, y Geran se concentró en su tarea. Trazó un marco oval alargado de un metro veinte de alto por sesenta centímetros de ancho, y un segundo óvalo dentro del primero. En el espacio que había entre los dos, dibujó las palabras de un conjuro, esforzándose por recordar las finas líneas mientras se iban desvaneciendo.

Llevaba ya tres cuartas partes del dibujo cuando la voz de Hamil irrumpió repentinamente en su cabeza.

—¡Vienen los guardias! —dijo el halfling.

Geran profirió un juramento y marcó lo mejor que pudo el lugar al que había llegado; a continuación, se metió la pluma en la manga, cerró el frasco y lo escondió bajo su almohada mientras se tiraba sobre el camastro, cruzando los brazos por detrás de la cabeza y mirando al techo. Sarth se unió a Hamil en la mesa, donde el halfling ya había repartido dos manos de cartas.

El tiflin miró a su pequeño oponente y dijo:

—Te toca.

—Así es —dijo Hamil.

El halfling cogió las cartas y todavía las estaba estudiando cuando los dos guardias aparecieron. Los guerreros elfos comprobaron la puerta y observaron el interior de la celda; a Geran le latía el corazón a mil por hora mientras esperaba que anunciaran que los habían descubierto en su intento de huida. Pero, tras una larga pausa, los guardias siguieron su camino, y se permitió exhalar un suspiro de alivio. Sus pasos se alejaron, y Hamil se inclinó en la silla para observarlos.

—Se han ido —informó por fin.

Geran volvió a coger el frasco apresuradamente y reanudó el dibujo. Le dio un vuelco el corazón al estudiar el lugar en el que había estado trabajando; lo que había hecho casi se había desvanecido.

—¡Sarth, no sé si podré ver lo que ya llevo hecho! —siseó.

Sarth hizo una mueca.

—Adivínalo lo mejor que puedas —dijo—. Puede ser que funcione incluso si el dibujo no es del todo preciso.

El mago de la espada volvió a mojar la pluma en el pigmento y se acercó para intentar seguir donde lo había dejado. Ni siquiera fue capaz de saber si estaba a punto de dibujar el siguiente símbolo en el marco de la puerta, en la superficie en blanco o en algún lugar fuera de los límites de lo que ya había dibujado. Se obligó a poner la punta de la pluma en el punto que creía correcto…, y entonces, una tenue luz plateada atravesó las nubes y surgió de la tronera que había junto a él. A medida que la luz de la luna iluminaba las copas de los árboles y las agujas en el exterior, las marcas que ya había dibujado en la puerta lunar comenzaron a brillar con mayor intensidad. Los glifos y las líneas invisibles se iluminaron débilmente, como si estuvieran hechos de plata fundida, austeros y hermosos.

—¡Deprisa, Geran! —susurró Sarth—. ¡Termina el dibujo mientras dure el claro entre las nubes!

El mago de la espada asintió y comenzó a dibujar y a escribir rápidamente y con confianza. Terminó en pocos minutos y se puso en cuclillas para estudiar el diagrama del pergamino y el que había dibujado en la pared.

—¿Ves algún fallo? —le preguntó a Sarth.

El tiflin estudió el dibujo atentamente, igual que él.

—No, creo que ya está.

—Entonces, veamos adónde conduce.

Geran esperó a que Hamil se reuniera con ellos y se concentró en los dos últimos conjuntos de palabras que había dibujado, que formaban la frase que activaba el portal. Dirigió una última mirada a sus compañeros y las leyó en voz alta.

¡Illieloch ser Selûnarr adhiarran!

Las runas plateadas brillaron todavía más. Geran extendió la mano para colocarla sobre el centro del diagrama, y empujó hacia delante; la luz se volvió cegadora, una fría cortina de plata cayó sobre él como si fuera una cascada de luz de luna. Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, apareció vacilante en medio de un claro poco iluminado y acabó cayendo de rodillas, con los ojos aún llenos de aquel brillante resplandor. Se dio cuenta de que ya no estaba en la celda, pero no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba. Pestañeó para hacer desaparecer la luz blanca de su retina y comenzó a incorporarse, pero Sarth y Hamil cayeron sobre él y lo derribaron. Cuando por fin consiguió levantarse, se encontró con que él y sus amigos estaban en un pequeño claro frente a unas ruinas élficas. Un intrincado diseño de líneas plateadas y palabras en élfico brillaba dentro de un arco de piedra blanca, uno de los varios arcos que formaban parte de la muralla de las ruinas. Miró a su alrededor, buscando algún punto conocido.

Lo interrumpió una risita elfa.

—¡Lo habéis conseguido! —dijo Alliere.

Geran se volvió y la vio en el claro iluminado por la luna, frente a la puerta por la que acababan de salir. Daried Selsherryn estaba sentado sobre un tronco cercano, sonriendo ampliamente. Alliere fue hacia él para abrazarlo, y se retiró con rapidez.

—¡Bien hecho, Geran! ¡Sabía que lo conseguirías!

Él se encogió de hombros, incómodo.

—No podría haberlo hecho sin vuestra ayuda. Gracias a ambos por ayudarnos… Sinceramente, espero que no acabéis ocupando nuestros puestos en la torre.

Daried se puso en pie.

—Sospecho que la Coronal no se entristecerá demasiado con vuestra huida. No le gustó la idea de que Rhovann Disarnnyl estuviera causando problemas en otras tierras después de que ella lo hubiera desterrado de su reino. Ya veremos. —Estrechó el brazo de Geran y saludó con la cabeza a Sarth y Hamil—. Vamos, no podéis entreteneros aquí. Sellaré la puerta lunar para evitar que os sigan, pero los magos de la Coronal podrán averiguar fácilmente adónde conducía, y tan sólo estamos a tres kilómetros de Myth Drannor. Debéis huir mientras podáis.

Alliere cogió a Geran de la mano y lo guió junto a sus amigos hacia el lugar donde había tres caballos al abrigo de un viejo patio de armas, mientras Daried comenzó a entonar las palabras para cerrar la puerta. Tal y como había prometido, había reunido sus pertenencias en ordenados paquetes junto a los caballos. Geran se ató el cinto de la espada a la cadera mientras Sarth probaba su cetro de runas y Hamil se rearmaba con su interminable colección de dagas. Cuando terminaron, Alliere le tendió a Geran un tubo de madera.

—El manuscrito que sacasteis del Irithlium —le explicó.

Daried volvió del punto donde había estado la puerta lunar.

—Esto debería bastar, por ahora —dijo el cantor de la espada, que señaló con la cabeza hacia el bosque que se extendía más allá del claro—. Hay un viejo camino que desemboca en la carretera del Mar de la Luna a poca distancia de aquí, pero si me permitís un consejo, no vayáis por ahí. Cualquiera que os siga esperará que huyáis en esa dirección. En su lugar, os sugiero que os dirijáis a la senda Hoja Plateada y después al norte, a través de los bosques. Tras tres o cuatro días cabalgando sin descanso, deberíais llegar a la carretera de Hillsfar a Yulash, que está a un día de Hillsfar hacia el oeste.

—Es un buen consejo; creo que lo seguiremos —contestó Geran. Posó la mano sobre el hombro de Daried—. ¿Cómo podré alguna vez pagarte la ayuda que nos has dado?

—Saluda calurosamente a Rhovann de mi parte —dijo el cantor de la espada, sonriendo con frialdad—. Creo que no pasará mucho tiempo antes de que nuestros caminos vuelvan a cruzarse.

El mago de la espada soltó a su viejo mentor y se volvió hacia Alliere. Pensó en lo extraño que resultaba. Hacía tan sólo un año, no hubiera sido capaz de darle la espalda y alejarse de ella al galope, y ahora pretendía hacer exactamente eso… y su corazón no sufría. La cogió de las manos y la miró a los ojos.

—Lamento muchísimo lo que hice —le dijo—, pero me alegro de que podamos ser amigos. Agua dulce y risa ligera hasta que volvamos a encontrarnos.

Ella le sostuvo la mirada durante un instante antes de hacer un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Lo mismo te deseo, querido Geran —respondió. Luego, le soltó las manos y se apartó.

Sarth y Hamil ya estaban sobre sus monturas, esperando. Geran saltó rápidamente sobre la silla e hizo girar la montura hacia el bosque.

—¡Seguidme! —les dijo a sus compañeros y espoleando el caballo, encabezó la marcha y se alejó al galope.