DIECISÉIS

15 de Alturiak, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)

Era de noche en Myth Drannor, hacía frío y la niebla lo cubría todo. Las Lámparas de plata que hacían las veces de farolas en la ciudad eran pocas y estaban muy espaciadas; cada una de ellas estaba rodeada por un débil halo de luz que rápidamente daba paso a la densa oscuridad. Geran pensó que habían tenido suerte con la climatología; ni siquiera a los elfos les gustaba entretenerse en la calle, y la niebla dificultaría mucho más que las patrullas se fijaran en él y en sus amigos mientras permanecían en lugares donde se suponía que no debían estar. A medida que se acercaba la medianoche, las calles se fueron sumiendo en el silencio.

Media hora antes de su cita, Geran y sus compañeros se escabulleron de La Casa del Cisne y se adentraron en la niebla. Hamil miró a ambos lados de la calle desierta y se estremeció, envuelto en su capa.

—Pensaba que las noches siempre eran estrelladas y despejadas en Myth Drannor —masculló—. Esto no es muy distinto de la niebla marina de Tantras. ¿Dónde están las lámparas feéricas y las ninfas danzarinas?

—Algunas de las muchas historias acerca de la ciudad se han exagerado al contarlas gente de otras regiones —respondió Geran—. Myth Drannor no es inmune al mal tiempo ni a la mala suerte, cosa que deberíamos recordar esta noche. Además, en Tantras, la niebla apestaría a los bajos del puerto y a humo. Vamos, debemos ponernos en camino.

Condujo a Sarth y a Hamil por una ruta menos directa a través de los distritos populares de la ciudad, aproximándose con cuidado al Irithlium; el Celestrian estaba en un barrio donde los visitantes no solían ser bienvenidos a menos que contaran con escolta. Algunas de las bodegas y tabernas de Myth Drannor seguían abiertas, pero la mayoría de la gente se había retirado pronto a sus hogares. Hubiera sido mejor esperar a la madrugada, pero Geran pensó que Daried habría elegido la hora para que él y sus compañeros pudieran fingir que estaban volviendo a casa después de disfrutar de los entretenimientos disponibles en la ciudad, en vez de merodear por las calles a unas horas en las que una persona honesta no saldría de casa.

Llegaron a la amplia zona boscosa donde Daried debía estar esperándolos al otro extremo. Vio un camino que se perdía entre las sombras, y echó un vistazo a su alrededor. No había nadie a la vista, aunque de una de las bodegas salía una débil melodía cadenciosa, a media manzana de allí.

—Por aquí —les dijo a sus amigos, y éstos lo siguieron desde la avenida desierta hacia la oscuridad del bosque.

Myth Drannor estaba llena de grandes arboledas de árboles vivientes; había casi tantas áreas boscosas como calles y edificios en el interior del anillo de lagos de la ciudad. Muchas de las áreas que habían quedado reducidas a escombros tras la destrucción de Myth Drannor, hacía mucho tiempo, no habían sido reconstruidas cuando los elfos volvieron a reclamar la ciudad durante la Cruzada de Seiveril, y la gran extensión de ruinas cerca de la vieja localización del Irithlium era un ejemplo excelente. Entre las sombras de los árboles, bajo la débil luz de la luna, brillaban bloques de piedra cubiertos de musgo, pertenecientes a viejos muros o edificios caídos. Geran avanzó a tientas, apenas capaz de ver algo en la oscuridad.

—¡Ah!, estáis ahí. —Daried Selsherryn surgió de entre las sombras, sosteniendo una lámpara de plata que emitía una luz muy débil—. Es una buena noche para infringir las leyes; poca gente saldrá a la calle con semejante niebla. Venid, la puerta que buscáis está por aquí.

Geran y sus amigos siguieron al elfo del sol hasta las ruinas de un viejo edificio, que había quedado con los cimientos al aire. Daried los condujo por una empinada escalera de piedra hasta lo que seguramente era el suelo de la bodega; un oscuro arco se alzaba frente a ellos.

—Estamos en los cimientos de la Torre Nythlum —dijo Daried en voz baja—. No hay un acceso directo desde el Celestrian a los pasadizos que estaban bajo el Irithlium, ya que las partes superiores fueron rellenadas durante la reconstrucción del edificio. Esta torre pertenecía a un mago que la donó a la escuela cuando murió, y unieron los cimientos con un nuevo corredor: éste de aquí. Conduce a los pasadizos que quedaron sepultados cuando se reconstruyó el Irithlium.

Geran hizo un gesto de asentimiento dirigido a su antiguo mentor.

—Estoy en deuda contigo, Daried.

El elfo del sol meneó la cabeza.

—No digas tonterías. Jamás he estado aquí —dijo—. Buena suerte, y si no te vuelvo a ver antes de que te marches, agua dulce y risas ligeras, hasta que nos volvamos a encontrar. —Bajó la luz de la lámpara y se retiró, dejando solos a Geran y a sus compañeros entre los viejos cimientos.

Hamil miró el umbral, vacilante.

—¿Tienes alguna idea de lo que podría estar sellado en esta cámara a parte del inofensivo manuscrito antiguo que hemos venido a buscar?

Geran meneó la cabeza.

—No me lo puedo ni imaginar. —Desenvainó la espada y se aventuró a cruzar el viejo y oscuro umbral.

Sarth y Hamil se reunieron con él. Geran fue abriéndose camino cuidadosamente por los escalones rotos que conducían a una gran sala que estaba debajo de los cimientos de la torre, murmurando las palabras de un hechizo de luz, para poder ver algo. El pasadizo continuaba en dirección norte, hacia el viejo Irithlium, si Geran estaba en lo cierto, descendiendo ligeramente a medida que avanzaba. Tras recorrer unos cincuenta pasos, se alzó otro arco delante de ellos: una gran puerta de piedra bloqueaba el pasadizo.

Sarth le puso una mano en el hombro para que se detuviera.

—Hay una vieja protección mágica —dijo el hechicero—. Veré si puedo abrirla brevemente para que podamos pasar sin destruirla.

El tiflin murmuró un conjuro que Geran no reconoció, gesticulando cuidadosamente con la mano. Geran tomó conciencia de un ligero cambio en el gélido aire de aquellas antiguas salas, mientras los hilos casi imperceptibles de la magia se tensaban y temblaban bajo el cuidadoso entretejido de Sarth. Al otro lado de la puerta pareció tomar forma una presencia amenazante. Sarth le dirigió una mirada de advertencia a Geran y siguió con el conjuro.

El mago de la espada hizo uso de uno de sus propios conjuros.

Cuillen mhariel —murmuró, dándoles forma a las sílabas arcanas, para crear un fino escudo brumoso de color plateado.

Hamil lo miró con preocupación; no contaba con la preparación mágica del hechicero ni la del mago de la espada, pero pudo percibir en su actitud tensa que no muy lejos los aguardaban problemas. El halfling sacó un par de dagas y se hizo a un lado, asegurándose de no estorbar.

Geran se puso a pensar. ¿Qué podría perdurar cien años en una cámara como aquélla? ¿Algún tipo de no muerto? ¿O quizá un demonio? Por desgracia, lo último era bastante probable; en los días anteriores a la recuperación de Myth Drannor por parte de la Cruzada, la ciudad en ruinas estaba llena de ese tipo de criaturas.

—Estate preparado —le susurró a Hamil—. Creo que hay un poderoso demonio ahí dentro.

¿Y si paráramos ahora y lo dejáramos en paz? —sugirió Hamil—. Después de todo, Esperus podría estar equivocado.

Geran meneó la cabeza.

—Es improbable. —No había duda; había algo atrapado en el viejo templo que estaba luchando en el portal que Sarth estaba abriendo con tanto cuidado.

Sarth estaba a punto de concluir el conjuro, pero se detuvo antes de decir las últimas palabras. Retrocedió un paso y miró a Geran y a Hamil.

—Ésta es nuestra última oportunidad de pensárnoslo —dijo el tiflin—. Hay una presencia infernal encerrada al otro lado de la puerta. Una vez que entremos, estaremos en su poder.

—No hemos recorrido todo el camino hasta Myth Drannor para irnos con las manos vacías —respondió Geran—. Esperus es la clave para derrotar a los guerreros grises de Rhovann, y la clave para que Esperus nos ayude es entregarle las páginas perdidas de ese libro. Tengo que intentarlo; no se me ocurre ninguna otra manera de sacar las páginas. Pero vosotros dos no tenéis por qué seguirme.

—Ahora ya no es muy probable —murmuró Hamil—. Acabemos con esto.

Sarth asintió, y preparó el cetro en una mano. Se puso de cara a la puerta y pronunció las últimas palabras del conjuro de paso:

¡Anak Shiraz saigesh!

El portal de piedra que bloqueaba el acceso se abrió con un chirrido. En un breve instante, la sutil amenaza que los esperaba se multiplicó por diez. Intercambiaron varias miradas y se introdujeron en la habitación que había bajo la vieja escuela. Era un gran sótano abovedado lleno de viejos sepulcros que tenían talladas las imágenes de magos muertos hacía mucho, la mayoría elfos. Había varios pasillos más que se perdían en la oscuridad. Geran se detuvo y murmuró un encantamiento élfico de búsqueda que había aprendido hacía años, al comienzo de sus estudios de magia, y se concentró en el Infiernadex tal y como lo recordaba (había sostenido el volumen brevemente hacía pocos meses, y cualquier página que hubiera formado parte de él era probable que conservara una débil impresión del libro completo). El pasillo de la izquierda le llamó la atención inmediatamente, así que lo señaló con la cabeza.

—Creo que es por ahí —les dijo a sus compañeros.

Estaban a tres pasos de la puerta cuando la malévola presencia que persistía en las catacumbas del templo se materializó de repente en un nódulo de oscuridad viviente. Se volvieron rápidamente para enfrentarse a la amenaza, observando cómo la mancha se transformaba en la alta silueta de un humanoide y se convertía en algo real y sustancial. En pocos segundos, un demonio alado, demacrado y con la piel llena de escamas, apareció agazapado en el centro de la habitación, flexionando las alas, sonriendo con malicia y mostrando los colmillos. De sus manos provistas de garras colgaba una cadena de hierro candente.

—Estúpido mestizo —siseó, dirigiéndose a Sarth—. Me has dado las llaves de mi libertad debilitando la protección mágica de arriba. ¡Cuando acabe contigo, al fin podré abandonar este lugar! —La criatura se abalanzó sobre él con una ferocidad inusitada.

Geran se interpuso de un salto entre el demonio y su amigo. Lo golpeó con un rayo que surgió de su espada, que le chamuscó la piel del vientre y le dejó una marca negra y humeante. La criatura se volvió hacia él y le lanzó un latigazo con su cadena al rojo vivo, y por un momento, superó a Geran con una ira frenética (trató de hacerlo pedazos con los colmillos y las garras, mientras agitaba las alas e intentaba alcanzarlo con los cuernos; al mismo tiempo, seguía lanzándole golpes con la cadena infernal). Geran paraba los ataques, esquivaba, se los devolvía…, pero no servía de nada. Un poderoso golpe de ala le hizo perder el equilibrio, y el demonio lo pilló desprevenido con una de sus garras: lo alcanzó en el flanco y lo lanzó de cabeza contra el sarcófago más cercano. Sus protecciones mágicas lo salvaron de que lo abriera en canal allí mismo, pero el impacto contra la fría piedra lo dejó inconsciente unos segundos.

—¡Geran! —exclamó Hamil.

El halfling se arrojó a toda velocidad por debajo de las peligrosas garras del monstruo, acuchillándolo y abriéndole tajos en las piernas mientras trataba de mantenerse dentro de su radio de ataque. Geran apenas se dio cuenta. Agitó la cabeza lentamente y se puso a cuatro patas, haciendo una mueca de dolor.

«¡Levántate, Geran!», se dijo a sí mismo. Tomó conciencia de un rayo brillante en la lejanía que rasgó las sombras de las catacumbas, seguido de un trueno que provocó un desprendimiento del techo. Apoyó una mano en el sarcófago que estaba junto a él y se puso de pie, respirando hondo un par de veces para estabilizarse. Notó cómo le corría la sangre por la espalda y salpicaba las viejas piedras del suelo. Cargó contra la criatura, que estaba de espaldas a él, con un chillido desafiante y la golpeó con fuerza entre las alas.

La criatura infernal gritó de dolor y se dio la vuelta para enfrentarse a Geran. Éste salvó su cola flagelante y rechazó un golpe de cadena que iba con la fuerza suficiente como para arrancar trozos de piedra de la pared cuando le pasó por encima de la cabeza. El monstruo se lanzó contra él, furioso, pero en ese momento Sarth, que estaba tirado en el suelo a más de tres metros de distancia, a espaldas de la criatura, se incorporó sobre un hombro y gritó:

¡Raizha ektaimu!

Del cetro surgió un brillante rayo verde que alcanzó al demonio en un costado. Un enorme agujero sanguinolento apareció de repente en la carne de la criatura cuando el conjuro de desintegración le abrió una horrible herida. El monstruo volvió a gritar, tan fuerte que Geran hizo una mueca de dolor y cayó de rodillas por la fuerza del conjuro. En un instante, no quedó nada más que un cadáver medio consumido y humeante, del que salía un extraño vapor verduzco.

—Espero sinceramente que no veamos ninguna otra criatura como ésta aquí dentro —dijo Hamil.

—Lo mismo digo —admitió Sarth—. Ése era mi único conjuro de desintegración.

Geran permaneció con todos los sentidos alerta por si había más de esos demonios en las cercanías. El aura de maldad sobrenatural había disminuido considerablemente, pero no podía estar seguro de que hubiera desaparecido del todo.

—Deberíamos continuar —dijo por fin—. Cuanto antes acabemos el trabajo, mejor.

Avanzó cojeando hacia la arcada que había percibido antes con su hechizo de búsqueda, agarrándose el costado herido con una mano y empuñando la espada con la otra. Sarth y Hamil lo siguieron con las armas preparadas. El pasadizo se prolongaba unos cuantos metros más antes de terminar en una especie de laboratorio de magia. El círculo de invocación del centro de la habitación estaba desactivado, ya que sus protecciones mágicas habían quedado destruidas por los cascotes que habían caído del techo en el pasado. Geran se preguntó si el demonio contra el que acababan de luchar habría estado confinado en su interior hasta que los escombros lo liberaron y pudo vagar por la cámara, o si habría huido al interior de la cámara desde el exterior para esconderse de los elfos cuando retomaron la ciudad. Decidió que eso era ahora irrelevante e inspeccionó la habitación en busca del libro.

Había una estantería polvorienta apoyada contra la pared opuesta.

—¡Ah! —susurró.

Corrió hacia la estantería para examinarla más de cerca. La mayor parte de su contenido se había deshecho hacía tiempo; el suelo estaba lleno de cubiertas podridas y trozos de pergamino amarillento, pero había un libro que parecía estar en mejores condiciones. Lo cogió con cuidado y se lo llevó a una mesa de trabajo cercana.

—¿Es eso, Geran? —preguntó Hamil.

—No estoy seguro —respondió.

Geran sopló suavemente sobre la cubierta y encontró glifos en espruar brillando bajo el polvo: El Libro de Denithys. Justo cuando lo iba a dejar ahí, decepcionado, se dio cuenta de que sólo buscaba una parte, no un libro completo. Lo abrió con cuidado y encontró una hoja de pergamino entre sus páginas que era algo más grande y oscura que el resto del libro. Lo cerró, le dio la vuelta y lo abrió por la parte de atrás. Entonces, las vio; justo delante de sus ojos había unas marcas que coincidían con las que había visto en el resto del Infiernadex hacía pocos meses, en la tumba de la sacerdotisa Terlannis.

—Esperad, sí…, sí. ¡Es éste! ¡Lo tenemos!

Sus compañeros acudieron rápidamente junto a él para examinar el antiguo pergamino.

—¿Eso es todo lo que hay? —dijo Hamil—. No deben de ser más de cinco o seis páginas. ¿Qué busca Esperus en ellas?

—Dejadme una hora para inspeccionarlas y tendré la respuesta —contestó Sarth.

—Sugiero que las inspeccionemos más tarde —dijo Geran—. No quiero permanecer aquí ni un instante más de lo necesario.

El mago de la espada cogió un par de cubiertas de los libros estropeados que quedaban en la estantería, les sacudió el polvo y puso las viejas páginas del Infiernadex en su interior, como protección improvisada. A continuación, metió el manuscrito en su bolsa y avanzó en cabeza hacia el lugar por el que habían venido. Atravesaron nuevamente la sala donde estaban las tumbas de los magos y volvieron a recorrer el pasadizo hacia los cimientos de la torre.

—¿Partiremos mañana? —preguntó Hamil—. ¿O deberíamos esperar un día más para asegurarnos de que tenemos lo que buscábamos?

—Mañana —decidió Geran—. Sarth puede inspeccionar el manuscrito mientras tú y yo recuperamos nuestras monturas y compramos provisiones. Con suerte, estaremos de camino por la tarde.

Geran atenuó la luz de su conjuro de iluminación cuando salieron a los cimientos de la torre. Después, giraron hacia la escalera que volvía a salir al exterior… y se detuvieron de repente.

Varios elfos de la Guardia de la Coronal, ataviados con sus magníficas cotas de malla y sus abrigos, los estaban esperando en la escalera, por encima del nivel de sus cabezas, y los observaban con gesto adusto. Algunos tenían los arcos cargados y listos para disparar a los aventureros. A la cabeza de la patrulla estaba Caellen Disarnnyl, con la espada desenvainada en la mano.

—Estoy muy decepcionado contigo, señor Alderheart —dijo el elfo de la luna con frialdad—. Te advertí claramente de que no debías aventurarte a entrar en nuestras ruinas sin un permiso por escrito. Al parecer mis palabras no han calado en ti más que un día y medio.

¡Ah, maldita sea! —le dijo Hamil a Geran.

El halfling alzó las manos con un gesto apaciguante.

—Creo que ha habido un pequeño malentendido —comenzó—. Creo que, de hecho, tenemos los permisos necesarios. —No era en absoluto cierto, por supuesto, pero Geran pensó que al menos parecía verosímil.

—Me parece poco probable, ya que hablé con el guardián de la ciudad hace menos de dos horas, antes de comenzar a patrullar, y le pregunté expresamente si alguien había solicitado un permiso. —Caellen sonrió con frialdad—. Me dijo que no. ¡Imagina mi sorpresa al recibir informes de que se habían visto luces y se habían oído ruidos extraños en esta zona! Ahora bien, sólo diré esto una vez: arrojad las armas y rendíos, u os mataremos aquí mismo.

Los ojos de Sarth emitieron un destello de ira, pero no se movió. Miró a Geran y dijo en voz baja.

—¿Y bien?

Podríamos salir de ésta luchando —le dijo Hamil a Geran—. Toda la patrulla está en la escalera, así que tendríamos posibilidades de pasar y escapar hacía la ciudad. —Le echó una mirada a Sarth, y Geran supuso que le estaba diciendo lo mismo.

Geran se quedó pensando un instante. Era posible que pudieran hacer lo que Hamil decía sin que los mataran…, pero eso implicaría matar a Caellen y a sus guardias, y después de eso tendrían que cruzar ciento sesenta kilómetros de bosque perseguidos por la ira desatada de Myth Drannor. Incluso así podría haberse arriesgado, pero pensándolo bien, no era capaz de derramar sangre elfa para evitar que lo capturaran. Había una diferencia entre luchar por la propia libertad y simplemente asesinar, y lo sabía.

Tenemos amigos aquí —le dijo a Hamil—; tendremos la oportunidad de rogar clemencia, de apelar a la razón. Pero si matamos a alguien, no habrá ayuda posible para nosotros. ¡Díle a Sarth que se rinda!

Díselo tú —respondió Hamil, pero volvió a mirar a Sarth y se lo dijo.

—¡Rendíos! —dijo Caellen bruscamente—. ¡No lo pediré más!

Geran, moviéndose lentamente, se desabrochó el cinto y dejó caer el arma al suelo. Se apartó de la espada. Detrás de él, Hamil bufó, asqueado, pero comenzó a despojarse de sus dagas, arrojando al suelo varias armas más. Sarth fulminó a Geran con la mirada, pero depositó el cetro sobre las losas del suelo y también se apartó. Caellen hizo señas a sus soldados. Unos cuantos se apresuraron a recoger las armas, mientras que otros se aproximaron para prender a Geran y atarle las manos a la espalda. Hizo una mueca de dolor, pero no se resistió. Hamil y Sarth recibieron idéntico trato.

—Esto no es necesario —refunfuñó Sarth, dirigiéndose a los elfos—. No le hemos hecho daño a ninguno de los vuestros.

—Eso lo decidirá la Coronal —respondió Caellen.

El soldado que había cogido la espada de Geran se dirigió a Caellen en élfico.

—Capitán, échale un vistazo a esto —dijo.

Desenvainó la espada y desenrolló la empuñadura falsa de cuero. El acero élfico brilló con fuerza en la oscuridad de la cámara.

Caellen inspeccionó atentamente la espada unos segundos, y entornó la mirada.

—Conozco esta espada —murmuró.

El capitán se volvió, se acercó a Geran y extendió la mano para arrancarle la capucha de los hombros. Durante un instante se lo quedó mirando atónito, y después su boca se torció en una mueca de desdén.

—Geran Hulmaster. ¡Debería haberlo sabido! La Coronal se mostró indulgente contigo al expulsarte de la ciudad cuando podría haberte mandado ejecutar. ¿Y tú le pagas desafiando su veredicto? ¡Oh, vas a tener que responder de muchas cosas, amigo mío…! Y tus compañeros también.

—Ellos no son culpables de desafiar mi orden de destierro —respondió Geran.

—En este momento no me importa —dijo el capitán. Retrocedió un paso y les hizo un gesto con la cabeza a los guardias—. ¡Lleváoslos!