DOCE

3 de Alturiak, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)

Los soldados de la Guardia del Consejo fueron a por Mirya en mitad de la noche. Despertó de una inquieta duermevela al oír que se rompía la puerta de su casa y los gritos airados de los soldados del harmach, cuyos pesados pasos resonaron en el viejo suelo de madera. Se incorporó, y justo cuando estaba saltando de la cama mientras se planteaba huir por la puerta trasera, la puerta de su habitación se abrió de golpe y varios soldados, con armas en la mano, se abalanzaron sobre ella para detenerla. La arrastraron, tambaleante, hasta la cocina, donde un sargento de la Guardia del Consejo al que no conocía la esperaba junto al fuego.

—¿Quién eres? ¿De qué va todo esto? —consiguió preguntar Mirya.

—¡Cállate! —rugió uno de los soldados que la sujetaba.

El hombre le golpeó la boca con el dorso de su guantelete de malla, pero no lo hizo con todas sus fuerzas, ya que no se le rompió hueso alguno ni le saltó ningún diente; no obstante, fue suficiente como para romperle el labio y que se le doblaran las rodillas. Se sintió mareada y, de no ser porque los soldados la sujetaban, se habría desplomado. Volvieron a ponerla erguida.

—Mirya Erstenwold, tenemos orden de arrestarte —dijo el sargento—. Estás acusada de conspiración, de albergar a espías y de cometer actos de rebelión contra el harmach.

—No… —comenzó a protestar, pero una mirada severa del soldado que la había golpeado la hizo callar de inmediato.

A continuación, los guardias la sacaron por la puerta y la llevaron a una carreta que esperaba fuera; la arrojaron dentro y cerraron la puerta, hecha con barras de hierro, a sus espaldas. En pocos segundos, la carreta traqueteaba y se bamboleaba carretera abajo, en dirección al centro de la ciudad. Mirya se hizo un ovillo dentro del camisón, intentando encontrarle algún sentido a lo que había pasado y adivinar por qué se la llevaban. El aire nocturno era frío y húmedo, y el interior de la carreta olía a rancio. Podía oír el repiqueteo de los cascos de los caballos de tiro sobre los adoquines, las órdenes bruscas del conductor mientras restallaba el látigo, los crujidos y tintineos de las armaduras de los soldados y los saltos de la carreta.

Dio gracias débilmente a los dioses de que Selsha no estuviera en casa. No creía que los soldados se hubieran llevado a una niña que ni siquiera había cumplido los diez años, pero toda aquella escena la habría aterrorizado más allá de las palabras. No tenía ni idea de lo que sería de ella, pero al menos Selsha estaba a salvo con los Tresterfin.

La carreta, finalmente, se detuvo. Otros dos guardias del Consejo abrieron la puerta y la sacaron a rastras. Tuvo tiempo de echar un breve vistazo a los alrededores y reconoció la silueta de los aleros decorados de la Casa del Consejo a la débil luz anaranjada de las farolas. Luego, la llevaron al interior y la condujeron por un tramo de escaleras hasta el cuarto de la guardia, que estaba bajo la sala propiamente dicha. Ya había recorrido antes aquel camino, cuando habían arrestado a Geran por orden de su primo Sergen y lo habían retenido allí. Los guardias la llevaron por delante de varias celdas que ya estaban ocupadas; reconoció a media docena de vecinos, incluido Brun Osting, que estaba tendido en el suelo de la celda, inconsciente. Dudaba de que hubiera venido sin oponer resistencia. La cara del joven cervecero era un amasijo sanguinolento y amoratado, pero dos de sus parientes —por suerte, Halla no era ninguno de ellos— lo estaban atendiendo. «Que Torm nos guarde —pensó—. ¡Los soldados de Marstel han capturado a media resistencia esta noche!»

Llegaron a una celda que estaba vacía y la arrojaron dentro.

—Que disfrutes de tu estancia —rugió uno.

A continuación, la puerta se cerró de golpe, y el pesado cerrojo de hierro se deslizó hacia abajo. Mirya se levantó del suelo de piedra y se arrastró, para acurrucarse en un rincón de la fría habitación. Le dolía la boca en el punto donde la habían golpeado, y se tocó el labio con cuidado. Pensó que sería afortunada si ésa era la única herida que recibía.

Fueron pasando las horas mientras esperaba en la fría celda. A juzgar por los ruidos que resonaban por los pasillos, las mazmorras del Consejo hervían de actividad aquella noche. Se oía el abrir y cerrar de puertas, los guardias iban de un lado a otro caminando pesadamente entre los tintineos de sus cotas de malla y llegaban gritos de protesta o de dolor. Ella se encogía a cada grito, preguntándose a quién habrían cogido y qué le estarían haciendo. Justo cuando empezaba a creer que sencillamente se habían olvidado de ella, el ruido de unas llaves abriendo su puerta la sacó de sus cavilaciones. Entraron un par de guardias del Consejo y, sin decirle una sola palabra, la cogieron simplemente por los brazos y la sacaron por la puerta.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mirya—. ¿Adónde vamos?

Pero sus carceleros no contestaron. La hicieron entrar en un cuartucho sin ventanas, la sentaron en una robusta silla de madera que estaba en el centro, con los brazos a la espalda, y fijaron sus esposas a una anilla que había en el suelo. Después, ambos se quedaron de pie, detrás de ella.

Poco tiempo después, la puerta volvió a abrirse y un oficial de baja estatura y ancho de hombros, con el pelo rubio, perilla y rostro severo, entró en la habitación. Lo reconoció; era Edelmark, el capitán de la Guardia del Consejo. Nunca habían sido presentados, pero lo había visto algunas veces. Un secretario entró detrás de él, tomando asiento en una esquina y sacando una pluma y un trozo de pergamino que puso sobre un pequeño escritorio.

Edelmark la miró en silencio durante un instante, antes de tomar asiento detrás de una mesa de madera y dejar encima el yelmo, que en la parte de la frente tenía fijado un artefacto dorado en forma de ciervo.

—Bueno ¿qué vamos a hacer contigo? —dijo por fin.

Mirya no estaba del todo segura de que se estuviera dirigiendo a ella, pero hizo lo que pudo para devolverle la mirada sin encogerse.

—Supongo que eso depende de lo que creas que he hecho —respondió.

Si Edelmark estaba al tanto de su implicación en la resistencia, entonces tenía motivos de sobra para ejecutarla de inmediato. Ella y su pequeña banda habían realizado varios ataques en las últimas semanas y habían derramado sangre más de una vez. Por otro lado, había una posibilidad de que la hubieran arrestado con el resto basándose sólo en sospechas, y quizá pudiera librarse.

Edelmark la estudió, impasible.

—Creo que eres una de las personas que están detrás de unos cuantos problemillas que hemos tenido en los últimos tiempos, lo cual posiblemente te convierte en una rebelde, una asesina y una traidora. Cualquiera de esas cosas me daría sobrados motivos para colgarte al amanecer. Por otro lado, soy un hombre razonable. Si eres sincera conmigo y sencillamente me explicas qué papel has desempeñado en algunos de esos acontecimientos, instaré al harmach Marstel a que sea indulgente contigo. Tienes una oportunidad para arreglar cualquier error de juicio que hayas cometido últimamente. Con sinceridad, te sugiero que la aproveches.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Mirya. Una pequeña y asustada parte de ella gimoteaba y rogaba que la dejaran pedirle clemencia a Edelmark, esperando salvarse si hacía lo que él pedía. Pero supuso que la definición de clemencia de Edelmark seguramente no pasaba por dejarla ir, no después del papel que había desempeñado en la incipiente resistencia de Hulburg. Y jamás sería capaz de vivir consigo misma si entregaba a alguien a la justicia —bueno, lo que el harmach Marstel llamaba justicia— para salvarse. Simplemente meneó la cabeza.

—Yo no he hecho nada malo —le dijo.

Edelmark se permitió esbozar una sonrisita.

—¿De veras? —dijo—. Hace dos días, alguien le disparó media docena de virotes de ballesta a una patrulla de la Guardia del Consejo en la calle del Valle. Un hombre resultó herido de gravedad, y otros dos recibieron heridas de menor gravedad. Fue una emboscada perfectamente planeada por alguien que conocía bien la zona. ¿Sabes algo acerca de eso?

—No —contestó, haciendo lo posible por mentir permaneciendo imperturbable.

Se había puesto a ello con Brun y Senna hacía diez días; habían dedicado varias jornadas a elegir el lugar adecuado. Era un ataque arriesgado, pero ella quería que los guardias del Consejo se pensaran dos veces adónde ir y en grupos de cuántos.

—Un ataque a los soldados del harmach es una ofensa capital. La única manera de evitar la ejecución por estar involucrada en algo como eso es admitiendo la culpa, dando verdaderas muestras de arrepentimiento y ayudándonos a localizar a todos los que estuvieron involucrados.

Mirya no dijo nada. Edelmark esperó, observándola. Luego, suspiró y siguió hablando.

—Dos guerreros del Anillo de Hierro fueron asesinados en un callejón detrás de la taberna Canto de la Sirena hace tres noches. Se los vio abandonar el lugar en compañía de una mujer de pelo oscuro que, al parecer, les había prometido sus favores.

—¡Está claro que no era yo! —dijo Mirya con brusquedad, y hablaba en serio—. Jamás pondría un pie en ese lugar.

—Por supuesto que no —respondió Edelmark, pero su mirada continuó siendo fría y acerada. Se echó hacia atrás, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Hace poco más de un mes, el ocho de Martillo para ser precisos, una caravana de suministros de la Casa Veruna que se dirigía hacia los campos de las Galena, fue atacada por diez bandidos enmascarados. Mataron a cinco soldados de los Veruna y saquearon las carretas, pero dejaron con vida a los conductores. ¿Sabes quién podría haber estado involucrado en eso?

«¡Mantén la calma, Mirya!», se regañó a sí misma. Se permitió fruncir el entrecejo, en un gesto de desaprobación.

—Hasta ahora has sugerido que podría estar involucrada en prostitución, asesinato y bandidaje —respondió Mirya—. ¿Ha habido algún secuestro o alguna violación últimamente? También podríamos repasarlos.

—Cuida tus modales, señora Erstenwold —respondió Edelmark.

El capitán les hizo un gesto con la cabeza a los soldados que estaban detrás de Mirya. Ésta oyó dos pasos rápidos y el traqueteo de unas cadenas antes de que algo tirase bruscamente hacia arriba de sus brazos —que todavía estaban atados a su espalda— por las esposas que le sujetaban las muñecas. Sintió dos fuertes punzadas de dolor en los hombros, que hicieron brotar un grito de su garganta, y se vio obligada a bajar la cabeza hasta que ésta quedó entre sus rodillas. En ese momento, la presión desapareció, y sus brazos volvieron a bajar hasta su posición natural.

—¿Te gustaría replantearte tu respuesta?

Mirya hizo una mueca de dolor.

—Capitán Edelmark, no tengo ni la más remota idea de quién está detrás de esos ataques.

El capitán permaneció largo rato estudiándola. Mirya pensó que volvería a hacerles una señal a los soldados que estaban tras ella, y tensó los músculos para anticiparse al repentino tirón y al dolor punzante; pero en lugar de eso adoptó una expresión hosca y se echó hacia atrás en la silla.

—¿Has visto a Geran Hulmaster desde su exilio?

Pensó con rapidez: todo el mundo sabía que Geran había atacado el templo del Príncipe Agraviado, y Edelmark debía de estar al corriente de que había cuidado de ella otras veces. Además, si en ese momento mostraba algo de honestidad, podía hacer más creíbles algunas de las cosas que había dicho. Asintió con cautela.

—Sí, lo vi el día antes de que el templo se incendiara.

Edelmark enarcó una ceja.

—Así que confraternizaste con un enemigo declarado del harmach.

—No fue idea mía —respondió Mirya—. Simplemente apareció en mi tienda… No sabría decir cómo. Además, no se quedó mucho tiempo; en media hora ya se había marchado.

—¿Y no informaste de ello a la Guardia del Consejo?

Mirya lo miró con el ceño fruncido.

—Geran nos salvó a mi hija y a mí de la esclavitud a manos de los piratas de la Luna Negra. Todo Hulburg conoce la historia. No, no me pareció adecuado contarle a la Guardia del Consejo que lo había visto.

—¿De qué hablasteis?

—Vino a ver qué tal estaba.

—¿Dijo algo acerca de sus intenciones?

—Culpó a Valdarsel de la muerte del harmach Grigor en Thentia. Supuse que pretendía hacer algo al respecto, pero jamás imaginé que atacaría a los seguidores de Cyric de aquella manera.

—¿Sabes dónde está, o lo que podría estar planeando?

Mirya meneó la cabeza.

—A estas alturas supongo que estará lejos de Hulburg. Respecto a lo que pretende hacer a continuación, no sabría qué decirte.

Edelmark hizo una pausa. Se puso en pie con lentitud, cruzando los brazos por detrás de la espalda, y se alejó un poco. Era evidente que estaba pensando en lo que ella había dicho. Mirya lo observó, preguntándose si simplemente estaba fingiendo pensar con detenimiento o si estaba realmente digiriendo lo poco que le había dicho. Les hizo una seña distraídamente a los guardias, y ella cerró los ojos con fuerza, esperando sentir de nuevo el dolor…, pero esa vez los guardias abrieron las esposas y la liberaron. Mirya frunció el entrecejo y se frotó las maltrechas muñecas.

—Sospecho que no has sido del todo sincera conmigo, señora Erstenwold —dijo el capitán—. Sin embargo, no puedo probarlo fehacientemente… todavía. Puedes marcharte, pero con una advertencia: si ves a Geran Hulmaster de nuevo, o sabes de él, nos lo dirás de inmediato, o te acusaré de conspirar contra el harmach, y eso te llevará a una breve caída y una súbita parada muy pronto. ¿Me comprendes?

—Sí, te comprendo —contestó.

Edelmark posó la mirada sobre los soldados que estaban detrás de ella.

—Mostradle la salida.

Edelmark cogió el yelmo de la mesa y se marchó; el secretario fue tras él después de recoger el pergamino. Los soldados fueron hacia Mirya, la ayudaron a levantarse —esa vez con menos brusquedad— y la sacaron rápidamente de las mazmorras. Antes de darse cuenta, estaba en la entrada principal de la Casa del Consejo, aún en camisón, entrecerrando los ojos a causa del sol. Los guardias volvieron a entrar sin mediar palabra, dejándola allí.

—¿Qué diablos ha sido todo esto? —murmuró en voz alta.

Si los hombres de Marstel tenían suficientes pruebas para arrestarla, también las tendrían para encarcelarla o colgarla. Pero quizá las sospechas de Edelmark tenían tan poco fundamento como afirmaba, y no quería arriesgarse a convertirla en una mártir para el resto de los leales a los Hulmaster. Se estremeció con el frío viento, se ciñó el camisón y volvió caminando a Erstenwold. Lo primero que haría sería vestirse de modo adecuado; afortunadamente guardaba varias mudas en la tienda y no tendría que caminar hasta su casa en calcetines.

Cuando llegó a la tienda, se encontró con que los empleados habían abierto sin ella, pero era un día tranquilo y nadie la necesitaba de manera inmediata. Se quedó tan sólo el tiempo suficiente para enviarles un mensaje a los Therndon diciendo que necesitaba un carpintero para que le echara un vistazo a la puerta, y después volvió a casa.

Tal y como había pensado, la puerta principal estaba completamente rota; los hombres del harmach la habían vuelto a colocar en el marco, pero ya no estaba sujeta. Suspiró y entró en la casa, deteniéndose para evaluar los daños que había sufrido. Como esperaba, la habían registrado violentamente y a fondo. Muchos de sus mejores platos estaban rotos en el suelo de la cocina, los armarios estaban vacíos, las sábanas y las mantas esparcidas por el suelo…

—¡Qué desastre! —murmuró. Si no hubiera estado tan enfadada por el poco sentido que tenía todo aquello, se habría dejado caer en una de las sillas y se habría puesto a llorar.

Miró a su alrededor, intentando decidir cuál era el mejor sitio para empezar, pero un sobre que había encima de la repisa le llamó la atención. Lo cogió, con expresión extrañada. Simplemente estaba dirigido a «Mirya» con una caligrafía elegante y femenina. Dudaba de que alguno de los soldados se hubiera molestado en dejarle una carta; ya le habían dejado un mensaje revolviéndole la casa. Rompió el sello, llena de curiosidad, y sacó una nota muy breve:

Querida Mirya:

Es imperativo que hablemos de inmediato.

S.

—Sennifyr —susurró Mirya.

Frunció el entrecejo, preguntándose qué hacer. En otra época, hubiera contestado a la llamada sin dilación; las iniciadas más jóvenes del Velo Negro debían obedecer. Pero hacía años que había abandonado la hermandad, hasta que los problemas que habían asolado Hulburg en los últimos meses la habían llevado a pedirle consejo nuevamente a la señora Sennifyr. La primera hermana estaba muy bien informada acerca de los acontecimientos que tenían lugar en Hulburg. Todas las devotas de Shar de la ciudad —en su mayoría, mujeres bien situadas para ver y oír muchos de los secretos de la misma— le debían lealtad a Sennifyr, y la informaban de un montón de rumores, cotilleos y observaciones. Mirya ya no era devota de la diosa de los secretos y la tristeza, pero eso no quería decir que Sennifyr no la fuera a ayudar si la acción servía a sus propósitos. Por supuesto, Sennifyr pretendía volver a introducirla en el círculo de la hermandad, así que Mirya tendría que permanecer alerta.

—¿Qué será lo que quiere contarme Sennifyr? —murmuró para sí misma.

Tratando todavía de decidir si contestar o no, suspiró, se echó una cálida capa con capucha sobre los hombros y volvió a salir rápidamente al frío. Tras una caminata de quince minutos, llegó al pie de Griffonwatch para después subir por la calle de la Colina hacia las casas de los ricos, que salpicaban las colinas más altas de la zona este. Las casas eran antiguas y espléndidas, con caminos vallados y jardines bien cuidados, aunque ahora tuvieran un color pardusco y estuvieran desnudos a causa del invierno.

Halló la casa que estaba buscando, una bonita mansión que se encontraba entre cedros movidos por el viento. Antes de que pudiera pensárselo mejor, cruzó la puerta de hierro forjado, ascendió por la escalera hasta la puerta y tiró con decisión de la cadena que colgaba de la campanilla, cuyo repique se oyó en el interior. Pasaron unos instantes y percibió unos pasos ligeros que se aproximaban. Una mujer joven, de cabello largo y negro, abrió la puerta. Era la misma sirvienta que la había recibido la última vez que había visitado a Sennifyr.

—La señora te está esperando —dijo—. Por favor, acompáñame.

Mirya siguió a la joven hasta el salón de la mansión, donde encontró a Sennifyr leyendo un libro junto a la chimenea. Era una mujer de cuarenta y cinco años, pero su rostro estaba imbuido de una serenidad casi de edad indefinida, y las canas no habían hecho acto de presencia en su cabello castaño claro, que llevaba recogido elegantemente. Sennifyr sonrió, dejó el libro a un lado y se puso de pie con suavidad.

—¡Ah, Mirya, qué bien que hayas venido! Tenía miedo de que no hubieras visto la nota que Lana te dejó entre el terrible desorden que encontró en tu casa. Dime, ¿estás bien?

—Bastante bien, sí —respondió Mirya.

Sennifyr le hizo un gesto para que se sentara en el otro sillón que había junto al fuego, cosa que hizo, mientras la joven —Lana, o eso suponía Mirya— se adelantaba para coger su capa.

Sennifyr volvió a su sillón, pero se inclinó hacia delante, observando atentamente a Mirya.

—¡Oh, por la Señora! —dijo la noble, alzando la mano hacia su boca—. ¡Mirya, tu rostro! ¡Te han llenado de moretones! —Emitió varios ruiditos de desaprobación, acariciándole suavemente la mejilla.

Mirya se esforzó por no apartarse; no estaba dispuesta a permitir que Sennifyr viera algo que pudiera interpretar como miedo o debilidad por su parte.

—¡Debería curártelo!

—No está tan mal como parece —respondió Mirya—. Con unas cuantas horas de sueño estaré como nueva.

—Debes haberte asustado mucho, querida. Cuéntame lo que pasó.

Sennifyr le hizo un gesto de asentimiento a Lana; la joven acercó una mesita con el té y comenzó a colocar las tazas y los platitos.

Mirya sospechaba que Sennifyr ya sabía lo que había pasado, pero aun así contestó.

—La Guardia del Consejo irrumpió en mi casa y me sacó a rastras en medio de la noche —dijo—. Me he pasado el resto de la noche y la mayor parte de la mañana en las mazmorras de la sala del Consejo. Edelmark me ha interrogado acerca de los ataques recientes de los leales, pero ha decidido que no tenía pruebas suficientes para mantenerme retenida y me ha dejado libre.

—¿De veras…? —dijo la noble en voz baja—. Eso parece… bastante generoso por su parte.

—A mí también me ha sorprendido —dijo Mirya.

Sennifyr simplemente la estudió sin decir nada. El gesto de Mirya expresaba preocupación mientras se preguntaba qué era lo que Sennifyr pensaba que se había perdido. En su mente comenzó a tomar forma una fea sospecha.

—¿Crees que tenía alguna otra razón para dejarme marchar?

Sennifyr sonrió débilmente.

—Mirya, si yo quisiera averiguar quién es leal y quién no, seguramente pensaría en dejar libres al menos a unos cuantos y los vigilaría para ver con quién hablan después de liberarlos. Imagino que resultaría bastante instructivo.

—No debería haber venido —murmuró—. Ahora tú también estarás bajo sospecha.

La mujer rió suavemente.

—¡Oh!, creo que estoy bastante segura. Al revés que tú, yo no tengo actividades sospechosas de las que responder ni ninguna relación especial con la Casa Hulmaster. Tú eres mi único coqueteo con la sedición y, por supuesto, tendré buen cuidado de comportarme como es debido. Pero tú, en cambio, estás siendo vigilada muy de cerca. Debes tener mucho cuidado de no levantar las sospechas de nadie que esté involucrado en esta demostración de resistencia al reinado de Marstel.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Mirya.

Sennifyr se encogió de hombros.

—Una de nuestras hermanas es la amante de un oficial de alto rango en la Guardia del Consejo. Se entera de muchas de las cosas que Edelmark comparte con sus lugartenientes. Pero, incluso sin sus informes, yo hubiera sospechado de tu puesta en libertad. Por eso debes tener especial cuidado con los amigos que estén involucrados en… actividades desleales. También ellos se preguntaran por qué te liberaron, y podrían llegar a sus propias conclusiones.

—¡Qué estúpida soy! —gruñó Mirya.

Estaba claro que Edelmark no la iba a dejar en libertad sólo porque le faltaran pruebas que la incriminaran. Eso no lo había detenido durante meses; una sospecha era todo lo que necesitaba el capitán de la Guardia del Consejo para arrastrar a alguien hasta los calabozos y dejarlo allí indefinidamente.

—Sólo me preocupo por tus intereses, Mirya. No iba a dejar que una hermana, ni siquiera una que se ha apartado del camino durante un tiempo, caiga sin darse cuenta en la pequeña trampa de Edelmark.

Mirya dudaba mucho de que ésa fuera la única preocupación de Sennifyr, pero cualquiera que fuese la motivación de la noble, seguramente la había salvado de cometer un error muy peligroso.

—Te lo agradezco, señora Sennifyr.

Sennifyr inclinó la cabeza y volvió a recostarse en el sillón.

—¿Has tenido noticias de Geran Hulmaster? Confieso que siento curiosidad acerca de lo que hará después de ese terrible asunto del templo de Cyric.

Mirya comenzó a verlo todo claro. Sennifyr no le había ofrecido su ayuda de modo altruista; sabía muy bien que no tenía corazón. La primera hermana esperaba que Mirya supiera algo más de lo que ella sabía acerca de los planes de los Hulmaster.

—Me temo que no —respondió—. Hablamos brevemente antes de que él y Sarth atacaran el templo. Geran no se ha dado por vencido en su lucha por Hulburg y pretende desafiar a Marstel dentro de poco. Pero no tengo ni idea de dónde está ahora.

La mujer la estudió en silencio. A continuación, preguntó, cautelosa:

—¿Te gustaría tener noticias suyas? Podría realizar una adivinación para ti, si lo deseas. Mis propias visiones son confusas, pero tú estás mucho más cerca de Geran Hulmaster; creo que los resultados serían bastante mejores en tu caso.

Mirya dudó, sopesando la decisión. Temía aceptar más ayuda de Sennifyr, pero por otro lado se dio cuenta de que estaba ansiosa por saber si Geran había escapado de Hulburg o no. Marstel habría hecho correr la noticia a los cuatro vientos si sus soldados hubieran capturado o hubieran matado a Geran, pero era posible que éste estuviera escondido y no pudiera abandonar la ciudad ahora que las fuerzas del harmach estaban capturando a todos los que le eran leales. Quizá necesitara algún tipo de ayuda…

—Está bien —dijo por fin—. Estoy dispuesta.

Sennifyr asintió. Se volvió hacia la mesita, sirvió una taza de té y se sacó un pequeño vial de la manga; entonces, añadió al té un par de gotas del oscuro líquido que contenía. Murmuró las palabras de un conjuro y removió el té con cuidado. Mirya notó cómo algo tomaba forma en la habitación oscurecida, como si las sombras se estiraran, o simplemente la luz estuviera disminuyendo. Después, la mujer alzó la taza y se la ofreció a Mirya.

—Toma, bébete esto. Serás capaz de ver durante un corto período de tiempo.

Mirya cogió la taza y bebió a grandes sorbos el dulce té negro. Tenía un ligero sabor aceitoso y parecía habérsele pegado a los dientes y la lengua. Los vapores le llenaron la nariz y se sintió algo aturdida.

—Bien —dijo suavemente Sennifyr—. Ahora cierra los ojos, querida, y piensa en tu guapo lord. Concéntrate en el rostro de Geran, en el interior de tu mente, en el sonido de su voz, en el color de sus ojos, en la forma de su boca.

Hizo lo que Sennifyr le decía, recuperando de entre sus recuerdos el rostro de Geran. Se lo imaginó de pie frente al mostrador de Erstenwold en una tarde soleada, con una leve sonrisa bailando en las comisuras de su boca mientras escuchaba cómo ella le contaba alguna de las travesuras de Selsha. Era un recuerdo de varias semanas antes de descubrir los planes de su primo, unos breves días de despreocupación veraniega, cuando parecía que lo único que iba mal en Hulburg ya estaba arreglado. Entonces, sintió cómo el poder de la magia de Sennifyr comenzaba a hacer efecto; el recuerdo sencillamente se desvaneció en la oscuridad, y ella intentó seguirlo a tientas. En su lugar, encontró una confusa maraña de imágenes de Geran correspondientes a múltiples instantes, que apenas duraban un suspiro antes de volver a desvanecerse para dar paso a la siguiente. Meneó la cabeza y trató de fijar las visiones parpadeantes en su mente.

Geran estaba haciendo el amor con una mujer de cabellos dorados; vio sus cuerpos entrelazados a la luz de las velas en una habitación oscura.

Mirya, aturdida, sólo pudo mirar; en un momento en que él cambió de postura y retrocedió un instante, vio a Nimessa Sokol con los ojos entrecerrados. De algún modo, Mirya supo que estaba viendo algo que había ocurrido no hacía mucho… Supuso que se debía a la magia de la adivinación. «¿Se ha acostado con Nimessa? —pensó débilmente—. ¿Cómo ha podido?» Notó como empezaba a invadirla un dolor en el pecho que le resultaba familiar, y apretó los brazos contra el cuerpo. Se obligó a apartar la vista, horrorizada al haberse encontrado con un momento tan íntimo, y la visión desapareció de su mente. A continuación, vislumbró una imagen de Geran vestido con los colores de un soldado de Sokol, trotando a lomos de un caballo mientras cabalgaba junto a una caravana que abandonaba Hulburg por el camino de la costa. Dos guardias grises observaban impasibles mientras él pasaba por delante; ni se movieron.

—Consiguió huir de Hulburg —murmuró.

Sennifyr no respondió.

Ahora veía a Geran de pie, con una capa hecha jirones ondeando al viento, junto a la barandilla de una carabela mercantil que subía y bajaba sobre las olas de un mar plomizo, mientras la espuma del mar los rociaba cada vez que la proa descendía. En esa ocasión tuvo la certeza de que estaba viendo algo que ocurría al mismo tiempo que lo veía.

—Está en el mar —dijo—, pero no sé hacia dónde se dirige.

El puerto de Hulburg todavía tenía hielo, así que debía estar yendo hacia otra ciudad del Mar de la Luna. Una costa gris se elevaba entre la niebla y la lluvia más adelante, pero antes de que pudiera distinguir nada más, la visión se desvaneció y fue sustituida por otra.

Entonces vio a Geran luchando en algún lugar extraño y sombrío, una gran sala de piedra donde lo acosaba una marea de guerreros fantasmagóricos que surgían de la oscuridad. Blandía una espada negra en una mano, y su boca pronunciaba en silencio las palabras de un conjuro.

—Ahora está luchando en un lugar oscuro —dijo.

Mirya extendió las manos hacia él, percibiendo el peligro en el que estaba, pero entonces se dio cuenta de que lo que estaba viendo aún no había ocurrido. La imagen comenzó a parpadear, y ella lo llamó, esperando ver un poco más.

—¡Geran, espera!

—No puede oírte, querida —dijo Sennifyr.

Mirya parpadeó, dándose cuenta de que las visiones habían terminado. Se puso de pie rápidamente, tratando aún de encontrarle algún sentido a lo que acababa de ver. Geran estaba a salvo, por ahora, pero pronto lo acecharía un terrible peligro… Sin embargo, la visión que no podía quitarse de la cabeza era la de Geran entre los brazos de Nimessa. Se dijo que no era asunto suyo. ¿Por qué debía importarle? No tenía ningún derecho sobre él, ni él sobre ella. Pero si eso era cierto, entonces, ¿por qué le dolía el corazón como si le hubieran clavado un cuchillo? «Mirya, niña estúpida —se dijo—, has vuelto a enamorarte de él, y ésa es la razón por la que tu corazón se está rompiendo. ¡Estúpida, estúpida!»

Sennifyr la observó atentamente.

—Mirya, querida, ¿qué ocurre? ¿Algo va mal?

—Te…, tengo que irme —respondió Mirya, que cogió la capa del perchero donde la había colgado Lana y salió corriendo de la mansión hacia el aire frío y límpido del exterior.