UNO

3 de Martillo, Año del Flujo de las Aguas Profundas (1480 CV)

Las luces de Thentia brillaron con luz trémula a los pies de Geran al llegar el anochecer, mientras él descendía desde los solitarios páramos a las pobladas tierras que rodeaban el viejo puerto. Cabalgó a través de campos cubiertos de nieve, de empinados pastizales rodeados de muros de piedra ruinosos, de huertos negros de los que sobresalían ramas desnudas que apuntaban a un cielo cada vez más oscuro. El valle de Thentia era más ancho y más agradable que el de Hulburg, y el cinturón de granjas que lo circundaban se extendía muchos kilómetros a la redonda desde la muralla de la ciudad. Llegó a un sendero para carros que se alejaba de la ciudad hacia el norte y guió a su fatigada montura hacia el camino lleno de barro.

Las casas y los graneros de Thentia no le parecieron muy diferentes de los de Hulburg. Ambas ciudades mantenían una especie de rivalidad mercantil, ya que producían bienes similares y tenían más o menos las mismas necesidades, pero sus gentes provenían de la misma casta: los resistentes colonos del Mar de la Luna, que habían domado aquella tierra fría e implacable en los días del antiguo Thentur. Muchos hulburgueses tenían parientes en Thentia; cuando era un muchacho, Geran siempre había visto a Thentia como la «gran ciudad» y había buscado cualquier excusa para visitarla. Conocía aquel lugar casi tan bien como Hulburg o Myth Drannor.

Después de haber recorrido otro kilómetro más, llegó a lo alto de una pequeña elevación y comenzó a descender en dirección a una vieja mansión que había en una hondonada, muy por debajo del nivel de las laderas cubiertas de niebla que rodeaban la ciudad. «Mi hogar, teniendo en cuenta los tiempos que corren», se dijo. Espoleó el cansado caballo y aceleró el paso, ansioso por refugiarse del frío.

La mansión, a la que conocían con el nombre de Lasparhall, no era exactamente un palacio ni un castillo. Era una casa grande, con gruesos muros de piedra, puertas resistentes y almenas en los tejados, que se erguía en un solitario valle justo por debajo de los promontorios de los Altos Páramos, a poco más de seis kilómetros de las murallas de Thentia. En las estaciones más cálidas, las ovejas pastaban en las ventosas y verdes laderas de las colinas que se elevaban tras la vieja propiedad, pero en los oscuros meses de invierno, los rebaños de la mansión permanecían en pastos vallados y establos bajos de piedra que se encontraban en la parte de atrás de la casa. La propiedad había llegado a la familia de Geran como dote cuando su abuelo Lendon Hulmaster se casó con Artissta, que era prima del príncipe que gobernaba Thentia. En las décadas que siguieron a la muerte de los abuelos de Geran, los Hulmaster habían dejado el lugar a cargo de los caseros durante la mayor parte del tiempo, visitándolo cada uno o dos veranos, según se les antojara. Cuando era un niño, Geran se había pasado muchas horas explorando los amplios pastos verdes y los salvajes páramos que se extendían más allá de un fino cerco de huertos de manzanos, o jugando al escondite con los hijos de los sirvientes por los largos pasillos, iluminados por los finos rayos del sol y llenos del inconfundible aroma de las vigas de madera de laspar, de un color marrón dorado, que le daban a la casa su nombre. No era ni mucho menos una propiedad acaudalada (las escasas rentas que pagaban los pastores y los horticultores apenas subvenían al mantenimiento de la casa), pero igualmente era un hogar confortable en el exilio para la familia Hulmaster y para aquellos sirvientes lo bastante leales como para haberlos seguido hasta Thentia.

«¿Cuánto tiempo ha de pasar hasta que una casa en el exilio se convierta en tu hogar?», se preguntaba Geran con hastío. Tres meses antes, el usurpador Maroth Marstel y Rhovann, viejo rival de Geran, habían expulsado al harmach Grigor y al resto de la familia Hulmaster del castillo de Griffonwatch. El otoño había dado paso al invierno, y seguían sin estar cerca de poder recuperar su hogar. El mago de la espada suspiró mientras estudiaba la vieja casa: era un buen lugar, en cierto modo, pero estaba muy lejos de los grandes salones y las altas torres de Griffonwatch. Cada día que Marstel seguía en el poder, los límites de Lasparhall le resultaban a Geran más familiares y aceptables…, y también más parecidos a una jaula.

Entró al trote en el patio frontal de la mansión, desmontó y condujo el caballo al establo, que estaba allí cerca. Después de dejar el animal al cuidado de uno de los mozos de cuadra, se puso las alforjas al hombro y se dirigió a la puerta de la mansión. Un par de miembros de la Guardia del Escudo, con las sobrevestes azules y blancas del harmach, estaban haciendo guardia dentro, demostrándoles a los visitantes que los Hulmaster, aun en el exilio, contaban con una pequeña compañía de hombres leales y que eran lo bastante importantes como para tener enemigos a los que temer.

—Bienvenido a casa, lord Geran —dijo el sargento que estaba junto a la puerta.

—¿A casa, Noram? —Geran emitió un bufido y meneó la cabeza—. Apenas es mi casa. Aun así, me alegro de haber vuelto.

El sargento Noram enrojeció de vergüenza. Era un joven soldado, recién ascendido tras las graves pérdidas en el enfrentamiento contra la horda de los Cráneos Sangrientos hacía nueve meses.

—Te ruego que me perdones, mi señor. No pretendía ofenderte —tartamudeó.

Geran hizo una mueca. No había sido su intención ser brusco con el muchacho. Se detuvo en el umbral y dijo:

—No ha sido por nada que hayas dicho, sargento. Acepta mis disculpas; ha sido un día muy largo.

Noram sonrió, al hacerlo, y se relajó un poquito.

—Nos ocuparemos de tus alforjas, lord Geran —dijo—. Creo que el harmach y el resto de la familia están cenando, por si quieres unirte a ellos.

—Te lo agradezco —dijo Geran.

El mago de la espada dejó que el sargento cogiera las pesadas alforjas que llevaba al hombro y se quitó la capa mojada. Su ropa no era muy apropiada para cenar a la mesa del harmach, pero estaba deseoso de tomar una comida caliente y se imaginó que su tío le perdonaría la informalidad. Intentó aliviar la rigidez del cuello, cruzó el salón frontal de la mansión hacia la puerta que quedaba bajo la amplia escalinata y se dirigió a las cocinas. Lasparhall tenía una buena sala de banquetes que resultaba más vistosa, pero era demasiado grande para un grupo de menos de veinte o treinta personas; el harmach prefería el pequeño comedor que había en la parte trasera de la casa. Pasó junto a varios de los sirvientes, gente de Griffonwatch que había seguido a los Hulmaster al exilio, y los saludó mientras avanzaba. A continuación, llegó a la puerta del comedor y la atravesó.

El harmach Grigor, su tío, presidía la mesa, y frente a él había medio pollo asado que no había tocado. A la derecha estaba la hermana de Grigor, Terena, la tía de Geran, y junto a ella, Kara, su prima, que lucía un sencillo vestido de lana verde en vez de la armadura que solía llevar durante el día como capitana de la Guardia del Escudo de los Hulmaster. Al otro lado de la mesa estaban Erna y los jóvenes Natali y Kirr, la viuda y los hijos de Isolmar, el hijo de Grigor, que había muerto hacía casi cinco años. Antes de que Geran pudiera siquiera abrir la boca para saludar a su familia, Natali y Kirr se levantaron de forma apresurada de la silla y rodearon la mesa rápidamente para abrazarlo.

—¡Geran ha vuelto! ¡Mirad, Geran ha vuelto! —exclamaron los Hulmaster más jóvenes—. ¿Qué ha sucedido, Geran? ¿Marstel sigue atribuyéndose el título de harmach? ¿Te ha reconocido alguien? ¿Has visto a Mirya y a Selsha? ¿Podemos volver ya a Griffonwatch?

—¡Uno a uno, por favor! ¿Y quién ha dicho nada sobre Hulburg? —protestó el interpelado.

Geran había hecho todo lo posible por mantener en secreto sus viajes, ya que no quería que los niños se preocuparan por él mientras estaba ausente, pero al parecer lo habían descubierto, de todos modos. Se inclinó para abrazar a sus jóvenes primos. A lo largo de sus cortas vidas, Natali y Kirr habían oído muchas historias acerca del Hulmaster que se había marchado para ver mundo, e incluso después de varios meses viviendo bajo el mismo techo que él, todavía lo observaban maravillados. Natali era la mayor, una muchacha de diez años, inteligente, de ojos oscuros y mirada reflexiva. Kirr tenía el pelo rojizo dorado de su madre, y era inquieto e inagotable, lo cual era suficiente para sacar de quicio y molestar a la mitad de los adultos de la mansión, tanto daba que fueran Huknaster, miembros de la Guardia o sirvientes. «Lo único bueno acerca de la suerte que ha corrido la familia en los últimos meses —reflexionó Geran— es que finalmente he conocido a los hijos de Isolmar».

—¡Geran, muchacho!, ¡qué alegría volver a verte! —dijo el harmach Grigor, que señaló hacia el extremo opuesto de la mesa—. Por favor, siéntate y come algo. Es seguro que hoy has cabalgado largo rato.

—Calculo que casi cincuenta kilómetros. Acabo de llegar.

Geran le sonrió a su tío con expresión cansada, pero se sorprendió al ver el aspecto pálido y demacrado que tenía el anciano. En los diez días que Geran había tardado en ir a Hulburg y volver, de algún modo había olvidado lo cansado que estaba su tío. La derrota a manos de Marstel y la posterior huida al exilio se habían cobrado un alto precio con el harmach; Grigor tenía más de setenta y cinco años, y para empezar nunca había gozado de muy buena salud. El mago de la espada se liberó de sus jóvenes primos y se acercó para estrecharle el brazo a su tío a modo de saludo. El apretón del harmach fue sorprendentemente débil.

—¿Y bien? —dijo la tía de Geran.

Terena era la hermana más joven de Grigor, y la madre de Kara, una mujer que aguantaba bien el paso de los años. Tenía unos modales amables y suaves, pero en su voz dejaba entrever una indudable firmeza. Gran parte de la tozudez de Kara era herencia materna.

—Ya que el secreto de tu viaje se ha desvelado, ¿qué noticias traes de Hulburg?

—Las cosas no han cambiado demasiado. Siento decir que Marstel todavía se mantiene en Griffonwatch, y la Guardia del Consejo domina la ciudad a la fuerza.

Geran dio la vuelta a la mesa para besar a su tía Terena en la mejilla, le puso la mano en el hombro a Kara y después se sentó en el siguiente sitio, que estaba libre. Los sirvientes de la cocina le pusieron rápidamente un plato de pollo asado, además de una copa de vino tibio con especias, antes de volver a retirarse de la estancia. Entre bocado y bocado, les relató una versión cuidadosamente retocada de su viaje a Hulburg y sus andanzas por la campiña, omitiendo la mayor parte de los nombres. Desde que su traicionero primo Sergen había muerto, no había ningún otro Hulmaster en el que no confiara, pero los niños eran pequeños y podría escapárseles algo en el lugar menos apropiado. Si a Rhovann le llegaban noticias de que había recibido ayuda de los Sokol o de que había hablado con Mirya, o con los Tresterfin o algún otro de sus antiguos partidarios, sus vidas podrían correr peligro. Pero se aseguró de exagerar todas las dificultades y momentos de peligro a los que se había enfrentado por el bien de Natali y Kirr, para que aquellos diez días tan monótonos y tediosos se convirtieran en una danza con la muerte que pusiera los pelos de punta a la hora de volver a relatarlos.

Cuando hubo terminado, los dos jóvenes Hulmaster tenían los ojos como platos. Erna frunció el ceño y miró a Geran con expresión severa, ya que era consciente de que había exagerado la verdad más de una vez.

—Se pasarán media noche despiertos pensando en esa historia —dijo—. ¡Deberías estar avergonzado, Geran!

—Es todo cierto, hasta la última palabra —contestó él—. Además, Hamil no está aquí para contarles un cuento antes de dormir. He hecho lo que he podido para sustituirlo.

Los jóvenes Hulmaster le tenían mucho afecto a Hamil Alderheart, su viejo compañero de aventuras. Éste se había vuelto en barco a Tantras hacía un mes para supervisar el negocio de la Vela Roja, su compañía mercante.

—Claro, hasta la última palabra —masculló Erna—. Vamos, Natali, Kirr. Id a estudiar vuestras lecciones y después a la cama. ¡Y no quiero oír ni una palabra de protesta!

Erna cogió a sus hijos y los sacó de la habitación. Terena se excusó y la siguió para echarle una mano con los niños, de modo que Kara y el harmach Grigor se quedaron solos con Geran.

Kara miró a Geran y enarcó una ceja.

—Me conocen como una de las mejores rastreadoras al norte del Mar de la Luna y debo decir que jamás me he encontrado con ningún gigante de hielo ladrón ni con un duendecillo bandido rondando por los caminos que hay entre este lugar y Hulburg. —Lo miraba divertida con sus brillantes ojos azules, que habían sido alcanzados años atrás por el fuego azul celeste de la Plaga de los Conjuros—. Natali no se creyó ni una palabra, ¿sabes?

—Lo sé —contestó Geran—. Sencillamente no quería hablar demasiado acerca de lo que hacía en realidad en Hulburg. Las palabras imprudentes pueden resultar peligrosas.

Se quedaron callados unos instantes, escuchando los ruidos cada vez más apagados de los niños mientras se iban a sus habitaciones. El harmach Grigor sonrió con tristeza, y después volvió a dirigir su atención hacia sus sobrinos.

—Hablando de peligro, te precipitaste al volver a Hulburg, Geran —dijo—. Tenemos otras fuentes de información. No merece la pena que arriesgues tu vida.

Geran meneó la cabeza.

—No estoy de acuerdo. Hay una diferencia entre leer acerca de lo que ocurre en la ciudad y verlo con tus propios ojos. Además, si queremos tener alguna oportunidad de organizar una resistencia al gobierno de Marstel, debemos contar con la confianza y el respeto del Hulburg leal. Vamos a pedirle a la gente que ponga en peligro su vida por nosotros. Deben ver que no los hemos abandonado.

—Geran tiene razón, tío —dijo Kara con firmeza—. Incluso los corazones más leales pueden perder la esperanza si creen que no pretendemos volver.

Debido al azul celeste de sus ojos y a la conocida cicatriz que le habían dejado los conjuros, a Kara no le resultaba tan fácil como a Geran disfrazarse. Él sabía que le estaba resultando difícil dejar en sus manos el espionaje más peligroso, pero para ella hubiera sido el doble de arriesgado introducirse en Hulburg en ese momento. Ella lo miró.

—¿Así que cómo van las cosas en Hulburg en este momento? —preguntó.

—Los que nos apoyaron lo están pasando mal —admitió—. Marstel…, bueno, supongo que Rhovann, no me imagino a Marstel urdiendo semejante plan…, en fin, está cargando de impuestos a los terratenientes y los comerciantes de siempre, llevándolos a la miseria. Después está concediéndoles como premio las propiedades conquistadas a las bandas de extranjeros, para granjearse su apoyo. Yarthin, Errolsk, Baudemar…, todos han quebrado.

—¿Y los Puños Cenicientos siguen comprados?

Geran asintió.

—Por ahora, sí. Su sacerdote, Valdarsel, tiene un lugar en el Consejo del Harmach como supuesto alto prelado de la ciudad. Las cosas podrían cambiar en unos meses, cuando los recaudadores de impuestos de Marstel se queden sin gente a la que robar y no tengan más oro o tierras que darles a los Puños Cenicientos, pero ese día aún no ha llegado.

—¿A quién has visto? —preguntó Grigor.

—A Mirya, por supuesto. También a Sarth, Burkel Tresterfin, Theron Nimstar, a los Osting y a alguno más. Es muy probable que Nimessa Sokol sepa que me colé en Hulburg como parte de una caravana Sokol, pero no he hablado con ella ni con su gente.

—¿Cuántos de la Hermandad de la Lanza estarían dispuestos a luchar por nuestra causa? —preguntó Kara.

—Si Tresterfin, Nimstar y los Osting están en lo cierto, un par de compañías. Diría que unos cien en total. Creo que se unirían algunos más una vez que la batalla hubiera empezado en serio. Hay pocos que estén dispuestos a ser los primeros en oponerse frontalmente, pero si alguien lo hiciera, más lo seguirían.

—No —dijo el harmach Grigor—. Aún no. Animar a los que nos son leales sólo provocaría represalias contra las que no podemos protegerlos. Si no podemos protegerlos, entonces debemos asegurarnos de que no sufren por nuestra causa.

—Aguardamos día tras día, los que nos son leales se debilitan y Rhovann se fortalece —respondió Kara—. Si esperamos demasiado, perderemos nuestra oportunidad.

—Lo entiendo, Kara. Pero aún no ha llegado el momento. Por ahora es mejor no hacer nada en absoluto y dejar que Marstel controle la ciudad a su antojo que provocarles más sufrimientos a los nuestros. —Grigor se levantó con un gruñido y se dirigió a la puerta—. Creo que me retiraré a descansar.

Geran frunció el ceño, reticente a dejar el tema sin zanjar. A pesar de lo duro que había sido viajar todo el día con aquel tiempo tan frío, todavía no estaba dispuesto a irse a la cama. Aun así, realmente necesitaba cambiarse de ropa, y un baño caliente no le vendría mal. Los tres Hulmaster se dieron las buenas noches y se separaron. Kara fue a hacer las rondas por la mansión y los terrenos, para echarles un ojo a los guardias, y Geran y Grigor se dirigieron al ala de la mansión donde tenían sus aposentos. Subieron hasta el segundo piso, Grigor iba despacio y con cuidado, mientras Geran intentaba mantenerse cerca sin llegar a obstruirle el paso.

Grigor hizo una pausa para recuperar el aliento en lo alto de la escalera.

—Los inviernos son más duros cada año —dijo, apoyándose pesadamente en el bastón—. Parece que el frío nunca me deja. En fin, es el precio por haber visto tantos. Es estupendo que hayas vuelto de una pieza, Geran. Nos preocupamos por ti cuando no estás.

—Trato de ser cuidadoso.

Geran dudó, sopesando si debía seguir con el tema de pasar a la acción de manera más directa contra Marstel. Finalmente decidió intentarlo una vez más.

—Acerca de Marstel…, creo que podemos hacer más de lo que imaginas, tío. En diez días, Kara y yo podríamos reunir un centenar de jinetes para hostigar los puestos fronterizos y las fronteras de Marstel. No será mucho, pero les mostraría tanto a amigos como a enemigos que todavía no nos han derrotado. Aunque fuera una muestra de resistencia, podría ser suficiente…

—¡Todavía no! —dijo el harmach con brusquedad, y posó con fijeza sus ojos claros y acuosos sobre el joven Hulmaster—. Ya he hablado acerca de esto, Geran. No tiene sentido derramar más sangre si todavía no disponemos de la fuerza necesaria para ganar.

Geran se quedó callado, sosteniéndole la mirada a su tío durante un largo instante antes de asentir con reticencia.

—Entendido, tío. No habrá lucha por ahora.

—Bien —dijo Grigor, que volvió a sonreír y se dirigió a sus aposentos—. Buenas noches, Geran. Hablaremos mañana.

—Buenas noches, tío Grigor —contestó.

Geran vio como su tío se alejaba cojeando, apoyándose en el bastón, y a continuación, se encaminó hacia sus propios aposentos.