Prólogo a la segunda edición

CUANDO ESTE LIBRO salió a la luz por primera vez provocó vivas controversias. Las ideas vigentes, un poco desconcertadas, se resistieron al principio con tanta energía que, durante algún tiempo, casi nos fue imposible hacernos oír. Acerca de los temas que nos habíamos expresado con toda claridad se nos adjudicaron gratuitamente opiniones que nada tenían en común con las nuestras, y se creyó que refutándolas se nos rebatía a nosotros. Cuando dijimos en repetidas ocasiones que para nosotros la conciencia, tanto individual como social, no era nada sustancial, sino sólo un conjunto más o menos sistematizado de fenómenos sui generis, se nos tachó de realistas y ontologistas. Cuando dijimos expresamente y repetimos de mil maneras distintas que la vida social estaba hecha en su totalidad de representaciones, se nos acusó de eliminar el elemento mental de la sociología. Se llegó incluso a revivir contra nosotros procedimientos de discusión que se creían definitivamente desaparecidos. En efecto, se nos imputaron opiniones que nosotros no habíamos mantenido, con el pretexto de que «concordaban bien con nuestros principios». La experiencia, sin embargo, ya había mostrado todos los peligros que entraña este método, el cual, al permitir que se construyan arbitrariamente los sistemas de discusión, permite también que se les derrote sin ningún esfuerzo.

No creemos equivocarnos si decimos que, después, la oposición se fue debilitando poco a poco. No hay duda de que todavía se nos impugna más de una proposición, pero no podríamos asombrarnos ni quejarnos de esas saludables desavenencias. Ciertamente, está muy claro que nuestras fórmulas habrán de reformarse en el futuro. Resumen de una práctica personal y forzosamente limitada, tendrán que evolucionar por necesidad a medida que ampliemos y profundicemos nuestra experiencia de la realidad social. Además, en lo tocante a la cuestión de los métodos, nunca pueden hacerse más que a modo provisional, pues los métodos cambian a medida que avanza la ciencia. Sin embargo, en los últimos años y a pesar de todos los antagonismos, la causa de la sociología objetiva, específica y metódica ha ido ganando terreno sin cesar. A ello ha contribuido mucho con toda seguridad la fundación del Année sociologique. Por abarcar al mismo tiempo todo lo que pertenece al dominio de la ciencia, el Année ha logrado, mejor que ninguna obra especializada, comunicar el sentimiento de lo que la sociología debe y puede llegar a ser. Así hemos podido darnos cuenta de que no estaba condenada a seguir siendo una rama de la filosofía general, y que, por otra parte, podía entrar en contacto con los detalles de los hechos sin degenerar en mera erudición.

Nunca sería excesivo el homenaje que desde aquí queremos rendir a nuestros colaboradores por su entusiasmo y su dedicación; gracias a ellos pudimos intentar hacer esta demostración con hechos y gracias a ellos puede continuar.

No obstante, pese a todo lo reales que sean los progresos realizados, es incuestionable que las confusiones y los errores pasados aún no se han disipado por completo. Por ese motivo, querríamos aprovechar esta segunda edición para añadir algunas explicaciones a las que ya hemos dado, responder a ciertas críticas y aportar nuevas especificaciones sobre algunos puntos.

I

La proposición según la cual debemos tratar los hechos sociales como si fueran cosas —proposición básica de nuestro método— es una de las que más contradicciones ha provocado. Algunos encuentran paradójico y escandaloso que asimilemos a las realidades del mundo exterior las del mundo social. Para ellos, hacerlo es equivocarse totalmente sobre el sentido y el alcance de esta asimilación, cuyo objeto no es rebajar las formas superiores del ser a las formas inferiores, sino, por el contrario, reivindicar para las primeras un grado de realidad igual, al menos, al que todo el mundo atribuye a las segundas. En pocas palabras, no decimos que los hechos sociales son cosas materiales, sino que son cosas como las cosas materiales, aunque de otra manera.

¿Qué es realmente una cosa? La cosa se opone a la idea como lo que se conoce desde fuera se opone a lo que conocemos desde dentro. Cosa es todo objeto de conocimiento que no se compenetra con la inteligencia de manera natural, todo aquello de lo que no podemos hacernos una idea adecuada por un simple procedimiento de análisis mental, todo lo que el espíritu no puede llegar a comprender más que con la condición de que salga de sí mismo, por vía de observaciones y experimentaciones, pasando progresivamente de los rasgos más exteriores y más accesibles de manera inmediata, a los menos visibles y más profundos. Tratar como cosas a los hechos de un cierto orden no es, pues, clasificarlos en tal o cual categoría de lo real; es mantener frente a ellos una actitud mental determinada; es abordar su estudio partiendo del principio de que ignoramos por completo lo que son, y que no podemos descubrir sus propiedades características, como tampoco las causas desconocidas de las que dependen, ni siquiera valiéndose de la introspección más atenta.

Definida así, en términos precisos, nuestra proposición, lejos de ser una paradoja, casi podría pasar por un truismo si no fuera porque las ciencias que se ocupan del hombre la ignoran con demasiada frecuencia, la sociología más que ninguna otra. Efectivamente, en este sentido puede decirse que todo objeto de ciencia es una cosa, excepto, quizá, los objetos matemáticos; en lo que a ellos respecta, como nosotros mismos los construimos desde los más simples hasta los más complicados, para saber lo que son basta con mirar dentro de nosotros y analizar interiormente el proceso mental de que ellos son el resultado. Pero, cuando se trata de hechos propiamente dichos, en el momento en que emprendemos la tarea de hacer ciencia con ellos son necesariamente para nosotros incógnitas, cosas ignoradas, pues las representaciones que de ellos pudimos hacernos en el curso de la vida fueron hechas sin método y sin crítica, por lo que carecen de valor científico y debemos hacerlas a un lado. Los hechos de la psicología individual presentan este carácter y deben ser considerados bajo este aspecto. En efecto, aunque tales hechos pertenecen a nuestro interior por definición, la conciencia que de ellos tenemos no nos revela ni su naturaleza interna ni su origen. Como mucho, hace que los conozcamos hasta cierto punto, pero sólo como las sensaciones nos hacen conocer el calor o la luz, el sonido o la electricidad; esa conciencia nos da de ellos impresiones confusas, pasajeras, subjetivas, pero no ideas claras y concretas, ni conceptos explicativos. Precisamente por este motivo se ha fundado en lo que va del siglo una psicología objetiva cuya regla fundamental es estudiar los hechos mentales desde fuera, es decir, como cosas. Con mucha más razón debe ser así el estudio de los hechos sociales, pues la conciencia no podría ser más competente para conocerlos a ellos que para conocer un poco de su propia vida[3]. Se objetará que, como son obra nuestra, sólo tenemos que tomar conciencia de nosotros mismos para saber lo que hemos puesto en ellos y cómo los hemos formado. Pero, para empezar, la mayor parte de las instituciones sociales nos son legadas, ya hechas, por las generaciones anteriores; nada tuvimos que ver en su formación y, por consiguiente, no es interrogándonos sobre ellas como podremos averiguar las causas que les dieron nacimiento. Además, aun en los casos en que sí hemos colaborado a su formación, apenas si podemos entrever, y eso de la manera más confusa y, a menudo, más inexacta, las verdaderas razones que nos han movido a obrar, y la naturaleza de nuestra acción. Ni siquiera cuando sólo se trata de nuestros asuntos privados conocemos los móviles relativamente simples que nos guían: nos creemos desinteresados cuando actuamos con egoísmo, creemos obedecer al odio cuando cedemos al amor, a la razón cuando somos esclavos de prejuicios irracionales, etc. ¿Cómo, pues, tendríamos la facultad de discernir con mayor claridad las causas mucho más complejas de las que proceden los asuntos de la colectividad? Pues, como mínimo, todos y cada uno de los individuos participamos en ellos aunque sea en una ínfima medida; tenemos una multitud de colaboradores, y captar lo que sucede en las conciencias de los otros se halla fuera de nuestras posibilidades.

Nuestra regla no implica, pues, ninguna concepción metafísica, ninguna especulación sobre el fondo de los seres. Lo que pide es que el sociólogo se ponga en estado mental en que se encuentran los físicos, los químicos, los fisiólogos cuando se adentran en una región todavía inexplorada de su campo científico. Es preciso que, al penetrar en el mundo social, tenga conciencia de que penetra a lo desconocido; que se sienta en presencia de hechos cuyas leyes son tan insospechadas que podrían ser las de la vida, cuando la biología aún no había nacido; es preciso que se prepare para hacer descubrimientos que lo sorprenderán y lo desconcertarán. Ahora bien, para que todo esto suceda, es preciso que la sociología haya alcanzado ese grado de madurez intelectual. Mientras que el estudioso de la naturaleza física siente vivamente las resistencias que se le oponen y sobre las que tanto esfuerzo le cuesta triunfar, parece en serio que el sociólogo se mueve entre cosas que en un momento se vuelven transparentes para el espíritu, a juzgar por la facilidad tan grande con que lo vemos resolver las cuestiones más oscuras. En el estado actual de la ciencia, ni siquiera sabemos verdaderamente lo que son las principales instituciones sociales, como el Estado o la familia, el derecho a la propiedad o el contrato, el esfuerzo y la responsabilidad; ignoramos casi por completo las causas de las que dependen, las funciones que desempeñan, las leyes de su evolución; sobre ciertos puntos, apenas si empezamos a entrever algunos chispazos. Y, sin embargo, basta hojear las obras de sociología para darnos cuenta de lo raro que es el sentimiento de esta ignorancia y de estas dificultades en sus autores, quienes no sólo se consideran como obligados a dogmatizar sobre todos los problemas a la vez, sino que creen que en unas cuantas páginas o frases pueden llegar a la esencia misma de los fenómenos más complicados. Es decir, lo que tales teorías comunican no son los hechos, que no podrían ser tratados de modo exhaustivo con tanta rapidez, sino la prenoción que de ellos tenía el autor antes de iniciar su investigación. No hay duda de que la idea que nos hacemos de las prácticas colectivas, de lo que son o de lo que deben ser, es un factor que contribuye a su desarrollo. Pero esta idea misma es también un hecho y, para poder fijarlo convenientemente, debemos estudiarlo, también, desde fuera. Porque lo que importa saber no es la manera en que tal pensador, individualmente, se representa tal institución sino el concepto que de ella tiene el grupo: sólo éste es socialmente eficaz. Pero, como no podemos conocerlo por simple observación interior, dado que no está completo en ninguno de nosotros, es preciso hallar algunos signos exteriores que lo hagan perceptible. Además, ese concepto no ha nacido de la nada: es un efecto de causas externas que tenemos que conocer para que podamos apreciar su valor en el futuro. Hagamos lo que hagamos, siempre, pues, hemos de regresar al mismo método.

II

Otra de nuestras proposiciones también ha sido atacada y no con menos fuerza que la anterior: se trata de la que presenta los fenómenos sociales como exteriores a los individuos. Hoy se nos concede de buena gana que los hechos de la vida individual y los de la vida colectiva son heterogéneos en algún grado; puede incluso decirse que sobre este punto estamos logrando un acuerdo, si no unánime, por lo menos muy general. Ya casi no hay sociólogos que nieguen especificidad a la sociología. Pero, como la sociedad se compone de individuos[4], parece de sentido común que la vida social no tenga otro sustrato que la conciencia individual; en otras palabras, parece permanecer en el aire y planear en el vacío.

Sin embargo, lo que tan fácilmente se juzga inadmisible cuando se trata de hechos sociales, se admite sin ningún problema en lo que respecta a otros reinos de la naturaleza. Siempre que se combinan elementos diferentes y de ellos resultan, por el hecho mismo de su combinación, otros elementos nuevos, es preciso comprender que estos últimos pertenecen, no al ámbito de los elementos, sino al del todo formado por su unión. La célula viva no contiene nada más que partículas minerales, como la sociedad no contiene nada aparte de individuos; y sin embargo, es a todas luces imposible que los fenómenos característicos de la vida residan en los átomos de hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno. Pues así ¿cómo podrían producirse los movimientos vitales en el seno de elementos no vivos? ¿Cómo, además, se repartirían las propiedades biológicas entre estos elementos? No podrían encontrarse por igual en todos ellos por cuanto que no son de la misma naturaleza; el carbono no es el ázoe y, por lo tanto, no puede revestir las mismas características ni desempeñar el mismo papel. No menos inadmisible es el hecho de que cada aspecto de la vida, cada uno de sus caracteres principales se encarna en un grupo de átomos diferente. La vida no podría descomponerse así; es una y, en consecuencia, no puede tener otro asiento que la sustancia viva en su totalidad. Está en el todo, no en las partes. No son las partículas no vivas de la célula las que se alimentan, se reproducen, en una palabra, las que viven; es la célula misma, y ella sola.

Y esto que decimos de la vida podría repetirse de todas las síntesis posibles. La dureza del bronce no está en el cobre, ni en el estaño, ni en el plomo que sirvieron para formarlo y que son cuerpos blandos o flexibles; está en su aleación. La fluidez del agua, sus propiedades nutritivas y demás no están en los dos gases de que se compone, sino en la sustancia compleja que ellos forman con su asociación.

Apliquemos este principio a la sociología. Si, como se nos admite, la síntesis sui generis que constituye toda sociedad produce fenómenos nuevos, distintos a los que acontecen en las conciencias solitarias, es preciso admitir que tales hechos específicos residen en la sociedad misma que los produce y no en sus partes, es decir, en sus miembros. En este sentido son pues exteriores a las conciencias individuales consideradas como tales, lo mismo que los caracteres distintivos de la vida son exteriores a las sustancias minerales que componen al ser vivo. No se les puede reabsorber en los elementos sin caer en una contradicción, ya que por definición suponen una cosa distinta a la que estos elementos contienen. Así queda justificada, por una razón nueva, la separación que hemos establecido más adelante entre la psicología propiamente dicha, o ciencia de la mente individual, y la sociología. Los hechos sociales se diferencian de los hechos psíquicos no sólo en calidad: tienen otro sustrato, no evolucionan en el mismo medio, no dependen de las mismas condiciones. Esto no significa que no sean, también ellos, psíquicos de alguna manera, puesto que todos consisten en modos de pensar o de actuar. Pero los estados de la conciencia colectiva son de una naturaleza diferente a la de los estados de la conciencia individual, son representaciones de otro tipo. Y la mentalidad de los grupos no es la de los individuos; tiene sus leyes propias. Las dos ciencias son tan netamente distintas como dos ciencias cualesquiera pueden serlo, sin importar las relaciones que, por lo demás, pueda haber entre ellas.

No obstante, en este punto procede hacer una distinción que tal vez aclare el debate.

Que la materia de la vida social no pueda explicarse por factores puramente psicológicos, es decir, por estados de la conciencia individual, es para nosotros la evidencia misma. Efectivamente, lo que las representaciones colectivas traducen es la manera en que el grupo se piensa en sus relaciones con los objetos que lo afectan. Ahora bien, el grupo está constituido de otra manera que el individuo, y las cosas que lo afectan son de otra naturaleza. Por ello no podrían depender de las mismas causas representaciones que no expresan ni los mismos temas ni los mismos objetos. Para comprender cómo la sociedad se representa a sí misma y al mundo que la rodea, es necesario considerar la naturaleza de la sociedad y no la de los individuos particulares. Los símbolos bajo los cuales se piensa cambian según ella es. Si, por ejemplo, se concibe como salida de un animal epónimo, forma uno de los grupos especiales que llamamos clanes. Cuando el animal es sustituido por un antepasado humano, pero mítico también, es que el clan ha cambiado de naturaleza. Si, por encima de divinidades locales o familiares, imagina otras de las que cree depender, es que los grupos locales y familiares de los que se compone tienden a concentrarse y unirse, y el grado de unidad que presenta un panteón religioso corresponde al grado de unidad logrado en el mismo momento por la sociedad. Si ésta condena determinados modos de conducta es porque ofenden algunos de sus sentimientos fundamentales; y esos sentimientos son parte de su constitución, como los del individuo lo son de su temperamento físico y de su organización mental. Así, aun cuando la psicología individual no tuviera secretos para nosotros, no podría darnos la solución a ninguno de estos problemas, porque se relacionan con órdenes de hechos que ella desconoce.

Pero, una vez reconocida esta heterogeneidad, podemos preguntar si, no obstante, hay algo que semeja las representaciones individuales y las colectivas, ya que tanto las unas como las otras son, después de todo, representaciones; y también si a consecuencia de ese parecido no habrá ciertas leyes abstractas que sean comunes a los reinos. Los mitos, las leyendas populares, los conceptos religiosos de todo tipo, las creencias morales, etc., expresan una realidad diferente a la realidad individual; pero pudiera ser que la manera en que se atraen o se rechazan, se agregan o se disgregan, sea independiente de su contenido y tenga que ver sólo con su calidad general de representaciones. Al estar hechas de una materia diferente, se comportarían en sus relaciones mutuas como lo hacen las sensaciones, las imágenes o las ideas en el individuo. ¿No es de creer, por ejemplo, que la contigüidad y el parecido, los contrastes y los antagonismos lógicos se comparten de la misma manera, sean cuales las cosas representadas? Se llega así a concebir la posibilidad de que exista una psicología formal que sería una especie de terreno común de la psicología individual y de la sociología; y quizá sea esto lo que crea el escrúpulo que ciertos espíritus experimentan a la hora de distinguir estas dos ciencias de una manera demasiado tajante.

Para hablar con rigurosidad, en el estado actual de nuestros conocimientos no podríamos dar una respuesta categórica a la pregunta planteada. Así es: por una parte, todo lo que sabemos sobre la manera en que se combinan las ideas individuales se reduce a algunas proposiciones muy generales y vagas a las que comúnmente llamamos leyes sobre la asociación de ideas. Y en cuanto a las leyes por las que se rige la ideación colectiva, las desconocemos todavía más. La psicología social, que debería tener por cometido el determinarlas, no pasa de ser una palabra con la que se designa toda clase de generalidades, variadas e imprecisas, sin objeto definido. Haría falta averiguar, con la comparación de los temas míticos, las leyendas y tradiciones populares, las lenguas, de qué manera las representaciones sociales se interpelan o se excluyen, se fusionan unas en otras o se separan, etc. Ahora bien, aunque este problema se merece la curiosidad de los investigadores, apenas podemos decir que lo hayan abordado: y mientras no se hayan descubierto algunas de estas leyes, es obvio que será imposible saber con seguridad si repiten o no las leyes de la psicología individual.

No obstante, a falta de esa seguridad, por lo menos es probable que, si existen semejanzas entre las dos clases de leyes, las diferencias no estén menos marcadas. En efecto, parece inadmisible que la materia de la que están hechas las representaciones no actúe sobre los modos en que éstas se combinan. Es verdad que los psicólogos hablan a veces sobre leyes de asociación de las ideas, como si éstas fuesen las mismas para todos los tipos de representaciones individuales; pero nada es menos verosímil: las imágenes no se componen entre sí como las sensaciones, ni los conceptos como las imágenes. Si la psicología estuviera más avanzada, constataría sin duda alguna que cada categoría de estados mentales tiene sus leyes formales que le son propias. Si es así, debemos esperar a fortiori que las leyes correspondientes del pensamiento social sean específicas como ese pensamiento mismo. En realidad, pese a lo poco que se ha practicado este orden de hechos, es difícil no tener la sensación de dicha especificidad. ¿Acaso no es ella la que hace que nos parezca tan extraña la manera tan especial en que los conceptos religiosos (que son colectivos en el más alto grado) se mezclan, o se separan, se transforman unos en otros haciendo que nazcan compuestos contradictorios que contrastan con los productos ordinarios de nuestro pensamiento privado? De modo que, si, como es de suponerse, algunas leyes de la mentalidad social nos recuerdan algunas de las que establecen los psicólogos, no es que las primeras sean un simple caso particular de las segundas sino que, además de diferencias muy importantes, entre unas y otras hay similitudes que la abstracción podrá poner al descubierto y que por el momento todavía ignoramos. Es decir, que en ningún caso puede la sociología, simple y llanamente, tomar prestada de la psicología tal o cual de sus proposiciones para aplicarla tal cual a los hechos sociales. El pensamiento colectivo en su totalidad, tanto en su forma como en su materia, debe ser estudiado en sí mismo y por sí mismo, con el sentimiento de lo que tiene de especial, y es preciso dejar que el futuro se ocupe de averiguar hasta qué punto se parece al pensamiento de los individuos. Este es un problema que pertenece más a la jurisdicción de la filosofía general y de la lógica abstracta que al estudio científico de los hechos sociales[5].

III

Nos queda por decir algunas palabras sobre la definición de los hechos sociales que hemos dado en el primer capítulo de nuestro libro. Para nosotros consisten en maneras de hacer o de pensar, y se les reconoce por la particularidad de que son susceptibles de ejercer una influencia coercitiva sobre las conciencias individuales (sobre este tema se ha producido una confusión que merece destacarse).

Es tal la costumbre de aplicar a las cosas sociológicas las formas del pensamiento filosófico que, a menudo, se ha visto en esta definición preliminar una especie de filosofía del hecho social. Se ha dicho que nosotros explicamos los fenómenos sociales por su contrario, lo mismo que Tarde los explica por imitación. Nunca tuvimos esa ambición y ni siquiera se nos había ocurrido la posibilidad de que nos la atribuyeran, tan contraria como es a todo método. Nuestro propósito no era el de anticipar por vía filosófica las conclusiones de la ciencia, sino sólo el de indicar por cuáles signos exteriores se pueden reconocer los hechos de los que ella debe ocuparse, con el fin de que el investigador pueda advertirlos donde estén y no los confunda con otros. Se trataba de delimitar el campo de la investigación lo más posible, no de abarcarlo con una especie de intuición exhaustiva. También aceptamos de buen grado el reproche que se hace a esta definición en el sentido de que no expresa todos los caracteres del hecho social y, por lo tanto, no es la única posible. En efecto, nada hay de inconcebible en el hecho de que pueda estar caracterizado de varias maneras distintas, pues no hay razón para que sólo tenga una sola propiedad distintiva[6]. Lo importante es elegir la que parezca mejor para el fin que nos proponemos. Hasta es muy posible emplear al mismo tiempo varios criterios, dependiendo de las circunstancias. Y eso es algo que nosotros mismos hemos admitido que es necesario a veces en la sociología, porque en algunos casos el carácter de coacción no es fácilmente reconocible (ver pp. 51-52). Lo único que hace falta es que, como se trata de una definición inicial, las características de las que se sirve sean inmediatamente discernibles y puedan ser advertidas antes de iniciar la investigación. Ahora bien, las definiciones que a veces se han propuesto para oponerse a la nuestra no cumplen esta condición. Se ha dicho, por ejemplo, que el hecho social es «todo lo que se produce en y por la sociedad», o «lo que interesa y afecta al grupo de alguna manera». Pero no se puede saber si la sociedad es o no la causa de un hecho o si ese hecho tiene efectos sociales más que cuando la ciencia ya ha avanzado. Tales definiciones no pueden servir, entonces, para determinar el objeto de la investigación que comienza. Para poder utilizarlas, primero el estudio de los hechos sociales debe haber llegado ya bastante lejos y, en consecuencia, se debe haber descubierto algún otro modo previo a la investigación que permita reconocer los hechos sociales dondequiera que estén.

Al mismo tiempo que se ha encontrado nuestra definición demasiado estrecha, se la acusa de ser demasiado amplia y de abarcar casi todo lo real. En efecto, se ha dicho, todo medio físico ejerce una coacción sobre los seres que sufren su acción, puesto que en cierta medida están obligados a adaptarse a él. Pero entre estos dos modos de coerción hay toda la diferencia que separa a un medio físico de un medio moral. No podemos confundir la presión ejercida por uno o varios cuerpos sobre otros cuerpos o incluso sobre las voluntades, con la que la conciencia de un grupo ejerce sobre la conciencia de sus miembros. Lo extraordinario de la coacción social no se debe a la rigidez de ciertas disposiciones moleculares sino al prestigio del que están investidas ciertas representaciones. Es verdad que los hábitos, individuales o hereditarios, tienen, en ciertos aspectos, esta misma propiedad. Nos dominan, nos imponen creencias o prácticas. Sólo que nos dominan desde dentro, pues todos están por completo dentro de cada uno de nosotros. En cambio, las creencias y las prácticas sociales actúan sobre nosotros desde fuera: también la influencia que unos y otros ejercen es, en el fondo, muy distinta.

No hay que asombrarse, por lo demás, de que los otros fenómenos de la naturaleza presenten bajo formas distintas el mismo carácter por el que nosotros hemos ya definido los fenómenos sociales. Esta similitud se debe simplemente a que tanto los unos como los otros son cosas reales. Pues todo lo que es real tiene una naturaleza definida que se impone, con la que es preciso contar y que, aun cuando consigamos neutralizarla, jamás es vencida por completo. Y, en el fondo, esto es lo que de tan singular tiene el concepto de la coerción social, pues todo lo que implica es que las maneras colectivas de actuar o de pensar tienen una realidad fuera de los individuos, los cuales se ajustan a ella todo el tiempo. Son cosas que tienen una existencia propia. El individuo las encuentra ya formadas y no puede hacer que no sean o que sean de un modo distinto a como son; está, pues, obligado a tomarlas en cuenta, y tanto más difícil (aunque no decimos imposible) es para él modificarlas cuanto que, en grados diversos, participan de la supremacía material y moral que la sociedad tiene sobre sus miembros. No hay duda de que el individuo participa en su formación. Pero, para que haya un hecho social, es preciso que varios individuos por lo menos, hayan combinado su acción y que de esta combinación resulte un producto nuevo. Y, como esa síntesis tiene lugar fuera de cada uno de nosotros (puesto que en ella entra una pluralidad de conciencias), tiene necesariamente como efecto el de fijar, instituir fuera de nosotros ciertas maneras de obrar y ciertos juicios que no dependen de cada voluntad particular tomada aparte. Como se ha hecho notar[7], hay una palabra que, si se utiliza extendiendo un poco su acepción común, expresa bastante bien esta manera de ser muy especial: la palabra institución. En efecto, sin desnaturalizar el sentido de este término, se puede llamar institución a todas las creencias y todos los modos de conducta instituidos por la comunidad, podemos, entonces, definir la sociología como la ciencia de las instituciones, su génesis y su funcionamiento[8].

Sobre las otras controversias que esta obra ha suscitado nos parece inútil insistir, pues no tocan ningún punto esencial. La orientación general del método no depende de los procedimientos que se prefiere emplear, ya sea para clasificar los tipos sociales o para distinguir lo normal de lo patológico. Además, tales desavenencias se deben muy a menudo a que sus autores se niegan a admitir o admiten con reservas nuestro principio fundamental: la realidad objetiva de los hechos sociales. En definitiva, sobre este principio descansa de todo, y todo vuelve a él. Por ello nos ha parecido útil ponerlo en relieve una vez más, segregándolo de toda cuestión secundaria. Y estamos seguros de que al atribuirle tal importancia permanecemos fieles a la tradición sociológica, pues, en el fondo, de este concepto ha salido la sociología entera. Así es: esta ciencia sólo podía nacer cuando se presintió que los fenómenos sociales, pese a no ser materiales, no dejan de ser cosas reales que ameritan estudio. Para haber llegado a pensar que había motivos para investigar lo que son, hubo que haberse entendido que existen de manera definida, que tienen una manera de ser constante, una naturaleza que no depende de lo arbitrario individual y que de ella derivan relaciones que son necesarias. Y la historia de la sociología no es, en realidad, más que el prolongado esfuerzo que se ha hecho con miras a precisar ese sentimiento, a profundizarlo y a desentrañar todas las consecuencias que implica. Pero, a pesar de los grandes avances logrados en este sentido, luego de este trabajo se verá que todavía sobreviven numerosos restos del postulado antropocéntrico, que, aquí como en todas partes, corta el camino a la ciencia. Al hombre le disgusta renunciar al poder ilimitado que durante tanto tiempo creyó tener sobre el orden social y, por otra parte, le parece que, si de verdad existen fuerzas colectivas, está condenado por necesidad a sufrirlas sin poder modificarlas. Esto es lo que lo lleva a negar su existencia. Las experiencias repetidas en vano le han enseñado que esa omnipotencia, con la que se ha engañado para procurarse placer y satisfacción en la vida, ha sido siempre para él una causa de debilidad; que su imperio sobre las cosas comenzó en realidad en el momento en que se reconoció que tienen una naturaleza propia y se resignó a aprender de ellas mismas lo que son. Desechado por todas las demás ciencias, este deplorable prejuicio se mantiene con obstinación en la sociología. No hay, pues, nada más urgente que tratar de librar de él definitivamente a nuestra ciencia; y ése es el objetivo principal de nuestros esfuerzos.