Prólogo a la primera edición

ESTAMOS TAN POCO HABITUADOS a tratar los hechos sociales de una manera científica que corremos el riesgo de que algunas afirmaciones contenidas en este libro sorprendan al lector. Sin embargo, si bien existe una ciencia de las sociedades, no hay que esperar que consista en una simple paráfrasis de los prejuicios tradicionales, sino que nos haga ver las cosas de un modo distinto a como aparecen al vulgo; pues todas las ciencias tienen por objeto hacer descubrimientos, y todo descubrimiento desconcierta en mayor o menor grado las opiniones recibidas. Así pues, en lo que respecta a la sociología, a menos que se preste al sentido común una autoridad que ya hace tiempo dejó de tener en las otras ciencias —y que no se ve de dónde podría llegarle—, es preciso que el estudioso se decida resueltamente a no dejarse intimidar por los resultados a que le lleven sus investigaciones, si fueron conducidas de acuerdo con un método. Si buscar la paradoja es propio de un sofista, esquivarla cuando los hechos la imponen es propio de un espíritu sin coraje o sin fe en la ciencia.

Por desgracia, es más fácil admitir esta regla en principio y teóricamente que aplicarla con perseverancia. Todavía estamos demasiado acostumbrados a zanjar estas cuestiones según lo que nos sugiere el sentido común, para poder mantenerlo fácilmente a distancia de las discusiones sociológicas. Cuando más liberados de él creemos estar, nos impone sus juicios sin que nos demos cuenta. No hay más que un procedimiento largo y especial para prever tales situaciones de debilidad. Es lo que pedimos al lector que no pierda de vista: que tenga siempre presente en su cabeza que las formas de pensar a las que está más hecho son contrarias, antes que favorables al estudio científico de los fenómenos sociales, y, en consecuencia, que se ponga en guardia contra sus primeras impresiones. Si nos dejamos llevar por ellas sin oponer resistencia, corremos el riesgo de que nos juzgue sin habernos comprendido. Así, podría suceder que nos acusara de haber querido absolver todos los actos de delincuencia, valiéndose para ello como pretexto de que nosotros lo convertimos en un fenómeno más de los que se ocupa la sociología. La objeción, no obstante, sería pueril, porque, si es normal que en todas las sociedades se cometan delitos, no lo es menos que se castigue por ellos. La institución de un sistema represivo no es un hecho menos universal que la existencia de la criminalidad ni menos indispensable para la salud colectiva. Para que no hubiera delitos sería preciso un nivelamiento de las conciencias individuales que, por razones que luego veremos, no es ni posible ni deseable; en cambio, para que no hubiera represión no tendría que haber homogeneidad moral, lo que es inconciliable con la existencia de una sociedad. Pero el sentido común, partiendo del hecho de que el delito es detestado y detestable, concluyó, sin razón, que éste nunca podría desaparecer por completo. Con el simplismo que lo caracteriza, no concibe que una cosa que repugna pueda tener una razón de ser útil, y, sin embargo, no hay en ello ninguna contradicción. ¿No hay, acaso, en el organismo funciones repugnantes cuyo ejercicio regular es necesario para la salud del individuo? ¿No detestamos el sufrimiento? Y, sin embargo, un ser que no lo conociera sería un monstruo. Hasta puede suceder que el carácter natural de una cosa y los deseos de alejamiento que inspira sean solidarios. Si el dolor es un hecho natural, lo es a condición de que no se le ame. Si el delito es normal, a condición de que se le deteste[1]. Nuestro método no tiene, pues, nada de revolucionario. Es incluso, en cierto sentido, esencialmente conservador, pues considera los hechos sociales como cosas cuya naturaleza, por flexible y maleable que sea, no podemos, pese a todo, modificar a voluntad. ¡Cuán peligrosa es la doctrina que, no viendo en ellos más que el producto de combinaciones mentales, un mero artificio dialéctico, puede, en un instante, desquiciarlo todo por completo!

Asimismo, por estar acostumbrados a representarnos la vida social como si fuera el desarrollo lógico de conceptos ideales, quizá se juzgue burdo un método que hace depender la evolución colectiva de condiciones objetivas, definidas en el espacio, tampoco es imposible que se nos trate de materialistas. No obstante, con más razón podríamos reivindicar el calificativo contrario. En efecto, y siguiendo en esta idea, ¿acaso no afirma la esencia del espiritualismo que los fenómenos psíquicos no pueden derivarse de manera inmediata de los fenómenos orgánicos? Pues bien, nuestro método, en parte, no es más que una aplicación de este principio a los hechos sociales. Al igual que los espiritualistas separan el reino psicológico del reino biológico, nosotros separamos al primero del reino social; como ellos, no nos negamos a explicar lo más complicado por lo más simple. A decir verdad, empero, ninguna de las dos denominaciones nos encaja con exactitud; la única que aceptamos es la de racionalista. Efectivamente, nuestro objetivo principal es extender a la conducta humana el racionalismo científico, haciendo ver que tal como se la consideró en el pasado, es reducible a relaciones de causa-efecto que una operación no menos racional puede luego transformar en reglas de acción para el futuro. Lo que han llamado nuestro positivismo es sólo una consecuencia de este racionalismo[2]. Sólo se puede caer en la tentación de ir más allá de los hechos, ya sea para rendir cuenta de ellos o para dirigir su curso, en la medida en que se los considera irracionales; pues si son inteligibles, bastan tanto a la ciencia como a la práctica: a la ciencia, porque no hay entonces motivo alguno para buscar fuera de ellos sus razones de ser; a la práctica, porque su valor útil es una de esas razones. Por lo tanto, nos parece que, sobre todo en esta época en que renace el misticismo, una empresa semejante puede y debe ser acogida sin inquietud, y hasta con simpatía, por todos los que, pese a que se aparten de nosotros en algunos puntos, comparten nuestra fe en el futuro de la razón.