5. Reglas relativas
a la explicación
de los tipos sociales

PERO LA CONSTITUCIÓN DE LAS ESPECIES es ante todo un medio de agrupar los hechos para facilitar su interpretación; la morfología social es un camino hacia la parte verdaderamente explicativa de la ciencia. ¿Cuál es el método propio de esta última?

I

La mayoría de los sociólogos cree haber dado cuenta de los fenómenos una vez que ha hecho ver para qué sirven y qué papel desempeñan. Se razona como si no existieran más que con el objeto de representar dicho papel y no tuvieran otra causa determinante que el sentimiento, claro o confuso, de los servicios que están llamados a prestar. Por ese motivo se cree haber dicho todo lo necesario para hacerlos inteligibles, cuando se ha establecido la realidad de esos servicios y demostrado qué necesidad social satisfacen. Así, Comte reduce toda la fuerza progresiva de la especie humana a la tendencia fundamental «que empuja directamente al hombre a mejorar sin cesar en todos los aspectos su condición, sea la que fuere[58]», y según Spencer a la necesidad de conseguir una felicidad mayor. En virtud de ese principio, explica la formación de la sociedad por las ventajas que produce la cooperación, la institución del gobierno por lo útil que resulta regularizar la cooperación militar[59], las transformaciones por las que ha pasado la familia por la necesidad de conciliar cada vez con mayor perfección los intereses de los padres, de los hijos y de la sociedad.

Pero este método confunde dos cuestiones muy diferentes. Hacer ver hasta qué punto un hecho es útil no es explicar cómo ha nacido ni cómo es lo que es. Porque las aplicaciones a las que se sirve suponen las propiedades específicas que lo caracterizan, pero no lo crean. La necesidad que tenemos de las cosas no puede ser que sean tales o cuales y, por consiguiente, no es esa necesidad la que puede sacarlas de la nada y conferirles el ser. Su existencia procede de causas de otro género. Nuestros sentimientos respecto a la utilidad que presentan pueden incitarnos a poner estas causas en marcha y a producir los efectos que implican, pero no a suscitar estos efectos de la nada. Esta proposición es evidente mientras no se trata de fenómenos materiales o incluso psicológicos. Ni sería discutida en sociología si los hechos sociales, a causa de su extrema inmaterialidad, no nos parecieran, erróneamente, destituidos de toda realidad intrínseca. Como no se ve en ellos más que combinaciones puramente mentales, parece que deben producirse por sí mismos en cuanto los ideamos, si por lo menos nos parecen útiles. Pero, como cada uno de ellos es una fuerza que domina la nuestra, puesto que posee una naturaleza propia, no podría bastar para darle el ser, desearlo ni quererlo. Y todavía es preciso que existan fuerzas capaces de producir esta fuerza determinada, naturalezas capaces de producir esta naturaleza especial. Y esto será posible sólo con esa condición. Para reavivar el espíritu de familia cuando se ha debilitado, no basta que todo el mundo comprenda sus ventajas; hay que hacer actuar directamente las únicas causas que son susceptibles de engendrarlo. Para devolver a un gobierno la autoridad que le es necesaria no basta sentir su necesidad; hay que dirigirse a las únicas fuerzas de donde procede toda autoridad, es decir, constituir tradiciones, un espíritu común, etc., etc.; para ello, hay que remontar más alto el encadenamiento de causas y efectos, hasta encontrar un punto donde la acción del hombre pueda insertarse eficazmente.

Lo que muestra bien la dualidad de estos órdenes de investigación es que un hecho puede existir sin servir para nada, sin que haya sido nunca ajustado a ningún fin vital, porque después de haber sido útil haya perdido toda utilidad y continúe existiendo por la única fuerza de la costumbre. En efecto, hay todavía más supervivencia en la sociedad que en el organismo. Hay incluso casos en los que una práctica o una institución social cambian de funciones sin cambiar por eso de naturaleza. La regla is pater est quem justae nuptiae declarant ha permanecido materialmente en nuestro código lo mismo que estuvo en el viejo derecho romano. Pero mientras entonces tenía por objeto salvaguardar los derechos de la patria potestad sobre los hijos tenidos con la mujer legítima, hoy protege más bien los derechos de los niños. El juramento ha empezado por ser una especie de prueba judicial para convertirse simplemente en una forma de testimonio solemne e imponente. Los dogmas religiosos del cristianismo no han cambiado desde hace siglos; pero el papel que desempeñan en nuestras sociedades modernas no es el mismo que en la Edad Media. Así, las palabras sirven para expresar ideas nuevas sin que su contextura cambie. Además, en sociología como en biología es verdadera la proposición según la cual el órgano es independiente de su función, es decir que, siendo el mismo, puede servir a fines diferentes. Por lo tanto, las causas que le dan el ser son independientes de los fines a los que sirve.

Además, oímos decir que las tendencias, las necesidades y los deseos de los hombres no intervienen nunca en forma activa en la evolución social. Al contrario, es cierto que pueden, según la manera en que influyen sobre las condiciones de las que depende un hecho, precipitar o contener su desarrollo. Pero, además de que no pueden, en ningún caso, crear algo de la nada, su intervención misma, fueran cuales fuesen sus efectos, sólo puede realizarse en virtud de causas eficientes. En efecto, una tendencia no puede concurrir, ni siquiera en esta medida restringida, a la producción de un fenómeno nuevo más que si es nueva ella misma, si está constituida en todas sus piezas o si es debida a alguna transformación de una tendencia anterior. Porque, a menos que se postule una armonía preestablecida verdaderamente providencial, no se podría admitir que el hombre llevara en sí desde el origen, en estado virtual pero dispuestas a despertar ante la llamada de las circunstancias, todas las tendencias cuya oportunidad debería hacerse sentir en el curso de la evolución. Pero también una tendencia es una cosa; no puede por lo tanto ni constituirse ni modificarse por el único hecho de que la juzgamos útil. Es una fuerza que posee su naturaleza propia; para que dicha naturaleza sea suscitada o alterada, no basta que le reconozcamos alguna ventaja. Para determinar tales cambios es necesaria la intervención de causas que los implican físicamente.

Por ejemplo, hemos explicado los progresos constantes de la división del trabajo social, demostrando que son necesarios para que el hombre pueda mantenerse en las nuevas condiciones de existencia en que se encuentra situado a medida que avanza en la historia; por lo tanto, hemos atribuido a esta tendencia que llamamos bastante inadecuadamente instinto de conservación, un papel importante en nuestra explicación. Pero, en primer lugar, no podría dar cuenta ella sola de la especialización misma más rudimentaria. Porque no puede nada si las condiciones de las que depende dicho fenómeno no están realizadas ya, es decir, si las diferencias individuales no han aumentado suficientemente debido a la indeterminación progresiva de la conciencia común y de las influencias hereditarias[60]. Incluso sería preciso que la división del trabajo hubiera empezado ya a existir para que su utilidad se advirtiera y se sintiera; y sólo el desarrollo de las divergencias individuales, implicando una mayor diversidad de gustos y actitudes, debería necesariamente producir este primer resultado. Pero además, el instinto de conservación no fecunda, por sí mismo y sin causa, ese primer germen de especialización. Si se ha orientado y nos ha orientado hacia esta vía nueva es, en primer lugar, porque la vía que seguía y que nos hacía seguir anteriormente apareció como obstaculizada, porque la intensidad más grande de la lucha, debida a la condensación mayor de las sociedades, ha hecho cada vez más difícil la supervivencia de los individuos que seguían dedicados a tareas generales. Y así, fue necesario cambiar de dirección. Por otra parte, si se ha dirigido y ha dirigido de preferencia nuestra actividad en el sentido de una división del trabajo cada vez más desarrollada, se debe a que era también el sentido de la menor resistencia. Las demás soluciones posibles eran la emigración, el suicidio, la delincuencia; ahora bien, en el promedio de los casos, los lazos que nos ligan a nuestro país, a la vida, la simpatía hacia nuestros semejantes son sentimientos más fuertes y más resistentes que las costumbres que pueden desviarnos de una especialización más estrecha. Son estas últimas las que debían inevitablemente ceder a cada impulso producido. No se vuelve, ni siquiera parcialmente, al finalismo porque no nos negamos a hacerle un lugar a las necesidades humanas en las explicaciones sociológicas. Porque no pueden ejercer una influencia sobre la evolución social más que a condición de evolucionar ellas mismas y los cambios por los cuales pasan no pueden ser explicados más que por causas que no son finales.

Pero, más convincente aún que las consideraciones anteriores es la práctica misma de los hechos sociales. Allí donde reina el finalismo, reina también una contingencia más o menos amplia; porque no hay fines, y mucho menos medios, que se impongan necesariamente a todos los hombres, ni siquiera cuando se les supone situados en las mismas circunstancias. Dado el mismo medio, cada individuo, según su humor, se adapta a él según el modo peculiar que prefiere a cualquier otro. Uno intentará cambiarlo para ponerlo en armonía con sus necesidades; otro preferirá cambiar él mismo y moderar sus deseos, y, para llegar al mismo fin, ¡cuántos caminos diferentes pueden existir y ser efectivamente seguidos! Por lo tanto, si fuera verdad que el desarrollo histórico se realiza en vista de fines claramente u oscuramente percibidos, los hechos sociales deberían presentar la diversidad más infinita y toda comparación debería resultar casi imposible. Pero la verdad es lo contrario. Sin duda, los acontecimientos exteriores cuya trama constituye la parte superficial de la vida social varían de un pueblo a otro. Por eso cada individuo tiene su historia, aunque las bases de la organización física y moral sean las mismas en todos. De hecho, cuando se ha entrado siquiera un poco en contacto con los fenómenos sociales, sorprende la asombrosa regularidad con la cual se reproducen en las mismas circunstancias. Incluso las practicas más minuciosas en apariencia, las más pueriles, se repiten con la más sorprendente uniformidad. Una ceremonia nupcial, puramente simbólica según parece, como el rapto de la novia, se vuelve a encontrar exactamente en todos los lugares donde existe cierto tipo familiar, ligado a toda una organización política. Las costumbres más extrañas, como la cobada, el levirato, la exogamia, etc., se observan entre los pueblos más diversos y son sintomáticos de cierto estado social. El derecho de testar aparece en una fase determinada de la historia y según las restricciones más o menos importantes que lo limitan, se puede decir en qué momento de la evolución social nos encontramos. Sería fácil multiplicar los ejemplos. Pero esta generalización de las formas colectivas sería inexplicable si las causas finales tuvieran en sociología la preponderancia que se les atribuye.

Cuando se trata, pues, de explicar un fenómeno social, es preciso buscar por separado la causa eficiente que lo produce y la función que cumple. Utilizamos la palabra función de preferencia a la de fin o meta, precisamente porque los fenómenos sociales no existen por lo general en vista de los resultados útiles que producen. Lo que hay que determinar es si existe correspondencia entre el hecho considerado y las necesidades generales del organismo social y en qué consiste dicha correspondencia, sin preocuparse por saber si ha sido intencional o no. Todas estas cuestiones de intención son, por otra parte, demasiado subjetivas para poder tratarlas científicamente.

No sólo es preciso desunir estos dos órdenes de problemas, sino que conviene, en general, tratar el primero antes del segundo. En efecto, este orden corresponde al de los hechos. Es natural buscar la causa de un fenómeno antes que tratar de determinar sus efectos. Este método es tanto más lógico cuanto que la primera cuestión, una vez resuelta, ayudará con frecuencia a resolver la segunda. En efecto, el lazo de solidaridad que une la causa al efecto presenta un carácter de reciprocidad que no se ha reconocido bastante. Sin duda, el efecto no puede existir sin su causa, pero ésta, a su vez, necesita su efecto. De ella extrae su energía, pero también la restituye en ciertos casos y, por consiguiente, no puede desaparecer sin que la causa se resienta[61]. Por ejemplo, la reacción social que constituye el castigo se debe a la intensidad de los sentimientos colectivos ofendidos por el crimen; pero, por otra parte, su función útil consiste en mantener dichos sentimientos en el mismo grado de intensidad, porque no tardarían en debilitarse si las ofensas que padecen no fueran castigadas[62]. Igualmente, a medida que el medio social se hace más complejo y móvil, las tradiciones, las creencias ya hechas se quebrantan y se vuelven más indeterminadas y más flexibles y las facultades de reflexión se desarrollan; pero estas mismas facultades son indispensables a las sociedades y a los individuos para adaptarse a un medio más móvil y más complejo[63]. A medida que los hombres se ven obligados a realizar un trabajo más intenso, los productos de ese trabajo se hacen más numerosos y de mejor calidad; pero esos productos más abundantes y mejores son necesarios para reparar los gastos que lleva consigo ese trabajo más considerable[64]. Así, la causa de los fenómenos sociales no consiste en una anticipación mental de la función que están llamados a ejercer; al contrario, esta función consiste, por lo menos en muchos casos, en conservar la causa preexistente de la que proceden, por lo tanto, si la segunda causa ya es conocida, se encuentra con más facilidad la primera.

Pero, aunque debamos proceder en segundo lugar a la determinación de la función, ésta no deja de ser necesaria para que la explicación del fenómeno sea completa. En efecto, si la utilidad del hecho no es la que lo produce, generalmente es preciso que sea útil para poder sostenerse. Porque basta que no sirva para nada para que sea perjudicial por el mismo motivo, porque, en ese caso, cuesta sin rendir nada. Por lo tanto, si la generalidad de los fenómenos sociales tuviera ese carácter parasitario, el presupuesto del organismo estaría en déficit, y la vida social resultaría imposible. Por consiguiente, para entender ésta de modo satisfactorio es preciso demostrar cómo los fenómenos que constituyen su materia concurren entre ellos para poner a la sociedad en armonía consigo misma y con el exterior. Sin duda, la fórmula corriente, que define la vida como una correspondencia entre el medio interno y el medio externo, es sólo aproximada; sin embargo, es verdadera en general y en consecuencia, para explicar un hecho de orden vital, no basta demostrar la causa de la que depende; es preciso también, por lo menos en la mayoría de los casos, encontrar la parte que le corresponde en el establecimiento de esa armonía general.

II

Una vez separadas estas dos cuestiones, debemos determinar ya el método según el cual hay que resolverlas.

Siendo a la vez «finalista», el método de explicación generalmente seguido por los sociólogos es esencialmente psicológico. Estas dos tendencias son solidarias una de otra. En efecto, si la sociedad no es más que un sistema de medios instituidos por los hombres en vista de ciertos fines, dichos fines sólo pueden ser individuales; porque antes de que existiera la sociedad, sólo podían existir individuos. Por lo tanto, del individuo emanan las ideas y las necesidades que han determinado la formación de las sociedades y, si de él procede todo, necesariamente todo debe explicarse por él. Además, no hay en la sociedad más que conciencias particulares; es pues en estas últimas donde se encuentra la fuente de toda la evolución social. En consecuencia, las leyes sociológicas no podrán ser más que un corolario de las leyes más generales de la psicología; la explicación suprema de la vida colectiva consistirá en hacer ver cómo procede de la naturaleza humana en general, bien se la deduzca directamente y sin observación previa, o bien que se la religue después de haberla observado.

Estos términos son más o menos textualmente los mismos de los que se sirvió Comte para caracterizar su método. «Puesto que el fenómeno social, concebido en su totalidad, no es en el fondo más que un simple desarrollo de la humanidad, sin ninguna creación de cualesquiera facultades, como yo he establecido antes, todas las disposiciones efectivas que la observación sociológica pueda develar sucesivamente, deberán encontrarse por lo menos en germen en ese tipo primordial que la biología ha construido por anticipado para la sociología.»[65] Y es que según Comte el hecho dominante de la vida social es el progreso y, por otra parte, el progreso depende de un factor exclusivamente psíquico, a saber, la tendencia que empuja al hombre a desarrollar cada vez más su naturaleza. Los hechos sociales podrían derivar en formas tan inmediatas de la naturaleza humana que, durante las primeras fases de la historia, podrían deducirse directamente sin que fuera necesario recurrir a la observación[66]. Es cierto que, según confiesa Comte, es imposible aplicar este método deductivo a los periodos más avanzados de la evolución. Pero esta imposibilidad es puramente práctica. Se debe a que la distancia entre el punto de partida y el de llegada se hace demasiado considerable y el espíritu humano se expone a extraviarse[67] si se propusiera recorrerla sin guía. Pero la relación entre las leyes fundamentales de la naturaleza humana y los resultados definitivos del progreso no deja de ser analítica. Las formas más complejas de la civilización no son más que vida psíquica desarrollada. También, aunque las teorías de la psicología no pueden bastar como premisas para el razonamiento sociológico, son la piedra de toque que permite experimentar la validez de las proposiciones establecidas inductivamente. Dice Comte que «ninguna ley de sucesión social indicada, incluso con toda la autoridad posible, por el método histórico, podrá ser finalmente admitida si no ha sido racionalmente deducida, en forma directa o indirecta, pero siempre indiscutible, con la teoría positiva de la naturaleza humana.»[68] Por lo tanto, la psicología tiene siempre la última palabra.

Este es asimismo el método seguido por Spencer. En efecto, según él, los dos factores primarios de los fenómenos sociales son el medio cósmico y la constitución física y moral del individuo[69]. Ahora bien, el primero sólo puede influir en la sociedad a través del segundo, que es, así, el motor esencial de la evolución social. Si la sociedad se forma, lo hace para permitir al individuo realizar su naturaleza, y todas las transformaciones por las cuales ha pasado no tienen más objeto que el de hacer esta realización más fácil y más completa. En virtud de este principio, Spencer, antes de proceder a investigar la organización social, creyó su deber consagrar casi todo el primer tomo de sus Principios de sociología al estudio del hombre primitivo, físico, emocional e intelectual. «La ciencia de la sociología parte de las unidades sociales sometidas a las condiciones que hemos estudiado, constituidas física, emocional e intelectualmente, y en posesión de ciertas ideas adquiridas muy temprano y de los sentimientos correspondientes.»[70] Y en dos de estos sentimientos, el temor de los vivos y el temor de los muertos, encuentra el origen del gobierno político y del gobierno religioso[71]. Admite, es verdad, que una vez formada, la sociedad reacciona sobre los individuos[72]. Pero no se deduce de esto que tenga el poder de engendrar directamente el menor hecho social; sólo tiene una eficacia casual desde ese punto de vista por intermedio de los cambios que determina en el individuo. Por lo tanto, todo procede de la naturaleza humana, sea primitiva o derivada. Además, la acción que el cuerpo social ejerce sobre sus miembros no puede tener nada que sea específico, puesto que los fines políticos no son en sí mismos más que una simple expresión abreviada de los fines individuales[73]. Sólo puede ser una especie de retorno de la actividad privada sobre sí misma. Sobre todo, no vemos en qué puede consistir en las sociedades industriales, cuyo objeto es precisamente devolver al individuo a sí mismo y a sus impulsos naturales, librándolo de toda coacción social.

Este principio no se encuentra solamente en la base de esas grandes doctrinas de sociología general; inspira igualmente a un gran número de teorías particulares. Así se explica la organización doméstica por los sentimientos que los padres experimentan hacia sus hijos y éstos hacia los primeros; la institución del matrimonio, por las ventajas que representan para los esposos y su descendencia; el castigo, por la ira que determina en el individuo toda lesión grave de sus intereses. Toda la vida económica, como la conciben y explican los economistas, sobre todo los de la escuela ortodoxa, está en definitiva suspendida de ese factor puramente individual: el deseo de riquezas. ¿Se trata de la moral? Los deberes del individuo consigo mismo se convierten en la base de la ética. ¿Se trata de religión? Se ve en ella un producto de las impresiones que las grandes fuerzas de la naturaleza o ciertas personalidades eminentes despiertan en el hombre, etcétera.

Pero dicho método sólo es aplicable a los fenómenos sociológicos con la condición de desnaturalizarlos. Para demostrarlo, basta referirse a la definición que hemos dado. Como su característica esencial consiste en el poder que tienen para ejercer desde fuera una presión sobre las conciencias individuales, eso significa que no proceden de ellas y que, por lo tanto, la sociología no es un corolario de la psicología. Pues este poder restrictivo demuestra que expresan una naturaleza diferente a la nuestra, ya que sólo penetran en nosotros a la fuerza o, por lo menos, pesando sobre nosotros con una cierta energía. Si la vida social no fuera más que una prolongación del ser individual, no se la vería remontar así hacia su fuente e invadirla con la autoridad ante la cual se inclina el individuo cuando actúa, siente o piensa socialmente, lo domina hasta ese punto, es porque se trata de un producto de fuerzas que lo rebasan y de las cuales no sabría dar cuenta. Ese empuje exterior que padece no puede venir de él; por lo tanto, lo que sucede dentro de él no puede explicarlo. Es cierto que no somos incapaces de dominarnos a nosotros mismos; podemos reprimir nuestras tendencias, nuestras costumbres, nuestros instintos mismos y detener su desarrollo por un acto de inhibición. Pero los movimientos inhibidores no pueden confundirse con los que constituyen la coacción social. El processus de los primeros es centrífugo, el de los segundos, centrípeto. Unos se elaboran en la conciencia individual y tienden después a exteriorizarse; los otros son primero exteriores al individuo, al que tienden después a moldear desde fuera. La inhibición es, si se quiere, el medio a través del cual la coacción social produce esos efectos psíquicos; no es dicha coacción.

Ahora bien, dejando de lado al individuo, sólo queda la sociedad; por lo tanto, en la naturaleza de la sociedad misma hay que buscar la explicación a la vida social. En efecto, se concibe que, puesto que rebasa infinitamente al individuo, lo mismo en el tiempo que en el espacio, se encuentra en situación de imponerle las maneras de actuar y de pensar que ha consagrado con autoridad. Esta presión, que es el signo distintivo de los hechos sociales, es la que todos ejercen sobre cada uno.

Pero se nos dirá que, puesto que los únicos elementos que forman la sociedad son individuos, el origen primero de los fenómenos sociológicos sólo puede ser psicológico. Al razonar así, se puede también establecer fácilmente que los fenómenos biológicos se explican analíticamente por los fenómenos inorgánicos. En efecto, es bien cierto que en la célula viva no hay más que moléculas de materia en bruto. Pero están de ahí asociadas y esta asociación es la causa de los fenómenos nuevos que caracterizan la vida y cuyo germen es imposible reencontrar en ninguno de los elementos asociados. Y es que un todo no es idéntico a la suma de sus partes, es otra cosa cuyas propiedades difieren de las que presentan las partes que lo componen. La asociación no es, como se ha creído algunas veces, un fenómeno estéril en sí mismo, que consiste simplemente en poner en relación exterior hechos adquiridos y propiedades constituidas. ¿No es, por el contrario, la fuente de todas las novedades que se han producido sucesivamente en el curso de la evolución general de las cosas? ¿Qué diferencias hay entre los organismos inferiores y los otros, entre lo vivo organizado y la simple plastidula, entre ésta y las moléculas inorgánicas que la componen, sino diferencias de asociación? Todos estos seres, en última instancia, se resuelven en elementos de la misma naturaleza; pero estos elementos están aquí yuxtapuestos, y allá asociados. Aquí asociados de una manera, y allá de otra. Incluso tenemos el derecho de preguntarnos si esta ley no penetra hasta el mundo mineral y si las diferencias que separan a los cuerpos inorgánicos no tienen el mismo origen.

En virtud de este principio, la sociedad no es una simple suma de individuos, sino que el sistema formado por su asociación representa una realidad específica que tiene caracteres propios. Sin duda, nada colectivo puede producirse si no se dan conciencias particulares; pero esta condición necesaria no es suficiente. Es preciso también que dichas conciencias estén asociadas, combinadas, y combinadas de cierta manera; de esta combinación resulta la vida social y, por consiguiente, dicha combinación es la que la explica. Al aglomerarse, al penetrarse, al fusionarse, las almas individuales engendran un ser, psíquico si se quiere, pero que constituye una individualidad psíquica de un género nuevo[74]. Así pues, la naturaleza de esta individualidad, no en la de las unidades componentes, hay que buscar las causas próximas y determinantes de los hechos que se producen. El grupo piensa, siente, actúa de forma distinta como lo harían sus miembros si éstos estuvieran aislados. Por lo tanto, si se parte de estos últimos no se podrá comprender nada de lo que sucede dentro del grupo. En una palabra, entre la psicología y la sociología existe la misma solución de continuidad que entre la biología y las ciencias fisicoquímicas. Por consiguiente, todas las veces que un fenómeno social esté directamente explicado por un fenómeno psíquico, podemos tener la seguridad de que la explicación es falsa.

Tal vez se nos conteste que si la sociedad, una vez formada, es en efecto la causa próxima de los fenómenos sociales, las causas que han determinado su formación son de naturaleza psicológica. Se concede que, cuando los individuos están asociados, su asociación puede dar paso a una vida nueva, pero se pretende que ésta sólo pueda suceder por razones individuales. Pero en realidad, por muy lejos que nos remontemos en la historia, el hecho de la asociación es el más obligatorio de todos; porque es la fuente de todas las demás obligaciones. Debido a mi nacimiento, estoy obligatoriamente ligado a determinado pueblo. Se dice que después, ya adulto, acepto dicha obligación porque sigo viviendo en mi país. Pero ¿qué importa? Esta aceptación no le quita su carácter imperativo. Una presión aceptada y padecida de buen grado no deja de ser una presión. Por otra parte, ¿cuál puede ser el alcance de esta adhesión? Primero, es forzada, porque en la inmensa mayoría de los casos no es material y moralmente imposible despojarnos de nuestra nacionalidad; semejante cambio se califica por lo general de apostasía. Después, no puede referirse al pasado, que no ha sido consentido y que por lo tanto determina el presente: no he deseado la educación que he recibido; pero es ella más que toda otra causa lo que me fija al suelo natal. En fin, no puede tener un valor moral para el porvenir, en la medida en que éste es desconocido. Tampoco conozco todos los deberes que pueden corresponderme un día u otro en mi calidad de ciudadano; ¿cómo podría aceptarlos por anticipado? Y todo lo que es obligatorio, lo hemos demostrado ya, tiene su origen fuera del individuo. Por lo tanto, mientras no se salga de la historia, el hecho de la asociación presenta el mismo carácter que los otros y, por consiguiente, se explica de la misma manera. Por otra parte, como todas las sociedades han nacido de otras sociedades sin solución de continuidad, podemos estar seguros de que, en todo el curso de la evolución social no ha habido un momento en que los individuos hayan tenido realmente que deliberar para saber si entrarían o no en la vida colectiva y en una de ellas antes que en otra. Para poder plantear la cuestión habría que remontarse hasta los orígenes primeros de toda sociedad. Pero las soluciones siempre dudosas que se pueden dar a dichos problemas no podrían en ningún caso afectar al método según el cual deben ser tratados por hechos dados en la historia. Por lo tanto, no tenemos que discutirlo.

Pero se confundiría extrañamente nuestro pensamiento si, de lo que antecede, se dedujera a modo de conclusión que según nosotros la sociología debe, o incluso puede, hacer abstracción del hombre y de sus facultades. Al contrario, está claro que los caracteres generales de la naturaleza humana participan en el trabajo de elaboración del que surge la vida social. Pero no son ellos quienes la suscitan, ni los que le dan su forma especial; sólo la hacen posible. Las representaciones, las emociones, las tendencias colectivas no tienen por causas generadoras ciertos estados de las conciencias particulares, sino las condiciones en que se encuentra el cuerpo social en su conjunto. Sin duda, sólo pueden realizarse si las naturalezas individuales no le son refractarias; pero ésas no son más que la materia indeterminada que el factor social determina y transforma. Su aportación consiste exclusivamente en estados muy generales, en predisposiciones vagas y, por consiguiente, flexibles que, por sí mismas, no podrían tomar las formas definidas y complejas que caracterizan los fenómenos sociales, si no intervinieran otros agentes.

Por ejemplo ¡qué abismo hay entre los sentimientos que experimenta el hombre frente a fuerzas superiores a las suyas y frente a la institución religiosa con sus creencias, sus prácticas tan multiplicadas y complicadas, su organización material y moral; entre las condiciones psíquicas de la simpatía quedos seres de la misma sangre experimentan el uno hacia el otro[75], y ese conjunto tupido de reglas jurídicas y morales que determinan la estructura de la familia, de las relaciones de las personas entre sí, de las cosas con las personas!

Hemos visto que incluso cuando la sociedad no es más que una multitud inorganizada, los sentimientos colectivos que se forman en ella, no solamente no pueden asemejarse, sino que pueden hasta ser opuestos a una parte de los sentimientos individuales. ¡Cuán mayor no debe ser la diferencia, cuando la presión que sufre el individuo es la de una sociedad regular, en la cual, a la acción de los contemporáneos se añade la de las generaciones anteriores y de la tradición! Una explicación puramente psicológica de los hechos sociales no puede menos que dejar escapar todo aquello que tienen de específico, es decir, de social.

La causa de que muchos sociólogos no se percataran de la insuficiencia de este método estriba en que tomando el efecto por la causa, han señalado muchas veces como condiciones determinantes de los fenómenos sociales ciertos estados psíquicos, relativamente definidos y especiales, pero que en realidad no son más que su consecuencia. Y de esta manera se ha considerado como innato en el hombre un determinado sentimiento de religiosidad, un cierto minimum de celo sexual, de piedad filial, de amor paterno, etc., y es por esto por lo que se ha querido explicar la religión, el matrimonio y la familia. Pero la historia enseña que lejos de ser estas inclinaciones inherentes a la naturaleza humana, o bien faltan en determinadas circunstancias sociales o de una a otra sociedad presentan tales variaciones, que el residuo que se obtiene eliminando todas estas diferencias, y que es lo único que puede ser considerado como de origen psicológico, se reduce a algo tan vago y esquemático que deja a una distancia infinita los hechos que trata de explicar. Es por lo que estos sentimientos resultan de la organización colectiva, lejos de constituir la base. Ni siquiera está plenamente demostrado[fin fragmento injertado] que la tendencia a la sociablidad haya sido desde su origen un instinto congénito del género humano. Es mucho más natural ver en ello un producto de la vida social, que se ha organizado lentamente en nosotros; porque es un hecho observado que los animales son sociables o no según que las disposiciones de su hábitat los obliguen a la vida común o los alejen de ella. Y hay que añadir que, incluso entre esas inclinaciones más determinadas y la realidad social, el desvío sigue siendo considerable.

Pero existe una manera de aislar casi por completo el factor psicológico para poder precisar el alcance de su acción, buscando de qué modo afecta la raza a la evolución social. En efecto, los caracteres étnicos son de orden organicopsíquico. La vida social debe, pues, variar cuando ellos varían, si los fenómenos psicológicos ejercen sobre la sociedad la eficacia causal que se les atribuye. Pero no conocemos ningún fenómeno social situado bajo la dependencia incontestada de la raza. Sin duda, no podríamos atribuir a esta proposición el valor de una ley; podemos al menos afirmarla como un hecho constante de nuestra práctica. Las formas de organización más diversas se reencuentran en sociedades de la misma raza, mientras que hay similitudes notables que se observan entre sociedades de razas diferentes. La ciudad ha existido entre los fenicios, como entre los romanos y los griegos; se la encuentra en vías de formación entre los kabilas. La familia patriarcal estaba casi tan desarrollada entre los judíos como entre los hindúes, pero no se vuelve a encontrar entre los esclavos, que son sin embargo de raza aria. En cambio, el tipo familiar que ahí encontramos existe también entre los árabes. La familia matriarcal y el clan se observan en todas partes. El pormenor de las pruebas judiciales, de las ceremonias nupciales es el mismo en los pueblos más diferentes desde el punto de vista étnico. Y esto sucede porque la aportación psíquica es demasiado general para predeterminar el curso de los fenómenos sociales. Puesto que no implica una forma social más que otra, no puede explicar ninguna. Hay, es verdad, un cierto número de hechos que se acostumbra atribuir a la influencia de la raza. Así también se explica que el desarrollo de las letras y de las artes fuese tan rápido y tan intenso en Atenas, tan lento y mediocre en Roma. Pero esta interpretación de los hechos, aunque es clásica, no ha sido nunca demostrada metódicamente; parece que deduce más o menos su autoridad de la tradición. Ni siquiera se ha comprobado si una explicación sociológica de los mismos fenómenos fuera posible, y estamos convencidos de que se podría intentar con éxito. En resumen, cuando se atribuye con rapidez a facultades estéticas conjuntas el carácter artístico de la civilización ateniense, se procede más o menos como en la Edad Media cuando se explicaba el fuego por la flogística y los efectos del opio por su virtud somnífera.

En fin, si verdaderamente la evolución social tuviera su origen en la constitución psicológica del hombre, no vemos cómo se hubiera podido producir. Porque entonces habría que admitir que tiene por motor algún resorte interior en la naturaleza humana. Pero ¿cuál podría ser ese resorte? ¿Sería esa clase de instinto del que habla Comte y que impulsa al hombre a realizar cada vez más su naturaleza? Pero esto es responder a la cuestión por la cuestión misma y explicar el progreso por una tendencia innata al mismo, verdadera entidad metafísica cuya existencia no se demuestra con nada; porque las especies animales, ni siquiera las más elevadas, están movidas de ningún modo por la necesidad de progresar, e incluso entre las sociedades humanas hay muchas que se complacen permaneciendo estacionarias indefinidamente. ¿Sería, como parece creer Spencer, la necesidad de una felicidad más grande, que las formas cada vez más complejas de la civilización estarían destinadas a realizar cada vez de una manera más completa? En ese caso, sería preciso establecer que la felicidad aumenta con la civilización y hemos expuesto en otro lugar todas las dificultades que plantea esta hipótesis[76]. Pero hay algo más; aunque admitiéramos uno u otro de estos dos postulados, el desarrollo histórico no resultaría por ello más inteligible; porque la explicación resultante sería puramente finalista y hemos demostrado antes que los hechos sociales, como todos los fenómenos naturales, no quedan explicados sólo porque se haya demostrado que sirven a algún fin. Aunque se ha demostrado que las organizaciones sociales cada vez más complicadas que se han sucedido a lo largo de la historia han tenido como efecto la satisfacción siempre mayor de tal o cual inclinación fundamental, sin embargo no se ha podido comprender cómo se produjeron dichas organizaciones. El hecho de que fueron útiles no nos dice qué es lo que les ha dado el ser. Aunque nos explicáramos cómo hemos llegado a imaginarlas, a trazar su plan por anticipado para representarnos los servicios que podríamos esperar de ellas —y el problema ya es difícil— los deseos de los que podían ser objeto, no tenían la virtud de sacarlas de la nada. En pocas palabras, admitiendo que sean los medios necesarios para alcanzar la meta perseguida, la cuestión sigue intacta; ¿cómo, es decir, de qué y por qué han sido constituidos esos medios?

Llegamos por lo tanto a la regla siguiente: la causa determinante de un hecho social debe ser buscada entre los hechos sociales antecedentes, y no entre los estados de la conciencia individual. Por otra parte, se concibe fácilmente que todo lo anterior se aplica a la determinación de la función, tanto como a la de la causa. La función de un hecho social no puede ser más que social, es decir, que consiste en la producción de efectos sociales útiles. Sin duda, puede suceder, y sucede en efecto, que por carambola sirva también al individuo. Pero ese resultado feliz no es su razón de ser inmediata. Podemos, pues, completar la proposición anterior diciendo: La función de un hecho social debe buscarse siempre en la relación que sostiene con algún fin social.

Como los sociólogos han ignorado con frecuencia esta regla y han considerado los fenómenos sociales desde un punto de vista demasiado psicológico, sus teorías les parecen a muchos espíritus demasiado vagas, demasiado flotantes, demasiado alejadas de la naturaleza especial de las cosas que creen explicar. Singularmente el historiador, que vive en la intimidad de la realidad social, no puede dejar de sentir con fuerza hasta qué punto estas interpretaciones demasiado generales son impotentes para llegar a los hechos; y sin duda esto es lo que ha producido en parte la desconfianza que la historia ha manifestado con frecuencia respecto a la sociología. No es que el estudio de los hechos psíquicos no sea indispensable para el sociólogo. Si la vida colectiva no procede de la vida individual, de cualquier forma una y otra están íntimamente relacionadas; si la segunda no puede explicar la primera, puede por lo menos facilitar esa explicación. En primer lugar y como hemos demostrado, es indiscutible que los hechos sociales están producidos por una elaboración sui generis de hechos psíquicos. Pero además esta elaboración misma no carece de analogías con la que se produce en cada conciencia individual y que transforma progresivamente los elementos primarios (sensaciones, reflejos, instintos) que la constituyen originalmente. Se ha podido decir, no sin razón, hablando del yo, que era en sí mismo una sociedad, lo mismo que el organismo, aunque de otra manera; y hace ya mucho tiempo que los psicólogos han demostrado toda la importancia del factor asociación para explicar la vida del espíritu. Una cultura psicológica, mucho más que una cultura biológica, constituye pues para el sociólogo una propedéutica necesaria. Pero sólo le será útil a condición de que se libere de ella después de haberla recibido y que la rebase completándola por medio de una cultura especialmente sociológica. Es preciso que renuncie a hacer de la psicología, de algún modo, el centro de sus operaciones, el punto de donde deben partir y adonde le deben llevar las incursiones a las que se arriesga dentro del mundo social, y que se establezca en el corazón mismo de los hechos sociales, para observarlos de frente y sin intermediarios; pidiendo únicamente a la ciencia del individuo una preparación general, y en caso necesario, sugerencias útiles[77].

III

Puesto que los hechos de la morfología social son de igual naturaleza que los fenómenos fisiológicos, deben explicarse de acuerdo con la misma regla que acabamos de enunciar. Sin embargo, de todo lo que antecede resulta que desempeñan en la vida colectiva y, por consiguiente, en las explicaciones sociológicas un papel preponderante.

En efecto, si la condición determinante de los fenómenos sociales consiste, como hemos demostrado, en el hecho mismo de la asociación, deben variar con las formas de ésta, es decir, según las maneras en que estén agrupadas las partes constituyentes de la sociedad. Puesto que, por otra parte, el conjunto determinado que forman con su reunión los elementos de toda índole que entran en la composición de una sociedad, constituyen su medio interno, lo mismo que el conjunto de los elementos anatómicos con el modo en que están dispuestos en el espacio, constituye el medio interno de los organismos, podremos decir: el origen primero de todo proceso social de cierta importancia debe ser buscado en la constitución del medio social interno.

Incluso es posible concretar más. Los elementos que componen ese medio son de dos clases: las cosas y las personas. Entre las cosas hay que incluir, además de los objetos materiales incorporados a la sociedad, los productos de la actividad social anterior, el derecho constituido, los usos establecidos, los monumentos literarios, artísticos, etc. Está claro que ni de los unos ni de los otros puede proceder el impulso que determina las transformaciones sociales, pues no contienen ninguna potencia motriz. Claro que se las puede tener en cuenta en las explicaciones que intentamos. Pasan, en efecto, con un cierto peso en la evolución social cuya velocidad y cuya dirección misma varían de acuerdo con lo que son; pero no poseen nada de lo que es necesario para ponerla en movimiento. Constituyen la materia a la que se aplican las fuerzas vivas de la sociedad, pero no desprenden por sí mismos ninguna de estas fuerzas. Por lo tanto queda como factor activo el medio propiamente humano.

El esfuerzo principal del sociólogo deberá, pues, tender a descubrir las diferentes propiedades de ese medio, que son susceptibles de ejercer una acción sobre el curso de los fenómenos sociales. Hasta ahora hemos encontrado dos series de caracteres que responden en forma eminente a esta condición: el número de las unidades sociales o, como hemos dicho también, el volumen de la sociedad, y el grado de concentración de la masa, o lo que hemos llamado densidad dinámica. Por esta última palabra debemos entender, no el estrechamiento puramente material del conglomerado que no puede producirse si los individuos o más bien los grupos de individuos permanecen separados por vacíos morales, sino el estrechamiento moral del que lo anterior no es más que el auxiliar y, bastante generalmente, la consecuencia. La densidad dinámica puede definirse, en igual volumen, en función del número de individuos que se encuentran efectivamente en relación no sólo comercial, sino incluso moral; es decir, que no sólo intercambian servicios o se hacen la competencia, sino que viven una vida común. Porque, como las relaciones puramente económicas dejan a los hombres separados unos de otros, dichas relaciones pueden ser muy seguidas sin que participen por eso en la misma existencia colectiva. Los negocios que se realizan cruzando las fronteras que separan a los pueblos no hacen que dichas fronteras no existan. Pero la vida común sólo puede ser afectada por el número de los que colaboran en ella eficazmente. Por eso, lo que expresa mejor la densidad dinámica de un pueblo es el grado de coalescencia de los segmentos sociales. Porque, si cada conglomerado parcial, forma un todo, una individualidad distinta, separada de las otras por una barrera, esto se debe a que la acción de sus miembros en general queda allí localizada; y, al contrario, si esas sociedades parciales están todas confundidas en el seno de la sociedad total o tienden a confundirse en ella es porque en la misma medida el círculo de la vida social se ha extendido.

En cuanto a la densidad material —si al menos se entiende por esto no sólo el número de los fabricantes por unidad de superficie, sino el desarrollo de las vías de comunicación y de transmisión— marcha de ordinario al mismo paso que la densidad dinámica y, en general, puede servir para medirla. Porque si las diferentes partes de la población tienden a aproximarse, es inevitable que se abran caminos que permitan dicha aproximación y, por otro lado, sólo podrán establecerse relaciones entre puntos distantes de la masa social cuando esta distancia no sea un obstáculo, es decir, cuando sea de hecho suprimida. Sin embargo, hay excepciones[78] y nos expondríamos a errores muy graves si juzgáramos siempre la concentración moral de una sociedad de acuerdo con el grado de concentración material que presenta. Las carreteras, las líneas férreas, etc., pueden servir más al movimiento de los negocios que a la fusión de los pueblos, a la que entonces sólo expresan en forma muy deficiente. Este es el caso de Inglaterra, cuya densidad material es superior a la de Francia y, por lo tanto, donde la coalescencia de los segmentos está mucho más adelantada, como lo demuestra la persistencia del espíritu local y de la vida regional.

Hemos demostrado en otro lugar que todo crecimiento en el volumen y la densidad dinámica de las sociedades, al hacer más intensa la vida social, al extender el horizonte que cada individuo abarca con su pensamiento y llena con su acción, modifica profundamente las condiciones fundamentales de la existencia colectiva. No tenemos que volver sobre la aplicación que hicimos entonces de ese principio. Añadiremos solamente que nos ha servido para tratar no únicamente la cuestión todavía muy general, que era el objeto de este estudio, sino muchos otros problemas más específicos, y que así hemos podido comprobar también su exactitud mediante un número ya respetable de experiencias. Sin embargo, falta mucho para que creamos haber encontrado todas las particularidades del medio social que son susceptibles de desempeñar un papel en la explicación de los hechos sociales. Todo lo que podemos afirmares que son las únicas que hemos advertido y que no nos hemos visto llevados a buscar otras.

Pero esta especie de preponderancia que atribuimos al medio social y, más particularmente, al medio humano, no implica que debamos ver en ella algo así como un hecho último y absoluto más allá del cual no nos podamos remontar. Al contrario, es evidente que el estado en que se encuentra a cada momento de la historia depende de causas sociales, de las cuales unas son inherentes a la sociedad misma, mientras que las otras dependen de las acciones y las reacciones que se producen entre esa sociedad y sus vecinas. Por otra parte, la ciencia no conoce causas primeras en el sentido absoluto de la palabra. Para ella un hecho es primario simplemente cuando es bastante general para explicar un gran número de otros hechos.

Ahora bien, el medio social es ciertamente un factor de ese género; porque los cambios que se producen en él, sean cuales fueren sus causas, repercuten en todas las direcciones del organismo social y no dejan de afectar más o menos a todas las funciones.

Lo que acabamos de decir respecto al medio general de la sociedad puede repetirse acerca de los medios especiales para cada uno de los grupos particulares que encierra. Por ejemplo, la vida doméstica será muy distinta si la familia es más o menos numerosa, más o menos replegada sobre sí misma. Igualmente, si los gremios profesionales se reconstituyen de forma que cada uno de ellos se ramifique por toda la extensión del territorio en vez de quedar encerrados, como antaño, en los límites de una ciudad, la acción que ejercerán será muy diferente de la que ejercían antes. De manera más general, la vida profesional será muy distinta si el medio propio de cada profesión queda constituido o si su trama es floja como lo es hoy. Sin embargo, la acción de esos medios particulares no podrá tener la importancia del medio general; porque también ellos están sometidos a la influencia de este último. Hay que volver siempre a esto. La presión que ejerce sobre esos grupos parciales es la que hace variar su constitución.

Esta concepción del medio social como factor determinante de la evolución colectiva tiene la mayor importancia. Porque si se le rechaza, la sociología no podrá establecer ninguna relación de causalidad.

En efecto, prescindiendo de este orden de causas, no hay condiciones concomitantes de las que puedan depender los fenómenos sociales; porque si el medio social exterior, es decir el que está formado por las sociedades ambientes, es susceptible de ejercer alguna acción, será sólo sobre las funciones que tienen por objeto el ataque y la defensa, y además sólo puede hacer sentir su influencia por medio del medio social interno. Por lo tanto, las principales causas del desarrollo histórico no se encontrarían entre los circonfusa; estarían en el pasado. Formarían parte ellas mismas de ese desarrollo del que constituirían simplemente fases más antiguas. Los acontecimientos actuales de la vida social no derivarían del estado actual de la sociedad sino de acontecimientos anteriores, de los antecedentes históricos, y las explicaciones sociológicas consistirían exclusivamente en relacionar el presente con el pasado.

Esto puede ser suficiente. ¿No se dice, por lo general, que la historia tiene precisamente por objeto encadenar los acontecimientos de acuerdo con el orden de su sucesión? Pero es imposible concebir cómo el estado al que la civilización ha llegado en un momento dado podría ser la causa determinante del estado siguiente. Las etapas que recorre sucesivamente la humanidad no se engendran unas a otras. Se comprende bien que los progresos realizados en una época determinada en el orden jurídico, económico, político, etc., hacen posibles nuevos progresos, pero ¿en qué los predeterminan? Son un punto de partida que permite ir más lejos, pero ¿qué es lo que nos incita a ir más lejos? Habría que admitir entonces una tendencia interna que impulsa a la humanidad a rebasar sin cesar los resultados adquiridos, bien para realizarse por completo, bien para aumentar su felicidad, y el objeto de la sociología sería volver a encontrar el orden de acuerdo con el cual se ha desarrollado esta tendencia. Pero, sin volver sobre las dificultades que implica semejante hipótesis, en todo caso, la ley que expresa ese desarrollo no podría tener nada causal. En efecto, una relación de causalidad sólo puede establecerse entre dos hechos dados; pero esta tendencia, a la que se supone causa de dicho, desarrollo, no está dada; es sólo postulada y construida por el espíritu de acuerdo con los efectos que se le atribuyen. Es una especie de facultad motriz que imaginamos bajo el movimiento para explicarlo; pero la causa eficiente de un movimiento sólo puede ser otro movimiento, no una virtualidad de ese género. Por lo tanto, todo lo que logramos experimentalmente en la especie es una sucesión de cambios entre los cuales no existe ningún lazo causal. El estado antecedente no produce el consecuente, sino que la relación entre ellos es exclusivamente cronológica. Así, en estas condiciones, toda previsión científica resulta imposible. Podemos decir cómo se han sucedido las cosas hasta ahora, pero no en qué orden se sucederán en adelante, porque la causa de la que se supone que dependen no está científicamente determinada ni es determinable. Es cierto que, por lo general, se admite que la evolución proseguirá en el mismo sentido que en el pasado, pero en virtud de un simple postulado. Nada nos asegura que los hechos realizados expresen de manera bastante concreta la naturaleza de esta tendencia, para que podamos prejuzgar el término al cual aspira de acuerdo con aquellos por los que ha pasado sucesivamente. ¿Por qué la dirección que sigue y que imprime sería rectilínea?

He aquí por qué, de hecho, resulta tan restringido el número de las relaciones causales establecidas por los sociólogos. Salvo algunas excepciones de las cuales Montesquieu es el ejemplo más ilustre, la antigua filosofía de la historia se ha dedicado únicamente a descubrir el sentido general en el que se orienta la humanidad, sin tratar de eslabonar las fases de esta evolución con ninguna condición concomitante. Aunque Comte haya prestado algún gran servicio a la filosofía social, los términos en los cuales plantea el problema sociológico no difieren de los anteriores. Así, su famosa ley de los tres estados no es una relación de causalidad; aunque fuera exacta, no es y no puede ser más que empírica. Se trata de un vistazo sumario sobre la historia pasada del género humano. Comte considera arbitrariamente el tercer estado como el estado definitivo de la humanidad. ¿Quién nos dice que no surgirá otro en el porvenir? En fin, la ley que domina la sociología de Spencer no parece ser de otra naturaleza. Aunque fuera cierto que actualmente tendemos a buscar nuestra felicidad en una civilización industrial, nada asegura que en el futuro no la busquemos en otro lugar. La generalización y la persistencia de este método se deben a que se ha visto con mayor frecuencia en el medio social el modo por el cual se realiza el progreso, y no la causa que lo determina.

Por otro lado, también en relación con ese mismo medio se debe medir el valor útil o, como hemos dicho, la función de los fenómenos sociales. Entre los cambios de los que es la causa, sirven aquellos que están en relación con el estado en que se encuentra, puesto que es la condición esencial de la existencia colectiva. También desde este punto de vista, la concepción que acabamos de exponer es, creemos, fundamental; porque es la única que permite explicar cómo el carácter útil de los fenómenos sociales puede variar sin depender de arreglos arbitrarios. Si, en efecto, nos representamos la evolución histórica como movida por una especie de vis a tergo que empuja a los hombres hacia adelante, puesto que una tendencia motriz sólo puede tener una meta y una sola, sólo puede haber un punto de referencia en relación con el cual se calcula la utilidad o la nocividad de los fenómenos sociales. De ahí resulta que no existe ni puede existir más que un solo tipo de organización social que convenga perfectamente a la humanidad, y que las diferentes sociedades históricas no son más que aproximaciones sucesivas a ese único modelo. No es necesario demostrar hasta qué punto semejante simplismo es hoy irreconciliable con la variedad y la complejidad reconocidas de las formas sociales. Si, en cambio, la conveniencia o inconveniencia de las instituciones sólo puede establecerse en relación con un medio determinado, como esos medios son diversos, hay una diversidad de puntos de referencia y, por consiguiente, de tipos que, siendo cualitativamente distintos unos de otros, se fundan todos igualmente en la naturaleza de los medios sociales.

La cuestión que acabamos de tratar está pues estrechamente conectada con la que se refiere a la constitución de los tipos sociales. Si hay especies sociales es porque la vida colectiva depende ante todo de condiciones concomitantes que presentan cierta diversidad. Si, por el contrario, las principales causas de los acontecimientos sociales estuvieran todas en el pasado, cada pueblo no sería más que la prolongación del anterior y las diferentes sociedades perderían su individualidad para no ser más que momentos diversos de un solo y mismo desarrollo. Como, por otra parte, la constitución de] medio social resulta del modo de composición de los conglomerados sociales, e incluso estas dos expresiones son en el fondo sinónimos, tenemos ahora la prueba de que no hay caracteres más esenciales que los que hemos asignado como base de la clasificación sociológica.

En fin, ahora ya debemos comprender mejor que antes qué injusto sería apoyarse en las palabras «condiciones exteriores» y «medio», para acusar a nuestro método y buscar las fuentes de la vida fuera de lo vivo. Al contrario, las consideraciones que acabamos de ver vuelven a la idea de que las causas de los fenómenos sociales son internas a la sociedad. A la teoría que hace derivar la sociedad del individuo podría reprochársele con justicia que intente sacar lo interior de lo exterior, puesto que explica el ser social por otra cosa que él mismo, y lo más por lo menos, puesto que se dedica a deducir el todo de la parte. Estos principios apenas desconocen el carácter espontáneo de todo viviente de modo que, si se les aplica a la biología y a la psicología, deberemos admitir que la vida individual se elabora también entera en el interior del individuo.

IV

Del grupo de reglas que acabamos de establecer se desprende cierta concepción de la sociedad y de la vida colectiva.

En este punto hay dos teorías contrarias que tienen sus prosélitos.

Para unos, como Hobbes y Rousseau, hay una solución de continuidad entre el individuo y la sociedad. El hombre es, pues, naturalmente refractario a la vida común, sólo se resigna a ella por la fuerza. Los fines sociales ya no son simplemente el punto de encuentro de los fines individuales; les son más bien contrarios. Para hacer que el individuo los persiga es necesario ejercer sobre él una coacción, y en instituirla y organizaría consiste por excelencia la obra social. Pero como el individuo está considerado la sola y única realidad del reino humano, esta organización que tiene por objeto reprimirlo y contenerlo no puede concebirse más que como algo artificial. No se funda en la naturaleza, puesto que está destinada a violentarla impidiéndole producir consecuencias antisociales. Es una obra de arte, o una maquinaria construida en su totalidad por la mano de los hombres y que, como todos los productos de ese género, sólo es lo que es porque los hombres lo han querido así. Un decreto de la voluntad la ha creado, otro decreto puede transformarla. Ni Hobbes ni Rousseau parecen haber advertido lo contradictorio que resulta admitir que el individuo sea el propio autor de una maquinaria que tiene por papel esencial dominarlo y constreñirlo, o por lo menos les ha parecido que, para hacer desaparecer esa contradicción bastaba disminuirla a los ojos de los que son sus víctimas mediante el hábil artificio del pacto social.

Los teóricos del derecho natural, los economistas, y más recientemente Spencer[79] se ha inspirado en la idea contraria. Para ellos, la vida social es esencialmente espontánea y la sociedad una cosa natural. Pero, aunque le confieren ese carácter no es porque reconozcan una naturaleza específica; es porque le encuentran una base en la naturaleza del individuo. Como los pensadores que les anteceden, no ven en ella un sistema de cosas que existe por sí mismo, en virtud de causas que les son peculiares. Pero, mientras que aquéllos la concebían como una disposición convencional sin ningún lazo que la uniera a la realidad, como flotando en el aire, por decirlo así, éstos le dan por cimientos los instintos fundamentales del corazón humano. El hombre tiende naturalmente a la vida política, doméstica, religiosa, a los intercambios, etc., y de esas inclinaciones naturales procede la organización social. Por consiguiente, mientras sea normal no tiene necesidad de imponerse. Cuando recurre a la coacción es porque no es lo que debe ser o porque las circunstancias son anormales. En principio, basta dejar que las fuerzas individuales se desarrollen en libertad para que se organicen socialmente.

Pero ninguna de estas doctrinas es la nuestra.

Sin duda, hacemos de la coacción la característica de todo hecho social. Pero esta coacción no procede de una maquinaria más o menos complicada, destinada a disfrazar ante los hombres los cepos en los cuales se han atrapado ellos mismos. Se debe simplemente a que el individuo se encuentra en presencia de una fuerza que lo domina y ante la cual se inclina; pero esta fuerza es natural. No procede de una disposición convencional que la voluntad humana ha superpuesto a lo real; procede de las entrañas mismas de la realidad, y es el producto necesario de las causas dadas. Así, para que el individuo se someta de buen grado no es necesario recurrir a ningún artificio, basta hacerle tomar conciencia de su estado de subordinación y de inferioridad naturales; que por medio de la religión se haga una representación sensible y simbólica de ellas o que llegue por la ciencia a formarse una noción adecuada y definida. Como la superioridad que la sociedad tiene sobre él no es simplemente física, sino intelectual y moral, no tiene nada que temer del libre examen, con tal de que éste se aplique con justicia. La reflexión, al hacer entender al hombre hasta qué punto el ser social es más rico, más complejo y más duradero que el ser individual, debe revelarle las razones inteligibles de la subordinación que se le exige y de los sentimientos de adhesión y de respeto que la costumbre ha fijado en su corazón[80].

Por lo tanto, sólo hay una crítica singularmente superficial que podría reprochar a nuestro concepto de la coacción social el que repita las teorías de Hobbes y de Maquiavelo. Pero si, contrariamente a estos filósofos, decimos que la vida social es natural, no es porque encontremos su fuente en la naturaleza del individuo; es porque procede directamente del ser colectivo que es, por sí mismo, una naturaleza sui generis; y es que resulta de la elaboración especial a la que están sometidas las conciencias particulares por el hecho de su asociación y de la que se desprende una nueva forma de existencia[81]. Si reconocemos con unos que se presenta al individuo bajo el aspecto de la coacción, admitimos con otros que es un producto espontáneo de la realidad; y lo que reúne lógicamente a estos dos elementos en apariencia contradictorios es que la realidad de la que emana rebasa al individuo. Es decir, que las palabras coacción y espontaneidad no tienen en nuestra terminología el sentido que Hobbes da a la primera y Spencer a la segunda.

En resumen, a la mayor parte de las tentativas que se han hecho para explicar racionalmente los hechos sociales se ha podido objetar o que borraban toda idea de disciplina social, o que sólo llegaban a sostenerla con ayuda de subterfugios mentirosos. Las reglas que acabamos de exponer permitirían, por el contrario, elaborar una sociología que vería en el espíritu de su disciplina la condición esencial de toda vida en común, fundada sobre la razón y la verdad.