4. Reglas relativas
a la constitución
de los tipos sociales

PUESTO QUE UN HECHO SOCIAL sólo puede ser calificado de normal o anormal en relación con una especie social determinada, lo que antecede implica que una rama de la sociología está consagrada a la constitución de esas especies y a su clasificación.

Esta noción de la especie social presenta, por otro lado, la enorme ventaja de proporcionarnos un término medio entre las dos concepciones contrarias de la vida colectiva que se han repartido durante mucho tiempo los espíritus; me refiero al nominalismo de los historiadores[48] y al realismo extremado de los filósofos. Para el historiador, las sociedades constituyen otras tantas individualidades heterogéneas que no pueden compararse entre sí. Cada pueblo tiene su fisonomía propia, su constitución especial, su derecho, su moral, su organización económica que sólo le convienen a él, y cualquier generalización resulta casi imposible. En cambio, para el filósofo, todas esas agrupaciones particulares a las que llamamos tribus, ciudades, naciones, no son más que combinaciones contingentes y provisionales sin realidad propia. Sólo la humanidad es real y de los atributos generales de la naturaleza humana procede toda la evolución social. Por consiguiente, para los primeros la historia no es más que una sucesión de acontecimientos que se encadenan sin reproducirse; para los segundos, esos mismos acontecimientos sólo tienen valor e interés como ilustración de las leyes generales inscritas en la constitución del hombre, que dominan todo el desarrollo histórico. Para éstos, lo que resulta bueno en una sociedad no podría aplicarse a las otras. Las condiciones del estado de salud varían de un pueblo a otro y no pueden ser determinadas teóricamente; es cuestión de práctica, de experiencia, de tanteos. En cuanto a las otras, pueden ser calculadas una vez por todas y para el género humano en su totalidad. Parecía, pues, que la realidad social no podía ser objeto más que de una filosofía abstracta y vaga o de monografías puramente descriptivas. Pero eludimos esta alternativa cuando se reconoce que entre la multitud confusa de las sociedades históricas y el concepto único, pero ideal, de la humanidad, hay unos intermediarios: las especies sociales. En efecto, en la idea de especie se encuentran reunidas la unidad que exige toda investigación verdaderamente científica y la diversidad presentada en los hechos, puesto que la especie es siempre la misma entre todos los individuos que forman parte de ella y que, por otro lado, las especies difieren entre sí. Sigue siendo verdad que las instituciones morales, jurídicas, económicas, etc., son infinitamente variables, pero dichas variaciones brindan materia al pensamiento científico.

Por haber desconocido la existencia de especies sociales, Comte ha creído poder representar el progreso de las sociedades humanas como idéntico al de un pueblo único «con el que se relacionarían idealmente todas las modificaciones consecutivas observadas entre las distintas poblaciones[49]». En efecto, si no existe más que una sola especie social, las sociedades particulares sólo pueden diferir entre ellas por grados, según presenten de manera más o menos completa los rasgos constitutivos de esta especie única y según expresen en más o menos perfectamente a la humanidad. Si por el contrario, existen tipos sociales cualitativamente distintos unos de otros, por mucho que se les aproxime no podrá conseguirse que se reúnan exactamente como las secciones homogéneas de una recta geométrica. El desarrollo histórico pierde también la unidad ideal y simplista que se le atribuía; se fragmenta, por decirlo así, en una multitud de trozos que, porque difieren específicamente unos de otros, no podrían religarse de una manera continua. La famosa metáfora de Pascal, adoptada por Comte, se queda despojada de toda veracidad.

Pero ¿cómo hacer para constituir estas especies?

I

A primera vista, puede parecer que no hay otra forma de proceder más que la de estudiar cada sociedad en particular, hacer sobre ella una monografía lo más exacta y completa posible, y comparar todas esas monografías entre sí, ver en qué concuerdan o divergen, y entonces, según la importancia relativa de esas similitudes y de esas divergencias, clasificar los pueblos en grupos semejantes o diferentes. En apoyo de este método, se señala que es el único aceptable en una ciencia de la observación. En efecto, la especie no es más que el resumen de los individuos; entonces ¿cómo constituirlos, si no se empieza por describir cada uno de ellos y describirlos enteros? ¿No existe una regla según la cual no podemos elevarnos hasta lo general sin haber observado lo particular y todo lo particular? Por este motivo se ha intentado a veces aplazar el estudio de la sociología hasta la época indefinidamente alejada en que la historia, al estudiar las sociedades particulares, pueda conseguir resultados suficientemente objetivos y definidos para que puedan ser comparados útilmente.

Pero en realidad, esta circunspección sólo tiene una apariencia científica. En efecto, es inexacto que la ciencia no pueda instituir leyes sin haber pasado revista a todos los hechos que expresan, ni formar géneros más que después de haber descrito, en toda su integridad, los individuos que abarcan. El verdadero método experimental tiende más bien a sustituir los hechos vulgares que sólo son demostrativos bajo la condición de que sean muchos y que, por consiguiente, no permitan más que conclusiones siempre sospechosas por hechos decisivos o cruciales, como decía Bacon[50], que, por sí mismos e independientemente de su número, poseen un valor y un interés científicos. Sobre todo, es necesario proceder así cuando se trata de constituir géneros y especies. Porque hacer el inventario de todos los caracteres que corresponden a un individuo es un problema insoluble. Todo individuo es un infinito y el infinito no puede ser agotado. ¿Nos reduciremos a las propiedades más esenciales? Pero ¿de acuerdo con qué principio haremos la selección? Para ello necesitamos un criterio que supere al individuo y que las monografías mejor elaboradas no podrían proporcionarnos. Sin llevar las cosas hasta este extremo, podemos prever que, cuanto más numerosos sean los caracteres que sirvan de base a esta clasificación, más difícil resultará también que las diversas maneras en que se combinan en los casos particulares, presenten semejanzas suficientemente claras y diferencias bastante señaladas para permitir la constitución de grupos y de subgrupos definidos.

Pero, aun cuando fuera posible una clasificación de acuerdo con este método, tendría el enorme defecto de no prestar los servicios que son su razón de ser. En efecto, ante todo debe tener por objeto abreviar el trabajo científico sustituyendo la multiplicidad indefinida de los individuos por un número restringido de tipos. Pero pierde esta ventaja si esos tipos sólo han sido constituidos después de que se haya pasado revista a todos los individuos analizándolos completos. Esto no facilitará la investigación si sólo resume las investigaciones ya hechas. Sólo será verdaderamente útil si nos permite clasificar otros caracteres que los que le sirven de base, y si nos procura marcos para los hechos futuros. Su papel consiste en ofrecernos puntos de referencia a los cuales podamos unir otras observaciones distintas de las que nos han proporcionado esos mismos puntos.

Pero para esto es preciso que se haga, no de acuerdo con un inventario completo de todos los caracteres individuales, sino según un pequeño número de ellos, cuidadosamente elegidos. En estas condiciones, no sólo servirá para ordenar un poco los conocimientos ya dados sino también para elaborar otros. Le ahorrará al observador muchas gestiones porque le guiará. Por lo tanto, una vez establecida la clasificación sobre este principio, para saber si un hecho es general dentro de una especie no será necesario haber observado todas las sociedades de dicha especie; bastará con algunas. Y aun en muchos casos será suficiente una observación bien hecha, lo mismo que a menudo una experiencia bien llevada a cabo basta para el establecimiento de una regla.

Por consiguiente, debemos escoger para nuestra clasificación caracteres particularmente esenciales. Es verdad que no podemos conocerlos más que si la explicación de los hechos está suficientemente adelantada. Estas dos partes de la ciencia son solidarias y progresan una por medio de la otra. Sin embargo, sin entrar muy a fondo en el estudio de los hechos, no es difícil conjeturar de qué lado hay que buscar las propiedades características de los tipos sociales. En efecto, sabemos que las sociedades se componen de partes superpuestas las unas a las otras. Como la naturaleza de toda resultante depende necesariamente de la naturaleza y del número de los elementos componentes y de la forma de su combinación, dichos caracteres son sin duda los que debemos tomar como base, y se verá, en efecto, después, que de ellos dependen los hechos generales de la vida social. Por otra parte, como son de orden morfológico, podríamos llamar morfología social a la parte de la sociología que tiene como misión constituir y clasificar los tipos sociales.

Se puede incluso precisar más el principio de esta clasificación. En efecto, se sabe que las partes constitutivas de toda sociedad son otras sociedades más simples que ellas. Un pueblo se compone de la reunión de dos o varios pueblos que le han precedido. Si conociéramos la sociedad más simple que ha existido, para hacer nuestra clasificación sólo tendríamos que seguir la forma en que en sí misma dicha sociedad se compone y en que sus componentes se integran entre sí.

II

Spencer comprendió muy bien que la clasificación metódica de los tipos sociales no podía tener otro fundamento.

«Hemos visto —dice— que la evolución social empieza por pequeños conglomerados simples; que progresa por la unión de algunos de éstos formando otros mayores, y que después de haberse consolidado dichos grupos se unen con otros semejantes a ellos para formar conglomerados aún más grandes. Nuestra clasificación debe pues empezar por sociedades del primer orden, es decir, del más simple[51]».

Por desgracia, para aplicar en la práctica este principio, habría que definir con precisión lo que se entiende por sociedad simple. Ahora bien, Spencer no sólo no da esta definición, sino que la juzga casi imposible[52]. Y es que, en efecto, la simplicidad como él la entiende, consiste esencialmente en cierta elementalidad de la organización. Pero no es fácil decir con exactitud en qué momento la organización social es lo suficientemente rudimentaria para calificarla de simple: es cuestión de criterio. Así, la fórmula que da es tan sumamente vaga que conviene a toda clase de sociedades. Dice que no tenemos nada mejor que hacer que considerar como sociedad simple «la que forma un todo no sujeto a otro y cuyas partes cooperan con o sin centro regulador, en vista de ciertos fines de interés público.»[53] Pero hay muchos pueblos que satisfacen esta condición. De ahí resulta que confunde, un poco al azar, bajo esta misma rúbrica, todas las sociedades menos civilizadas. Nos imaginamos lo que puede ser, con semejante punto de partida, todo el resto de su clasificación. En ella vemos aproximadas, en la más asombrosa confusión, las sociedades más dispares, los griegos homéricos junto a los feudos del siglo X y por debajo de los bechuanes, los zulúes y los fidjianos, la confederación ateniense junto a los feudos de la Francia del siglo XVIII y por debajo de los iroqueses y los araucanos.

La palabra simplicidad sólo tiene un sentido definido cuando significa una ausencia completa de partes. Por sociedad simple hay que entender toda sociedad que no comprende a otras más simples que ella; que no sólo está actualmente reducida a un segmento único, sino que tampoco presenta ninguna huella de una segmentación anterior. La horda, tal como la hemos definido en otro lugar[54], responde exactamente a esta definición. Es un conglomerado social que no comprende y no ha comprendido nunca en su seno ningún otro grupo más elemental, pero que se resuelve inmediatamente en individuos. Éstos no forman, en el interior del grupo total, grupos especiales ni diferentes del anterior; están yuxtapuestos atómicamente. Se concibe que no pueda haber una sociedad más simple; es el protoplasma del reino social y, por consiguiente, la base natural de toda clasificación.

Es posible que no exista una sociedad histórica que responda exactamente a este señalamiento; pero, como ya hemos demostrado en el libro antes citado, conocemos una multitud formada, inmediatamente y sin otro intermediario, por una repetición de hordas. Cuando la horda se convierte así en un segmento social, en vez de ser la sociedad entera, cambia de nombre y se denomina clan, pero conserva los mismos rasgos constitutivos. En efecto, el clan es un conglomerado social que no se resuelve en ningún otro más restringido. Tal vez se observe que, generalmente donde lo observamos hoy, comprende una pluralidad de familias particulares. Pero primero, por razones que no podemos desarrollar aquí, creemos que la formación de estos pequeños grupos familiares es posterior al clan; no constituyen, hablando con exactitud, segmentos sociales porque no son divisiones políticas. Donde se le encuentra, el clan constituye la última división de este género. Por consiguiente, aunque no dispongamos de otros hechos para postular la existencia de la horda —y hay algunos que tendremos un día oportunidad de exponer— la existencia del clan, es decir, de sociedades formadas por una reunión de hordas, nos autoriza a suponer que ha habido primero sociedades más simples que se reducían a la horda propiamente dicha, y hacen de ésta el tronco del que han brotado todas las especies sociales.

Ya planteada esta noción de la horda o sociedad de segmento único —concebida como una realidad histórica o como un postulado de la ciencia— tenemos el punto de apoyo necesario para construir la escala completa de los tipos sociales. Se distinguirán tantos tipos fundamentales como manera tenga la horda de combinarse consigo misma, engendrando sociedades nuevas y éstas a su vez combinándose entre sí. Encontraremos primero conglomerados formados por una simple repetición de hordas o de clanes (por darles su nuevo nombre), sin que estos clanes estén asociados entre sí de modo que formen grupos intermedios entre el grupo total que los abarca a todos y cada uno. Están simplemente yuxtapuestos como individuos de la horda. Encontramos ejemplos de estas sociedades a las que podríamos llamar polisegmentarias simples en ciertas tribus iroquesas y australianas. El arch o tribu kabila tiene el mismo carácter; es una reunión de clanes establecidos en forma de aldeas. Lo más verosímil es que hubo en la historia un momento en que la curia romana y la fratria ateniense fueron sociedades de ese género. Por encima, vendrían las sociedades formadas por un ensamblaje de sociedades de la especie anterior, es decir, las sociedades polisegmentarias compuestas simplemente. Por ejemplo, la ciudad, reunión de tribus, ellas mismas conglomerados de curias, las cuales, a su vez, se resuelven en gentes o clanes, y la tribu germánica, con sus condados, que se subdividen en «centenas», que a su vez tienen como unidad última el clan convertido en aldea.

No tenemos que desarrollar más ni llevar más lejos estas pocas indicaciones, porque no se trata de efectuar aquí una clasificación de las sociedades. Es un problema demasiado complejo para tratarlo de paso; al contrario, supone todo un conjunto de investigaciones largas y especiales. Hemos querido solamente concretar las ideas con algunos ejemplos, y demostrar cómo debe aplicarse el principio del método. No deberíamos considerar lo que antecede como una clasificación concreta de las sociedades inferiores. Hemos simplificado un poco las cosas para mayor claridad. En efecto, hemos supuesto que cada tipo superior estaba formado por una repetición de sociedades de un mismo tipo, del tipo inmediatamente inferior. Ahora bien, no es imposible que unas sociedades de especies diferentes, situadas a distintas alturas en el árbol genealógico de los tipos sociales, se reúnan para constituir una especie nueva. Conocemos al menos un caso; el Imperio romano, que incluía en su seno pueblos de las naturalezas más diversas[55].

Pero, una vez constituidos dichos tipos, se podrán distinguir en cada uno de ellos variedades diferentes dependiendo de que las sociedades segmentarias, que sirven para integrar la sociedad resultante, conserven cierta individualidad o por, el contrario, sean absorbidas en la masa total. Se comprende que los fenómenos sociales deben variar, no sólo de acuerdo con la naturaleza de los elementos componentes, sino según el modo de su composición; sobre todo, se diferencian si cada uno de los grupos parciales conserva su vida local o si son todos arrastrados en la vida general, es decir, según estén concentrados más o menos estrechamente. Por tanto, se deberá investigar si en un momento cualquiera se produce una coalescencia completa de dichos segmentos. Se reconocerá que ésta existe cuando la composición original de la sociedad ya no afecta su organización administrativa y política. Desde ese punto de vista, la ciudad se distingue claramente de las tribus germánicas. En estas últimas, la organización basada en los clanes se ha conservado, aunque borrosa, hasta el final de su historia; mientras que en Roma, en Atenas, las gentes y los GRIEGO dejaron muy pronto de ser divisiones políticas para convertirse en grupos privados.

En el interior de las divisiones así constituidas tratará de introducir nuevas distinciones de acuerdo con caracteres morfológicos secundarios. Sin embargo, por razones que daremos más adelante, no creemos posible superar últimamente las divisiones generales que acabamos de indicar. Además, no tenemos por qué meternos en esos pormenores, nos basta haber expuesto el principio de clasificación que podemos enunciar así: empezaremos por clasificar las sociedades de acuerdo con el grado de composición que presentan, tomando por base la sociedad perfectamente simple o de segmento único; en el interior de estas clases, se distinguirán variedades diferentes según se produzca o no una coalescencia completa de los segmentos iniciales.

Estas reglas responden implícitamente a una cuestión que el lector puede haberse planteado al vernos hablar de especies sociales como si existieran, sin haber establecido directamente su existencia. Dicha prueba se encuentra en el principio mismo del método que acabamos de exponer.

En efecto, acabamos de ver que las sociedades eran sólo diferentes combinaciones de la única y misma sociedad original. Pero un mismo elemento no puede componerse consigo mismo, y los componentes que resultan no pueden a su vez componerse entre ellos más que a través de un número de modos limitados, sobre todo cuando los elementos componentes son poco numerosos, como es el caso de los segmentos sociales. La gama de las combinaciones posibles está, pues, limitada y, por lo tanto, la mayoría de ellas, por lo menos, tienen que repetirse. Por eso hay especies sociales. Además, es posible que algunas de esas combinaciones sólo se produzcan una vez. Esto no impide que haya especies. Únicamente se dirá en los casos de este género que la especie no comprende más que un individuo[56].

Hay, pues, especies sociales por el mismo motivo que existe especies biológicas. En efecto, estas últimas se deben a que los organismos no son más que combinaciones variadas de una sola y misma unidad anatómica. Sin embargo, desde ese punto de vista, hay una gran diferencia entre los dos reinos. Entre los animales, un factor especial da a los caracteres específicos una fuerza de resistencia que no tienen los otros; es la generalización. Los primeros, porque son comunes a todo el linaje de ascendientes, y están arraigados con más fuerza dentro del organismo. No se dejan fácilmente influir por la acción de los medios individuales, sino que se mantienen idénticos a sí mismos, pese a la diversidad de las circunstancias exteriores. Hay una fuerza interna que los fija pese a las tentaciones para modificarse que pueden llegarles de fuera; es la fuerza de los hábitos hereditarios. Por eso están claramente definidos y pueden ser determinados con precisión. En el reino social, falta esta causa interna. No pueden ser reforzados por la generación porque sólo duran una generación. En efecto, es normal que las sociedades engendradas pertenezcan a una especie distinta que las sociedades generadoras, porque estas últimas al combinarse originan disposiciones completamente nuevas. Sólo la colonización podría ser comparada a una generación por germinación; pero, para que la asimilación sea exacta, es preciso que el grupo de los colonos no se mezcle con ninguna sociedad de otra especie o de otra variedad. Los atributos distintivos de la especie no reciben de la herencia un aumento de fuerza que les permita resistir a las variaciones individuales. Pero se modifican y matizan hasta el infinito bajo la acción de las circunstancias; por eso, cuando se las quiere captar, una vez alejadas todas las variantes que las ocultan, a menudo no se obtiene más que un residuo bastante indeterminado. Esta indeterminación crece naturalmente tanto más cuanto que la complejidad de los caracteres es mayor; porque, cuanto más compleja es una cosa, es más fácil que las partes que la componen puedan formar combinaciones diferentes. De ahí resulta que el tipo específico, más allá de los caracteres más generales y más simples, no presenta contornos tan definidos como en biología[57].