3. Reglas relativas
a la distinción
entre lo normal y lo patológico

LA OBSERVACIÓN REALIZADA de acuerdo con las reglas anteriores confunde dos órdenes de hechos, muy diferentes en ciertos aspectos: los que son todo lo que deben ser y los que deberían ser diferentes de lo que son, los fenómenos normales y los patológicos. Incluso hemos visto que era necesario incluirlos por igual en la definición con la que deben iniciarse todas las investigaciones. Pero si en ciertos aspectos poseen la misma naturaleza, no dejan de constituir dos variedades diferentes y que importa distinguir. ¿Dispone la ciencia de medios que permitan establecer dicha distinción?

Esta pregunta es de la mayor importancia porque de la solución que se le dé depende la idea que nos hacemos del papel que corresponde a la ciencia, sobre todo a la ciencia del hombre. De acuerdo con una teoría cuyos partidarios pertenecen a las escuelas más diversas, la ciencia no nos enseñaría nada acerca de lo que debemos creer. Se dice que sólo conoce hechos que tienen el mismo valor y el mismo interés; los observa, los explica, pero no los juzga; para ella no hay ninguno censurable. Ante sus ojos el bien y el mal no existen. Puede decirnos de qué modo producen las causas sus efectos, pero no con qué fines. Para saber, no lo que es, sino lo que es deseable, hay que recurrir a las sugerencias del inconsciente, llámese como se llame, sentimiento, instinto, impulso vital, etc. Un escritor que ya hemos citado dice que la ciencia puede iluminar el mundo, pero permite a la noche reinar en los corazones; el corazón mismo debe crear su propia luz. La ciencia se encuentra así despojada, o casi, de toda eficacia práctica y, por consiguiente, sin mucha razón de ser; ¿por qué esforzarnos en conocer lo real, si el conocimiento que adquirimos no puede servirnos en la vida? ¿Se nos dirá que al revelarnos las causas de los fenómenos, nos proporciona los medios de producirlos a nuestro antojo y, por lo tanto, de realizar los fines que nuestra voluntad persigue por razones supracientíficas? Pero todo medio es en sí mismo un fin, por un lado; porque para aplicarlo es preciso quererlo lo mismo que el fin cuya realización prepara. Hay siempre varios caminos que llevan una meta determinada, y es preciso escoger entre ellos. Ahora bien, si la ciencia no puede ayudarnos en la elección del fin mejor, ¿cómo podría enseñarnos cuál es la mejor vía para llegar? ¿Por qué nos recomendaría la más rápida de preferencia a la más económica, la más segura antes que la más sencilla, o a la inversa? Si no puede guiarnos en la determinación de los fines superiores, no es por ello menos impotente cuando se trata de esos fines secundarios y subordinados que se llaman medios.

Es verdad que el método ideológico permite escapar de ese misticismo y es, por otra parte, el deseo de escapar lo que ha constituido, en parte, la persistencia de este método.

En efecto, los que lo han aplicado eran demasiado racionalistas para admitir que la conducta humana no necesita ser dirigida por la reflexión: y sin embargo no veían en los fenómenos, considerados en sí mismos, independientemente de todo dato subjetivo, nada que permita clasificarlos de acuerdo con su valor práctico. Parecía, pues, que el único medio de juzgarlos fuera referirlos para dirigir a algún concepto que los dominara; en adelante, la aplicación de nociones para dirigir la comparación de los hechos, en vez de derivarlas de ellos, se hacía indispensable en toda sociología racional. Pero sabemos que, si en esas condiciones la práctica se hace reflexiva, la reflexión así utilizada no es científica.

El problema que acabamos de plantear va a permitirnos reivindicar los derechos de la razón sin recaer en la ideología. En efecto, tanto para las sociedades como par los individuos, la salud es buena y deseable; la enfermedad, al contrario, es lo malo y lo que debe ser evitado. Entonces, si encontramos un criterio objetivo inherente a los hechos mismos y que nos permita distinguir científicamente la salud de la enfermedad, en los diversos órdenes de los fenómenos sociales, la ciencia se encontrará en situación de iluminar la práctica permaneciendo fiel a su propio método. Sin duda, como hoy no consigue llegar al individuo, sólo puede suministrarnos indicaciones generales que no pueden ser diversificadas de modo conveniente, más que si se entra directamente en contacto con lo particular, por medio de la sensación. El estado de salud, tal como puede definirlo, no convendría exactamente a ningún sujeto individual, ya que sólo puede ser establecido en relación con las circunstancias más comunes, de las que todo el mundo se desvía más o menos: sin embargo, no deja de ser un punto de referencia preciso para orientar la conducta. Aunque pueda ajustarse después a cada caso especial, no se deduce que no sea interesante conocerlo. Al contrario, es la norma que debe servir de base a todos nuestros razonamientos prácticos. En esas condiciones, ya no se tiene derecho a decir que el pensamiento no es útil a la acción. Entre la ciencia y el arte ya no existe un abismo; pero se pasa de una a otro sin solución de continuidad. Es cierto que la ciencia sólo puede descender a los hechos por intermedio del arte, pero el arte es sólo la prolongación de la ciencia. Y podemos preguntarnos si la insuficiencia práctica de esta última no puede ir disminuyendo a medida que las leyes que establece expresan en forma cada vez más completa la realidad individual.

I

Vulgarmente se considera el sufrimiento como síntoma de enfermedad y es cierto que, en general, existe entre estos dos hechos una relación, pero a la que le falta precisión y constancia. Hay graves diátesis que son indoloras, mientras que algunos trastornos sin importancia, como los que ocasiona una basurita en el ojo, causan verdadero suplicio. Es más, en ciertos casos, la falta de dolor, o hasta el placer, son síntomas de enfermedad. Hay cierta invulnerabilidad patológica. En circunstancias en las que un hombre sano sufriría, el neurasténico puede experimentar una sensación de gozo cuya naturaleza mórbida es indiscutible. A la inversa, el dolor acompaña muchos estados, como el hambre, la fatiga, el parto, que son fenómenos puramente fisiológicos.

¿Diremos que la salud, que consiste en un feliz desarrollo de las fuerzas vitales, se reconoce por la perfecta adaptación del organismo a su medio, y llamaremos, al contrario, enfermedad a todo lo que turba esta adaptación? Pero —volveremos más tarde sobre este punto— no está demostrado que cada estado del organismo corresponda a algún estado exterior. Además, y aunque dicho criterio fuera realmente propio del estado de salud, necesitaría otro criterio para poder ser reconocido; porque, en todo caso, tendríamos que saber de acuerdo con qué principio puede afirmarse que tal forma de adaptarse es más perfecta que otra.

¿Se trata de la forma en que uno y otro afectan nuestras oportunidades de supervivencia? La salud sería el estado de un organismo en que esas oportunidades se encuentran al máximo, y la enfermedad, por el contrario, todo lo que las disminuye. Es indudable que, en general, la enfermedad tiene realmente por consecuencia una debilitación del organismo. Pero no es la única que produce este resultado. Las funciones de reproducción en ciertas especies inferiores arrastran fatalmente la muerte e, incluso en especies más elevadas, crean riesgos. Sin embargo, son normales. La ancianidad y la infancia tienen los mismos efectos; porque el anciano y el niño son más accesibles a las causas de destrucción. ¿Son entonces enfermos y es preciso no admitir más tipo sano que el del adulto? ¡He aquí que el campo de la salud y el de la fisiología quedan singularmente reducidos! Si, por otra parte, la ancianidad es ya por sí misma una enfermedad, ¿cómo distinguir al anciano sano del anciano enfermizo? Desde el mismo punto de vista habrá que clasificar la menstruación entre los fenómenos mórbidos; porque con los trastornos que provoca aumenta la receptividad de la mujer a la enfermedad. Sin embargo ¿cómo calificar de enfermizo un estado cuya ausencia o desaparición prematura constituye indiscutiblemente un fenómeno patológico? Se razona sobre esa cuestión como si en un organismo sano cada pormenor tuviera un papel útil que desempeñar; como si cada estado interno respondiera exactamente a alguna condición externa y, por lo tanto, contribuyera a garantizar, por su parte, el equilibrio vital y a reducir las posibilidades de muerte. Es, al contrario, legítimo suponer que ciertas disposiciones anatómicas o funcionales no sirven directamente para nada, sino que son simplemente porque son, porque no pueden no ser, dadas las condiciones generales de la vida. No podríamos calificar de mórbidas, porque la enfermedad es, ante todo, algo evitable que no está implicado en la constitución normal del ser vivo. Pero puede suceder que, en vez de fortalecer el organismo, disminuyan su capacidad de resistencia y, por consiguiente, aumenten los riesgos mortales.

Por otro lado, no es seguro que la enfermedad tenga siempre el resultado en función del cual se la quiere definir. ¿No hay muchos males demasiado leves para que podamos atribuirles una influencia sensible sobre las bases vitales del organismo? Incluso entre los más graves, hay algunos cuyas consecuencias no son nada molestas, si sabemos luchar contra ellas con los medios de que disponemos. El enfermo gástrico que practica una buena higiene puede vivir tantos años como el hombre sano. Claro que está obligado a cuidarse, pero ¿no estamos todos igualmente obligados a cuidarnos? ¿No puede conservarse la vida de otra manera? Cada uno de nosotros tiene su higiene propia; la del enfermo no se parece a la que practica el promedio de los hombres de su tiempo y de su ambiente; pero ésta es la única diferencia que existe entre ellos en ese aspecto. La enfermedad no nos deja siempre desamparados y en un estado de inadaptación irremediable; nos obliga sólo a adaptarnos de una manera distinta a la de la mayoría de nuestros semejantes. ¿Quién nos dice, incluso, que no hay enfermedades útiles? La viruela que nos inoculamos por medio de la vacuna es una verdadera enfermedad que aceptamos voluntariamente y sin embargo aumenta nuestras oportunidades de supervivencia. Y tal vez existen otros muchos casos en que la molestia causada por la enfermedad es insignificante al lado de las inmunidades que nos confiere.

En fin, y sobre todo, este criterio es con mucha frecuencia inaplicable. En rigor, es posible establecer que la mortalidad más baja que se conoce se encuentra en tal grupo determinado de individuos; pero no se puede demostrar que no existe otra inferior, ¿quién nos dice que no son posibles otras medidas que tendrían como efecto disminuir todavía dicha tasa? Ese minimum no es la prueba de una perfecta adaptación, ni tampoco el índice seguro del estado de salud si nos referimos a la definición anterior. Además, un grupo de esta naturaleza es muy difícil de constituir y aislar de todos los otros como sería necesario para que se pudiera observar la constitución orgánica cuyo privilegio posee y que es la causa supuesta de dicha superioridad, A la inversa, si se trata de una enfermedad cuyo desenlace es generalmente mortal, es evidente que las probabilidades que tiene el ser de sobrevivir quedan disminuidas y entonces la prueba resulta singularmente difícil, cuando la enfermedad no es de las que traen directamente la muerte. No hay en efecto más que una manera objetiva de comprobar que algunos seres, situados en condiciones determinadas, tienen menos probabilidades de sobrevivir que otros, o sea, de hacer ver que, de hecho, la mayoría de ellos viven menos tiempo. Pero, si en el caso de enfermedades puramente individuales esta demostración es a menudo posible, resulta totalmente impracticable en sociología. Carecemos aquí del punto de referencia de que dispone el biólogo, o sea, la cifra de la mortalidad media. Ni siquiera podemos distinguir con exactitud aproximada en qué momento nace una sociedad y en qué momento muere. Todos estos problemas, que hasta en la biología están lejos de ser claramente resueltos, siguen aún para el sociólogo envueltos en el misterio. Por otra parte, los acontecimientos que se producen en el curso de la vida social y se repiten de manera casi idéntica en todas las sociedades del mismo tipo son demasiado variados para que sea posible determinar en qué medida uno de ellos puede haber contribuido a precipitar el desenlace final. Cuando se trata de individuos, como son muchos, se pueden escoger, para compararlos, aquellos que sólo tengan en común una misma anomalía: así, ésta queda aislada de todos los fenómenos concomitantes y se puede estudiar la naturaleza de su influencia sobre el organismo. Si, por ejemplo, un millar de reumáticos, escogidos al azar, presentan una mortalidad sensible superior a la media, tenemos buenas razones para atribuir este resultado a la diátesis reumática. Pero en sociología, como cada especie social cuenta sólo con un pequeño número de individuos, el campo de las comparaciones es demasiado restringido para que las agrupaciones de este género resulten demostrativas.

Entonces a falta de esta prueba de hecho, no queda otra posibilidad que la de recurrir a razonamientos deductivos cuyas conclusiones no pueden tener otro valor que el de presunciones subjetivas. Se demostrará no que tal acontecimiento debilita efectivamente el organismo social, sino que debe producir dicho efecto. Para lo cual se hará ver que no puede dejar de tener tal o cual consecuencia que se juzga molesta para la sociedad y, con esa base, se declarará mórbida. Pero, incluso suponiendo que engendre en efecto esta consecuencia, puede suceder que los inconvenientes que presenta se vean más que compensados por ventajas que no se advierten. Además, sólo existe una razón que permita calificarla de funesta, y es que trastorna el juego normal de las funciones. Pero dicha prueba supone el problema ya resuelto; pues sólo es posible cuando se ha determinado previamente en qué consiste el estado normal y por consiguiente si se sabe con qué signo puede ser reconocido. ¿Trataremos de construirlo totalmente a prion? No hace falta demostrar el valor que puede tener semejante construcción. Por eso en sociología, como en la historia, los mismos hechos son calificados de acuerdo con los sentimientos personales del científico, como saludables o desastrosos. Así, sucede sin cesar que para un teórico incrédulo los restos de fe que sobreviven en medio del quebrantamiento general de las creencias religiosas sean un fenómeno mórbido, mientras que para el creyente la incredulidad misma es hoy la gran enfermedad social. Igualmente para el socialista la organización económica actual es un hecho de teratología social, mientras que, para el economista ortodoxo, las tendencias socialistas son patológicas por excelencia. Y cada uno de ellos encuentra silogismos que juzga bien hechos para apoyar su opinión.

El defecto común de estas definiciones es el de querer encontrar prematuramente la esencia de los fenómenos. Entonces suponen ya adquiridas proposiciones que, verdaderas o no, sólo pueden ser comprobadas si la ciencia ha progresado lo suficiente. Sin embargo, se trata de conformarnos con la regla que hemos establecido antes. En vez de pretender determinar de golpe las relaciones de estado normal y de su contrario con las fuerzas vitales, busquemos simplemente algún signo exterior inmediatamente perceptible, pero objetivo, que nos permita distinguir uno de otro esos dos órdenes de hechos.

Todo fenómeno sociológico, como, por otra parte, todo fenómeno biológico, es susceptible, aun permaneciendo esencialmente él mismo, de revestir formas diferentes según los casos. Ahora bien, entre esas formas las hay de dos clases. Unas son generales en toda la extensión de la especie; otras se vuelven a encontrar, si no entre todos los individuos, por lo menos en la mayor parte, y, aunque no se repitan idénticamente en todos los casos en donde se observan sino que varían de un sujeto a otro, estas variaciones están comprendidas entre límites muy aproximados. Otras, en cambio, son excepcionales; no sólo se encuentran únicamente en una minoría, sino que sucede con frecuencia que incluso donde se reproducen no duren toda la vida del individuo. Constituyen una excepción lo mismo en el tiempo que en el espacio[33]. Estamos pues en presencia de dos variedades de fenómenos que deben ser designadas con términos diferentes. Llamaremos normales a los hechos que prejuzgan las formas más generales y daremos a las otras el nombre de mórbidas o patológicas. Si convenimos en denominar tipo medio al ser esquemático que reúne en un mismo todo, en una especie de individualidad abstracta, los caracteres más frecuentes de la especie, con sus formas más frecuentes también, podemos decir que el tipo normal se confunde con el tipo medio y que toda desviación respecto a este patrón de la salud es un fenómeno mórbido. Es verdad que el tipo medio no podría determinarse con la misma claridad que un tipo individual, puesto que sus atributos constitutivos no son absolutamente fijos, sino susceptibles de variación. Pero no podemos poner en duda la posibilidad de constituirlo, puesto que es la materia inmediata de la ciencia, porque no se confunde con el tipo genérico. Lo que el fisiólogo estudia son las funciones del organismo medio y sucede lo mismo con el sociólogo. Cuando podamos diferenciar las distintas especies sociales —trataremos esta cuestión más adelante— será posible entonces descubrir la forma más general que presenta un fenómeno dentro de una especie determinada.

Vemos que sólo puede calificarse como patológico un hecho en relación con una especie determinada. Las condiciones de la salud y de la enfermedad no pueden ser definidas in abstracto y de una manera absoluta. Esta regla no se discute en biología; nunca se le ha ocurrido a nadie que lo que es normal en un molusco lo sea también en un vertebrado. Cada especie tiene su salud peculiar, porque hay un tipo medio que le es propio, y la salud de las especies más inferiores no es menor que la de las más elevadas. El mismo principio se aplica a la sociología, aunque a menudo se le desconoce. Hay que renunciar a la costumbre, todavía muy difundida, de juzgar una institución, una práctica, una máxima moral, como si fueran buenas o malas en sí mismas y por sí mismas, para todos los tipos sociales indistintamente.

Puesto que el punto de referencia en relación con el cual se puede juzgar el estado de salud o de enfermedad varía con las especies, puede variar también para una sola y misma especie si ésta llega a cambiar. Así, desde el punto de vista puramente biológico, lo que es normal para el salvaje no lo es siempre para el hombre civilizado, y a la inversa[34]. Existe sobre todo un orden de variaciones que importa tener en cuenta porque se producen regularmente en todas las especies: son las que se refieren a la edad. La salud del anciano no es la del adulto, lo mismo que ésta no es la del niño y lo mismo sucede en las sociedades[35]. Por lo tanto, no puede calificarse un hecho social como normal para una especie social determinada más que en relación con una fase, determinada igualmente, de su desarrollo; por consiguiente, para saber si tiene derecho a esta denominación no basta observar bajo qué forma se presenta en la generalidad de las sociedades que pertenecen a dicha especie, hay que cuidar también de considerarla en la fase correspondiente de su evolución.

Parece que acabamos de proceder simplemente a hacer una definición de palabras; porque sólo hemos agrupado los fenómenos según sus semejanzas y sus diferencias imponiendo nombres a los grupos así formados. Pero en realidad, los conceptos que hemos constituido así, aunque poseen la gran ventaja de ser reconocibles por caracteres objetivos y fácilmente perceptibles, no se alejan de la noción común de la salud y enfermedad. En efecto ¿La enfermedad no es concebida por todo el mundo como un accidente, que la naturaleza del ser vivo contiene sin duda, pero no engendra de ordinario? Es lo que los antiguos filósofos expresan al decir que no procede de la naturaleza de las cosas, que es producto de una especie de contingencia inmanente a los organismos. Dicha concepción es, seguramente, la negación de toda ciencia; porque la enfermedad no es más milagrosa que la salud, está igualmente fundada en la naturaleza de los seres. Pero no se funda en la naturaleza normal; no está implicada en su temperamento ordinario ni ligada a las condiciones de existencia de las que depende generalmente. A la inversa, para todo el mundo el tipo de salud se confunde con el de la especie. Incluso no se puede concebir sin contradicción una especie que, por sí misma y en virtud de su constitución fundamental, esté irremediablemente enferma. Es la norma por excelencia y por lo tanto no podría contener nada anormal.

Es cierto que, corrientemente, se entiende también por salud un estado generalmente preferible a la enfermedad. Pero esta definición se halla contenida en la anterior. Si los caracteres cuya reunión forma el tipo normal, han podido generalizarse en una especie, no es sin motivo. Esta generalidad es en sí misma un hecho que necesita ser explicado y que por eso reclama una causa. Sería inexplicable que las formas de organización más difundidas no fueran también, por lo menos en conjunto, las más ventajosas. ¿Cómo hubieran podido mantenerse en tan gran variedad de circunstancias si no pusieran a los individuos en situación de resistir mejor a las causas de destrucción? Y a la inversa, si las otras son más raras es evidente que en el promedio de los casos los sujetos que las presentan tienen más dificultad para sobrevivir.

La mayor frecuencia de las primeras es pues la prueba de su superioridad[36].

II

Esta última observación proporciona incluso un medio para controlar los resultados del método que antecede.

Puesto que la generalización que caracteriza exteriormente los fenómenos normales es un fenómeno explicable, después de haber sido directamente establecida por la observación, se puede tratar de explicarla. Sin duda, podemos asegurarnos por anticipado que no carece de causa, pero es preferible saber con exactitud cuál es dicha causa. El carácter normal del fenómeno será, en efecto, más indiscutible si se demuestra que el signo exterior que lo había revelado primero no es puramente aparente, sino que se funda en la naturaleza de las cosas; en una palabra, si se puede erigir dicha normalidad de hecho en una normalidad de derecho. Por otra parte, esta demostración no consistirá siempre en hacer ver que el fenómeno es útil al organismo, aunque este sea el caso más frecuente por las razones que acabamos de exponer; pero puede suceder también, como hemos observado antes, que exista una disposición normal que no sirva para nada, simplemente porque está necesariamente implicada en la naturaleza del ser. Así sería tal vez útil que el parto no determinara molestias tan violentas en el organismo femenino; pero eso es imposible. Por consiguiente, la normalidad del fenómeno se explicará sólo porque se relaciona con las condiciones de la especie considerada; bien como un efecto mecánicamente necesario de esas condiciones, bien como un medio que permita a los organismos adaptarse[37].

Esta prueba no es simplemente útil a título de control. En efecto, no hay que olvidar que, si interesa distinguir lo normal de lo anormal, es sobre todo con miras a iluminar la práctica. Ahora bien, para actuar con conocimiento de causa no basta saber lo que debemos desear, sino por qué debemos desearlo. Las proposiciones científicas relativas al estado normal serán más inmediatamente aplicables en los casos particulares cuando aparezcan acompañadas de sus razones; porque entonces será más fácil reconocer en qué caso conviene modificarlas al aplicarlas y en qué sentido.

Hay incluso circunstancias en que esta comprobación es rigurosamente necesaria, porque si se aplicara solo, el primer método, podría inducir a error. Esto es lo que sucede durante los periodos de transición en que la especie entera está evolucionando, sin encontrarse aún fijada definitivamente en una forma nueva. En este caso, el único tipo normal realizado en la actualidad y dado en los hechos es el del pasado y sin embargo ya no está en relación con las nuevas condiciones de existencia. Un hecho puede así persistir en toda la extensión de una especie, aunque no responda ya a las exigencias de la situación. Entonces ya sólo posee las apariencias de la normalidad; porque la generalización que presenta no es más que una etiqueta engañosa, puesto que sólo se mantiene por la fuerza ciega de la costumbre, y ya no es el índice de que el fenómeno observado está estrechamente ligado a las condiciones generales de la existencia colectiva. Esta dificultad es, por otra parte, peculiar a la sociología. No existe, por decirlo así, para el biólogo. Es, en efecto, muy raro que las especies animales tengan que adoptar formas imprevistas. Las únicas modificaciones, normales por las que pasan son aquéllas que se reproducen regularmente en cada individuo, principalmente bajo la influencia de la edad. Son pues conocidas, o pueden serlo, porque ya están realizadas en una multitud de casos; por consiguiente, en cada momento del desarrollo del animal, e incluso en los periodos de crisis, se puede saber en qué consiste el estado normal. Lo mismo ocurre en sociología para las sociedades que pertenecen a las especies inferiores. Porque, como muchas de ellas ya han realizado toda su carrera, la ley de su evolución normal es, o por lo menos puede ser, establecida. Pero cuando se trata de las sociedades más elevadas y más recientes, esta ley es desconocida por definición, puesto que todavía no han recorrido toda su historia. El sociólogo puede encontrarse preocupado por saber si un fenómeno es normal o no, ya que le falta todo punto de referencia.

Saldrá de dudas si procede como acabamos de decir. Después de haber establecido mediante la observación el hecho en general, se remontará a las condiciones que han determinado esta generalidad en el pasado y buscará después si esas condiciones se encuentran todavía en el presente o si, al contrario, han cambiado. En el primer caso tendrá derecho a tratar el fenómeno como normal y, en el segundo, a negarle dicho carácter. Por ejemplo, para saber si el estado económico actual de los pueblos europeos, con la desorganización[38] que les es característica, es normal o no, se buscará lo que lo ha producido en el pasado. Si esas condiciones son aún las que actualmente se encuentran en nuestras sociedades, es que esta situación es normal pese a las protestas que suscitan. Pero si se descubre, por el contrario, que está ligada a la vieja estructura social que hemos calificado en otra parte de segmentaria[39] y que, después de haber sido la osamenta esencial de las sociedades, va borrándose cada vez más, se deberá concluir que constituye en el presente un estado mórbido, por muy universal que sea. De acuerdo con el mismo método deberán resolverse todas las cuestiones controvertidas de este género, como las de saber si el debilitamiento de las creencias religiosas o el desarrollo de los poderes del Estado son fenómenos normales o no[40].

De todas maneras, este método no podría en ningún caso ser sustituido por el anterior, ni siquiera aplicarse al primero. En primer lugar, plantea cuestiones de las que hablaremos más tarde y que sólo pueden ser abordadas cuando ya hemos profundizado bastante en la ciencia; porque ésta implica, en resumen, una explicación casi completa de los fenómenos que supone determinados, o sus causas o sus funciones. Importa pues que, desde el comienzo de la investigación, se puedan clasificar los hechos en normales y anormales, con la reserva de algunos casos excepcionales, a fin de poder asignar a la fisiología su campo y a la patología el suyo. Luego, en relación con el tipo normal, hay que descubrir si un hecho es útil o necesario para poder calificarlo de normal. De otra manera, se podría demostrar que la enfermedad se confunde con la salud, puesto que procede necesariamente del organismo que la padece; sólo cuando se trata del organismo medio no sostiene la misma relación. Igualmente, la aplicación de un remedio útil al enfermo podría pasar por un fenómeno normal, cuando es /evidentemente anormal puesto que sólo presenta dicha utilidad en condiciones anormales. Por lo tanto, sólo podemos aplicar este método cuando el tipo normal ha sido constituido anteriormente y que sólo puede haberlo sido por otro procedimiento. En fin, y sobre todo, si es verdad que todo lo normal es útil, es falso que, a menos que resulte necesario, todo lo que es útil es normal. Podemos estar seguros de que los estados generalizados en la especie son más útiles que los que siguen siendo excepcionales; y no porque sean los más útiles que existen o que puedan existir. No tenemos ninguna razón para creer que todas las combinaciones posibles han sido probadas en el curso de la experiencia y, entre las que no han sido nunca realizadas pero concebibles, hay quizá algunas mucho más ventajosas que las que conocemos. La noción de lo útil desborda la de lo normal, y es a ésta lo que el género es a la especie. Ahora bien, es imposible deducir lo más de lo menos, la especie del género. Pero podemos volver a encontrar el género dentro de la especie puesto que ella lo contiene. Por eso, una vez comprobada la generalización del fenómeno, es posible, demostrando de qué manera sirve, confirmar los resultados del primer método[41]. Podemos pues formular las tres reglas siguientes:

  1. Un hecho social es normal para un tipo social determinado, considerado en una fase determinada de su desarrollo, cuando se produce en el promedio de las sociedades de esta especie, consideradas en la fase correspondiente de su evolución.
  2. Se pueden comprobar los resultados del método anterior mostrando que la generalización del fenómeno depende de las condiciones generales de la vida colectiva en el tipo social considerado.
  3. Esta comprobación es necesaria cuando ese hecho se relaciona con una especie social que no ha efectuado aún su evolución integral.

III

Estamos tan acostumbrados a resolver de un tajo estas cuestiones difíciles y a decidir rápidamente si un hecho social es normal o no, guiándonos por observaciones sumarias y a golpe de silogismos, que tal vez se juzgue este procedimiento inútilmente complicado. No parece necesario hacer tantas historias para distinguir la enfermedad de la salud. ¿No hacemos todos los días distinciones así? Cierto, pero nos queda saber si las hacemos oportunamente. Lo que nos oculta las dificultades de estos problemas es que vemos que el biólogo las resuelve con una facilidad relativa. Pero olvidamos que le es mucho más fácil que al sociólogo percibir la manera en que cada fenómeno afecta la fuerza de resistencia del organismo, determinando así el carácter normal o anormal con la suficiente exactitud. En la sociología, la complejidad y la movilidad mayores de los hechos obligan a tomar muchas más precauciones, como lo demuestran los juicios contradictorios de los que el mismo fenómeno es objeto entre los diferentes partidos. Para demostrar la necesidad de esta circunspección hagamos ver mediante algunos ejemplos a qué errores nos exponemos cuando no nos restringimos a ello y bajo qué nuevo aspecto aparecen los fenómenos más esenciales, en el momento en que se les trata metódicamente.

Si hay un hecho cuyo carácter patológico parece indiscutible es el crimen. Todos los criminólogos están de acuerdo en este punto. Aunque explican esta morbidez en formas diferentes, la reconocen por unanimidad. Sin embargo, el problema exige un tratamiento menos precipitado.

Empecemos por aplicar las reglas anteriores. El crimen no se observa sólo en la mayoría de las sociedades de tal o cual especie, sino en todas las sociedades de todos los tipos. No hay ninguna donde no exista criminalidad. Cambia de forma, los actos así calificados no son en todas partes los mismos; pero siempre y en todos lados ha habido hombres que se comportaban de forma que merecían represión penal. Si por lo menos, a medida que las sociedades pasan de los tipos inferiores a los más elevados, la tasa de criminalidad, es decir, la relación entre la cifra anual de delitos graves y la de la población tendiera a bajar, se podría creer que aun siendo un fenómeno normal, el crimen tiende a perder ese carácter. Pero no tenemos ningún motivo para creer en la realidad de esta regresión. Al contrario, muchos hechos parecen demostrar la existencia de un movimiento en sentido inverso. Desde principios de siglo, las estadísticas nos proporcionan el medio de seguir la marcha de la criminalidad. Pues bien, ha aumentado en todas partes. En Francia, el aumento es casi de 300%. No hay, pues, ningún fenómeno que presente de manera más irrecusable todos los síntomas de la normalidad, puesto que aparece estrechamente ligado a las condiciones de toda vida colectiva. Convertir el crimen en una enfermedad social sería admitir que la enfermedad no es algo accidental, sino que al contrario deriva en ciertos casos de la constitución fundamental del ser vivo; esto sería borrar toda distinción entre lo fisiológico y lo patológico. Sin duda, puede suceder que el crimen mismo tenga formas anormales; esto es lo que ocurre cuando por ejemplo llega a una tasa exagerada. No es dudoso, en efecto, que este exceso sea de naturaleza mórbida. Lo normal es simplemente una criminalidad con tal de que alcance y no supere, por cada tipo social, cierto nivel que tal vez no es imposible fijar de acuerdo con las reglas anteriores[42].

Henos aquí en presencia de una conclusión que parece bastante paradójica. Porque no hay que confundir. Clasificar el crimen entre los fenómenos de la sociología normal no equivale sólo a decir que es un fenómeno inevitable, aunque lamentable debido a la incorregible maldad de los hombres; es también afirmar que se trata de un factor de la salud pública, una parte integrante de toda sociedad sana. Este resultado es a primera vista bastante sorprendente, tanto que incluso a nosotros mismos nos ha desconcertado y durante largo tiempo. Pero, una vez que se ha dominado esta primera impresión de sorpresa no es difícil encontrar las razones que explican esta normalidad y a un tiempo la confirman.

En primer lugar, el crimen es normal porque una sociedad exenta de él sería absolutamente imposible.

El crimen, lo hemos demostrado en otro lugar, consiste en un acto que ofende ciertos sentimientos colectivos dotados de una energía y de una claridad particulares. Para que en una sociedad determinada se dejen de cometer actos considerados criminales sería preciso que los sentimientos que hieren se encontraran en todas las conciencias individuales sin excepción y con el grado de fuerza necesaria para contener los sentimientos contrarios. Ahora bien, suponiendo que dicha condición pudiera existir efectivamente, el crimen no desaparecería, cambiaría solamente de forma; porque la causa misma que secaría así las fuentes de la criminalidad abriría inmediatamente otras nuevas.

En efecto, para que los sentimientos colectivos que protege el derecho penal de un pueblo, en un momento determinado de su historia, consigan penetrar en las conciencias que les estaban hasta entonces cerradas, o ejercer un mayor imperio donde no lo tenían suficiente, es preciso que adquieran una intensidad superior a la que tenían hasta entonces. Es necesario que la comunidad en su conjunto los experimente con mayor fuerza; porque no pueden encontrar en otra fuente el máximo vigor que les permita imponerse a los individuos que, antaño, les eran más refractarios. Para que los asesinos desaparezcan es preciso que el horror de la sangre derramada aumente en esas capas de la sociedad donde surgen los criminales; pero para esto es necesario que se extienda a toda la sociedad. Además, la ausencia misma del crimen contribuiría directamente a producir ese resultado; porque un sentimiento aparece mucho más estable cuando es siempre y uniformemente respetado. Pero no se advierte que esos estados de conciencia fuertes no pueden ser reforzados sin que los estados más débiles cuya violación sólo engendraba faltas puramente morales, sean reforzados al mismo tiempo; porque los segundos no son más que la prolongación, la forma atenuada, de los primeros. Así, el robo y la simple falta de delicadeza no hieren más que un único sentimiento altruista, el respeto a la propiedad ajena. Pero este mismo sentimiento resulta ofendido con mayor o menor fuerza por uno de esos actos que por el otro; y como, por otra parte, no existe en el promedio de las conciencias una intensidad suficiente para sentir con viveza la más leve de esas dos ofensas, ésta es objeto de una mayor tolerancia. Por este motivo se censura simplemente al individuo poco delicado mientras que se castiga al ladrón. Pero si ese mismo sentimiento se hace más fuerte, hasta el punto de apagar en todas las conciencias la tendencia que inclina al hombre hacia el robo, se hará más sensible a las lesiones que hasta entonces sólo le harían levemente; entonces reaccionará contra ellas con mayor vivacidad; serán objeto de una reprobación más enérgica que hará pasar a algunas de ellas de simples hechos morales a la categoría de crímenes. Por ejemplo, los contratos incorrectos o incorrectamente aplicados, que sólo traen consigo una censura pública o reparaciones civiles, se convertirán en delitos. Imaginemos una sociedad de santos, un claustro ejemplar y perfecto. Allí los crímenes propiamente dichos serán desconocidos, pero las faltas que parecen veniales al vulgo provocarán el mismo escándalo que un delito común en las conciencias ordinarias. Si esta sociedad posee el poder de juzgar y castigar, calificará esos actos de criminales y los tratará en consecuencia. Por la misma razón, el hombre perfectamente honrado juzga sus menores desfallecimientos morales con su severidad que la multitud reserva a los actos verdaderamente delictivos. Antes, los actos de violencia contra las personas eran más frecuentes que hoy porque el respeto hacia la dignidad individual era más débil. Como ha aumentado, estos crímenes se han hecho más raros; pero también muchos actos que herían ese sentimiento han penetrado en el derecho penal al que no pertenecían primitivamente[43].

Tal vez nos preguntemos, para agotar todas las hipótesis lógicamente posibles, por qué esta unanimidad no se extendería a todos los sentimientos colectivos sin excepción; por qué incluso los más débiles no adquirirían la energía suficiente para evitar toda disidencia. La conciencia moral de la sociedad se encontraría entonces completa en todos los individuos y con una vitalidad suficiente para impedir todo acto que la ofenda, tanto las faltas puramente morales como los crímenes. Pero una uniformidad tan universal y tan absoluta es radicalmente imposible, porque el medio físico inmediato en el que vivimos, los antecedentes hereditarios, las influencias sociales de las que dependemos varían de un individuo a otro y, en consecuencia, diversifican las conciencias. No es posible que todo el mundo se parezca hasta este punto, por la única razón de que cada uno tiene su organismo propio y estos organismos ocupan porciones diferentes del espacio. Por eso, incluso entre los pueblos inferiores, en los que la originalidad individual está muy poco desarrollada, no es sin embargo nula. Así pues, como no puede existir una sociedad donde los individuos no se desvíen más o menos del tipo colectivo, es inevitable que, entre esas divergencias, haya algunas que presenten un carácter criminal. Porque lo que les confiere ese carácter no es su importancia intrínseca, sino la que les presta la conciencia común. Si ésta es más fuerte, si tiene bastante autoridad para hacer que estas divergencias tengan muy poco valor absoluto, será también más sensible, más exigente, y, reaccionando contra desviaciones nimias con la energía que en otros lugares sólo despliega frente a disidencias más considerables, les atribuirá la misma gravedad, es decir, las marcará como criminales.

El crimen es, pues, necesario; está ligado a las condiciones fundamentales de toda vida social, pero, por eso mismo, resulta útil; porque estas condiciones de las que es solidario son indispensables para la evolución normal de la moral y del derecho.

En efecto, ya no es posible hoy discutir que no sólo el derecho y la moral varían de un tipo social a otro, sino también que cambian dentro de un mismo tipo si las condiciones de la existencia colectiva se modifican. Pero, para que estas transformaciones sean posibles es preciso que los sentimientos colectivos que se encuentren en la base de la moral no sean refractarios al cambio, y por consiguiente que no tengan más que una energía moderada. Si fueran demasiado fuertes ya no serían flexibles. Toda combinación, en efecto, es un obstáculo a la recomposición, y tanto más cuanto que sea más sólida la disposición primitiva. Cuanto más fuertemente acusada es una estructura, más resistencia opone a toda modificación, y con las combinaciones funcionales sucede lo mismo que con las anatómicas. Ahora bien, si no hubiera crímenes, esta condición no se cumpliría, porque dicha hipótesis supone que los sentimientos colectivos habrían llegado a un grado de intensidad sin ejemplo en la historia. Nada es bueno indefinidamente y sin medida. Es preciso que la autoridad de la que goza la conciencia moral no sea excesiva; de otra forma, nadie se atrevería a tocarla y cuajaría demasiado fácilmente bajo una forma inmutable. Para que pueda evolucionar, hace falta que la originalidad individual pueda salir a la luz; para que la del idealista que sueña con superar su siglo pueda manifestarse, es necesario que la del criminal, que se encuentra por debajo de su tiempo, sea posible. La una no existe sin la otra.

Pero esto no es todo. Además de esta utilidad indirecta, sucede que el crimen desempeña un papel útil en dicha evolución. No implica únicamente que el camino queda abierto a los cambios necesarios, sino, que también, en ciertos casos, prepara directamente estos cambios. Allí donde existe, no sólo los sentimientos colectivos tienen la maleabilidad necesaria para adoptar formas nuevas, sino que también él contribuye a veces a predeterminar la forma que tomarán. En efecto, ¡cuántas veces es sólo una anticipación de la moral futura, un encaminamiento hacia lo venidero! Según el derecho ateniense, Sócrates era un criminal y su condena no dejaba de ser justa. Sin embargo, su delito, o sea, la independencia de su pensamiento, era útil, no sólo a la humanidad, sino a su patria. Porque servía para preparar una moral y una fe nuevas, que los atenienses necesitaban entonces porque las tradiciones de las que habían vivido hasta aquel momento ya no estaban en armonía con sus condiciones de existencia. Y el caso de Sócrates no es un caso aislado, se repite periódicamente en la historia. La libertad de pensamiento de la que gozamos actualmente no hubiera podido ser proclamada nunca si las reglas que la prohibían no hubieran sido violadas antes de ser derogadas con solemnidad. Sin embargo, en ese momento, aquella violación era un crimen, puesto que se trataba de una ofensa a sentimientos aún muy vivos entre la generalidad de las conciencias. Pero este crimen era útil porque precedía a unas transformaciones que de día en día se hacían más necesarias. La filosofía libre ha tenido como precursores a herejes de todas clases que el brazo secular ha golpeado justamente durante toda la Edad Media y hasta la víspera de la época contemporánea.

Desde ese punto de vista, los hechos fundamentales de la criminología se presentan bajo un aspecto enteramente nuevo. Contrariamente a las ideas en curso, el criminal ya no aparece como un ser radicalmente insociable, como una especie de elemento parasitario, de cuerpo extraño e inasimilable, introducido en el seno de la sociedad[44]; es un agente regular de la vida social. Por su parte, el crimen ya no debe ser concebido como un mal al que hay que contener dentro de los límites más estrechos; antes bien lejos de felicitarnos cuando descienda muy sensiblemente por debajo del nivel ordinario, podemos estar seguros de que ese progreso aparente es a la vez contemporáneo y solidario de alguna perturbación social. Por este motivo, la cifra de los golpes y las heridas no cae nunca tan bajo como en periodos de hambre[45]. Al mismo tiempo y por carambola, la teoría del castigo se renueva o, mejor, hay que renovarla. Si, en efecto, el crimen es una enfermedad, el castigo es su remedio y no puede ser concebido de otra manera; también todas las discusiones que provoca se refieren a la cuestión de saber cómo debe ser para desempeñar su papel de remedio. Pero si el crimen no tiene nada de mórbido, el castigo no puede tener por objeto curarlo y su verdadera función debe buscarse en otro lado.

Falta mucho, pues, para que las reglas previamente enunciadas no tengan otra razón de ser que la de satisfacer un formalismo lógico sin gran utilidad, puesto que, al contrario, según se apliquen o no, los hechos sociales más esenciales cambian totalmente de carácter. Si, por otra parte, este ejemplo es particularmente demostrativo —y por eso nos hemos creído en el deber de tratarlo despacio— hay muchos otros que podrían citarse con eficacia. No existe ninguna sociedad en la que no sea de rigor que el castigo debe ser proporcional al delito; no obstante, según la escuela italiana, este principio es sólo un invento de los juristas, desprovisto de toda solidez[46]. Para estos criminólogos, la institución penal misma, tal y como ha funcionado hasta ahora entre todos los pueblos conocidos, es un fenómeno contranatural. Ya hemos visto que, para Garofalo la criminalidad peculiar de las sociedades inferiores no tiene nada de natural. Para los socialistas, la organización capitalista, pese a su generalización, constituye una desviación del estado normal, producida por la violencia y el artificio. Para Spencer, en cambio, nuestra centralización administrativa, la extensión de los poderes gubernamentales, constituyen el vicio radical de nuestras sociedades, y esto aunque una y otra progresen del modo más regular y universal a medida que avanzamos en la historia. No creemos que nos hayamos obligado nunca sistemáticamente a proclamar el carácter normal o anormal de los hechos sociales de acuerdo con el grado de generalización. Esas cuestiones se han resuelto siempre a golpes de dialéctica.

Sin embargo, dejando de lado este criterio, no sólo nos exponemos a confusiones y errores parciales como los que acabamos de recordar, sino que hacemos imposible la ciencia misma. En efecto, ésta tiene por objeto inmediato el estudio del tipo normal; ahora bien, si los hechos más generales pueden ser mórbidos, puede suceder que el tipo normal jamás haya existido en los hechos. Entonces, ¿de qué sirve estudiarlos? Sólo pueden confirmar nuestros prejuicios y enraizar nuestros errores puesto que proceden de ellos. Si el castigo, si la responsabilidad tal y como existen en la historia, no son más que un producto de la ignorancia y de la barbarie ¿de qué sirve empeñarse en conocerlos para determinar sus formas normales? Así, el espíritu se siente impulsado a desviarse de una realidad que pierde interés, para replegarse sobre sí mismo y buscar en su interior los materiales necesarios para reconstruirla. Para que la sociología trate los hechos como si fueran cosas, es preciso que el sociólogo sienta la necesidad de alistarse en esa escuela. Como el objeto principal de toda ciencia de la vida, individual o social, es, en suma, definir el estado normal, de explicarlo y distinguirlo de su contrario, si la normalidad no se nos da en las cosas mismas sino que un carácter que les imprimimos desde fuera o que les negamos por cualquier razón, desaparece esta saludable subordinación. El espíritu se encuentra a gusto frente a una realidad que no tiene gran cosa que enseñarle; ya no está limitado por la materia a la cual se dedica, puesto que es él, de algún modo, quien la determina. Las distintas reglas que hemos establecido hasta ahora son pues estrechamente solidarias. Para que la sociología sea verdaderamente una ciencia de las cosas es preciso que la generalidad de los fenómenos sea considerada como criterio de su normalidad.

Además, nuestro método presenta la ventaja de reglamentar la acción a la vez que el pensamiento. Si lo deseable no es objeto de observación, sino que puede y debe ser determinado por una especie de cálculo mental, no puede asignarse ningún límite, por decirlo así, a las libres invenciones de la imaginación que busca lo mejor. Porque ¿cómo asignar a la perfección un límite que no pueda rebasar? Escapa, por definición, a una limitación cualquiera. El objeto de la humanidad retrocede pues hasta lo infinito, desalentando a unos por su alejamiento, y estimulando a otros que, para aproximarse al fin un poco, apresuran el paso y se precipitan en las revoluciones. Se elude de esta manera el dilema práctico respecto a si lo deseable es la salud y si la salud es algo definido e inherente a las cosas, porque el término del esfuerzo se presenta y define a la vez. No se trata ya de perseguir desesperadamente una meta que huye a medida que se adelanta, sino de trabajar con una perseverancia regular para conservar el estado normal, restablecerlo si es trastornado, volver a encontrar sus condiciones si llegan a cambiar. El deber del hombre de Estado ya no es empujar violentamente a las sociedades hacia un ideal que les parece seductor; su papel es el del médico: evita la eclosión de las enfermedades mediante una buena higiene y, cuando se han declarado, intenta curarlas[47].