De la interminable variedad de fenómenos que la naturaleza brinda a nuestros sentidos ninguno nos ocupa la mente con más asombro que el movimiento increíblemente complejo que, en su totalidad, llamamos “vida humana”. Su misterioso origen siempre estará velado por la bruma impenetrable del pasado, su carácter se ha vuelto incomprensible por su complejidad infinita y su destino se esconde en la profundidad insondable del futuro. ¿De dónde viene?, ¿qué es?, ¿a qué tiende? Estas son las grandes preguntas que los sabios de todos los tiempos se han esforzado por responder.
La ciencia moderna dice: el sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro. Masa incandescente somos y en masa helada nos convertiremos. La ley de la naturaleza es inmisericorde y, rápidamente y sin que podamos resistirnos, somos arrastrados hacia nuestro fin. Lord Kelvin, en sus profundas meditaciones, nos da solo un pequeño lapso de vida, unos seis millones de años; tras ese tiempo, la luz del sol habrá dejado de brillar y su calor que nos da vida se habrá desvanecido; y nuestra propia tierra será un pedazo de hielo que avanza hacia la noche eterna. Pero no desesperemos. Todavía quedará en ella una chispa tenue de vida y habrá oportunidad de encender un fuego nuevo en alguna estrella lejana. De hecho, parece que esta posibilidad maravillosa existe a juzgar por los hermosos experimentos con aire líquido del profesor Dewar, que demuestran que el germen de la vida orgánica no se destruye por el frío, independientemente de su intensidad; por lo que se puede transmitir por el espacio interestelar. Mientras tanto, las luces alentadoras de la ciencia y del arte, cuya intensidad va siempre en aumento, iluminan nuestro camino; y las maravillas que revelan y los placeres que ofrecen hacen que nos olvidemos en gran medida de ese tenebroso fin.
Figura 1. Quemar nitrógeno de la atmósfera. [1]
Aunque no podamos llegar a comprender jamás la vida humana, sabemos con certeza que se trata de un movimiento, sea cual sea su naturaleza. La existencia de movimiento implica inevitablemente un cuerpo que es movido y una fuerza que lo mueve. Así, dondequiera que haya vida, hay una masa movida por una fuerza. Toda masa posee inercia, todas las fuerzas tienden a mantenerse. Debido a esta propiedad y condición universal, un cuerpo, esté en reposo o en movimiento, tiende a permanecer en el mismo estado y una fuerza, que se manifiesta por doquier y por cualquier motivo, produce una fuerza opuesta equivalente, y de ello se desprende necesariamente que cada movimiento de la naturaleza ha de ser rítmico. Hace mucho, esta verdad sencilla fue apuntada de manera muy clara por Herbert Spencer, que llegó a ella a través de una forma de razonar un tanto diferente. Se confirma en cada cosa que percibimos: en el movimiento de un planeta, en la bajada y la subida de la marea, en las reverberaciones del aire, la cadencia de un péndulo, las oscilaciones de una corriente eléctrica y en la variedad infinita de los fenómenos de la vida orgánica.
Este resultado se produce por la descarga de un oscilador eléctrico de doce millones de voltios. La presión eléctrica, con una frecuencia de alternancia de cien mil veces por segundo, excita el nitrógeno, normalmente inerte, lo que hace que se combine con el oxígeno. La descarga semejante a una llama mostrada en la fotografía mide veinte metros.
¿No es toda la vida humana testimonio de ello? El nacimiento, el crecimiento, el envejecimiento y la muerte de un individuo, una familia, una raza o una nación… ¿qué es todo ello sino ritmo? Toda manifestación de vida, pues, incluso en su forma más intrincada —tal como se muestra en el hombre—, no importa cuan compleja e inescrutable sea, es solo un movimiento al que se deben poder aplicar las mismas leyes generales sobre el movimiento que gobiernan el universo físico.
Cuando hablamos del hombre, concebimos la humanidad como un todo y antes de aplicar métodos científicos a la investigación de su movimiento, tenemos que aceptar esto como un hecho físico. Pero ¿puede nadie dudar hoy que los millones de individuos y los innumerables tipos y caracteres constituyen una entidad, una unidad? Aunque tenemos libertad para pensar y actuar, nos mantenemos unidos como las estrellas en el firmamento, por unos lazos irrompibles. No podemos ver estos lazos, pero los podemos sentir. Me hago un corte en un dedo y me duele: el dedo es parte de mí. Veo a un amigo que sufre y sufro yo también: mi amigo y yo somos uno. Veo a un enemigo caído, un trozo de materia que, de todos los trozos de materia que hay en el universo, es el que menos me importa y, aun así, me aflige. ¿No prueba esto que cada uno de nosotros es una parte de un todo?
Las enseñanzas sumamente sabias de la religión han proclamado esta idea durante siglos; probablemente no solo como un medio de asegurar la paz y la armonía entre los hombres, sino como una verdad de fundamento profundo. El budismo lo expresa de un modo, el cristianismo de otro, pero ambas dicen lo mismo: todos somos uno. Las pruebas metafísicas no son, sin embargo, las únicas que podemos sacar a la luz para apoyar esta idea. La ciencia también reconoce la existencia de esta conexión entre individuos separados, aunque no en el mismo sentido en que admite que los astros solares, los planetas y las lunas de una constelación son un cuerpo; y no cabe duda de que en años venideros esto se confirmará por medio de experimentos, cuando nuestros medios y métodos de investigar estados físicos, otros estados y fenómenos se hayan llevado a su perfección. Aún más: el individuo es efímero, las razas y las naciones vienen y van, pero el hombre permanece. Ahí reside la profunda diferencia entre el hombre y el todo. Ahí, también, se encuentra la explicación parcial de muchos de esos fenómenos maravillosos relacionados con la herencia, que son el resultado de incontables siglos de influencia, débil pero persistente.
Imaginemos, entonces, que el hombre es una masa impulsada por una fuerza. Aunque el movimiento no es de traslación (no implica un cambio de lugar), se le pueden aplicar las leyes generales del movimiento mecánico y la energía asociada a esta masa se puede calcular, de acuerdo con principios bien conocidos, como la mitad de la cantidad de la masa por el cuadrado de cierta velocidad. Así que, por ejemplo, una bala de cañón que está en reposo posee una cierta cantidad de energía en forma de calor, que podemos calcular de un modo similar. Imaginemos que la bala está formada por innumerables partículas diminutas, llamadas átomos o moléculas, que vibran o giran unas en torno a otras. Determinamos sus masas y sus velocidades y a partir de estas, la energía de cada uno de estos sistemas diminutos. Y si las sumamos todas, nos hacemos una idea del total de energía calórica que contiene la bala, que, aparentemente, está en reposo. Mediante esta estimación puramente teórica, se puede calcular dicha energía multiplicando la mitad del total de la masa —es decir, la mitad de la suma de todas las pequeñas masas— por el cuadrado de una velocidad, que se determina a partir de las velocidades de las partículas por separado. De un modo similar, podemos concebir la energía humana como algo que se puede calcular a partir de la mitad de la masa humana multiplicada por el cuadrado de una velocidad que todavía no somos capaces de establecer. Pero nuestra deficiencia en este conocimiento no vicia la verdad de las deducciones que expondré, que descansan en la firme base de que las mismas leyes de masa y fuerza gobiernan en toda la naturaleza.
El hombre, empero, no es una masa ordinaria, formada por átomos que giran y moléculas, y que simplemente contiene energía calórica. Es una masa que posee ciertas cualidades superiores, por razón del principio creativo de vida de que está dotado. Su masa, como el agua en una ola del océano, está en continua transformación, lo nuevo toma el lugar de lo viejo. No solo eso, sino que el hombre también crece, se reproduce y muere, por lo que su masa se altera de manera independiente, tanto en volumen como en densidad. Y lo que resulta más maravilloso de todo esto, es capaz de aumentar o disminuir su velocidad de movimiento por esa misteriosa capacidad que posee para apropiarse de más o menos energía de otra sustancia y de transformarla en energía motriz. Pero en un momento determinado, podemos ignorar estos pequeños cambios y asumir que la energía humana se calcula como la mitad de la cantidad de la masa del hombre por el cuadrado de una velocidad hipotética. Independientemente de cómo calculemos esta velocidad y de qué cantidad tomemos como estándar de su medida, debemos, en aras de la armonía de esta idea, llegar a la conclusión de que el gran problema de la ciencia es, y siempre será, aumentar la energía que así hemos definido. Hace muchos años, estimulado por el examen de la Historia del desarrollo intelectual en Europa, de Draper, un trabajo de gran interés que retrata de forma tan vivida el movimiento humano, me di cuenta de que resolver este problema eterno ha de ser la tarea principal del hombre de ciencia. Aquí voy a procurar describir algunos resultados de mi propio esfuerzo.
Sea, pues en un diagrama a, M la masa del hombre. Esta masa es empujada en una dirección por una fuerza f a la que opone resistencia otra fuerza R, la cual es en parte una fuerza de rozamiento y en parte una fuerza negativa, que actúa exactamente en la dirección opuesta y que retarda el movimiento de la masa. Una fuerza antagonista semejante está presente en todo movimiento y debe ser tenida en cuenta. La diferencia entre estas dos fuerzas es la fuerza efectiva que le imparte una velocidad V a la masa M en la dirección de la flecha sobre la línea que representa la fuerza f.
De acuerdo con lo anterior, la energía humana nos viene dada por el producto ½ MV2 = ½ MV x V, en el que M es la masa total del hombre en la interpretación habitual del término “masa” y F es cierta velocidad hipotética que, en el actual estado de la ciencia, no somos capaces de definir y determinar con exactitud.
Diagrama a: los tres modos de aumentar la energía humana.
Así pues, aumentar la energía humana es equivalente a aumentar este producto y, como se mostrará enseguida, hay solo tres maneras posibles de conseguir este resultado, que aparecen reflejadas en el diagrama de arriba. El primer modo, mostrado en la figura superior, es aumentar la masa (tal como se indica en el círculo punteado), lo cual dejaría a las dos fuerzas igualadas. El segundo modo es reducir la fuerza retardada R a un valor menor, r, lo cual haría que la masa y la fuerza de empuje fueran iguales, como se ha mostrado de forma diagramática en la figura central. El tercer modo, que se ilustra en la última figura, es aumentar la fuerza de empuje f a un valor mayor F, al tiempo que la masa y la fuerza retardada R permanecen inalteradas. Evidentemente, existen unos límites fijos por lo que se refiere al aumento de la masa y a la reducción de la fuerza retardada, pero la fuerza de empuje se puede aumentar de manera indefinida. Cada una de estas tres posibles soluciones muestra un aspecto distinto del problema principal de aumentar la energía humana que, por ello, se ha dividido en tres problemas distintos, que han de ser considerados de manera sucesiva.
EL PRIMER PROBLEMA: CÓMO AUMENTAR LA MASA HUMANA - LA COMBUSTIÓN DE NITRÓGENO ATMOSFÉRICO
Visto de forma general, hay, obviamente, dos maneras de aumentar la masa de la humanidad: la primera, apoyar y mantener aquellas fuerzas y condiciones que tienden a aumentarla; y, la segunda, combatir y reducir aquellas que tienden a disminuirla. La masa aumentará mediante una atención cuidadosa a la salud, mediante la comida nutritiva, la moderación, la regularidad en las costumbres, la promoción del matrimonio, la atención consciente a los niños y, en general, mediante la observación de los muchos preceptos y leyes de la religión y la higiene. Pero al añadir nueva masa a la antigua, se presentan, de nuevo, tres casos. O bien la masa añadida tiene la misma velocidad que la antigua, o bien es de una velocidad mayor, o bien es menor. Para hacernos una idea de la importancia relativa de estos casos, imaginemos un tren que está formado por, digamos, cien locomotoras que se desplazan por una pista y supongamos que, para aumentar la energía de la masa que se mueve, se añaden cuatro locomotoras más al tren. Si estas cuatro se mueven a la misma velocidad a la que está yendo el tren, el total de la energía se verá aumentado en un cuatro por ciento; si se mueven solo a la mitad de la velocidad, el aumento se cuantificará solo en un uno por ciento; si se están moviendo a dos veces esa velocidad, el aumento de la energía será del dieciséis por ciento. Este sencillo ejemplo muestra que es de gran importancia añadir masa de una velocidad mayor. Yendo al grano, si, por ejemplo, los niños tienen el mismo nivel educativo que sus padres —esto es, son masa de la “misma velocidad”—, la energía aumentará de manera proporcional al número añadido. Si son menos inteligentes, o avanzados, o masa de “menor velocidad”, habrá una ganancia muy ligera en la energía; pero si son más avanzados o masa de “mayor velocidad”, entonces, la nueva generación añadirá energía de forma considerable a la suma total de la energía humana. Hay que oponerse enérgicamente a cualquier adición de masa de “menor velocidad” más allá de la cantidad indispensable requerida por la ley expresada en el proverbio Mens sana in corpore sano. Por ejemplo, yo considero que el simple desarrollo de los músculos, como defienden algunos colegas, es equivalente a añadir masa de “menor velocidad”, y no lo recomendaría, aunque mi visión al respecto era diferente cuando yo mismo era estudiante. El ejercicio moderado, que asegura un equilibrio correcto entre la mente y el cuerpo, así como una mayor eficiencia en el rendimiento es, por supuesto, un requisito primario. El ejemplo de arriba muestra que el resultado más importante que hay que lograr es la educación, o el aumento de la “velocidad” de la masa recién añadida.
A la inversa, apenas es necesario exponer que cualquier cosa que va en contra de las enseñanzas de la religión y de las leyes de la higiene tiende a hacer que la masa decrezca. El whisky, el vino, el té, el café, el tabaco y otros estimulantes semejantes son responsables del acortamiento de las vidas de muchos, y deberían utilizarse con moderación. Pero no creo que las medidas rigurosas de supresión de las costumbres que se han seguido durante generaciones sean encomiables. Es más sabio predicar la moderación que la abstinencia. Nos hemos acostumbrado a estos estimulantes y si hay que efectuar reformas, deberían hacerse de manera lenta y gradual. Aquellos que dedican sus energías a estos fines resultarían más útiles si dirigiesen sus esfuerzos en otras direcciones, por ejemplo, a proporcionar agua potable.
Por cada persona que perece por el efecto de un estimulante, mueren al menos mil a consecuencia de beber agua no potable. Este fluido precioso, que día a día nos infunde nueva vida, es el principal vehículo a través del cual penetran en nuestros cuerpos la enfermedad y la muerte. Los gérmenes de la destrucción que transporta son todos ellos enemigos de los más terribles, especialmente porque llevan a cabo su trabajo fatal de manera imperceptible. Firman nuestra condena mientras estamos vivos y disfrutamos. La mayoría de la gente desconoce la importancia de beber agua o no se preocupan por ello, y las consecuencias de esto son tan desastrosas que un filántropo no podría utilizar sus esfuerzos de mejor manera que tratando de iluminar a aquellos que, de este modo, se están haciendo daño a sí mismos. Con una purificación y esterilización sistemáticas del agua que se utiliza para beber, la masa humana aumentaría de manera considerable. Hervir —o esterilizar de cualquier otro modo— el agua que se usa para beber en cada casa y en cada lugar público tendría que convertirse en una norma inflexible —que quizá debería estar respaldada por la ley—. La simple filtración no proporciona una seguridad suficiente frente a las infecciones. Todo el hielo para uso interno debería prepararse con agua cuidadosamente esterilizada. La importancia de eliminar gérmenes del agua de la ciudad es algo que se admite de manera general, pero se está haciendo muy poco por mejorar las condiciones existentes, puesto que no se ha desarrollado ningún método satisfactorio para esterilizar grandes cantidades de agua. Con los electrodomésticos mejorados podemos ahora producir ozono de manera barata y en grandes cantidades y este desinfectante ideal parece ofrecer una solución feliz a una cuestión tan importante.
El juego, el ajetreo de los negocios y la agitación, especialmente la de los intercambios, son causa de una gran reducción en la masa y tanto más cuanto que los individuos implicados representan unidades de alto valor. La incapacidad para observar los primeros síntomas de una enfermedad y la falta de atención a esta son importantes factores de mortalidad. Al anotar cuidadosamente toda señal nueva de un peligro que se aproxima y al hacer de manera consciente todos los esfuerzos posibles para conjurarlo, no solo estamos siguiendo sabias leyes de higiene en interés de nuestro bienestar y del éxito de nuestros trabajos, sino que también estamos cumpliendo con un deber moral mayor. Cada persona debería considerar su cuerpo como un regalo inestimable de alguien que nos ama por encima de todo, como una maravillosa obra de arte de una belleza indescriptible y de una perfección que está más allá de la concepción humana, y como algo tan delicado y frágil que una palabra, un suspiro, una mirada, más aún, un pensamiento, podrían dañarlo. La falta de limpieza, que conduce a la enfermedad y a la muerte no es solo autodestructiva sino también un hábito altamente inmoral. Al mantener nuestros cuerpos libres de infecciones, saludables y puros, estamos expresando nuestra reverencia por el alto principio de que están dotados. Quien sigue los preceptos de la higiene en su espíritu se está demostrando a sí mismo, hasta cierto punto, que es verdaderamente religioso. La laxitud de la moral es un mal terrible que envenena tanto la mente como el cuerpo y que es responsable de una gran reducción en la masa humana de algunos países. Muchas de las costumbres y tendencias actuales producen resultados dañinos similares. Por ejemplo, la vida social, la educación moderna y la aspiraciones de las mujeres, que tienden a alejarse de sus tareas domésticas y a hacerse pasar por hombres, perjudican el elevado ideal que representan, disminuyen el poder creativo-artístico y causan esterilidad y un debilitamiento general de la raza. Se puede mencionar un millar de otros males, pero todos juntos, en relación con el problema que estamos discutiendo, no se pueden equiparar a uno solo: la necesidad de alimento, provocada por la pobreza, la indigencia extrema y la hambruna. Millones de individuos mueren cada año de hambre, por lo que la masa continúa menguando. Incluso en nuestras comunidades más avanzadas, no obstante la cantidad de esfuerzos caritativos, es todavía con toda probabilidad, el mal principal. No me refiero aquí a la necesidad absoluta de alimentación, sino a la necesidad de una nutrición saludable.
Cómo proporcionar comida buena y en cantidad es, por eso, la cuestión más importante del día. En términos generales, el aumento del ganado como medio para proporcionar comida es inaceptable, porque, como hemos interpretado arriba, se dirigiría, sin ninguna duda, a añadir masa de una “velocidad menor”. Es ciertamente preferible cultivar verduras y por eso pienso que el vegetarianismo es una alternativa encomiable al bárbaro hábito que está establecido. Que podamos subsistir con comida vegetal y realizar nuestro trabajo incluso mejor no es ninguna teoría, sino un hecho bien demostrado. Muchas razas que viven exclusivamente de verduras tienen una fuerza y una psique superiores. No hay duda de que ciertos alimentos vegetales, como la avena, son más económicos que la carne y superiores a ella con respecto al desempeño, tanto físico como mental. Es más, indudablemente, este tipo de comida pone menos a prueba nuestros órganos digestivos y al dejarnos más satisfechos y hacernos más sociables produce una cantidad de bien difícil de calcular. En vista de estos hechos, se debería poner en práctica todo esfuerzo que detenga la matanza cruel y gratuita de animales, que ha de ser destructiva para nuestra moral. Para liberarnos de los instintos y apetitos animales, que nos limitan, deberíamos empezar por la raíz misma de la que nacen: deberíamos efectuar una reforma radical en el carácter de la comida.
No parece haber una necesidad filosófica de comida. Podemos concebir a seres organizados que viven sin nutrirse y que obtienen toda la energía que necesitan para la realización de sus funciones vitales del medio ambiente. En un cristal, tenemos una prueba clara de la existencia de un principio formativo de vida y aunque no podamos entender la vida de un cristal, no es menos ser vivo por ello. Podría haber, además de los cristales, otros sistemas materiales semejantes de seres individualizados, quizá de constitución gaseosa, o compuestos de sustancias todavía más difusas. En vista de esta posibilidad —no, probabilidad— no podemos negar de forma apodíctica la existencia de seres organizados en un planeta simplemente porque sus condiciones son inadecuadas para la existencia de la vida tal y como la concebimos nosotros. Ni siquiera podemos aseverar con seguridad que algunas de dichas formas no estén presentes aquí, en nuestro mundo, entre nosotros, ya que su constitución y la manifestación de su vida pueden ser de un carácter tal que nosotros no podamos percibirlas.
La producción de comida artificial como medio para originar masa humana y aumentarla es algo que se propone solo, pero intentar directamente esta forma de proporcionar alimentación no me parece racional, al menos por ahora. No es seguro que pudiéramos prosperar gracias a esta comida. Somos el resultado de eras de adaptación constante y no podemos cambiar radicalmente sin consecuencias imprevistas, y con toda probabilidad, desastrosas. Un experimento tan incierto no debería intentarse. Encontrar modos de aumentar la productividad del suelo me parece, con diferencia, el mejor camino para enfrentarse a los estragos del mal. Para este propósito, la preservación de los bosques es de una importancia que no se debe subestimar y, en conexión con lo anterior, se debería recomendar vivamente la utilización de la energía hidráulica para la transmisión eléctrica, la cual haría prescindible, de muchos modos, la necesidad de quemar madera y favorecería, así, la conservación de los bosques. Pero hay límites que, de un modo u otro, deben llevarse a cabo en estas mejoras.
Para incrementar de manera considerable la productividad del suelo, este debe fertilizarse de manera más efectiva con medios artificiales. La cuestión de la producción de comida se resuelve, así, en la cuestión de cómo fertilizar mejor el suelo. De qué está hecho el suelo es todavía un misterio. Explicar su origen equivaldría, probablemente, a explicar el origen de la vida en sí. Las rocas, desintegradas por la humedad y el calor y el viento y el clima, no fueron capaces por sí mismas de preservar la vida. Surgió algún estado que no se ha explicado, algún principio nuevo se hizo efectivo y se formó así el primer estrato capaz de sostener organismos inferiores, como los musgos. La vida y muerte de estos agregó al suelo más de esta cualidad capaz de preservar la vida, y entonces los organismos superiores pudieron subsistir, y así una y otra vez, hasta que la planta más desarrollada y la vida animal pudieron prosperar. Pero a pesar de que las teorías están, aún ahora, en desacuerdo sobre cómo se produce la fertilización, es un hecho más que establecido, que el suelo no puede preservar la vida indefinidamente y que hay que encontrar algún modo para suministrarle las sustancias que las plantas han tomado de él. De entre todas, las principales y las de más valor son los compuestos de nitrógeno y la producción barata de este es, por tanto, la clave para solucionar el importantísimo problema de la comida. Nuestra atmósfera contiene una cantidad inagotable de nitrógeno y podríamos oxidarlo y producir estos compuestos, de ello se derivaría un beneficio incalculable para la humanidad.
Hace mucho tiempo, esta idea arraigó con fuerza en la imaginación de los hombres de ciencia, pero no se pudo crear un medio eficiente para conseguir este resultado. El problema se volvió extremadamente difícil por la extraordinaria inercia del nitrógeno, que rehúsa ser combinado incluso con oxígeno. Pero, aquí, la electricidad acude en nuestra ayuda: las afinidades latentes del elemento se despiertan mediante una corriente eléctrica de la calidad apropiada. Al igual que un trozo de carbón que ha estado en contacto con oxígeno durante siglos sin hacer combustión se combina con este una vez que se le prende fuego, el nitrógeno, excitado por la electricidad, entrará en combustión. Yo no conseguí, sin embargo, producir descargas eléctricas que excitasen de manera muy efectiva el nitrógeno atmosférico hasta hace relativamente poco, aunque en mayo de 1891 mostré, en una conferencia científica, una nueva forma de descarga o de llama eléctrica llamada “Fuego de san Telmo”, que, además de ser capaz de generar ozono en abundancia, también poseía, tal y como señalé en aquella ocasión, la capacidad distintiva de suscitar afinidades químicas. Entonces, esta descarga o llama medía solo cinco o seis centímetros de largo; su acción química era, en cualquier caso, muy débil y, en consecuencia, el proceso de oxidación del nitrógeno resultaba poco económico. La cuestión es cómo intensificar esta acción. Evidentemente, se deben producir corrientes eléctricas de un tipo determinado para realizar el proceso de la combustión del nitrógeno de manera más eficiente.
El primer avance se logró al determinar que la actividad química de la descarga se incrementaba considerablemente cuando se utilizaban corrientes de frecuencia extremadamente alta o de alto nivel de vibración. Esto supuso una mejora importante, pero las consideraciones prácticas enseguida establecieron un límite definido a los progresos en esta dirección. A continuación, se investigaron los efectos de la presión eléctrica de los impulsos de la corriente, de las formas de sus ondas y de otros rasgos característicos. Entonces, se estudió la influencia de la presión atmosférica y de la temperatura así como de la presencia de agua y otros cuerpos, y por eso se fueron determinando las mejores condiciones para suscitar la acción química más intensa de la descarga y asegurar la mayor eficacia del proceso. Naturalmente, las mejoras no llegaron rápidamente; aun así, poco a poco fui avanzando. La llama creció cada vez más y su acción oxidante se hizo cada vez más intensa. De una descarga de corona de pocos centímetros de longitud evolucionó a un fenómeno eléctrico maravilloso, una llamarada crepitante, que devoraba el nitrógeno de la atmósfera y que medía dieciocho o veinte metros de un extremo a otro. Así, lentamente, de manera casi imperceptible, la posibilidad se tornó resultado. No está todo hecho, pero en cualquier caso, una inspección de la figura 1 puede dar una idea de hasta qué punto se vieron recompensados mis esfuerzos. Esta figura, junto con su título, se explica sola. La descarga con aspecto de llama visible se produce por las oscilaciones eléctricas intensas que pasan a través de la bobina mostrada y sacuden violentamente las moléculas electrificadas del aire. Por este medio, se crea una fuerte afinidad entre los dos constituyentes de la atmósfera, que normalmente son indiferentes el uno al otro, y que se combinan fácilmente, incluso aunque no se prevea intensificar la acción química de la descarga. En la fabricación de los componentes del nitrógeno por este método, desde luego, se aprovechará cualquier medio posible relacionado con la intensidad de esta acción y la eficiencia del proceso y, además, se proporcionarán arreglos especiales para la fijación de los componentes formados, pues, por lo general, son inestables: el nitrógeno se vuelve inerte de nuevo tras un breve lapso de tiempo. El vapor es un modo simple y efectivo de fijar de manera permanente estos componentes. El resultado que se ha mostrado hace factible oxidar el nitrógeno atmosférico en cantidades ilimitadas, solo con la utilización de energía mecánica barata y de aparatos eléctricos simples. De esta manera, muchos componentes del nitrógeno pueden fabricarse en todo el mundo, a un coste bajo, y en la cantidad deseada, y por medio de estos componentes se puede fertilizar el suelo y aumentar su productividad de manera indefinida. Así, es posible obtener abundante comida barata y saludable, no artificial, pero idéntica a la que estamos acostumbrados. Esta fuente nueva e inagotable de suministro alimentario supondrá un beneficio incalculable para la humanidad, porque contribuirá enormemente al incremento de la masa humana, y así, aumentará inmensamente la energía humana. Espero que el mundo vea pronto el comienzo de una industria que, en tiempos venideros, será, creo, de una importancia semejante a la del hierro.
EL SEGUNDO PROBLEMA: CÓMO REDUCIR LA FUERZA QUE RETARDA A LA MASA HUMANA - EL ARTE DE LA TELEAUTOMÁTICA
Como se ha dicho antes, la fuerza que retarda el movimiento del hombre hacia delante es en parte de fricción y en parte negativa. Para ilustrar esta distinción podría nombrar, por ejemplo la ignorancia, la estupidez y la imbecilidad, como algunas de las fuerzas que son solo de fricción o que constituyen resistencias carentes de tendencia alguna en su dirección. Por otro lado, el utopismo, la demencia, la tendencia autodestructiva, el fanatismo religioso y otras semejantes son todas ellas fuerzas de un carácter negativo que actúan en direcciones definidas. Para reducir o para superar por completo estas variadas fuerzas retardadas, se deben emplear métodos radicalmente diferentes. Uno sabe, por ejemplo qué puede hacer un fanático y uno puede tomar medidas preventivas, puede educarlo, convencerlo y posiblemente dirigirlo, convertir su vicio en virtud; pero uno no sabe, y nunca puede saber, qué harían un bruto o un imbécil, y uno debe tratar con ellos como con una masa inerte, sin mente, a la que los malvados elementos hubieran dejado suelta. Una fuerza negativa siempre implica cierta calidad, con frecuencia alta, aunque mal dirigida, que es posible transformar en algo de provecho; pero una fuerza de fricción, sin dirección, implica una pérdida inevitable. Así que, evidentemente, la primera respuesta, de carácter general, para la pregunta de arriba es: llevar toda la fuerza negativa a la dirección correcta y reducir todas las fuerzas de fricción.
No hay duda de que, de todas las resistencias de fricción, la que más retarda el movimiento humano es la ignorancia. No sin razón Buda, ese hombre de sabiduría, dijo: “La ignorancia es el mayor mal del mundo”. La fricción que resulta de la ignorancia, y que aumenta mucho debido a las numerosas lenguas y nacionalidades, solo se puede reducir mediante la extensión de la sabiduría y la unificación de los elementos heterogéneos de la humanidad. Ningún esfuerzo sería una mejor inversión. Pero, como quiera que la ignorancia ha retardado el movimiento del hombre hacia delante en tiempos pasados, lo que es seguro es que en nuestros días las fuerzas negativas han alcanzado mayor importancia. Entre estas, hay una de una significación superior a cualquier otra. Es la llamada guerra organizada. Si consideramos los millones de individuos, muchas veces los más hábiles en mente y cuerpo, la flor de la humanidad, que se ven forzados a una vida de inactividad e improductividad; las inmensas sumas de dinero que se requieren diariamente para el mantenimiento de las armas y el aparato bélico y que suponen una gran cantidad de la energía humana; todo el esfuerzo dedicado inútilmente a la producción de armas y de herramientas de destrucción; la pérdida de vida y la adopción de un espíritu bárbaro nos quedamos horrorizados ante la incalculable pérdida que debe implicar para la humanidad la existencia de estas condiciones deplorables. ¿Qué podemos hacer para combatir este gran mal de la mejor manera?
La ley y el orden precisan rotundamente del mantenimiento de una fuerza organizada. Ninguna comunidad puede existir y prosperar sin una disciplina rígida. Todo país debe ser capaz de defenderse, en el caso de que le surja esta necesidad. Las circunstancias de hoy no son consecuencia del ayer, y un cambio radical no se puede llevar a efecto mañana. Si las naciones se desarmaran todas al mismo tiempo es más que probable que a continuación se diera un estado de cosas peor que la guerra. La paz universal es un sueño hermoso, pero no realizable de inmediato. Recientemente, hemos visto que incluso el noble esfuerzo del hombre investido con el mayor don de palabra del mundo ha quedado, prácticamente, sin efecto. Y no es de extrañar, puesto que el establecimiento de la paz universal es, en los tiempos que corren, una imposibilidad física. La guerra es una fuerza negativa y no se puede transformar en una dirección positiva sin hacerla pasar por fases intermedias. Es el problema de hacer que una rueda que gira en un sentido gire en la dirección opuesta sin que su velocidad disminuya, sin pararla y hacer que gane velocidad de nuevo en el otro sentido.
Se ha argumentado que la perfección de las armas de gran poder de destrucción detendrá los enfrentamientos bélicos. Yo también pensé así durante mucho tiempo, pero ahora creo que es un gran error. Un desarrollo semejante la modificará, pero no la detendrá. Al contrario, creo que cada nueva arma que se inventa, cada nueva iniciativa que se despliega en esta dirección simplemente concita nuevos talentos y destrezas, implica un nuevo esfuerzo, ofrece un nuevo incentivo y tan solo aporta un fresco impulso al desarrollo posterior. Piensen en el descubrimiento de la pólvora. ¿Podemos pensar en algún cambio aún más radical que el planteado por esta innovación? Imaginémonos a nosotros mismos viviendo en aquel periodo: ¿no habríamos pensado que la guerra en sí misma había llegado a su final, cuando la armadura del caballero se convirtió en objeto de mofa, cuando la fuerza corporal y la destreza, que tanto habían significado antes, se volvió, en comparación, de escaso valor? Sin embargo, la pólvora no detuvo la guerra; más bien lo contrario: actuó como un incentivo más poderoso. No creo que ningún desarrollo científico o ideal pueda detener jamás la guerra mientras existan condiciones similares a las actuales, porque la guerra, en sí misma, se ha convertido en una ciencia y porque la guerra convoca algunos de los sentimientos más sagrados de los que el hombre es capaz. De hecho, es dudoso que los hombres que no estén listos para luchar por un alto principio sean buenos en absoluto. No es la mente la que hace al hombre, tampoco lo es el cuerpo: son la mente y el cuerpo. Nuestras virtudes y nuestros defectos son inseparables, como la energía y la materia. Cuando se separan, el hombre ya no está.
Otro argumento, de fuerza considerable, se plantea con frecuencia, a saber, que la guerra se volverá enseguida imposible, porque los medios de defensa están aventajando a los de ataque. Esto solo concuerda con una ley fundamental que se podría expresar con la declaración de que es más fácil destruir que construir. Esta ley define las capacidades humanas y sus condiciones. Si estas fueran tales que construir fuera más fácil que destruir, entonces, el hombre continuaría inevitablemente creando y acumulando sin límite. Esas condiciones no son de esta tierra. Un ser que pudiera hacer eso no sería un hombre; sería un dios. La defensa siempre tendrá una ventaja sobre el ataque, pero me parece que este hecho, por sí solo, nunca podrá detener la guerra. Mediante el uso de nuevos principios de defensa podemos hacer que los puertos sean inexpugnables frente a un ataque, pero no podemos, por estos medios, evitar el enfrentamiento en batalla de dos buques de guerra en altamar. Y así, si seguimos esta idea hasta su desarrollo último, llegamos a la conclusión de que sería mejor para la humanidad si el ataque y la defensa mantuvieran, precisamente, la relación contraria; pues si cada país, incluso el más pequeño, se pudiera rodear con un muro absolutamente impenetrable y pudiera desafiar al resto del mundo, se suscitaría un estado de cosas extremadamente desfavorable para el progreso humano. Es mediante la abolición de todas las barreras que separan las naciones y los países como se promueve mejor la civilización.
De nuevo, algunos han argüido que la llegada de las máquinas voladoras debe traer consigo la paz universal. Creo que también esta visión está totalmente errada. Realmente, las máquinas voladoras están al llegar, pero las condiciones continuarán siendo las que eran. De hecho, no veo ninguna razón por la cual una potencia dominante como Gran Bretaña no pudiera gobernar el aire como hace con el mar. Aunque no deseo dejar testimonio como si fuera un profeta, no vacilo en decir que en los próximos años veremos el establecimiento de un “poder del aire” cuyo centro podría no estar lejos de Nueva York. Pero, así y todo, los hombres seguirán luchando alegremente.
El desarrollo ideal del principio de la guerra llevaría finalmente a la transformación de toda la energía bélica en energía pura, potencial, explosiva, como la de un condensador eléctrico. De esta forma, se podría mantener la energía bélica sin esfuerzo; tendría que ser mucho menor en cantidad, pero resultaría incomparablemente más efectiva.
Por lo que se refiere a la seguridad de un país contra una invasión exterior, es interesante notar que depende solo del número relativo (y no del absoluto) de individuos o de la magnitud de las fuerzas y que, si cada país tuviese que reducir su fuerza bélica en la misma proporción, la seguridad permanecería inalterada. Por lo tanto, parece que un acuerdo internacional con el objeto de reducir al mínimo la fuerza bélica, que, en vista de la educación de las masas —todavía imperfecta en el presente—, es absolutamente indispensable, sería el primer paso racional para la disminución de la fuerza que retarda el movimiento humano.
Afortunadamente, las condiciones existentes no pueden continuar de manera indefinida, porque un nuevo elemento está comenzando a afirmarse. Es inminente un cambio para mejor, y ahora voy a procurar mostrar cuál será, de acuerdo con mis ideas, el primer avance hacia el establecimiento de relaciones pacíficas entre las naciones y por qué medios se acabará consiguiendo.
Volvamos al comienzo, cuando la ley del más fuerte era la única ley. La luz de la razón todavía no se había encendido y el débil estaba totalmente a merced del fuerte. El individuo débil, entonces, comenzó a aprender cómo defenderse. Hizo uso de un garrote, una piedra, una lanza, una honda o un arco y flechas, y con el correr del tiempo, en vez de la fuerza física, fue la inteligencia la que se convirtió en el principal factor de decisión en la batalla. El carácter salvaje se fue suavizando gracias al despertar de sentimientos nobles y así, de manera imperceptible, tras eras de progreso continuado, hemos pasado de la lucha brutal del animal irracional a lo que llamamos “la guerra civilizada” de hoy, en la que los combatientes se estrechan la mano, hablan de manera amistosa, y fuman cigarros en los entreactos, listos para volver a meterse de lleno en el conflicto normal en cuanto reciben una señal. Que los pesimistas digan lo que quieran, he aquí una prueba absoluta de un avance gratificante.
Pero ahora ¿cuál es la siguiente fase de esta evolución? La paz todavía no, en modo alguno. El próximo cambio debería derivarse, naturalmente, de las creaciones modernas; debería consistir en la disminución continua del número de individuos comprometidos en una batalla. El aparato será de una gran potencia, pero para manejarlo solo serán necesarios unos pocos individuos. Gracias a este progreso, una máquina o mecanismo con el menor número posible de individuos será cada vez más importante como elemento bélico y la consecuencia totalmente inevitable de ello será el abandono de unidades grandes, torpes, de movimientos lentos y difíciles de manejar. El principal objetivo será hacer que el aparato bélico alcance la mayor velocidad posible y la máxima tasa de liberación de energía. La pérdida de vidas se irá haciendo más y más pequeña y, por fin, con el número de individuos en constante disminución, solamente las máquinas se enfrentarán en una contienda sin derramamiento de sangre, de la que las naciones serán simples espectadores interesados, ambiciosos. Cuando se alcance este estado feliz, la paz estará asegurada. Pero no importa a qué grado de perfección se lleven las armas de disparo rápido, los cañones de gran potencia, los proyectiles explosivos, los botes-torpedo y otras herramientas bélicas; no importa con qué grado de destructividad se diseñen, ese estado nunca se alcanzará mediante semejantes creaciones. Todas estas herramientas requieren hombres para su manejo: los hombres son una parte indispensable de la maquinaria. Su objetivo es matar y destruir. Su poder reside en su capacidad para hacer el mal. Mientras los hombres se enfrenten en batalla, habrá derramamiento de sangre. El derramamiento de sangre siempre mantendrá despierta una pasión bárbara. Para romper este espíritu feroz, se debe introducir una innovación radical, algo que nunca antes se haya dado en la guerra; un principio que inevitable y forzosamente convierta la batalla en un mero espectáculo, en un juego, en una contienda sin pérdida de sangre. Para llegar a este resultado, se debe prescindir de los hombres: las máquinas deben luchar contra las máquinas. Pero ¿cómo conseguir algo que parece imposible? La respuesta es bastante simple: produciendo una máquina capaz de actuar como si fuera parte de un ser humano; no un mero artilugio que conste de palancas, tornillos, ruedas, pedales y nada más, sino una máquina que encarne un principio más alto, el cual le permitiría realizar sus tareas como si tuviera inteligencia, experiencia, razón, juicio… ¡mente! Esta conclusión es el resultado de pensamientos y observaciones que se han extendido a lo largo de toda mi vida, y ahora voy a describir brevemente cómo llegué a conseguir lo que, en un principio, parecía un sueño irrealizable.
Hace mucho tiempo, cuando era un niño, me aquejaba un problema peculiar, que, al parecer, se debía a una excitabilidad extraordinaria de la retina. Consistía en la aparición de imágenes que, por su persistencia, emborronaban la visión de los objetos reales e interferían con el pensamiento. Cuando se me decía una palabra, la imagen del objeto que esta designaba aparecía vívidamente ante mis ojos, y muchas veces me era imposible decir si el objeto que veía era real o no. Esto me causaba una gran incomodidad y ansiedad y yo intentaba liberarme del hechizo por todos los medios. Pero durante largo tiempo, lo intenté en vano y tuve que esperar, como aún recuerdo con claridad, hasta que tuve unos doce años, para conseguir por primera vez mediante un esfuerzo de la voluntad, hacer que una imagen que se me había presentado se desvaneciese. Mi felicidad nunca será tan plena como entonces, pero desafortunadamente (o eso pensé en aquel momento), el viejo problema volvió y con él, mi ansiedad. Y entonces fue cuando comenzaron las observaciones a las que me refiero. En concreto, noté que cuando la imagen de un objeto se me aparecía ante los ojos, era porque había visto algo que me la recordaba. En los primeros casos, pensé que era una mera coincidencia, pero pronto me convencí de que no era así. Una impresión visual, recibida consciente o inconscientemente, precedía siempre a la aparición de la imagen. Poco a poco, fue creciendo en mí un deseo de averiguar, en cada caso, qué era lo que hacía que las imágenes aparecieran y satisfacer este deseo pronto se convirtió en una necesidad. La siguiente observación que hice fue que, al igual que esas imágenes se producían como resultado de algo que yo había visto, también los pensamientos que había concebido se sugerían por un proceso similar. Otra vez, experimenté el deseo de localizar la imagen que causaba el pensamiento, y esta búsqueda de la impresión visual original se convirtió en una segunda naturaleza. Mi mente comenzó a funcionar de una manera automática, por así decirlo, y en el curso de los años que siguieron, casi inconsciente; adquirí la habilidad de localizar en cada ocasión y, por regla general de manera instantánea, la impresión visual que había desencadenado el pensamiento. Eso no es todo. No mucho antes, me di cuenta de que también mis movimientos eran impulsados de la misma manera y así, buscando, observando y verificando continuamente, año tras año, he demostrado y así lo hago diariamente, mediante cada pensamiento y cada acto, para mi absoluta satisfacción, que soy un autómata dotado de capacidad de movimiento, que simplemente responde a los estímulos externos que baten sobre mis órganos sensitivos y piensa, actúa y se mueve en consecuencia. Solo recuerdo uno o dos casos en toda mi vida en los que fui incapaz de localizar la primera impresión que impulsó un movimiento, o un pensamiento, o incluso un sueño.
Es natural que, con estas experiencias concibiera, hace tiempo, la idea de construir un autómata que me representaría de modo mecánico y que podría responder, como yo mismo hago, pero, por supuesto, de una manera mucho más primitiva, a influencias externas. Evidentemente, este autómata tendría que tener fuerza motriz, órganos para la locomoción, órganos directivos y uno o más órganos sensitivos, adaptados de tal modo que pudieran ser excitados por estímulos externos. Esta máquina ejecutaría, razonaba yo, sus movimientos igual que lo haría un ser vivo, pues tendría todos sus elementos o características mecánicas principales. Para lograr el modelo completo todavía faltaban la capacidad para el crecimiento y la reproducción y, por encima de todo, la mente. Pero el crecimiento no era necesario en este caso, ya que la máquina podría fabricarse totalmente desarrollada, por así decirlo. En cuanto a la capacidad de reproducción, también se podría dejar fuera de consideración, puesto que en el modelo mecánico simplemente significaba un proceso de fabricación. Que el autómata fuera de carne y hueso o de madera y acero importaba poco, siempre y cuando pudiera ejecutar todas las tareas que se le solicitasen como un ser inteligente. Para ello, tenía que tener un elemento que correspondiera con la mente, el cual ejercería el control sobre todos sus movimientos y operaciones y lo llevaría a actuar, en cualquier caso imprevisto que se le pudiera presentar, con sabiduría, razón, juicio y experiencia. Pero este elemento lo podía encarnar fácilmente en él si le transmitía mi propia inteligencia, mi propio entendimiento. Así que esta invención evolucionó y dio origen a un nuevo arte, para el que se ha sugerido el nombre de “teleautomática”, que quiere decir arte de controlar los movimientos y operaciones de autómatas distantes.
Evidentemente, este principio era aplicable a cualquier tipo de máquina que se moviera por tierra, mar o aire. Para poner esto en práctica por primera vez, seleccioné un bote (ver figura 2). Una batería de almacenamiento colocada en él suministraba la fuerza motriz. La hélice, a la que hacía funcionar un motor, representaba los órganos locomotores. El timón, controlado por otro motor del mismo tipo, al que también hacía funcionar la batería, ocupaba el lugar de los órganos directivos. En cuanto a los órganos sensitivos, obviamente, mi primer pensamiento fue utilizar un dispositivo que respondiera a los rayos de luz, como una pila de selenio, para representar el ojo humano. Pero tras investigar el asunto más de cerca, descubrí que, debido a dificultades experimentales y de otro tipo, no se podía llevar a efecto un control completamente satisfactorio del autómata a través de la luz, de calor radiante, de radiaciones hercianas o de rayos en general, esto es, de perturbaciones que atraviesan el espacio en línea recta. Una de las razones era que cualquier obstáculo que se colocara entre el operador y el autómata distante ubicaría a este fuera del control de aquel. Otra razón era que el dispositivo sensitivo que representaba al ojo habría tenido que estar en una posición determinada respecto del aparato de control a distancia, y esta necesidad impondría grandes limitaciones al control.
Figura 2: El primer teleautómata viable. Una máquina en la que todos los movimientos corporales o de traslación y todas las operaciones del mecanismo interior están controlados a distancia sin cables. El bote sin tripulación mostrado en la fotografía tiene su propia energía motriz, una maquinaria de impulso y dirección, y muchos otros accesorios, todos los cuales se controlan al transmitir, a distancia y sin cables, oscilaciones eléctricas a un circuito acarreado por el bote y que está ajustado para responder solo a estas oscilaciones.
Todavía había otra razón muy importante, y es que, al utilizar rayos, sería difícil, si no imposible, dar al autómata rasgos o características individuales que lo distinguieran de otras máquinas de este tipo. Evidentemente, el autómata debería responder únicamente a una llamada en particular, como una persona responde a un nombre. Estas consideraciones me llevaron a concluir que el dispositivo sensitivo de la máquina debería corresponderse más con el oído que con el ojo de un ser humano, ya que, en este caso, se podrían controlar sus acciones con independencia de los obstáculos que interviniesen, sin tener en cuenta su posición relativa respecto del aparato de control a distancia y, por último pero no menos importante, permanecería sordo y sin reaccionar, como un sirviente fiel, a ninguna llamada que no fuera de su señor. Estos requisitos hacían imperativo utilizar en el control del autómata —en vez de luz u otros rayos— ondas o perturbaciones que se propagaran por el espacio en todas las direcciones, como el sonido, o que siguieran un patrón de menor resistencia, en cualquier caso curvo. Logré el resultado que me proponía por medio de un circuito eléctrico colocado dentro del bote y ajustado o “sintonizado” exactamente a las vibraciones eléctricas del tipo adecuado que se le transmitían desde un “oscilador eléctrico” distante. Este circuito, al responder, aunque débilmente, a las vibraciones transmitidas, influía en imanes y en otros artilugios, a través de los cuales se controlaban los movimientos de la hélice y del timón, y también las operaciones de muchos otros electrodomésticos.
Por el sencillo medio descrito, la sabiduría, la experiencia, el juicio —la mente, por así decirlo— del operador distante se encarnaban en la máquina, que era, por ello, capaz de moverse y de ejecutar todas sus operaciones con razón e inteligencia. Se comportaría exactamente como una persona con los ojos vendados que obedeciera directrices recibidas a través del oído.
Los autómatas construidos hasta entonces tenían “mentes prestadas”, por así decirlo, ya que cada uno, simplemente, formaba parte del operador distante que le transmitía sus órdenes inteligentes; pero este arte solo está en su comienzo. Me propongo mostrar que, a despecho de que hoy pueda parecer imposible, se puede idear un autómata que tenga su “propia mente”; con ello me refiero a que será capaz, sin depender de un operador, dejado a su albedrío, de ejecutar una gran variedad de actos y operaciones como si tuviera inteligencia en respuesta a influencias externas que estimulen sus órganos sensitivos.
Figura 3. Experimento para ilustrar el suministro de energía eléctrica a través de un único cable sin retorno. Una lámpara incandescente normal, conectada en uno o en sus dos terminales al cable que forma el extremo libre superior de la bobina mostrada en la fotografía, se enciende gracias a las vibraciones eléctricas que se le transmiten a través de la bobina desde un oscilador eléctrico, que funciona solo a un quinto del uno por ciento de su capacidad total.
Podrá seguir un recorrido diseñado u obedecer órdenes dadas con mucha antelación; será capaz de distinguir entre lo que debe y lo que no debe hacer, y de tener experiencias o, dicho de otra forma, de recordar impresiones que, sin duda, influirán en sus siguientes acciones. De hecho, ya he concebido un plan así.
Aunque desarrollé este invento hace muchos años y aunque con frecuencia se lo explicaba a mis visitantes en las pruebas de laboratorio, no se hizo conocido hasta mucho tiempo después de que lo hubiera perfeccionado, y entonces, como es natural, suscitó gran discusión y unos reportajes sensacionales. Pero la mayoría no comprendió la verdadera trascendencia de este nuevo arte, como tampoco reconoció la gran fuerza del principio subyacente. Como pude juzgar por los numerosos comentarios que aparecieron, se consideró que los resultados que había obtenido eran completamente imposibles. Incluso los pocos que estaban dispuestos a admitir la viabilidad del invento solo vieron en él un torpedo automóvil, que se podía utilizar con el propósito de hacer volar acorazados por los aires, con éxito dudoso. La impresión general era que yo únicamente había considerado el gobierno de una nave a través de rayos hercianos o de otro tipo. Hay torpedos que son dirigidos de manera eléctrica por cables, y hay medios de comunicarse sin cables, y la de arriba era, desde luego, una inferencia obvia. Aunque no hubiera conseguido más que eso, ya habría hecho un pequeño avance. Pero el arte que he desarrollado no contempla únicamente el cambio en la dirección de una nave que se mueve; ofrece los medios para un control absoluto, en todos los sentidos, de los innumerables movimientos de traslación, así como de las funciones de todos los órganos internos, con independencia de su número, de un autómata individualizado. Las críticas al hecho de que podría haber interferencias en el control del autómata las hicieron personas que ni siquiera sueñan con los maravillosos resultados que se pueden conseguir con el uso de vibraciones eléctricas. El mundo se mueve despacio y es difícil ver las nuevas verdades. Ciertamente, de acuerdo con este principio, puede haber un arma, ya sea de ataque o de defensa, de una destructividad tanto mayor cuanto el principio es aplicable a naves submarinas y aéreas. Casi no hay restricciones a la cantidad de explosivo que puede llevar o a la distancia a la que puede golpear y un fallo es prácticamente imposible. Pero la fuerza de este nuevo principio no reside totalmente en su destructividad. Su advenimiento introduce en la guerra un elemento que nunca había existido antes: una máquina que lucha sin hombres como medio de ataque y defensa. El desarrollo continuo en esta dirección hará, definitivamente, de la guerra una mera contienda entre máquinas, sin hombres y sin pérdida de vidas; un estado que habría sido imposible sin esta nueva orientación y que, en mi opinión, es necesario alcanzar como algo previo a la paz permanente. El futuro corroborará o refutará estos puntos de vista. Mis ideas sobre este tema han sido propuestas con convencimiento profundo, pero con espíritu humilde.
Figura 4. Experimento para ilustrar la transmisión de energía eléctrica sin cables a través de la tierra. La bobina mostrada en la fotografía tiene su extremo inferior o terminal conectado al suelo y está en sintonía exacta con las vibraciones de un oscilador eléctrico distante. La lámpara encendida es una lazada de cable independiente, activada por inducción de la bobina a la que excitan las vibraciones eléctricas que se le transmiten a través del suelo desde un oscilador, que trabaja solo al cinco por ciento de su capacidad total.
Figura 5. Vista fotográfica de bobinas que responden a las oscilaciones eléctricas. La imagen muestra unas cuantas bobinas sintonizadas de manera diferente y que responden a las vibraciones que les son transmitidas a través de la tierra desde un oscilador eléctrico. La bobina grande de la derecha, que está produciendo una fuerte descarga, está sintonizada a la vibración fundamental, que es de cincuenta mil por segundo; las dos bobinas verticales más grandes, a dos veces ese número; la bobina blanca más pequeña, a cuatro veces ese número, y las pequeñas bobinas restantes, a tonos más altos. Las vibraciones producidas por el oscilador eran tan intensas que influyeron perceptiblemente en una pequeña bobina sintonizada a un tono veintiséis veces más alto.
Figura 6. Vista fotográfica de las partes esenciales del oscilador eléctrico que se utilizó en los experimentos descritos.
Establecer relaciones pacíficas permanentes entre las naciones sería la manera más efectiva de reducir la fuerza que retarda a la masa humana, así como la mejor solución a este gran problema de los humanos. Pero ¿se realizará jamás el sueño de la paz universal? Esperemos que sí. Cuando toda la oscuridad se haya disipado a la luz de la ciencia, cuando todas las naciones se hayan fundido en una, y el patriotismo sea idéntico a la religión, cuando solo haya una lengua, un país, un fin, entonces, el sueño se habrá hecho realidad.
EL TERCER PROBLEMA: CÓMO AUMENTAR LA FUERZA QUE ACELERA A LA MASA HUMANA - EL APROVECHAMIENTO DE LA ENERGÍA DEL SOL
De las tres posibles soluciones al problema fundamental de aumentar la energía humana, esta es, con diferencia, la más importante, no solo por su relevancia intrínseca, sino también por su íntima relación con los muchos elementos y condiciones que determinan el movimiento de la humanidad. Para proceder sistemáticamente, tendría que ocuparme de todas las deliberaciones que me guiaron desde el comienzo en mis esfuerzos por llegar a la solución y que me han conducido, paso a paso, a los resultados que ahora voy a describir. Como estudio preliminar del problema, no estaría de más una investigación analítica —como la que yo he hecho— de las fuerzas primordiales que determinan el movimiento hacia delante, en particular, para transmitir la idea de esa “velocidad” hipotética que, como se explicó al principio, es una magnitud de la energía humana; pero tratar esto aquí, como me gustaría, excedería el alcance del presente tema. Basta decir que el resultado de todas esas fuerzas está siempre en la dirección de la razón, por lo que esta última determina, en cualquier momento, la dirección del movimiento humano. Esto equivale a decir que todo esfuerzo que se aplica científicamente, ya sea racional, útil o práctico, debe estar en la dirección en la que se mueve la masa. El hombre práctico, racional, el observador, el hombre de negocios, el que razona, calcula o decide por adelantado aplica cuidadosamente su esfuerzo para que cuando el efecto llegue, lo haga en la dirección del movimiento, con lo que este se vuelve más eficiente; y es en esta sabiduría y habilidad donde reside el secreto de su éxito. Cada nuevo hecho que se descubre, cada nueva experiencia o elemento que se añade a nuestro conocimiento y que entra en el dominio de la razón, influye en ellos y, por eso, cambia la dirección del movimiento, el cual, sin embargo, debe tener lugar siempre a lo largo de la resultante de todos esos esfuerzos que, en ese tiempo, designamos como razonables, esto es, que nos preservan, que son útiles, fructíferos o prácticos. Estos esfuerzos conciernen a nuestra vida diaria, a nuestras necesidades y comodidades, a nuestro trabajo y a nuestros negocios, y son los que conducen al hombre hacia delante.
Pero contemplemos todo ese mundo ajetreado en torno a nosotros, toda esa masa compleja que vibra y se mueve diariamente… ¿qué es sino un inmenso mecanismo de relojería movido por un resorte? Por la mañana, cuando nos levantamos, no podemos evitar notar que todos los objetos que nos rodean están fabricados por maquinaria: el agua que usamos es impulsada por energía a vapor; los trenes traen nuestro desayuno desde localidades lejanas; los ascensores de nuestras viviendas y de los edificios de nuestras oficinas, los coches que nos llevan a ellas… todos funcionan gracias a la energía; en nuestras misiones diarias y en cada una de nuestras búsquedas vitales dependemos de ella; y cuando por la noche regresamos a nuestra casa —construida con máquinas—, no sea que lo olvidemos, todas las comodidades materiales de nuestro hogar, nuestra amada estufa y nuestra lámpara nos recuerdan en qué medida dependemos de la energía. Y cuando, por accidente, se produce un parón en la maquinaria, cuando la ciudad se cubre de nieve o el movimiento que sostiene la vida es detenido temporalmente de otro modo, nos aterroriza darnos cuenta de lo imposible que sería para nosotros vivir la vida que vivimos sin fuerza motriz. La energía es trabajo. Incrementar la fuerza que acelera el movimiento humano significa, por tanto, desarrollar más trabajo.
Así que nos encontramos con que las tres posibles soluciones al gran problema de aumentar la energía humana se contestan con tres palabras: comida, paz, trabajo. Durante mucho tiempo, pensé y cavilé, me perdí en especulaciones y teorías, consideré al hombre como una masa movida por una fuerza, observé su movimiento inexplicable a la luz de un movimiento mecánico y apliqué los sencillos principios de la mecánica a su análisis hasta que llegué a estas soluciones, solo para darme cuenta de que me las habían enseñado en mi más tierna infancia. Estas tres palabras son las notas clave de la religión cristiana. Su significado científico y su propósito me resultan claros ahora: la comida aumenta la masa, la paz disminuye la fuerza que retarda y el trabajo aumenta la fuerza que acelera el movimiento humano. Estas son las tres únicas soluciones posibles para el gran problema y todas ellas tienen un objetivo, una finalidad, a saber, aumentar la energía humana. Si admitimos esto, no podemos evitar admirarnos por lo profundamente sabia y científica y lo inmensamente práctica que es la religión cristiana, y por el marcado contraste en que está respecto a otras religiones. Es, de modo inconfundible, el resultado de experimentos prácticos y de observaciones científicas que se han prolongado a lo largo del tiempo, mientras que otras religiones parecen ser el resultado de un simple razonamiento abstracto. Su principal mandamiento, que siempre es recurrente, consiste en trabajar, en esforzarse incansablemente, de manera útil y acumulativa, con periodos de descanso y recuperación en busca de una eficiencia mayor. Así que estamos inspirados por la Cristianidad y la Ciencia para hacer todo lo posible por aumentar el rendimiento de la humanidad. Ahora pasaré a considerar de un modo más específico este, el más importante de los problemas humanos.
Figura 7. Experimento para ilustrar un efecto inductivo de un oscilador eléctrico de gran potencia. La fotografía muestra tres lámparas incandescentes normales, encendidas al tope de sus bujías por corrientes inducidas en un circuito local que consiste en un único cable que forma un cuadrado de diecisiete metros de lado, que incluye las lámparas y que está a una distancia de treinta metros del circuito primario activado por el oscilador. Asimismo, el circuito incluye un condensador eléctrico y está en sintonía con la vibración del oscilador, que trabaja a menos del cinco por ciento de su capacidad total.
Figura 8. Experimento para ilustrar la capacidad del oscilador de producir explosiones eléctricas de gran potencia.
* La bobina, parcialmente mostrada en la fotografía, crea un movimiento alterno de la electricidad desde la tierra a un gran depósito y viceversa, a una velocidad de cien mil ciclos por segundo. Los ajustes son tales que el embalse se llena por completo y se desborda a cada alternancia, justo en el momento en que la presión eléctrica alcanza el máximo. La descarga se escapa con un ruido ensordecedor, golpea una bobina desconectada que está a siete metros y crea tal conmoción eléctrica en la tierra que de la cañería principal del agua saltan chispas de medio centímetro de largo a una distancia de noventa y dos metros del laboratorio.
Figura 9. Experimento para ilustrar la capacidad del oscilador de crear un gran movimiento eléctrico. La bola que se muestra en la fotografía, recubierta con un baño de metal pulido, tiene una superficie de veinte metros cuadrados y representa un gran depósito de electricidad. La cacerola de hojalata invertida y borde afilado que se halla debajo constituye una gran abertura a través de la cual puede escapar la electricidad antes de llenar el depósito. La cantidad de electricidad puesta en movimiento es tan grande que, aunque la mayor parte escapa a través del borde de la cacerola o abertura suministrada, no obstante, la bola o depósito se vacía y se llena hasta que se desborda (como evidencia la descarga que escapa en lo alto de la bola) ciento cincuenta mil veces por segundo.
Figura 10. Toma fotográfica de un experimento que ilustra el efecto de un oscilador que está liberando energía a una potencia de setenta y cinco mil caballos de vapor. La descarga, que crea una fuerte corriente debido al calentamiento del aire, es impulsada hacia arriba a través del tejado abierto del edificio. La mayor anchura es de veintiún metros. La presión es superior a doce millones de voltios y la corriente alterna ciento treinta mil veces por segundo.
Primero, preguntémonos: ¿de dónde viene toda la energía motriz? ¿Cuál es el resorte que lo maneja todo? Vemos que el océano sube y baja, que los ríos discurren, que el viento, la lluvia, el granizo y la nieve golpean en nuestras ventanas, que los trenes y los buques de vapor vienen y van; oímos el ruido vibrante de los vagones, las voces de la calle; sentimos, olemos y saboreamos, y pensamos en todo ello. Y todo este movimiento, desde una oleada del poderoso océano hasta el sutil movimiento implicado en nuestro pensamiento, tienen una causa común. Toda esa energía emana de un solo centro, de una sola fuente: el sol. El sol es el resorte que lo maneja todo. El sol preserva la vida humana y suministra toda la energía humana. Ahora hemos encontrado otra respuesta para la gran pregunta de arriba: aumentar la fuerza que acelera el movimiento del hombre significa derivar más energía solar para los usos del hombre. Honramos y reverenciamos a esos grandes hombres de tiempos ya pasados, cuyos nombres están ligados a logros inmortales, que han demostrado ser benefactores de la humanidad: el reformador religioso con sus sabias máximas de vida, el filósofo con sus verdades profundas, el matemático con sus fórmulas, el físico con sus leyes, el inventor con sus principios y secretos arrancados de la naturaleza, el artista con todas sus formas de lo bello; pero ¿quién le honra a él, al más grande de todos —quién puede siquiera decir su nombre—, al que primero utilizó la energía del sol para ahorrarle un esfuerzo a un prójimo débil? Ese fue el primer acto humano de filantropía científica y sus consecuencias no se pueden calcular.
Desde el principio han estado al alcance del hombre tres modos de obtener energía del sol. El salvaje, cuando calentaba sus congelados miembros al fuego de una hoguera que había encendido de algún modo, estaba aprovechando la energía del sol almacenada en el material que ardía. Cuando llevaba un haz de ramas a su cueva y las quemaba allí, hacía uso de la energía del sol almacenada, tras haberla transportado de un lugar a otro. Cuando le ponía velamen a su canoa, utilizaba la energía del sol aplicada a la atmósfera o al medio ambiente. No cabe duda de que el primero es el modo más antiguo. Una hoguera, encontrada de manera casual, le enseñó al salvaje a apreciar su calor benéfico. Entonces, probablemente él concibió la idea de llevar las brasas a su morada. Finalmente, aprendió a usar la fuerza de una veloz corriente de agua o de aire. El desarrollo moderno se caracteriza porque el progreso se ha efectuado en el mismo orden. La utilización de la energía almacenada en la madera o el carbón; o, hablando en términos generales, el combustible, condujo a la máquina de vapor. A continuación, se dio un gran paso en el transporte de la energía gracias al uso de electricidad, que permitía transferir energía de una localidad a otra sin transportar la materia. Pero en cuanto a la utilización de la energía del medio ambiente, no se ha dado a conocer ningún paso radical hacia delante.
Los resultados últimos del desarrollo en estas tres direcciones son: primero, la combustión del carbón mediante un proceso frío en una batería; segundo, la utilización eficiente de la energía del medio ambiente; y, tercero, la transmisión sin cables de la energía eléctrica a cualquier distancia. Se llegue como se llegue a estos resultados, su aplicación práctica implicará un vasto uso del hierro y este metal inestimable será, sin duda, un elemento esencial en el posterior desarrollo de estas tres direcciones.
Si quemamos con éxito carbón mediante un proceso rápido y de ese modo obtenemos energía eléctrica de una forma eficiente y barata, para muchos usos prácticos de esta energía necesitaremos motores eléctricos, esto es hierro. Si conseguimos extraer energía del medio ambiente, tanto para su obtención como para su utilización, necesitáremos maquinaria; nuevamente, hierro. Si llevamos a cabo la transmisión de energía eléctrica sin cables a escala industrial, nos veremos obligados a utilizar gran cantidad de generadores eléctricos: una vez más, hierro. Hagamos lo que hagamos, el hierro será probablemente el medio principal de lograrlo en el futuro próximo, posiblemente más de lo que lo ha sido en el pasado. Cuánto durará su reino es algo difícil de decir, pues incluso ahora el aluminio ya se cierne como un competidor amenazante. Pero de momento, además de hacernos con nuevas fuentes de energía, es de la mayor importancia hacer mejoras en la fabricación y utilización del hierro. Es posible hacer grandes avances en estas direcciones, que, si llegan a realizarse, aumentarían enormemente el rendimiento útil de la humanidad.
LAS GRANDES POSIBILIDADES QUE OFRECE EL HIERRO PARA AUMENTAR EL RENDIMIENTO HUMANO - EL TREMENDO DESPILFARRO EN LA FABRICACIÓN DEL HIERRO
El hierro es, con diferencia, el factor más importante del progreso moderno. Contribuye más que ningún otro producto industrial a la fuerza que acelera el movimiento humano. El uso de este metal está tan generalizado y tan íntimamente conectado con todo lo que concierne nuestra vida que se ha vuelto tan indispensable para nosotros como el aire que respiramos. Su nombre es sinónimo de utilidad. Pero, pese a la gran influencia del hierro en el desarrollo actual del hombre, no aumenta la fuerza que impulsa al hombre hacia delante todo lo que podría. En primer lugar, su fabricación, tal y como se lleva a cabo ahora, está conectada con un preocupante despilfarro de combustible, es decir, con un despilfarro de energía. Así pues, de nuevo, solo una parte de todo el hierro que se produce se utiliza para propósitos útiles. Una buena parte de él crea resistencias de fricción, mientras que otra gran parte es el medio por el que se desarrollan fuerzas negativas que retardan en gran medida el movimiento humano. Así, la fuerza negativa de la guerra está casi totalmente representada en el hierro. Es imposible estimar con cierto grado de precisión la magnitud de esta, la mayor de todas las fuerzas de retardo, pero ciertamente es muy considerable. Si la actual fuerza de impulso positiva, debida a todas las aplicaciones útiles del hierro, se representa por diez, por ejemplo, yo no pensaría que es una exageración estimar la fuerza negativa de la guerra, tras haber considerado adecuadamente todas sus influencias retardadas y sus resultados en, digamos, seis. Sobre la base de esta estimación, la fuerza de impulso efectiva del hierro en dirección positiva debería medirse como la diferencia de estos dos números, que es cuatro. Pero, si gracias al establecimiento de la paz universal, cesase la fabricación de la maquinaria de guerra y todas las pugnas entre naciones por la supremacía se tornasen en una competición saludable, activa y productiva desde el punto comercial, entonces la fuerza de impulso positiva debida al hierro se mediría por la suma de esos dos números, que es dieciséis: es decir, la fuerza tendría cuatro veces su valor actual. Desde luego, este ejemplo solo pretende dar una idea del inmenso aumento en el rendimiento útil de la humanidad que se derivaría de una reforma radical de las industrias del hierro que suministran las herramientas de guerra.
Se podría asegurar una ventaja similar en el ahorro de la energía disponible para el hombre si se evitase el gran despilfarro de carbón que está conectado de manera inseparable con el método actual de fabricar hierro. En algunos países, como en Gran Bretaña, los nocivos efectos de este desperdicio de combustible se están empezando a sentir. El precio del carbón aumenta constantemente, lo que hace que los pobres sufran cada vez más. Aunque todavía estamos lejos del temido “agotamiento de las minas de carbón”, la filantropía nos exige que inventemos nuevos métodos de fabricar hierro que no impliquen un gasto tan bárbaro de este valioso material, del que obtenemos la mayor parte de nuestra energía actual. Es nuestro deber para con las generaciones venideras dejarles este almacén de energía intacto o, al menos, no tocarlo hasta que no hayamos perfeccionado los procesos de combustión del carbón. Quienes vengan tras nosotros necesitarán el combustible más que nosotros mismos. Deberíamos poder fabricar el hierro que necesitamos utilizando la energía del sol, sin gastar carbón. Como un esfuerzo con este fin a muchos se les presentó espontáneamente la idea de fundir minerales de hierro con corrientes eléctricas obtenidas de la energía de cascadas de agua. Yo mismo he dedicado mucho tiempo a intentar desarrollar semejante proceso práctico, que permitiría fabricar hierro a bajo coste. Tras una prolongada investigación en la materia, como descubrí que no era rentable utilizar las corrientes generadas para fundir directamente el mineral, ideé un método mucho más económico.
PRODUCCIÓN ECONÓMICA DE HIERRO MEDIANTE UN NUEVO PROCESO
El proyecto industrial, tal y como lo ideé hace seis años, contemplaba el empleo de las corrientes eléctricas obtenidas de la energía de una cascada, no para fundir el mineral directamente, sino para descomponer el agua, como un paso previo. Para reducir el coste de la planta de energía, propuse generar las corrientes con unas dinamos simples y excepcionalmente baratas, que diseñé con este único propósito. El hidrógeno liberado en la descomposición electrolítica se quemaba o se recombinaba con oxígeno, no con aquel del que se había separado, sino con el de la atmósfera. Así, casi el total de la energía eléctrica gastada en la descomposición del agua habría sido recuperada en la forma del calor resultante de la recombinación del hidrógeno. Este calor se utilizaba para fundir el mineral. Pensaba utilizar el oxígeno conseguido como producto secundario de la descomposición del agua para otros propósitos industriales, que probablemente arrojarían buenos rendimientos financieros en la medida en que este es el modo más barato de obtener dicho gas en grandes cantidades. En cualquier caso, se podía emplear para quemar desechos de todo tipo, hidrocarbono barato o carbón de la peor calidad, que no podía quemarse en el aire o que no podía ser utilizado de ningún otro modo, y eso, nuevamente, liberaría una gran cantidad de calor que quedaría disponible para fundir el mineral. Para aumentar la economía del proceso, consideré utilizar, además, un arreglo de acuerdo con el cual el metal caliente y los productos de la combustión, al salir de la caldera, transferirían su calor al mineral frío que entraba en ella, para que, comparativamente, en la fundición se perdiera solo un poco de la energía calórica. Calculé que con este método se podrían producir unas dieciocho toneladas de hierro por caballo de vapor al año. Se descontaron generosamente esas pérdidas que son inevitables; la cantidad de arriba sería la mitad de la que, teóricamente, se puede obtener. Contando con esta estimación y con la información práctica de que en la región de los Grandes Lagos hay cierto tipo de minerales de arena en abundancia, una vez incluidos el coste del transporte y el trabajo, descubrí que, en algunas localidades, el hierro podría fabricarse de esta manera de forma más barata que por cualquiera de los métodos adoptados. A este resultado se llegaría de forma todavía más segura si el oxígeno obtenido del agua, en vez de ser utilizado para fundir el mineral, como se asume, fuese empleado con más rendimiento. Cualquier solicitud nueva de este gas aseguraría mayores ingresos para la planta, lo que abarataría el hierro. Este proyecto se sacó adelante únicamente en interés de la industria. Espero que algún día una hermosa mariposa industrial salga de su polvorienta y arrugada crisálida.
La producción de hierro a partir de minerales de arena mediante el proceso de separación magnética es altamente recomendable en principio, puesto que no implica gasto alguno de carbón; pero la utilidad de este método se ve muy reducida por la necesidad de fundir el hierro después. En cuanto al aplastamiento del mineral de hierro, lo consideraría racional solo si se hiciera con energía hidroeléctrica o con energía obtenida de cualquier otro modo que no implique consumo de combustible. Un proceso de electrólisis en frío, que haría posible extraer hierro de forma barata y también moldearlo de las formas requeridas sin consumir combustible, sería, en mi opinión, un gran avance en la industria del hierro. Al igual que algunos otros metales, el hierro ha resistido hasta ahora el tratamiento electrolítico, pero no hay duda de que tal proceso frío reemplazará definitivamente en la metalurgia al rudimentario método de fundición actual y así se eludirá el enorme gasto de combustible que se necesita para el calentamiento repetido del metal en las fundiciones.
Hace más de diez décadas, la utilidad del hierro se basaba casi por completo en sus extraordinarias propiedades mecánicas, pero desde la llegada de la dinamo comercial y del motor eléctrico, su valor para la humanidad se ha incrementado muchísimo debido a sus cualidades magnéticas únicas. Por lo que se refiere a estas, se han hecho grandes mejoras en el hierro últimamente. La señal de progreso apareció hace unos trece años, cuando descubrí que si en un motor de alternancia se utilizaba acero Bessemer suave en vez de hierro forjado, como era costumbre, el rendimiento de la máquina se duplicaba. Llamé la atención del señor Albert Schmid sobre este hecho, a cuyos incansables esfuerzos y habilidad se debe la supremacía de la maquinaria eléctrica estadounidense y que entonces era el superintendente de una corporación industrial involucrada en este campo. Siguiendo mi sugerencia, construyó transformadores de acero y estos mostraron, de manera acusada, la mejora que se ha señalado. Entonces, se continuó sistemáticamente la investigación con la orientación del señor Schmid, se fueron eliminando gradualmente las impurezas del “acero” (que lo era solo en nombre, porque en realidad era hierro dulce puro) y pronto se obtuvo un producto que no admitía ya mucha mejora más.
LA LLEGADA DE LA ERA DEL ALUMINIO - LA CAÍDA DE LA INDUSTRIA DEL COBRE - LA GRAN POTENCIA CIVILIZADORA DEL NUEVO METAL
Con los avances que se han practicado en el hierro en los últimos años hemos llegado prácticamente a los límites de lo que se puede mejorar. No podemos esperar que se aumenten de manera muy sustancial su fuerza de tracción, su elasticidad, su dureza o su maleabilidad; tampoco podemos esperar hacerlo mucho mejor por lo que se refiere a sus cualidades magnéticas. Más recientemente, se ha asegurado una ganancia notable gracias a la mezcla de un pequeño porcentaje de níquel con el hierro, pero no hay mucho espacio para avanzar más en esta dirección. Podemos esperar nuevos descubrimientos, pero estos no añadirán grandeza a las valiosas propiedades del metal, aunque podrían reducir considerablemente el coste de su fabricación. El futuro inmediato del hierro está asegurado por su bajo coste y por sus cualidades magnéticas y mecánicas sin parangón. Estas son tan inigualables que ningún otro producto puede competir con él ahora. Pero no hay duda de que, en un tiempo no muy lejano, en muchos de los campos en los que ahora es imbatible, el hierro tendrá que pasarle su cetro a otro: la era venidera será la era del aluminio. Solo han pasado setenta años desde que este maravilloso metal fue descubierto por Woehler, y la industria del aluminio, de apenas cuarenta años de edad, demanda ya la atención de todo el mundo. Un crecimiento tan rápido no se había registrado nunca en la historia de la civilización. No hace mucho, el aluminio se vendía al descabellado precio de sesenta u ochenta dólares el kilo; hoy, se puede conseguir la cantidad que se desee por unos centavos. Lo que es más, no está lejos el día en el que este precio también será considerado descabellado, puesto que es posible hacer grandes mejoras en su método de fabricación. La mayor parte del metal se produce ahora en calderas eléctricas mediante un proceso que combina fusión y electrólisis, lo que ofrece características ventajosas, pero implica, naturalmente, un gran gasto de energía eléctrica de la corriente. Mis estimaciones apuntan a que el precio del aluminio se podrá reducir de manera considerable si en su fabricación se adopta un método similar al propuesto por mí para la producción del hierro. Para la fusión de tan solo medio kilo de aluminio se necesita el setenta por ciento del calor requerido para medio kilo de hierro, y en la medida en que su peso es solo un tercio del hierro, se puede obtener cuatro veces el volumen del hierro en aluminio a partir de una cantidad dada de energía calórica. Pero un proceso electrolítico frío de fabricación es la solución ideal y en él he puesto mis esperanzas.
La consecuencia totalmente inevitable del avance de la industria del aluminio será la aniquilación de la industria del cobre. No pueden existir y prosperar juntas, y esta última está condenada por encima de cualquier esperanza de recuperación. Incluso ahora es más barato transmitir una corriente eléctrica a través de cables de aluminio que hacerlo a través de cables de cobre; la fundición de aluminio cuesta menos y en muchos usos domésticos y de otro tipo el cobre no tiene ninguna oportunidad de competir con éxito. Una reducción posterior en el precio del aluminio no puede ser sino fatal para el cobre. Pero el progreso del primero no continuará sin obstáculos, puesto que, como casi siempre ocurre en estos casos, la mayor industria absorberá a la menor: los gigantescos intereses del cobre controlarán los diminutos intereses del aluminio y el cobre, de lento avance, reducirá el animado andar del aluminio. Esto no impedirá, solo retrasará, la catástrofe inminente.
El aluminio, sin embargo, no se detendrá ante la caída del cobre. Antes de que hayan pasado muchos años, se habrá involucrado en una refriega feroz con el hierro, y en este último, encontrará un adversario difícil de conquistar. El cariz de la contienda dependerá especialmente de si el hierro va a ser indispensable en la maquinaria eléctrica. Esto solo lo puede decidir el futuro. El magnetismo, tal como se da en el hierro, es un fenómeno aislado de la naturaleza. Todavía no se ha establecido qué es lo que hace que este metal se comporte de manera tan radicalmente distinta a todos los demás materiales a este respecto, aunque se han sugerido muchas teorías. Por lo que se refiere al magnetismo, las moléculas de los distintos cuerpos se comportan como vigas huecas rellenadas parcialmente con un fluido pesado y equilibrado en el centro a la manera de un balancín. Evidentemente, existe en la naturaleza alguna influencia perturbadora que provoca que cada molécula, como en la mencionada viga, se incline de uno u otro lado. Si las moléculas se inclinan hacia un lado, el cuerpo es magnético; si se inclinan hacia el otro, el cuerpo es no magnético; pero ambas posiciones son estables, como lo serían en el caso de la viga hueca, debido a la precipitación del líquido hacia el extremo más bajo. Lo maravilloso es que las moléculas de todos los cuerpos conocidos van en un sentido, mientras que las del hierro van en el otro. Es como si este metal tuviera un origen totalmente diferente al del resto de los del globo. Es altamente improbable que descubramos otro material más barato que iguale o sobrepase al hierro en cualidades magnéticas.
A no ser que nos desviáramos radicalmente del carácter de las corrientes eléctricas empleadas, el hierro será indispensable. Sin embargo, las ventajas que ofrece son solo aparentes. Mientras utilicemos fuerzas magnéticas débiles es, de lejos, muy superior a cualquier otro material; pero si encontramos maneras de producir grandes fuerzas magnéticas, entonces, se obtendrán mejores resultados sin él. De hecho, yo ya he producido transformadores eléctricos en los que no se emplea hierro, y que son capaces de ejecutar veinte veces más trabajo por kilo de peso que los que funcionan con hierro. Esto se consigue al utilizar corrientes eléctricas de una alta velocidad de vibración (producidas de modos nuevos) en vez de corrientes ordinarias como las que se emplean ahora en las industrias. También he manejado con éxito motores eléctricos sin hierro, gracias a estas corrientes de vibración tan rápida, pero los resultados hasta ahora han sido inferiores a los obtenidos con motores normales construidos con hierro. Eso sí, en teoría, el primero sería capaz de ejecutar incomparablemente más trabajo por unidad de peso que el segundo. Pero los obstáculos aparentemente insalvables que ahora están en el camino serán superados al final y entonces habremos terminado con el hierro y toda la maquinaria eléctrica será fabricada con aluminio, con toda probabilidad, a precios ridículamente bajos. Esto supondrá un severo, si no fatal, golpe para el hierro. En muchas otras ramas de la industria, como en la construcción de barcos, o allá donde se requiere ligereza en la estructura, el progreso del nuevo metal será mucho más rápido. Para esos usos es sumamente adecuado y antes o después reemplazará con seguridad al hierro. Es muy probable que con el paso del tiempo seamos capaces de darle muchas de las cualidades que hacen al hierro tan valioso.
Aunque es imposible decir cuándo se consumará esta revolución industrial, no hay duda de que el futuro pertenece al aluminio, y en tiempos venideros, será el medio principal de incrementar el rendimiento humano. En este sentido, tiene unas cualidades muy superiores a las de cualquier otro metal. Yo estimaría su fuerza civilizadora en por lo menos cien veces la del hierro. Esta estimación, aunque pueda resultar asombrosa, no es nada exagerada. En primer lugar, debemos recordar que hay treinta veces más aluminio que hierro disponible a granel para usos humanos. Esto, en sí mismo, ofrece grandes posibilidades. Además, el nuevo metal es mucho más fácil de trabajar, lo que le añade valor. En muchas de sus propiedades comparte el carácter de un metal precioso, lo que le da una valía especial. Su conductividad eléctrica, que, para un peso dado es mayor que la de cualquier otro metal, bastaría por sí sola para hacer de él uno de los factores más importantes en el progreso humano. Su extrema ligereza hace que los objetos fabricados con él sean mucho más fáciles de transportar. En virtud de esta propiedad revolucionará la construcción naval y, al facilitar el transporte y el desplazamiento, aumentará enormemente el rendimiento útil de la humanidad. Pero su gran fuerza civilizadora se manifestará, creo, en el desplazamiento aéreo, que se producirá gracias a él. Los instrumentos telegráficos educarán lentamente a los bárbaros. Los motores y las lámparas eléctricas lo harán más rápido, pero más rápido que ninguna otra cosa lo hará la máquina voladora. Al hacer que los desplazamientos sean de una sencillez ideal se convertirá en el mejor medio para unificar los elementos heterogéneos de la humanidad. Como primer paso hacia esta realización deberíamos producir unos acumuladores más ligeros o conseguir más energía del carbón.
LOS ESFUERZOS PARA OBTENER MÁS ENERGÍA DEL CARBÓN - LA TRANSMISIÓN ELÉCTRICA - EL MOTOR DE GAS - LA BATERÍA DE CARBÓN FRÍO
Recuerdo que una vez consideré que la producción de electricidad mediante la combustión de carbón en una batería era el gran paso hacia la civilización avanzada, y ahora me sorprendo al darme cuenta de en qué medida el estudio continuo de estos temas ha modificado mis opiniones. Ahora me parece que, aunque sea eficiente, quemar carbón en una batería sería algo provisional, una fase en la evolución hacia algo mucho más perfecto. Después de todo, al generar electricidad de esta manera, estaríamos destruyendo materia, y esto sería un proceso bárbaro. Deberíamos ser capaces de obtener la energía que necesitamos sin consumir materia. Pero estoy lejos de menospreciar el valor de un método tan eficaz de quemar combustible. Hoy por hoy, casi toda la energía motriz procede del carbón y, ya sea de manera directa o a través de sus productos, aumenta la energía humana. Desafortunadamente, en todos los procesos adoptados hasta ahora, gran parte de la energía del carbón se disipa inútilmente. Las mejores máquinas de vapor utilizan solo una pequeña parte de la energía total. Incluso los motores de gas, en los que, particularmente, se obtienen mejores resultados, todavía hay un gasto bárbaro. En nuestros sistemas de iluminación eléctrica apenas utilizamos un tercio del uno por ciento de la energía total del carbón y en la iluminación mediante gas una fracción mucho menor. Considerando los diversos usos del carbón en el mundo, nosotros, en verdad, no utilizamos más que el dos por ciento de la energía que, en teoría, está a nuestro alcance. El hombre que lograra frenar este gasto sin sentido sería un gran benefactor de la humanidad, aunque la solución que ofreciera no podría ser permanente, puesto que a la larga llevaría al agotamiento de la reserva de materia. Ahora se están haciendo esfuerzos dirigidos a la obtención de más energía del carbón en dos direcciones principales: generando electricidad y produciendo gas para propósitos relacionados con la energía motriz. En ambas líneas, se ha alcanzado ya un éxito notable.
El advenimiento de un sistema de corrientes alternas para la transmisión de energía eléctrica marca una época en el ahorro de energía procedente del carbón que está disponible para el hombre. Evidentemente, toda la energía eléctrica obtenida de una cascada, al ahorrar tal cantidad de combustible, es una ganancia neta para la humanidad, y es aún más efectiva en cuanto que se garantiza con poco gasto de esfuerzo humano y, como es el método de obtener energía del sol más perfecto entre todos los que se conocen, contribuye de muchos modos al avance de la civilización. Pero la electricidad también nos permite conseguir mucha más energía del carbón de la que era factible a la antigua usanza. En vez de transportar el carbón a lugares distantes de consumo, lo quemamos cerca de la mina, desarrollamos electricidad en las dinamos y transmitimos la corriente a localidades remotas, con lo que efectuamos un ahorro considerable. En vez de manejar la maquinaria de una fábrica al viejo y derrochador estilo, con correas y ejes, generamos electricidad con energía de vapor y hacemos funcionar motores eléctricos. De esta manera, no es raro obtener dos o tres veces más energía motriz efectiva del combustible, además de asegurarnos muchas otras ventajas importantes. En este campo, tanto como en el de la transmisión de energía a grandes distancias, el sistema de corriente alterna, con su maquinaria inmejorablemente simple, está generando una revolución industrial. Pero en muchos aspectos, este progreso todavía no se ha hecho notar. Por ejemplo, los buques de vapor y los trenes todavía son impulsados por la aplicación directa de la energía de vapor a ejes y transmisores. Se podría transformar en energía motriz un porcentaje mucho mayor de la energía calórica del combustible si, en lugar de utilizar los motores adoptados por la industria naval y las locomotoras, se usan dinamos que funcionen mediante motores de gas o de vapor de alta presión, especialmente diseñados, y se aprovecha la electricidad generada para la propulsión. De esta forma, se podría asegurar una ganancia del cincuenta al cien por ciento en la energía efectiva derivada del carbón. Es difícil entender por qué un hecho tan sencillo y obvio no recibe más atención de los ingenieros. En los buques de vapor transoceánicos una mejora de este tipo sería particularmente deseable, puesto que acabaría con el ruido y aumentaría considerablemente la velocidad y la capacidad de carga de las naves.
Se obtiene todavía más energía del carbón gracias a los últimos motores de gas mejorados, cuyo ahorro es, de media, probablemente dos veces el del mejor motor a vapor. La introducción del motor de gas está facilitada en gran medida por la importancia de la industria del gas. Debido al aumento del uso de la luz eléctrica cada vez se utiliza más gas para obtener calor y energía motriz. En muchos casos, el gas se fabrica cerca de la minas de carbón y se transporta a lugares de consumo distantes, de esta forma se efectúa un ahorro considerable tanto en el coste del transporte como en la utilización de la energía del combustible. En el estado actual de las artes mecánicas y eléctricas, el modo más racional de obtener energía del carbón es, evidentemente, fabricar gas cerca de las reservas de carbón y utilizarlo, en el acto o en otro lugar, para generar electricidad para usos industriales en dinamos que funcionen gracias a motores de gas. El éxito comercial de una planta de energía de este tipo depende de la producción de motores de gas de gran potencia nominal, que, a juzgar por la entusiasta actividad en este campo, aparecerán próximamente. En vez de consumir carbón directamente, como es habitual, el gas debería fabricarse a partir de él y luego quemarse para economizar energía.
Pero todas estas mejoras no han de ser sino fases de transición en la evolución hacia algo mucho más perfecto, pues al final deberemos obtener con éxito electricidad del carbón de un modo más directo, que no implique una gran pérdida de su energía calórica. Todavía existe la pregunta de si el carbono se puede oxidar por un proceso frío o no. Su combinación con oxígeno siempre desarrolla calor y todavía no se ha determinado si la energía obtenida de la combinación del carbono con otro elemento se puede convertir directamente en energía eléctrica. En ciertas condiciones, el ácido nítrico quemará el carbono y generará una corriente eléctrica, pero la solución no permanece fría. Se han propuesto otros medios de oxidar carbono, pero no ofrecen ninguna promesa de conducir a un proceso eficiente. Mi propia falta de éxito ha sido total, aunque quizá no tanto como la de algunos que han “perfeccionado” la batería de carbón frío. Este problema lo han de resolver los químicos. No es para el físico, que determina todos sus resultados con antelación, para que, cuando se intenta el experimento, este no pueda fallar. La química, aunque es una ciencia positiva, no reconoce todavía una solución por unos métodos tan positivos como los que están disponibles en el tratamiento de muchos problemas de física. Al resultado, si es posible, se llegará mediante intentos patentes más que a través de una deducción o de un cálculo. Sin embargo, llegará un momento en que el químico será capaz de seguir un curso planificado claramente de antemano y en que el proceso de su llegada al resultado deseado será puramente constructivo. La batería de carbón frío dará un gran impulso al desarrollo eléctrico; conducirá dentro de muy poco a la creación de una máquina de volar factible y alentará enormemente la introducción del automóvil. Pero estos y muchos otros problemas se resolverán mejor, y de un modo mucho más científico, con un acumulador de luz.
ENERGÍA DEL ENTORNO - EL MOLINO DE VIENTO Y EL MOTOR SOLAR - FUERZA MOTRIZ DEL CALOR TERRESTRE - ELECTRICIDAD DE FUENTES NATURALES
Aparte del combustible, hay abundante materia de la que podríamos obtener energía en cualquier momento. Por ejemplo, una inmensa cantidad de energía se halla en la piedra caliza y las máquinas pueden funcionar gracias a la liberación del ácido carbónico mediante ácido sulfúrico o de otro modo. Yo construí una vez una máquina de este tipo y funcionaba satisfactoriamente.
Pero sean cuales sean las fuentes de energía primaria que pueda haber en el futuro, debemos, para ser racionales, obtener energía sin consumir materia. Hace tiempo llegué a esta conclusión y para alcanzar este resultado solo parecen posibles dos caminos, como ya se indicó antes: o bien volver a utilizar la energía del sol almacenada en el medio ambiente o transmitir, a través del medio, la energía del sol a lugares alejados de alguna localidad en la que esta se pudiera obtener sin consumo de materia. Por aquel entonces, yo rechacé de plano el último de estos métodos como totalmente impracticable, y me volví a examinar las posibilidades del primero.
Es difícil de creer, y no obstante, es un hecho que desde tiempo inmemorial el hombre ha tenido a su disposición una máquina bastante buena que le permitía utilizar la energía del medio ambiente. Esta máquina es el molino de viento. En contra de la creencia popular, la energía que se puede obtener del viento es bastante considerable. Más de un inventor desilusionado ha gastado años de su vida en intentar “aprovechar las mareas” y algunos incluso se propusieron comprimir aire mediante la fuerza de las mareas o de las olas para suministrar energía, sin haber comprendido jamás las señales del viejo molino de viento en la colina, que giraba lastimosamente sus brazos en el aire y les pedía que pararan. El hecho es que un motor de olas o mareas habría tenido, por regla general, una oportunidad limitada de competir comercialmente con el molino de viento, que es, con diferencia, la mejor máquina, pues permite obtener una mayor cantidad de energía de un modo más simple. En otros tiempos, la energía del viento ha sido de incalculable valor para el hombre, aunque solo sea porque le permitió cruzar los mares, y a día de hoy todavía es un factor importante para el desplazamiento y el transporte. Pero existen grandes limitaciones a este método en principio simple de utilizar la energía del sol. Las máquinas resultan grandes para un determinado rendimiento y la potencia es intermitente, por lo que se necesita un almacén de energía y un aumento del coste de la planta.
En cualquier caso, un modo mucho mejor de obtener energía sería el de servirnos nosotros mismos de los rayos del sol, que golpean la tierra incesantemente y suministran energía a un ritmo máximo de más de un millón y medio de caballos de potencia por kilómetro cuadrado. Aunque la media de energía que se recibe por kilómetro cuadrado y año en cualquier localidad es solo una pequeña fracción de esa cantidad, aun así, el descubrimiento de algún método eficaz de utilizar la energía de los rayos establecería una fuente inagotable de energía. El único camino racional que yo conocía cuando comencé a estudiar este tema era emplear algún tipo de motor de calor o termodinámico que funcionase mediante un fluido volátil que, por el calor de los rayos, se evaporase en una caldera. Pero los cálculos y una investigación más detallada de este método mostraron que a pesar de la aparentemente vasta cantidad de energía recibida de los rayos del sol, solo una pequeña fracción se utiliza realmente de esta manera. Lo que es más, la energía suministrada a través de las radiaciones del sol es periódica y las mismas limitaciones que había en el uso del molino de viento, las encontré también aquí. Tras un largo estudio sobre este modo de obtener energía motriz del sol, teniendo en cuenta la dimensión necesariamente grande de la caldera, la baja eficiencia del motor de calor y el coste adicional de almacenar la energía (así como otros inconvenientes), llegué a la conclusión de que el “motor solar”, salvo en algunos casos, no podría ser explotado industrialmente con éxito.
Otra forma de conseguir energía motriz del medio sin consumir materia sería utilizar el calor contenido en la tierra, el agua o el aire, para hacer funcionar un motor. Es un hecho bien sabido que las porciones interiores del globo están muy calientes; las temperaturas aumentan, según muestran las observaciones, a medida que se acerca el centro de la tierra, un grado centígrado por cada treinta metros de profundidad. Las dificultades de hundir ejes y colocar calderas a profundidades de, digamos, tres mil quinientos metros, a las que corresponde un aumento de temperatura de unos 120°C, no son insuperables y podríamos, de veras, aprovechar de esta forma el calor interno del globo. De hecho, no sería necesario descender a ninguna profundidad para obtener energía del calor terrestre almacenado. Las capas superficiales de la tierra y los estratos del aire cercanos a ellas están a temperaturas lo bastante altas como para evaporar algunas sustancias extremadamente volátiles, que podríamos utilizar en nuestras calderas en vez de agua. No hay duda de que se podría propulsar una nave por el océano con un motor movido por un fluido volátil de este tipo; no se usaría ninguna otra energía aparte del calor extraído del agua. Pero la cantidad de energía que podríamos obtener de este modo sería, sin más disposiciones, muy pequeña.
La electricidad producida por causas naturales es otra fuente de energía que se puede poner a nuestra disposición. Las descargas de los rayos implican grandes cantidades de energía eléctrica que podríamos utilizar si la transformamos y la almacenamos. Hace algunos años di a conocer un método de transformación eléctrica que torna sencilla la primera parte de esta tarea, pero el almacenamiento de la energía de las descargas de rayos será difícil de lograr. Es bien sabido, además, que las corrientes eléctricas circulan constantemente a través de la tierra y que entre la tierra y cualquier sustrato de aire existe una diferencia de presión eléctrica que varía en proporción a la altura.
En experimentos recientes, he descubierto dos hechos novedosos de importancia a este respecto. Uno de estos hechos es que una corriente eléctrica se genera en un cable extendido desde el suelo a una gran altura debido al movimiento axial de la tierra y probablemente también al de traslación. Pero ninguna corriente apreciable fluirá de modo constante por el cable, a no ser que la electricidad pueda filtrarse al aire. Este escape se ve facilitado cuando en el extremo elevado del cable se dispone un terminal conductor de gran superficie con muchos extremos o puntos afilados. De este modo, podemos conseguir un suministro continuo de energía eléctrica por el mero hecho de sostener un cable a cierta altura, pero, desafortunadamente, la cantidad de electricidad que se puede obtener así es escasa.
El segundo hecho que he comprobado es que el aire de los estratos superiores tiene, permanentemente, una carga eléctrica opuesta a la de la tierra. Así, por lo menos, interpreté yo mis observaciones, a partir de las cuales se diría que la tierra, con su envoltura que se comporta de manera aislante con la materia colindante y de manera conductora hacia el exterior, constituye un condensador eléctrico altamente cargado que contiene, con toda probabilidad, una gran cantidad de energía eléctrica que podría utilizarse para usos humanos, si se pudiera alcanzar con un cable dispuesto a grandes altitudes.
Es posible, e incluso probable, que dentro de un tiempo se desarrollen otras fuentes de energía que ahora son desconocidas. Incluso hallaremos modos de aplicar fuerzas como el magnetismo o la gravedad al funcionamiento de maquinaria sin utilizar ningún otro medio. Estos logros, aunque altamente improbables, no son imposibles. Un ejemplo transmitirá mejor la idea de lo que cabe esperar conseguir y de lo que nunca conseguiremos. Imaginemos un disco de algún material homogéneo perfecto hecho realidad y arreglado para girar sin fricciones en torno a un eje horizontal sobre la tierra. Este disco, que en las condiciones mencionadas está perfectamente equilibrado, permanecería quieto en cualquier posición. Pues bien, quizá podamos aprender a hacer que este disco rote continuamente y desarrolle trabajo gracias a la fuerza de la gravedad sin ningún esfuerzo ulterior por nuestra parte, pero al disco le resulta perfectamente imposible girar y desarrollar trabajo sin ninguna fuerza del exterior. Si pudiera, sería lo que científicamente se ha designado como un “móvil perpetuo”, una máquina que crea su propia energía motriz. Para hacer que el disco rote gracias a la fuerza de la gravedad, solo tenemos que inventar un filtro contra esta fuerza. Con un filtro así, podríamos evitar que esta fuerza actuase en una de las mitades del disco, lo que desencadenaría la rotación de este. Por lo menos, no podemos negar esta posibilidad hasta que no conozcamos exactamente la naturaleza de la fuerza de la gravedad. Supongamos que esta fuerza se debe a un movimiento comparable al de las corrientes de aire que fluye desde arriba hacia el centro de la tierra. El efecto de una corriente así sería el mismo sobre ambas mitades del disco, con lo que este, de ordinario, no rotaría; pero si una de las mitades se preservase con una placa que detuviese el movimiento; entonces sí giraría.
UNA DESVIACIÓN RESPECTO A LOS MÉTODOS CONOCIDOS - LA POSIBILIDAD DE UNA MÁQUINA O UN MOTOR “AUTO-ACTUANTE”, INANIMADO PERO CAPAZ, COMO UN SER HUMANO, DE OBTENER ENERGÍA DEL ENTORNO - EL MODO IDEAL DE OBTENER ENERGÍA MOTRIZ
Cuando comencé la investigación del tema en consideración y cuando ideas como las precedentes o similares se me presentaron por primera vez, aunque entonces desconocía ciertos hechos mencionados, una inspección de los diversos modos de utilizar la energía del medio me convenció, no obstante, de que para llegar a una solución viable plenamente satisfactoria, había que partir de una orientación radicalmente diferente de los métodos entonces conocidos. Tanto el molino de viento como el motor solar o el motor conducido por calor terrestre tenían sus limitaciones en la cantidad de energía que permitían obtener. Había que descubrir algún modo nuevo que nos habilitara para conseguir más energía. Había suficiente energía calórica en el medio, pero solo una pequeña parte de ella estaba disponible para el funcionamiento de un motor en los modos que conocemos. Además, la energía se podía obtener solo a una velocidad muy baja. Así pues, está claro que el problema era descubrir algún método nuevo que hiciera posible tanto utilizar más energía calórica del medio como extraerla de este a mayor velocidad.
Yo estaba intentando en vano hacerme una idea de cómo se podía conseguir cuando leí algunas afirmaciones de Carnot y lord Kelvin (entonces sir William Thomson) que venían a decir que a un mecanismo inanimado o máquina “autoactuante” le resulta imposible enfriar una porción del medio por debajo de la temperatura del entorno y funcionar con el calor extraído. Estas afirmaciones me interesaron mucho. Evidentemente, un ser vivo podía hacer esto y, como las experiencias de mis primeros años de vida, que ya he relatado, me habían convencido de que un ser vivo es solo un autómata o, dicho de otra forma un motor autoactuante, llegué a la conclusión de que era posible construir una máquina que hiciera lo mismo. Como primer paso hacia este logro, concebí el siguiente mecanismo. Imaginemos una termopila que consiste en un cierto número de barras de metal que se extienden desde la tierra al espacio exterior más allá de la atmósfera. El calor que procede de abajo, conducido hacia arriba a través de esas barras de metal podría enfriar la tierra o el mar o el aire, de acuerdo con la ubicación de los extremos inferiores de las barras. El resultado, como es bien sabido, sería una corriente eléctrica que circularía por esas barras. Los dos terminales de la termopila podrían juntarse entonces mediante un motor eléctrico y, en teoría, dicho motor estaría en funcionamiento constante hasta que los medios de abajo se enfriasen y alcanzasen la temperatura del espacio exterior. Se trataría de un motor inanimado que, a todos los efectos, estaría enfriando una parte del medio por debajo de la temperatura del entorno y funcionando con el calor extraído.
Pero ¿era posible llevar a cabo semejante supuesto sin que fuera necesario disponerlo en altura? Imaginemos, por medio de una ilustración, un recinto T, como el que se muestra en el diagrama b, por el cual no se pudiera transferir energía excepto a través del canal o camino 0, e imaginemos que, de una manera u otra, en este recinto se mantuviera un medio con poca energía y que en el lado exterior de este hubiera un medio ambiente normal con mucha energía. De acuerdo con estas asunciones, la energía fluiría a través del camino 0, como indica la flecha, y podría convertirse, durante su paso en alguna otra forma de energía. La pregunta era: ¿se podría conseguir semejante supuesto? ¿Podríamos producir artificialmente un “sumidero” así, en el que fluyera la energía del medio ambiente? Supongamos que se pudiera mantener una temperatura extremadamente baja por algún proceso en un espacio dado; el medio que rodee dicho espacio se vería obligado a darle calor, y eso podría convertirse en una forma de energía mecánica o de otro tipo y aprovecharse. Si se lograra este proyecto, podríamos obtener un suministro continuo de energía día y noche en cualquier punto del globo. Más aún, razonando en abstracto, parecería posible provocar una rápida circulación del medio y, así, extraer la energía a una velocidad verdaderamente alta.
He aquí, pues, una idea que, si era factible, proporcionaba una solución feliz al problema de conseguir energía del medio. ¿Pero era factible? Me convencí a mí mismo de que lo era de muchos modos, de los cuales uno es el siguiente. Por lo que se refiere al calor, estamos a gran altura, lo cual se podría representar con la superficie de un lago montañoso a una altura considerable sobre del mar, cuyo nivel podría marcar el cero absoluto de temperatura existente en el espacio interestelar. El calor, como el agua, fluye del nivel más alto al más bajo y, en consecuencia, así como podemos dejar que el agua del lago discurra hacia el mar, también podemos dejar que el calor de la superficie de la tierra viaje hacia arriba, a la región fría. El calor, como el agua, puede desarrollar trabajo al fluir hacia abajo y si aún nos quedaba alguna duda sobre si podemos obtener energía del medio a través de una termopila, como se describió antes, se disiparía con esta analogía. Pero ¿podemos producir frío en un ámbito dado del espacio y hacer que el calor fluya por él continuamente? Crear en el medio tal “sumidero” o “agujero de frío”, como podríamos llamarlo, sería equivalente a generar en el lago un espacio que o bien estuviera vacío o bien estuviese lleno con algo mucho más ligero que el agua. Esto podría hacerse colocando en el lago una cisterna y bombeando toda el agua fuera. Sabemos, entonces, que el agua, si se la dejase fluir de regreso a la cisterna, podría, en teoría, desarrollar exactamente la misma cantidad de trabajo que había sido utilizada para bombearla fuera, pero ni una pizca más.
En consecuencia, nada se ganaría en esta doble operación de elevar primero el agua y luego dejarla caer. Esto significaría que es imposible crear tal sumidero en el medio. Pero reflexionemos un momento. El calor, aunque sigue ciertas leyes generales de la mecánica como si fuera un fluido, no lo es; es energía que se podría convertir en otras formas de energía cuando pasa de un nivel alto a uno bajo. Para completar nuestra analogía mecánica y hacerla verdadera, debemos, por ello, asumir que el agua en su paso a la cisterna se convierte en algo más, algo que se podría extraer sin utilizar energía o utilizando muy poca. Por ejemplo, si el calor está representado en esta analogía por el agua del lago, el oxígeno y el hidrógeno que componen el agua podrían ser ilustraciones de otras formas de energía en las que el calor se transforma cuando pasa de caliente a frío. Si el proceso de transformación del calor fuera absolutamente perfecto, no llegaría calor en absoluto al nivel bajo, puesto que todo él se habría convertido en otras formas de energía. En correspondencia con este caso ideal, toda el agua que fluye dentro de la cisterna se descompondría en oxígeno e hidrógeno antes de alcanzar el fondo y el resultado sería que el agua continuaría fluyendo a la cisterna y sin embargo, esta estaría totalmente vacía, al escaparse los gases formados. De esta forma se produciría —gastando inicialmente una cierta cantidad de trabajo para crear un sumidero para que el calor, o respectivamente el agua fluyan— un supuesto que nos permitiría conseguir cualquier cantidad de energía sin ningún otro esfuerzo. Este sería un medio ideal de obtener energía motriz. No sabemos de ningún proceso absolutamente perfecto de conversión del calor y, en consecuencia, parte del calor alcanzará por lo general el nivel bajo, lo que en nuestra analogía mecánica equivale a decir que parte del agua llegaría al fondo de la cisterna, con lo que esta se iría llenando lenta y paulatinamente; por lo tanto, habría que estar bombeándola fuera constantemente. Pero evidentemente la cantidad de agua que habría que bombear fuera sería menor que la de agua que estaría penetrando en la cisterna, o en otras palabras, se necesitaría menos energía para mantener el estado inicial de la que se desarrolla por la caída; esto equivale a decir que se ganaría algo de energía del medio. Lo que no se convierte durante la caída puede ser elevado por su propia energía y lo que sí se convierte es una ganancia clara. De ahí que la virtud del principio que he descubierto reside totalmente en convertir la energía de la corriente descendente.
Diagrama b: obtener energía del medio ambiente.
A, medio con poca energía; B, B, medio ambiente con mucha energía; O, canal de la energía.
PRIMEROS ESFUERZOS PARA PRODUCIR EL MOTOR AUTO-ACTUANTE - EL OSCILADOR MECÁNICO - LOS TRABAJOS DE DEWAR Y LINDE - AIRE LÍQUIDO
Tras reconocer esta verdad, comencé a idear medios para llevar a cabo mi idea y tras largos pensamientos, finalmente concebí una combinación de aparatos que harían posible la obtención de energía del medio por un proceso de enfriamiento continuo del aire atmosférico. Este aparato, al estar transformando constantemente el calor en trabajo mecánico, tendía a enfriarse más y más y bastaría con alcanzar una temperatura muy baja de esta manera, para poder crear un sumidero para el calor y obtener energía del medio. Esto parecía contrario a las afirmaciones de Carnot y lord Kelvin antes mencionadas, pero de la teoría del proceso concluí que se podía dar un resultado semejante. Creo que llegué a esta conclusión en el último tramo de 1883, cuando estaba en París y era la época en la que mi mente iba estando cada vez más dominada por un invento que había desarrollado durante el año anterior y que desde entonces se había popularizado con el nombre de “campo magnético rotatorio”. Durante los pocos años que siguieron, elaboré más el proyecto que había imaginado y estudié las condiciones de trabajo, pero hice pocos avances. La introducción comercial en este país del invento al que me acabo de referir requirió la mayor parte de mi energía hasta 1889, cuando retomé la idea de la máquina autoactuante. Una investigación más detallada de los principios implicados junto con los cálculos mostraron entonces que el resultado al que aspiraba no se podía conseguir de manera factible mediante una maquinaria ordinaria, tal y como yo había esperado al principio. Esto me llevó, como siguiente paso, al estudio de un tipo de motor, por lo general designado como “turbina”, que, al principio, parecía ofrecer mejores oportunidades para la consecución de la idea. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que la turbina también era inadecuada. Pero mis conclusiones mostraron que, si se podía llevar un motor de un cierto tipo a un alto grado de perfección, el plan que yo había concebido era realizable; así que resolví proceder con el desarrollo de un motor cuyo principal objetivo era asegurar una gran economía en la transformación del calor en energía mecánica. Un rasgo característico del motor era que el pistón que desarrollaba el trabajo no estaba conectado con nada más, sino que era perfectamente libre de vibrar a gran velocidad. Las dificultades mecánicas que encontré en la construcción de este motor fueron mayores que las que había previsto y los progresos que hice fueron lentos. Continué este trabajo hasta comienzos de 1892, cuando fui a Londres, donde vi los admirables experimentos del profesor Dewar con gases licuados. Otros ya habían licuado gases antes y, en particular, Ozleswski y Pictet habían llevado a cabo tempranos experimentos dignos de loa en esta línea, pero había tal vigor en el trabajo de Dewar que incluso lo viejo parecía nuevo. Sus experimentos mostraban, aunque de un modo diferente al que yo había imaginado, que era posible alcanzar una temperatura realmente baja mediante la transformación de calor en trabajo mecánico; así que yo regresé, profundamente impresionado por lo que había visto, y más convencido todavía de que mi plan era factible. Retomé el trabajo que había interrumpido temporalmente y pronto tuve el motor, al que llamé “el oscilador mecánico”, en un estado casi de perfección. En esta máquina eliminé con éxito todos los embalajes, válvulas y lubricaciones, y produje una vibración tan rápida del pistón que los ejes de acero duro, sujetos a él y de vibración longitudinal, se partieron en dos. Combinando este motor con una dinamo de diseño especial produje un generador eléctrico altamente eficiente, de un valor incalculable por lo que se refiere a la medición y determinación de cantidades físicas, dada la tasa invariable de oscilación que permitía obtener. Exhibí diversos tipos de esta máquina, llamada “oscilador mecánico y eléctrico”, ante el Congreso Eléctrico en la Feria Mundial de Chicago durante el verano de 1893, en una conferencia que, debido a otro trabajo apremiante, no pude preparar para su publicación. En aquella ocasión expuse los principios del oscilador mecánico, pero el propósito original de esta máquina se explica aquí por primera vez.
En el proceso, tal como yo lo había concebido originalmente, se combinaban cinco elementos esenciales para utilizar la energía del medio ambiente y había que rediseñar y perfeccionar cada uno de ellos, pues no existían máquinas de este tipo. El oscilador mecánico era el primer elemento de esta combinación y tras perfeccionarlo, me dediqué al siguiente, que era un compresor de aire con un diseño semejante en ciertos aspectos al del oscilador mecánico. De nuevo, encontré dificultades similares en la construcción, pero el trabajo avanzó vigorosamente y a finales de 1894 había completado estos dos elementos de la combinación; de esta manera, había creado un aparato para comprimir aire, casi a cualquier presión que se deseara, que era incomparablemente más simple, más pequeño y más eficaz que el normal. Apenas estaba empezando mi trabajo en el tercer elemento, que junto con los dos primeros daría lugar a una máquina refrigeradora de una sencillez y eficiencia excepcionales, cuando la desgracia me golpeó al quemarse mi laboratorio, lo que paralizó mis trabajos y me retrasó. Poco después, el doctor Cari Linde anunció la licuefacción del aire por un proceso de autoenfriamiento, lo que demostraba que era factible llevar adelante un enfriamiento hasta que la licuefacción del aire tuviera lugar. Esta era la única prueba experimental de la que yo todavía carecía: que se podía obtener energía del medio de la forma que yo había contemplado.
La licuefacción del aire por un proceso de autoenfriamiento no fue, como se cree popularmente, un descubrimiento accidental, sino un resultado científico que no podría haberse retrasado mucho más, y que, con toda probabilidad, a Dewar no se le habría escapado. Creo que este avance fascinante se debe en su mayor parte al poderoso trabajo de este gran escocés. No obstante, el de Linde es un logro inmortal. La fabricación de aire líquido se ha estado llevando a cabo durante cuatro años en Alemania, a una escala mucho mayor que en ningún otro país, y este extraño producto se ha aplicado a propósitos diversos. Al principio se esperaba mucho de él, pero hasta ahora ha sido un fuego fatuo industrial. Si se utiliza una maquinaria como la que estoy perfeccionando, su coste se verá, probablemente, muy reducido, pero incluso entonces su éxito comercial será cuestionable. Cuando se utiliza como refrigerante no es económico, pues su temperatura es innecesariamente baja. Es tan caro mantener un cuerpo a una temperatura muy baja como mantenerlo a una muy alta; mantener el aire frío consume carbón. En la fabricación de oxígeno no puede todavía competir con el método electrolítico. Para utilizarlo como explosivo resulta inadecuado, porque su baja temperatura lo condena nuevamente a una eficiencia escasa y en el abastecimiento de energía motriz su coste es todavía muy alto. Resulta interesante hacer notar, sin embargo, que al hacer funcionar un motor con aire líquido, se obtendría cierta cantidad de energía del propio motor o, dicho de otro modo, del medio ambiente que mantiene al motor templado: cada noventa kilos de hierro fundido de dicho motor aportan energía a una velocidad aproximada de un caballo de vapor por hora. Pero esta ganancia para el consumidor se compensa con una pérdida igual del productor. Todavía está por hacer mucha de la tarea en la que yo he trabajado tanto tiempo. Aún deben perfeccionarse cantidad de detalles mecánicos y hay que sobreponerse a algunas dificultades de diferente naturaleza, y no albergo la esperanza de producir, ni aun en mucho tiempo, una máquina autoactuante que extraiga energía del medio ambiente, incluso aunque mis expectativas se hicieran realidad. Han concurrido multitud de circunstancias que han retardado mi trabajo, pero por algunas razones el retraso ha sido beneficioso.
Una de estas razones ha sido que he tenido mucho tiempo para considerar cuáles serían las posibilidades últimas de este desarrollo. Trabajé durante largo tiempo totalmente convencido de que la puesta en práctica de este modo de obtener energía del sol sería de incalculable valor industrial, pero el continuo estudio del tema me ha revelado el hecho de que, aun cuando sí fuese de provecho desde el punto de vista comercial, si mis expectativas están bien fundadas, no lo sería en un grado tan extraordinario.
EL DESCUBRIMIENTO DE PROPIEDADES INESPERADAS DE LA ATMÓSFERA - EXPERIMENTOS EXTRAÑOS - LA TRANSMISIÓN DE ENERGÍA ELÉCTRICA - MEDIANTE UN CABLE SIN RETORNO - LA TRANSMISIÓN A TRAVÉS DE LA TIERRA SIN CABLE ALGUNO
Otra de estas razones fue que hube de admitir que la transmisión de energía eléctrica a distancia a través del entorno era la mejor solución, con diferencia, al problema del aprovechamiento de la energía del sol para los usos del hombre. Durante largo tiempo estuve convencido de que dicha transmisión no se podría realizar jamás a escala industrial, pero hice un descubrimiento que me llevó a cambiar de parecer. Observé que en ciertas condiciones, la atmósfera, que normalmente es un gran aislante, asume propiedades conductoras y se vuelve, así, capaz de transmitir energía eléctrica. Pero las dificultades para una utilización viable de este descubrimiento con el objeto de transmitir energía eléctrica sin cables parecían insuperables. Había que producir y manejar presiones eléctricas de muchos millones de voltios; había que generar y perfeccionar aparatos de tipo novedoso, capaces de soportar inmensas tensiones eléctricas, y había que lograr una seguridad completa del sistema frente a los peligros de las corrientes de alta tensión antes de que se pudiera siquiera pensar en su introducción práctica. Todo ello se iba a poder hacer en unas pocas semanas o meses, o incluso años. El trabajo requería paciencia y una diligencia constante, pero los avances llegaron, aunque lentamente. No obstante, también se llegó a otros resultados valiosos en el curso de este trabajo tan extendido, de los que me propongo dar cuenta brevemente, enumerando los más importantes a medida que se fueron logrando.
El descubrimiento de las propiedades conductoras del aire, aunque inesperado, fue solo un resultado natural de los experimentos que había llevado a cabo algunos años antes en un campo especial. Creo que fue en 1889, cuando algunas de las posibilidades que ofrecían las oscilaciones eléctricas extremadamente veloces me decidieron a diseñar una serie de máquinas especiales adaptadas para su investigación. Debido a los peculiares requisitos, la construcción de estas máquinas fue muy difícil y consumió mucho tiempo y esfuerzo, pero mi trabajo se vio generosamente recompensado, porque gracias a ellas llegué a resultados nuevos e importantes. Una de las observaciones que primero hice con estas nuevas máquinas fue que las oscilaciones eléctricas de muy alta velocidad actúan de una manera increíble en el organismo humano. Así, por ejemplo, demostré que potentes descargas eléctricas de varios cientos de miles de voltios, que en aquel tiempo se consideraban absolutamente mortales, podían pasar a través del cuerpo sin causar trastornos y sin consecuencias dañinas. Estas oscilaciones producían otros efectos específicamente fisiológicos que, a partir de mi anuncio, fueron asumidos e investigados con entusiasmo por médicos especializados. Este nuevo campo ha demostrado ser fructífero más allá de cualquier expectativa y, en los pocos años que han pasado desde entonces, se ha desarrollado a tal punto que ahora constituye un área importante y legítima de la ciencia médica. Muchos resultados, a pesar de que eran imposibles en aquel entonces, se pueden conseguir ahora fácilmente por medio de estas oscilaciones, y muchos experimentos con los que no se podía ni soñar entonces se pueden hacer ahora de manera sencilla gracias a ellas. Todavía recuerdo con placer cómo, hace nueve años, pasé la descarga de una potente bobina de inducción a través de mi cuerpo para demostrar ante una sociedad científica la relativa falta de daño de las corrientes eléctricas de vibración muy rápida y aún recuerdo el asombro de mi audiencia. Hoy osaría hacer pasar a través de mi cuerpo, con mucha menos aprensión de la que sentí en aquel experimento, corrientes con toda la energía eléctrica de las dinamos que ahora funcionan en Niágara: cuarenta o cincuenta mil caballos de potencia. He producido oscilaciones eléctricas de tal intensidad que mientras circulaban a través de mis brazos y de mi pecho, derritieron los cables que me sujetaban las manos y yo seguía sin sentir ninguna molestia. Con oscilaciones de este tipo he activado un circuito de cable de cobre pesado con tanta fuerza que algunas masas de metal —e incluso objetos de una resistencia eléctrica superior a la del tejido humano—, colocados cerca o dentro del circuito, se calentaron a gran temperatura y se derritieron, a menudo con la violencia de una explosión. Incluso así yo metía repetidamente la cabeza dentro del espacio en el que se estaba produciendo esa agitación terriblemente destructiva y no sentía nada ni experimentaba efectos secundarios perjudiciales.
Otra observación fue que por medio de semejantes oscilaciones se podía producir luz de una forma novedosa y más económica, lo cual prometía conducir a un sistema ideal de iluminación eléctrica mediante tubos de vacío, que permitían prescindir de la necesidad de renovar las lámparas o los filamentos incandescentes y posiblemente también del uso de cables en el interior de las viviendas. La eficiencia de esta luz aumenta en proporción a la velocidad de las oscilaciones y, por eso, su éxito comercial depende de la producción económica de vibraciones eléctricas de velocidades trascendentes. En este sentido he hallado éxitos gratificantes y la introducción práctica de este nuevo sistema de iluminación no está lejana. Las investigaciones condujeron a muchas otras observaciones y resultados valiosos; uno de los más importantes fue demostrar la viabilidad de suministrar energía eléctrica a través de un cable sin retorno. Al principio, solo fui capaz de transmitir pequeñas cantidades de energía eléctrica con este novedoso método, pero en esta línea también mis esfuerzos fueron recompensados con un éxito similar.
La fotografía mostrada en la figura 3 (véase página 262) ilustra, como su título indica, una trasmisión real efectuada con aparatos que se utilizaron en otros experimentos descritos aquí. Cuando afirmo que ahora no tengo ninguna dificultad en encender de esta manera cuatrocientas o quinientas lámparas y que podría encender muchas más se hace evidente en qué medida se han perfeccionado los aparatos desde mis primeras demostraciones ante cierta sociedad científica allá por 1891, cuando mi aparato apenas era capaz de encender una lámpara (lo cual se consideraba maravilloso). De hecho, no hay límite a la cantidad de energía que se podría suministrar de este modo para hacer funcionar cualquier tipo de dispositivo eléctrico.
Tras demostrar la viabilidad de este método de transmisión, se me ocurrió de manera natural la idea de usar la tierra como conductor, con lo que se prescindiría de todos los cables. Sea lo que sea la electricidad, lo cierto es que se comporta como un fluido incompresible y la tierra se puede considerar como un inmenso depósito de electricidad al que, pensaba yo, se podría perturbar de manera efectiva utilizando una máquina eléctrica adecuadamente diseñada. De acuerdo con esto, mis siguientes esfuerzos se dirigieron a perfeccionar un aparato especial que fuera altamente efectivo a la hora de crear una perturbación eléctrica en la tierra. El progreso en esta nueva dirección fue necesariamente muy lento, y el trabajo desalentador hasta que finalmente perfeccioné con éxito un tipo novedoso de transformador o bobina de inducción, particularmente adecuado para este propósito especial. De este modo, es viable transmitir no solo diminutas cantidades de energía eléctrica para manejar dispositivos eléctricos delicados, como yo pensaba al principio, sino también energía eléctrica en cantidades significativas, tal como se deduce del estudio de la figura 4 (véase página 263), que ilustra un experimento real de este tipo ejecutado con el mismo aparato. El resultado obtenido resulta más notable aún al no haber estado conectado el extremo final de la bobina a cable o placa alguno que aumentase el efecto.
LA TELEGRAFÍA ‘INALÁMBRICA’ - EL SECRETO DE LA SINTONIZACIÓN - ERRORES EN LAS INVESTIGACIONES HERCIANAS - UN RECEPTOR DE SENSIBILIDAD EXTREMA
El primer resultado valioso de mis experimentos en esta última línea fue un sistema de telegrafía sin cables, que describí en dos conferencias científicas en febrero y marzo de 1893. Se ejemplifica de modo mecánico en el diagrama c. La parte superior muestra la disposición eléctrica tal y como la describí entonces, mientras que la parte de abajo ilustra su analogía mecánica. En principio, el sistema es extremadamente simple. Imaginen dos diapasones F y F’ uno en la estación de emisión y otro en la estación de recepción respectivamente, cada uno de los cuales lleva atado a su diente inferior un diminuto pistón p, que va encajado en un cilindro. Ambos cilindros se comunican con un largo depósito R de muros elásticos, el cual, se supone, está cerrado y lleno de un fluido incompresible y ligero. Al golpear repetidamente uno de los dientes del diapasón F, el pequeño pistón p de abajo se pondría a vibrar y sus vibraciones se transmitirían a través del fluido y alcanzarían al distante diapasón F’ que está sintonizado con el diapasón F o, dicho de otro modo, produce exactamente la misma nota que este último. El diapasón F’ se pondría entonces a vibrar y su vibración se vería intensificada por la acción continuada del lejano diapasón F, hasta que su diente superior, oscilando de manera suficiente, hiciera conexión eléctrica con el contacto fijo c”, lo cual activaría algunas aplicaciones eléctricas o de otro tipo que se podrían utilizar para grabar las señales. De este sencillo modo, se podría intercambiar mensajes entre las dos estaciones, tras disponerse para este propósito un contacto similar c’ cerca del diente superior del diapasón F, para que el aparato de cada estación pueda ser empleado por turnos como receptor y transmisor.
El sistema eléctrico ilustrado en la figura superior del diagrama c es, en principio, exactamente igual; los dos cables o circuitos EPS y E’P’S’, que se extienden verticalmente a lo alto representan los dos diapasones con los pistones unidos a ellos. Estos circuitos están conectados a la tierra por las placas E y E’ y a dos hojas de metal elevadas P y P’ que almacenan electricidad y aumentan así el efecto de manera considerable. El depósito cerrado R, de muros elásticos, se sustituye, en este caso, por la tierra, y el fluido por electricidad. Ambos circuitos están “sintonizados” y funcionan igual que los dos diapasones. En vez de golpear el diapasón F en la estación emisora, se producen oscilaciones eléctricas en el cable emisor, o transmisor vertical ESP, y por la acción de una fuente S incluida en este cable, que se extiende por el suelo y llega hasta el lejano cable receptor vertical E’S’T’ y activa en este las correspondientes oscilaciones eléctricas. En el último cable o circuito se incluye un dispositivo sensitivo o receptor S, que se pone en marcha y hace funcionar un relé u otra aplicación. Cada estación está, por supuesto, provista de una fuente de oscilaciones eléctricas S y de un receptor sensible S, y basta tomar una sencilla precaución para usar cada uno de los dos cables de manera alternativa para enviar y recibir mensajes.
Diagrama c: telegrafía “inalámbrica” ilustrada de manera mecánica.
La sintonización exacta de los dos circuitos supone grandes ventajas y, de hecho, es esencial para la utilización práctica del sistema. A este respecto, existen muchos errores populares y, como norma general, en los informes técnicos sobre el tema se presentan los circuitos y las aplicaciones como capaces de ofrecer estas ventajas, cuando por su propia naturaleza es evidente que resultan imposibles. Para conseguir los mejores resultados, es esencial que la longitud de cada cable o circuito, desde la conexión en el suelo hasta el extremo superior, sea igual a un cuarto de la longitud de la onda de la vibración eléctrica en el cable, o igual a dicha longitud multiplicada por un número impar. Sin la observación de esta regla es prácticamente imposible evitar las interferencias y asegurar la privacidad de los mensajes. Ahí descansa el secreto de la sintonización. No obstante, para obtener los resultados más satisfactorios es necesario recurrir a vibraciones eléctricas de baja frecuencia. Los aparatos de chispas hercianas, utilizados generalmente por experimentadores, que producen oscilaciones de velocidad muy alta, no permiten una sintonización efectiva y bastan unas ligeras perturbaciones para hacer que el intercambio de mensajes sea impracticable. Pero con un diseño científico, los aparatos eficientes permiten ahora un ajuste casi perfecto. En la figura 5 (véase página 264) se ilustra un experimento que se llevó a cabo con el aparato mejorado al que me he referido en más de una ocasión y cuyo objetivo es transmitir la idea de esta característica, suficientemente explicada con esta nota.
Desde que describí estos simples principios de la telegrafía sin cables he tenido frecuentes ocasiones de percibir que se han utilizado rasgos y elementos idénticos, en la creencia evidente de que las señales se transmitían a distancias considerables mediante radiaciones “hercianas”. Esta es solo una de las muchas interpretaciones erróneas a las que las investigaciones del llorado físico han dado lugar. Hace unos treinta y cinco años, Maxwell, siguiendo un sugerente experimento hecho por Faraday en 1845, desarrolló una teoría maravillosamente simple que conectaba íntimamente la luz, el calor radiante y los fenómenos eléctricos, al interpretarlos como vibraciones de un fluido hipotético de una tenuidad inconcebible llamado éter. No se llegó a ninguna verificación experimental hasta Hertz, quien, a sugerencia de Helmholtz, emprendió una serie de experimentos con este objeto. Hertz procedió con un ingenio y una perspicacia extraordinarios pero dedicó poca energía a la perfección de su obsoleto aparato. La consecuencia fue que no alcanzó a observar la importante función que el aire jugaba en sus experimentos, y que yo descubrí posteriormente. Como repetí sus experimentos y alcancé diferentes resultados, me aventuré a señalar su desliz. La fuerza de las pruebas presentadas por Hertz en apoyo de la teoría de Maxwell residía en la correcta estimación de las velocidades de vibración de los circuitos que él utilizaba. Pero yo establecí que él no podía haber obtenido las velocidades que creía que estaba consiguiendo. Las vibraciones con aparatos idénticos a los que él había empleado son, por regla general, mucho más lentas, lo cual se debe a la presencia de aire, que produce un efecto amortiguador sobre un circuito eléctrico de alta presión que vibra rápidamente, como hace el fluido en un diapasón que está vibrando. No obstante, desde entonces he descubierto otras causas de error y he dejado de ver sus resultados como una verificación experimental de las poéticas concepciones de Maxwell. El trabajo del gran físico alemán funcionó como un estímulo inmenso para la investigación eléctrica contemporánea, pero, de igual modo, paralizó la mente científica debido a su fascinación y así, ha obstaculizado la investigación independiente. Cada nuevo fenómeno que se descubría era forzado a encajar en la teoría y por eso, muy a menudo, la verdad ha sido distorsionada inconscientemente.
Cuando propuse este sistema de telegrafía, mi mente estaba dominada por la idea de llevar a cabo la comunicación a distancia a través de la tierra o del entorno, y yo consideraba que la consumación práctica de esto era de importancia trascendente, especialmente a causa del efecto moral que no podía dejar de producir en todo el universo. Así que como primer esfuerzo con esta finalidad me propuse, entonces, emplear estaciones repetidoras con circuitos sintonizados, con la esperanza de que así fuese factible el envío de señales a largas distancias incluso con los aparatos de potencia muy moderada de que yo disponía entonces. Sin embargo, confiaba en que con una maquinaria adecuadamente diseñada, se podrían transmitir señales a cualquier punto del globo, independientemente de la distancia, sin necesidad de usar estaciones intermedias. Alcancé esta convicción por medio del descubrimiento de un fenómeno eléctrico singular que describí ya en 1892, en conferencias dictadas ante algunas sociedades científicas del extranjero, y que yo he llamado el “cepillo giratorio”. Este consiste en un haz de luz que se forma bajo ciertas condiciones en una bombilla de vacío y cuya sensibilidad a las influencias magnéticas y eléctricas raya, por así decir, lo sobrenatural. A causa del magnetismo de la tierra, este haz de luz gira rápidamente: veinte mil veces por segundo; la rotación en estas latitudes es opuesta a la que sería en el hemisferio sur, mientras que en la región del ecuador magnético no debería girar en absoluto. En su estado más sensible, que es difícil de alcanzar, responde a influencias magnéticas o eléctricas hasta un punto increíble. El mero entumecimiento de los músculos del brazo y el consecuente pequeño cambio eléctrico en el cuerpo de un observador que está a cierta distancia de él lo alterará perceptiblemente. Cuando se halla en este estado altamente sensible es capaz de indicar los cambios eléctricos y magnéticos más mínimos que ocurren en la tierra. La observación de este fenómeno maravilloso me produjo la gran impresión de que la comunicación a distancia se podría efectuar fácilmente gracias a él, dado que el aparato era perfectamente capaz de producir un cambio de estado eléctrico o magnético, si bien pequeño, en el globo terrestre o en el entorno.
EL DESARROLLO DE UN NUEVO PRINCIPIO - EL OSCILADOR ELÉCTRICO - PRODUCCIÓN DE MOVIMIENTOS ELÉCTRICOS INMENSOS - LA TIERRA RESPONDE AL HOMBRE - AHORA ES POSIBLE LA COMUNICACIÓN INTERPLANETARIA
Decidí concentrar mis esfuerzos en esta audaz tarea, aunque implicaba gran sacrificio, pues había que dominar tales dificultades que yo no podía esperar conseguirlo sino tras horas de trabajo. Significó retrasar otro trabajo al que habría preferido dedicarme, pero adquirí la convicción de que no habría un modo más útil de emplear mis energías, ya que reconocía que un aparato que fuera eficiente en la producción de oscilaciones eléctricas potentes, tal y como necesitábamos para aquel propósito en concreto, era la clave para la solución de otro de los problemas eléctricos, y de hecho humanos, más importantes. A través de él, no era solo posible la comunicación sin cables a cualquier distancia, sino también la transmisión de energía en grandes cantidades, la combustión de nitrógeno atmosférico, la producción de un iluminador eficiente y muchos otros objetivos de incalculable valor industrial y científico.
Tuve por fin la satisfacción de llevar a término la tarea emprendida al hacer uso de un nuevo principio, cuya virtud se basa en las maravillosas propiedades del condensador eléctrico; una de las cuales es que puede descargar o hacer explotar su energía almacenada en inconcebiblemente poco tiempo. Debido a lo cual, la violencia de la explosión es inigualable. La explosión de la dinamita es solo el suspiro de un tuberculoso comparado con su descarga. Es el modo de producir la corriente más fuerte, la presión eléctrica más alta, la conmoción más grande en el medio. Otra de sus propiedades, también de valor, es que la descarga puede vibrar a cualquier velocidad que se desee, incluso a muchos millones por segundo. Había llegado al tope de las velocidades que se podían obtener de otro modo cuando se me ocurrió la idea de recurrir al condensador.
Arreglé este instrumento para que se cargara y descargara alternativamente en rápida sucesión mediante una bobina con unas pocas vueltas de cable firme, que formaban el primario de un transformador o bobina de inducción. Cada vez que el condensador se descargaba, la corriente se derivaba al cable primario e inducía las oscilaciones correspondientes en el secundario. Así se desarrolló un transformador o bobina de inducción a partir de nuevos principios, lo que yo llamé el “oscilador eléctrico”, que tomaba parte de esas cualidades únicas que caracterizan al condensador y que permitía alcanzar resultados imposibles por otros medios. Ahora se pueden producir fácilmente efectos eléctricos del tipo que se desee y de intensidades jamás soñadas gracias a un aparato perfeccionado de esta índole, al que se ha hecho referencia frecuentemente y cuyas partes esenciales se muestran en la figura 6 (página 265). Para ciertos propósitos, se requiere un efecto inductivo fuerte; para otros, la mayor instantaneidad posible, para otros distintos, una velocidad de vibración o de presión excepcionalmente alta; mientras que para algunos otros objetivos, son necesarios inmensos movimientos eléctricos. Las fotografías de las figuras 7, 8, 9 y 10 de experimentos ejecutados con este oscilador pueden servir para ilustrar algunos de estos rasgos y para dar una idea de la magnitud de los efectos que realmente se producen. Lo completo de los títulos de las figuras a las que me refiero hace que cualquier otra descripción sea innecesaria.
Sin embargo, por extraordinarios que puedan parecer los resultados mostrados, no son sino triviales comparados con los que se pueden alcanzar con aparatos diseñados bajo los mismos principios. He producido descargas eléctricas cuya distancia real de un extremo al otro era probablemente de más de treinta metros de largo; pero no sería difícil alcanzar longitudes cien veces mayores. He generado movimientos eléctricos a un ritmo de aproximadamente cien mil caballos de fuerza, pero son igualmente factibles ritmos de uno, cinco o diez millones de caballos. En estos experimentos, los efectos se desarrollaron de una forma incomparablemente más grande que cualquiera producida jamás por organismos humanos y aun así estos resultados son solamente un embrión de lo que está por venir.
Que la comunicación sin cables a cualquier punto del globo es factible con un aparato semejante es algo que no necesitaría demostración, pero a través de un descubrimiento que hice obtuve una certeza absoluta. Explicado de una manera popular, se trata exactamente de esto: cuando subimos la voz y oímos un eco de respuesta, sabemos que el sonido de la voz debe de haber alcanzado un muro distante o un límite, y que debe de haber rebotado desde este. Exactamente igual que el sonido, una onda eléctrica rebota, y la misma evidencia que nos ofrece un eco, la aporta un fenómeno eléctrico conocido como “onda estacionaria”, a saber, una onda con regiones nodales y ventrales fijas. En vez de enviar vibraciones sonoras a un muro distante, yo he enviado vibraciones eléctricas a los confines últimos de la tierra y en vez del muro ha sido la tierra la que ha respondido. En vez de un eco, he obtenido una onda eléctrica estacionaria, una onda rebotada de la lejanía.
Las ondas estacionarias de la tierra implican algo más que la telegrafía sin cables a distancia. Nos permitirán conseguir muchos otros resultados importantes que no se podrían alcanzar de otro modo. Por ejemplo, con su uso podríamos producir a voluntad un efecto eléctrico en cualquier región del globo desde una estación emisora; podríamos determinar la posición relativa o la ruta de un objeto en movimiento, como un barco en el mar; la distancia recorrida por este o su velocidad; o podríamos enviar por encima de la tierra un onda eléctrica que viajase a la velocidad que deseásemos, desde el ritmo de la tortuga a la velocidad de la luz.
Con estos desarrollos tenemos razones de sobra para anticipar que en un tiempo no muy lejano la mayoría de los mensajes telegráficos a través de los océanos serán transmitidos sin cables. Para distancias cortas necesitaremos un teléfono “inalámbrico” que no requiera de operadoras. Cuanto mayores sean los espacios que haya que cubrir, más racional será la comunicación sin cables. Un cable no solo se daña fácilmente y es un instrumento caro, sino que nos limita la velocidad de transmisión en razón de cierta propiedad eléctrica indisociable de su construcción. Una planta adecuadamente diseñada para llevar a cabo la comunicación sin cables multiplicaría la capacidad de trabajo de un cable, al tiempo que, en comparación, implicaría menos gasto. No pasará mucho tiempo, creo, antes de que la comunicación por cable se quede obsoleta, no solo porque transmitir señales por este nuevo medio será más rápido y barato, sino porque resultará mucho más seguro. Si se utilizan algunos métodos nuevos, que ya he ideado, para aislar los mensajes, se puede asegurar una privacidad casi perfecta.
Hasta ahora, he observado los efectos de arriba solo a una distancia limitada de unos novecientos cincuenta kilómetros, pero en la medida en que en principio no existe límite a la potencia de las vibraciones que se pueden producir con ese oscilador, me siento bastante seguro de que una planta semejante efectuaría con éxito comunicaciones transoceánicas. Pero esto no es todo. Mis medidas y cálculos han mostrado que es perfectamente factible producir en nuestro planeta, con estos principios, un movimiento eléctrico de tal magnitud que, sin la menor duda, tendría un efecto perceptible en algunos de los planetas cercanos al nuestro, como Venus y Marte. Así, la comunicación interplanetaria ha pasado de ser una mera posibilidad a entrar en el nivel de la probabilidad. De hecho, está fuera de toda duda que podamos producir un efecto distinto en uno de estos planetas, de esta manera innovadora, a saber, perturbando la condición eléctrica de la Tierra. Este modo de llevar a cabo tal comunicación es, sin embargo, esencialmente distinto a todos los que los hombres de ciencia han propuesto hasta ahora. En todos los casos anteriores, solo una diminuta fracción de la energía total que llega al planeta —tanta como fuera posible concentrar en un reflector— podría ser utilizada por el supuesto observador en su instrumento. Pero gracias al medio que he desarrollado, este podría concentrar la mayor parte de la energía total transmitida al planeta en su instrumento y las oportunidades de alterarlo se verían aumentadas, por lo tanto, en millones.
Además de la maquinaria para producir vibraciones de la potencia requerida, hemos de tener medios delicados que puedan revelar los efectos de las influencias débiles ejercidas sobre la tierra. Para dicho propósito también he perfeccionado nuevos métodos. Al utilizarlos, deberíamos ser capaces, entre otras cosas, de detectar la presencia de un iceberg o de otro objeto en el mar a considerable distancia. Al utilizarlos, he descubierto asimismo algunos fenómenos terrestres que todavía están sin explicar. Que podamos enviar un mensaje a un planeta es seguro, que podamos obtener respuesta es probable: el hombre no es el único ser en el Infinito dotado con una mente.
LA TRANSMISIÓN DE ENERGÍA ELÉCTRICA - A CUALQUIER DISTANCIA SIN CABLES - AHORA ES POSIBLE - EL MEJOR MODO DE AUMENTAR LA FUERZA QUE ACELERA LA MASA HUMANA
La observación más valiosa hecha en el curso de esta investigación fue el comportamiento extraordinario de la atmósfera respecto a los impulsos eléctricos de excesiva fuerza electromotriz. Los experimentos mostraron que a la presión habitual el aire se volvía claramente conductor, y esto abría la posibilidad de transmitir grandes cantidades de energía eléctrica para fines industriales a largas distancias sin cables, una posibilidad que, en aquel momento, se concebía solo como un sueño científico. Más investigaciones revelaron el importante hecho de que la conductividad impartida al aire por estos impulsos eléctricos de muchos millones de voltios aumentaba rápidamente con el grado de rarefacción, así que los estratos de aire a alturas moderadas, a los que se podía acceder fácilmente, ofrecían un patrón conductor perfecto para cualquier prueba científica, mejor que el de un cable de cobre para corrientes de este tipo.
De esta manera, el descubrimiento de estas nuevas propiedades de la atmósfera no solo establecía la posibilidad de transmitir, sin cables, energía en grandes cantidades, sino que, lo que es todavía más significativo, proporcionaba la certeza de que la energía se podía transmitir de esta manera económicamente. En este nuevo sistema importa poco —de hecho, casi nada— si la transmisión se efectúa a una distancia de unos pocos kilómetros o de unos miles.
Como en realidad todavía no he efectuado una transmisión de una cantidad considerable de energía —como la que sería de relevancia industrial— a gran distancia por este nuevo método, he llevado a cabo algunos modelos de plantas exactamente en las mismas condiciones que existirían en una planta de este tipo más grande y la viabilidad del sistema ha quedado demostrada. Los experimentos han revelado de manera conclusiva que, con dos terminales mantenidos a una altura de no más de nueve o diez mil metros sobre el nivel del mar y con una presión eléctrica de quince a veinte millones de voltios, se puede transmitir la energía de miles de caballos de potencia a distancias que pueden ser de cientos y si es necesario de miles de kilómetros. En cualquier caso, tengo la esperanza de que seré capaz de reducir considerablemente la altura que se requiere ahora para los terminales, y con este objetivo estoy poniendo en práctica una idea que augura tal realización. Desde luego, existe un prejuicio popular contra la utilización de presión eléctrica de millones de voltios, pues podría causar que las chispas volasen a distancias de decenas de metros, pero aunque parezca paradójico, el sistema, tal como lo he descrito en una publicación técnica, ofrece más seguridad personal que la mayoría de los circuitos de distribución ordinaria utilizados ahora en las ciudades. En cierta medida, esto se confirma por el hecho de que, aunque he llevado a cabo experimentos de este tipo durante un cierto número de años, ni yo ni ninguno de mis asistentes hemos sufrido herida alguna.
Pero para conseguir la introducción práctica del sistema, todavía hay que satisfacer una serie de requisitos esenciales. No es suficiente desarrollar aparatos por medio de los cuales se pueda efectuar esta transmisión. La maquinaria debe ser tal que permita la transformación y la transmisión de energía eléctrica en condiciones altamente prácticas y económicas. Además, se debe ofrecer un aliciente a aquellos que están involucrados en la explotación industrial de los recursos naturales de energía, como las cascadas, garantizándoles unas devoluciones del capital invertido superiores a las que pueden conseguir por el desarrollo local de la propiedad.
Desde el momento en el que se observó que, contra lo establecido en la opinión común, los estratos bajos y accesibles de la atmósfera pueden conducir electricidad, la transmisión de energía eléctrica sin cables se ha vuelto una tarea racional del ingeniero y de una índole que sobrepasa a las otras en importancia. Su consumación práctica significará que la energía estará disponible para los usos del hombre en cualquier punto del globo, no en pequeñas cantidades, como se obtendría del medio ambiente con la maquinaria adecuada, sino en cantidades prácticamente ilimitadas, a partir de las cascadas. Exportar la energía no se convertirá en la principal fuente de ingresos de muchos países felizmente situados como Estados Unidos, Canadá, Centroamérica y Sudamérica, Suiza y Suecia. Los hombres podrían asentarse en cualquier sitio, fertilizar y regar el suelo con poco esfuerzo y convertir desiertos estériles en jardines, y así todo el planeta podría transformarse y convertirse en una morada más adecuada para el hombre. Es muy probable que si hay seres inteligentes en Marte, se hayan dado cuenta de esta idea hace tiempo, lo cual explicaría los cambios que los astrónomos han captado en su superficie. La atmósfera de ese planeta, de una densidad considerablemente menor que la de la Tierra, podría hacer la tarea mucho más fácil.
Es probable que pronto tengamos un motor de calor auto-actuante capaz de obtener moderadas cantidades de energía del medio ambiente. También existe la posibilidad —aunque pequeña— de que obtengamos energía eléctrica directamente del sol. Este podría ser el caso si la teoría maxwelliana es cierta, de acuerdo con la cual del sol emanarían vibraciones eléctricas de todas las velocidades. Todavía estoy investigando este asunto. Sir William Crookes ha mostrado en su hermoso invento conocido como “radiómetro” que los rayos pueden producir un efecto mecánico por impacto y esto puede conducir a alguna revelación importante sobre la utilización de los rayos del sol de modos novedosos. Se podrían establecer otras fuentes de energía y se podrían descubrir nuevos métodos de obtener energía del sol, pero ninguno de estos logros, ni otros similares, igualaría en importancia a la transmisión de energía a cualquier distancia a través del medio. No puedo concebir ningún avance técnico que tienda a unir los diversos elementos de la humanidad de manera más efectiva que este, ni ninguno que aumentase y economizase más energía humana. Sería el mejor medio de aumentar la fuerza que acelera la masa humana. La simple influencia moral de una innovación tan radical sería incalculable. Por otro lado, si en cualquier punto del globo se puede obtener energía del medio ambiente en cantidades limitadas por medio de un motor de calor auto-actuante o por cualquier otro medio, las condiciones continuarán siendo las mismas que antes. El rendimiento humano aumentará, pero los hombres continuarán siendo unos extraños como lo eran antes. Anticipo que muchos, que no están preparados para estos resultados, los cuales, a fuerza de larga familiaridad, a mí me parecen simples y obvios, considerarán esto todavía muy lejos de su aplicación práctica. Esta reserva e incluso oposición es una cualidad tan útil y un elemento tan necesario para el progreso humano como la rápida receptividad y el entusiasmo de otros. Así, la masa que se resiste a la fuerza al principio, una vez que se pone en movimiento, aumenta la energía. El hombre de ciencia no aspira a un resultado inmediato. No espera que sus avanzadas ideas estén listas para ser asumidas. Su trabajo es como el del sembrador: para el futuro. Su deber es poner los cimientos para los que están por venir y señalar el camino. Vive y trabaja y mantiene la esperanza con el poeta que dice:
Procura que el trabajo diario de mis manos,
¡oh, Fortuna!, yo lo complete.
¡No me dejes, no, desfallecer! No, estos no son vanos sueños:
lo que ahora son solo varas, estos árboles, un día darán fruta y sombra.