NOTA DEL EDITOR A LA ÚLTIMA ENTREGA
En este artículo, el doctor Tesla se adentra en las futuras posibilidades de su extraordinario transmisor, especialmente en conexión con el arte de la teleautomática, que él fue el primero en concebir, y que sin duda constituye uno de sus regalos más geniales al mundo.
Tesla fue el primero en construir y manejar con éxito autómatas en forma de botes dirigidos y controlados totalmente por circuitos inalámbricos sintonizados y por agentes que aseguraban una actividad fiable pese a cualquier intento de interferencia.
Pero este fue solo el primer paso en la evolución de su invento. Lo que él quería era producir máquinas que fueran capaces de actuar como si estuvieran dotadas de inteligencia. Enseguida se percibirá que si el doctor Tesla lleva a cabo su idea de manera práctica, el mundo será testigo de una revolución en todos los ámbitos. En concreto, sus inventos influirán en el arte de la guerra y en la paz mundial.
El doctor Tesla se ocupa con elocuencia de unos cuantos temas que inquietan al público y este es quizá el artículo más brillante y absorbente que ha escrito.
CÓMO SE RECUPERA LA MENTE DE TESLA
Ningún asunto al que me haya dedicado jamás me ha exigido tanta concentración mental ni ha puesto en tensión hasta un extremo tan peligroso las fibras más delicadas de mi cerebro como el sistema fundado con el Transmisor de Aumento. Puse toda la intensidad y el vigor de mi juventud en el desarrollo de los descubrimientos del campo rotatorio, pero aquellas primeras tareas fueron de un carácter diferente. Aunque agotadoras en extremo, no implicaban esa perspicacia aguda y agotadora que tuve que ejercitar para enfrentarme a muchos de los desconcertantes problemas de lo inalámbrico. Pese a mi singular resistencia física en aquel periodo, mis maltratados nervios terminaron por rebelarse y sufrí un colapso total justo cuando la consumación de tan larga y dificultosa tarea estaba casi a la vista. Sin duda, habría tenido que cumplir un castigo mayor más adelante y, probablemente, mi carrera habría terminado de manera prematura si la providencia no me hubiera equipado con un dispositivo de seguridad que parecía haber mejorado con el avance de los años y que, infaliblemente, entra en juego cuando mis fuerzas están a punto de agotarse. Mientras funcione, estoy a salvo del peligro debido al exceso de trabajo que amenaza a otros inventores y, casualmente, no necesito las vacaciones que para otras personas son indispensables. Cuando estoy exhausto, simplemente, hago como los negros que “se quedan dormidos de manera natural mientras los blancos se preocupan”. Aventuro una teoría fuera de mi ámbito: es probable que el cuerpo acumule poco a poco una cantidad determinada de algún agente tóxico, y yo me hundo en un estado casi letárgico que dura exactamente media hora. Al despertarme, tengo la sensación de que los acontecimientos precedentes hubieran ocurrido hace mucho tiempo y si intento continuar el hilo interrumpido del pensamiento siento una auténtica náusea mental. Entonces me vuelco de manera involuntaria en otro trabajo y me sorprenden la frescura y la facilidad con que mi mente supera obstáculos que antes me habían dejado perplejo. Tras semanas o meses, mi pasión por el invento que había temporalmente abandonado regresa y, de modo invariable, encuentro respuestas casi sin esfuerzo para todas aquellas cuestiones que me sacaban de quicio. En conexión con esto, contaré una experiencia extraordinaria que puede ser del interés de los estudiosos de la psicología. Y o había producido un fenómeno asombroso con mi transmisor con toma de tierra y estaba intentando determinar su verdadera relevancia en relación con las corrientes propagadas a través de la tierra. Parecía una empresa sin futuro y durante más de un año trabajé incansablemente, pero en vano. Este estudio profundo me absorbió hasta tal punto que me olvidé de todo lo demás, incluso de mi minada salud. Por fin, cuando estaba a punto de tener un ataque de nervios, la naturaleza me suministraba ese sueño letal protector. Al recobrar mis sentidos, me di cuenta con consternación de que no era capaz de visualizar las escenas de mi vida, con excepción de las de mi infancia, las primeras que habían entrado en mi conciencia. Aunque parezca curioso, estas aparecían ante mi vista con una nitidez extraordinaria y me proporcionaban un alivio bienvenido. Noche tras noche, cuando me retiraba a descansar, pensaba en ellas y mi vida anterior se me revelaba más y más. La imagen de mi madre era siempre la figura principal en el espectáculo que se desplegaba lentamente y un deseo arrollador de volver a verla tomó poco a poco posesión de mí. Este sentimiento se hizo tan fuerte que resolví dejar todo el trabajo y satisfacer mi nostalgia. Pero se me hacía demasiado duro separarme del laboratorio y pasaron varios meses durante los cuales reviví todas las impresiones de mi vida hasta la primavera de 1892. En la siguiente imagen que emergió de la bruma del olvido, me vi a mí mismo en el Hotel de la Paix, en París, precisamente saliendo de uno de mis peculiares hechizos de sueño, suscitado por un esfuerzo prolongado del cerebro. Imaginen el dolor y la aflicción que sentí cuando por mi mente relampagueó la noción de que en aquel preciso momento me habían entregado un despacho con la triste noticia de que mi madre se estaba muriendo; recordé cómo había hecho el largo regreso a casa sin una hora de descanso y cómo ella había fallecido tras semanas de agonía.
Uno de los botes teleautómatas (sumergible) construido por Tesla y exhibido en 1898. Controlado de manera inalámbrica sin antenas.
Resulta especialmente llamativo que, durante todo ese periodo en el que mi memoria estuvo parcialmente anulada, yo fuera completamente sensible a cualquier cosa relacionada con el tema de mi investigación. Podía recordar los detalles más nimios y las observaciones más insignificantes de mis experimentos e incluso recitar páginas enteras de texto y de complejas fórmulas matemáticas.
Creo firmemente en la ley de la compensación. Las verdaderas recompensas están siempre en proporción a la tarea y los sacrificios hechos. Esta es una de las razones por las que estoy seguro de que, de todos mis inventos, el Transmisor de Aumento se probará como la más importante y valiosa para las generaciones futuras. Yo me inclino a esta predicción no tanto al pensar en la revolución industrial y comercial, que, estoy seguro, traerá consigo, sino debido a las consecuencias humanitarias de los muchos logros que hace posible. Las consideraciones sobre su mera utilidad pesan poco en la balanza frente a los altos beneficios para la civilización. Nos enfrentamos a problemas portentosos que no se pueden resolver simplemente haciendo un aprovisionamiento, aunque abundante, para nuestra existencia material. Al contrario, el progreso en esta dirección está plagado de riesgos y peligros que no son menos amenazadores que aquellos nacidos de la necesidad y el sufrimiento. Si liberamos la energía de los átomos o descubrimos algún otro modo de desarrollar energía barata e inagotable en cualquier punto del globo, ese logro, en vez de ser una bendición podría traer el desastre a la humanidad al dar alas a la disensión y la anarquía, que terminarían derivando en una entronización del odiado régimen de la fuerza. El mayor bien procederá de las mejoras técnicas que tiendan a la unificación y la armonía, y mi transmisor sin cables es preeminentemente de este tipo. Gracias a él, la voz humana y otras cosas semejantes se reproducirán en todas partes y las fábricas funcionarán a miles de kilómetros de las cascadas que proporcionan la energía; las máquinas aéreas se propulsarán alrededor de la tierra sin una sola parada y la energía del sol será controlada para crear lagos y ríos con propósitos motrices y de transformación de desiertos áridos en tierra fértil. Su introducción para usos telegráficos, telefónicos y similares eliminará automáticamente los ruidos y el resto de interferencias que en el presente imponen estrechos límites a la aplicación de lo inalámbrico. Es un tema oportuno sobre el que no está de más decir unas pocas palabras.
El nuevo teleautómata de Tesla autopropulsado por control remoto. Desprovisto de propulsor, alas y de cualquier otro dispositivo de control externo. Puede llegar a alcanzar una velocidad de quinientos sesenta kilómetros por hora y llegar a un punto predeterminado a más de mil quinientos kilómetros de distancia con una desviación de solo unos pocos metros.
El doctor Tala está rejuveneciendo rápidamente. Juzguen ustedes mismos a partir de su ultima fotografía.
TESLA AMONESTA VIGOROSAMENTE A LOS HOMBRES “ESTÁTICOS”
Durante la pasada década, cierto número de personas reivindicó de manera arrogante que había tenido éxito en eliminar este impedimento. Yo he examinado cuidadosamente todos los arreglos descritos y he probado muchos de ellos antes de que fueran revelados públicamente, pero la conclusión fue uniformemente negativa. Una declaración oficial reciente de la Marina de Estados Unidos puede enseñar, quizá, a algunos editores de noticias, de esos que se dejan engatusar, a tasar el valor real de semejantes anuncios. Como norma, estos intentos están basados en teorías tan falaces que, siempre que me llega noticia de ellos, no puedo evitar pensar en algo menos serio. Hace poco, se anunció un nuevo descubrimiento con una ensordecedora fanfarria de trompetas, pero demostró ser otro caso de una montaña pariendo un ratón. Esto me recuerda un incidente excitante que tuvo lugar hace años, cuando yo llevaba a cabo mis experimentos con corrientes de alta frecuencia. Steve Brodie acababa de saltar del puente de Brooklyn. Desde entonces, los imitadores habían popularizado la gesta, pero la primera noticia había electrificado Nueva York. Yo era muy impresionable entonces y hablaba con frecuencia sobre este hombre y su audacia de impresión. En una cálida tarde, sentí la necesidad de refrescarme y entré en una de las treinta mil populares instituciones de esta gran ciudad en las que se servía una deliciosa bebida de doce grados que ahora solo se puede obtener haciendo un viaje a los pobres y devastados países de Europa. La asistencia era mucha y no muy distinguida; se estaba discutiendo un asunto que me dio un magnífico pie para hacer una observación descuidada: “Esto es lo que dije cuando salté del puente”. En cuanto hube proferido estas palabras, me sentí como el compañero de Timoteo en el poema de Schiller. En un instante se montó un pandemónium y una docena de voces gritaba: “¡Es Brodie!”. Tiré un cuarto de dólar sobre el mostrador e intenté escapar por la puerta, pero la multitud me pisaba los talones chillando: “¡Para, Steve!”, lo que debió de entenderse mal, pues muchas personas intentaban retenerme mientras yo corría frenéticamente hacia un refugio. Desapareciendo a toda prisa tras las esquinas me las apañé —a través de una salida de incendios— para alcanzar mi laboratorio, donde me desembaracé de mi abrigo, me camuflé como un herrero laborioso y encendí la forja. Pero estas precauciones demostraron ser innecesarias; había eludido a mis perseguidores. Durante muchos años después de este acontecimiento, por la noche, en el momento en que la imaginación convierte en espectros los problemas insignificantes del día, a menudo he pensado, cuando me metía en la cama, cuál habría sido mi destino si aquella turba me hubiera cogido y hubiera averiguado que yo no era Steve Brodie.
Ahora, el ingeniero, que hace poco dio cuenta ante un cuerpo técnico de un nuevo remedio contra las interferencias basado en una “ley de la naturaleza desconocida hasta entonces”, parece haber sido tan imprudente como yo mismo cuando argüí que estas alteraciones se propagaban arriba y abajo mientras que las del transmisor lo hacían por toda la tierra. Eso significaría que se podría cargar y descargar un condensador, como este planeta con su envoltorio gaseoso, de una manera bastante contraria a las enseñanzas fundamentales postuladas en todo libro de texto de física elemental. Tal suposición habría sido condenada por errónea, incluso en tiempos de Franklin, porque los hechos relacionados con esto eran entonces bien conocidos y la identidad entre la electricidad atmosférica y la desarrollada por las máquinas había sido establecida por completo. Obviamente, las alteraciones naturales y artificiales se propagan por la tierra y por el aire exactamente del mismo modo y ambas establecen fuerzas electromotrices tanto en sentido horizontal como vertical. Esta es la verdad: en el aire, el voltaje aumenta en una proporción de unos cincuenta voltios por cada treinta centímetros de elevación, debido a lo cual puede haber una diferencia de presión de unos veinte o incluso cuarenta mil voltios entre el extremo superior e inferior de la antena. Las masas de la atmósfera cargada están constantemente en movimiento y proporcionan electricidad al conductor, no de manera continua, sino interrumpida, lo cual, en un receptor telefónico sensible, produce un sonido chirriante. Cuanto más alto se encuentre el terminal y mayor sea el espacio abarcado por los cables, más pronunciado es el efecto, pero debe entenderse que es puramente local y que tiene poco que ver con el problema real. En 1900, mientras estaba perfeccionando mi sistema inalámbrico, un prototipo del aparato constaba de cuatro antenas. Estas estaban cuidadosamente calibradas a la misma frecuencia y conectadas en múltiple para aumentar la actividad al recibir señales de cualquier dirección. Cuando quise determinar el origen de los impulsos transmitidos, cada par de los que estaban situados en diagonal se ponía en serie con una bobina primaria, que activaba el circuito detector. En el caso anterior, el sonido en el teléfono era alto; en el último, cesaba, como era de esperar; las dos antenas se neutralizaban la una a la otra, pero las verdaderas interferencias se manifestaban en ambos casos y yo tenía que concebir remedios especiales que encarnasen principios diferentes.
EL REMEDIO PARA LAS INTERFERENCIAS
Si se emplean receptores conectados al suelo en dos puntos, como sugerí hace mucho tiempo, este problema causado por el aire cargado, que es muy serio en las estructuras tal y como se construyen ahora, se anula y, además, el incordio de todo tipo de interferencia se reduce a la mitad, por el carácter bidireccional del circuito. Esto era perfectamente evidente, pero llegó como una revelación a algunas personas cortas de miras en cuanto a lo inalámbrico —cuya experiencia se restringía a las formas de aparatos que podrían haber sido mejorados con un eje— y que han estado vendiendo la piel del oso antes de cazarlo. Si fuera cierto que las interferencias hacen tales travesuras, sería fácil librarse de ellas si la señal nos llegase sin antenas. Pero, de hecho, un cable enterrado en la tierra, que de acuerdo con este punto de vista habría de ser absolutamente inmune, es más susceptible a ciertos impulsos externos que uno colocado verticalmente en el aire. Para decirlo limpiamente, se ha hecho un ligero progreso, pero no en virtud de ningún método o dispositivo en particular. Se ha conseguido simplemente al desechar esas enormes estructuras que eran bastante malas para la transmisión y totalmente inadecuadas para la recepción y al adoptar un tipo de receptor más apropiado. Tal y como señalé en un artículo previo, para deshacerse de esta dificultad de una vez por todas debe hacerse un cambio radical en el sistema, y cuanto antes, mejor.
EL CONTROL DEL GOBIERNO POR RADIO NO ES DESEADO
Sería calamitoso, de hecho, si en esta época, en la que la técnica está en su infancia y la amplia mayoría, sin exceptuar a los expertos, no se hace una idea de sus últimas posibilidades, se llevara a cabo precipitadamente una medida de forma legislativa que convirtiese dicha técnica en un monopolio del gobierno. Hace semanas, el secretario Daniels lo propuso y sin duda este oficial distinguido hizo su llamamiento al senado y a la casa de representantes con convicción sincera. Pero la evidencia universal muestra, sin posibilidad de error, que los mejores resultados se obtienen siempre en una competición comercial sana. Hay, sin embargo, razones excepcionales por las que se debería dar a lo inalámbrico toda la libertad de desarrollo. En primer lugar, ofrece unas perspectivas inconmensurablemente mejores y más vitales para el perfeccionamiento de la vida humana que cualquier otro invento o descubrimiento en la historia del hombre. Además, es necesario entender que este arte maravilloso ha sido desarrollado, en su totalidad, aquí, y que puede ser llamado “estadounidense” con más derecho y propiedad que el teléfono, la lámpara incandescente o el aeroplano. Los periodistas emprendedores y los corredores de bolsa han tenido tanto éxito en extender información errónea que incluso una publicación periódica tan excelente como Scientific American le concede el reconocimiento principal a un país extranjero. Por supuesto que los alemanes nos dieron las ondas hercianas y que los expertos rusos, ingleses, franceses e italianos se apresuraron a utilizarlas para propósitos de señalización. Era una aplicación obvia del nuevo agente y se conseguía con la clásica bobina de inducción antigua, sin mejoras; apenas algo más que otro tipo de heliografía. El radio de transmisión era muy limitado; los resultados que se conseguían, de poco valor, y las oscilaciones hercianas, como medio para transmitir información, se habrían podido sustituir ventajosamente por ondas sonoras, lo cual yo mismo recomendé en 1891. Es más, todos estos intentos se hicieron tres años después de que los principios básicos del sistema sin cables, que hoy se utiliza universalmente, y sus potentes funcionalidades fueran claramente descritos y desarrollados en Estados Unidos. Hoy no quedan trazas de aquellos electrodomésticos hercianos. Hemos procedido en la dirección opuesta y lo que se ha conseguido es producto de los cerebros y esfuerzos de ciudadanos de este país. Las patentes básicas han expirado y las oportunidades están abiertas a todos. El argumento principal del secretario se basa en la interferencia. De acuerdo con su declaración, de la que se informó en el New York Herald del 29 de julio, las señales de una estación poderosa se pueden interceptar en cada pueblo del mundo. En vista de este hecho, que fue demostrado en mis experimentos de 1900, sería de escasa utilidad imponer restricciones en Estados Unidos.
ESTADOS UNIDOS PRIMERO
Para arrojar luz sobre este punto debo mencionar que recientemente me visitó un caballero de aspecto extraño con el objeto de conseguir mis servicios para la construcción de transmisores mundiales en cierto lejano país. “No tenemos dinero, dijo, sino cargamentos de oro sólido y le daremos una cantidad abundante”. Le dije que quería ver primero lo que se iba a hacer con mis inventos en Estados Unidos, y esto zanjó la entrevista. Pero me satisface que algunas fuerzas oscuras estén trabajando y, a medida que el tiempo pasa, el mantenimiento de una comunicación continua se irá volviendo más difícil. El único remedio es un sistema inmune a la interrupción. Se ha perfeccionado, existe y lo único que hace falta es ponerlo en funcionamiento.
El terrible conflicto es todavía lo que más inquieta los ánimos y quizá se dé gran importancia al Transmisor de Aumento como una máquina para el ataque y la defensa, en particular, en conexión con los teleautómatas. Este invento es un resultado lógico de las observaciones que comenzaron en mi infancia y que continuaron a lo largo de toda mi vida. Cuando se publicaron los primeros resultados, Electrical Rewiev declaró en el editorial que se convertiría en uno “de los factores más potentes en el avance y la civilización de la humanidad”. No está lejos el momento en el que esta predicción se cumpla. En 1898 y 1900 se le ofreció al gobierno y podría haber sido adoptado si yo hubiera sido uno de esos que acuden al pastor de Alejandro cuando quieren un favor de Alejandro. Entonces, realmente pensaba que aboliría la guerra, debido a su capacidad de destrucción ilimitada y a la exclusión del elemento personal del combate. Pero aun cuando no he perdido mi fe en sus potencialidades, mis perspectivas han cambiado desde entonces.
EL CAMINO A LA PAZ PERMANENTE
No se podrá evitar la guerra hasta que se elimine la causa física de su recurrencia y esta, en un análisis último, es la vasta extensión del planeta en que vivimos. Solo a través de la aniquilación de la distancia en cada aspecto, como en la transmisión de información, en el transporte de pasajeros y suministros, y en la transmisión de energía, se alcanzarán algún día las condiciones que aseguren una duración permanente de las relaciones amistosas. Lo que ahora más deseamos es un contacto más próximo y un entendimiento mejor entre los individuos y las comunidades de toda la tierra, y la eliminación de esa devoción fanática por los ideales exaltados del egoísmo y el orgullo nacionales que siempre son propensos a zambullir al mundo en el barbarismo primitivo y la lucha. Ninguna liga ni ley parlamentaria de ningún tipo evitarán jamás tal calamidad. Estos son tan solo nuevos dispositivos para poner al débil a merced del fuerte. Yo me expresé sobre este tema hace catorce años, cuando el difunto Andrew Carnegie —que puede ser justamente considerado el padre de esta idea, pues le dio más publicidad e ímpetu que nadie antes de los esfuerzos del presidente— recomendó una combinación de unos pocos gobiernos destacados (una especie de Santa Alianza). Si bien es innegable que un pacto semejante puede ser ventajoso de manera sustancial para algunas personas menos afortunadas, tampoco puede conseguir el propósito principal. La paz solo puede venir como una consecuencia natural de la educación universal y de la mezcla de razas, y todavía estamos lejos de esta gozosa realización. Tal y como yo veo el mundo de hoy, a la luz de la colosal pelea de la que hemos sido testigos, estoy plenamente convencido de que los intereses de la humanidad quedarían mejor servidos si Estados Unidos permaneciera fiel a sus tradiciones y se mantuviera fuera de “alianzas enmarañadas”. Situado geográficamente donde está, lejos de los escenarios de los conflictos inminentes, sin el incentivo de agrandar su territorio, con recursos inagotables y una población inmensa profundamente imbuida del espíritu de la libertad y del derecho, este país se halla en una posición única y privilegiada. Por eso es capaz de emplear su fortaleza colosal y su fuerza moral para el beneficio de todos de un modo más juicioso y efectivo si actúa de manera independiente que si lo hace como miembro de una liga.
LA TEORÍA MECANICISTA DE LA VIDA
En uno de estos bosquejos biográficos publicados en Electrical Experimenter me he ocupado de las circunstancias de mi infancia y he hablado de una aflicción que me obligó a ejercitar incansablemente la imaginación y la autoobservación. Esta actividad mental, que al principio, bajo la presión de la enfermedad y el sufrimiento era involuntaria, se convirtió poco a poco en una segunda naturaleza y me condujo finalmente a reconocer que yo no era sino un autómata desprovisto de libre albedrío en pensamiento y acción, sensible a las fuerzas del entorno. Nuestros cuerpos tienen tal complejidad de estructura, los movimientos que ejecutamos son tantos y tan complicados y las impresiones externas de nuestros órganos de los sentidos son delicadas y escurridizas a tal punto que a una persona cualquiera le resulta difícil captar este hecho. Y aun así nada es más convincente para el investigador entrenado que la teoría mecanicista de la vida, que, en cierta medida, ya fue comprendida y postulada por Descartes hace trescientos años. Pero en su tiempo no se conocían muchas funciones importantes de nuestro organismo y, en especial, por lo que respecta a la naturaleza de la luz y a la estructura y funcionamiento del ojo, los filósofos estaban a oscuras. En años recientes, el progreso de la investigación científica en estos campos ha sido tal que no ha dejado lugar para la duda por lo que se refiere a esta perspectiva, sobre la que se han publicado muchos trabajos. Uno de sus exponentes más capaces y elocuentes es, quizá, Félix Le Dantec, antiguo asistente de Pasteur. El profesor Jacques Loeb ha llevado a cabo asombrosos experimentos sobre el heliotropismo, en los que ha establecido con claridad el poder regulador de la luz sobre organismos inferiores, y su último libro, Forced movements [Movimientos forzados], es revelador. Pero así como los hombres de ciencia aceptan esta teoría igual que hacen con cualquier otra que sea reconocida, para mí es una verdad que demuestro a cada momento a través de cada uno de mis actos y pensamientos. La conciencia de la impresión externa que me impulsa a cualquier tipo de esfuerzo, físico o mental, está siempre presente en mi mente. Solo en raras ocasiones, cuando he estado sumido en un estado de concentración excepcional, he experimentado dificultades para localizar los impulsos originales.
LA FALTA DE OBSERVACIÓN, UNA FORMA DE IGNORANCIA
Muchísimos seres humanos no son nunca conscientes de lo que está pasando en torno a ellos y dentro de ellos, y millones caen víctimas de enfermedades y mueren prematuramente solo por eso. Los sucesos más comunes del día a día les parecen misteriosos e inexplicables. Uno puede sentir una ola repentina de tristeza y rastrillar su cerebro en busca de una explicación cuando podría haberse dado cuenta de que fue causada por una nube que no dejaba pasar los rayos del sol. Uno puede ver la imagen de un amigo querido en circunstancias que él considera muy peculiares, cuando solo un poco antes se ha cruzado con él en la calle o ha visto su fotografía en algún sitio. Cuando uno pierde un determinado botón del cuello, se alborota y jura durante una hora, sin ser capaz de visualizar sus acciones anteriores y localizar el objeto directamente. La observación deficiente es simplemente una forma de ignorancia y es responsable de muchas nociones malsanas y de muchas ideas estúpidas que prevalecen. Solo una de cada diez personas no cree en la telepatía y en otras manifestaciones físicas, en el espiritualismo y en la comunión con los muertos, y rechazaría escuchar a impostores voluntarios o involuntarios. Solo para ilustrar cuan profundamente arraigada está esta tendencia, incluso entre las cabezas más claras de la población americana, mencionaré un cómico incidente.
FENÓMENOS FÍSICOS EN LA CREACIÓN DE ‘FLIVVERS’
Poco antes de la guerra, cuando la exhibición de mis turbinas en esta ciudad suscitó comentarios generalizados en la prensa técnica, pronostiqué que los fabricantes se pelearían para conseguir este invento y yo tenía los ojos puestos en aquel hombre de Detroit que tenía una capacidad asombrosa para acumular millones. Estaba tan seguro de que él aparecería un día que lo manifesté como si fuera cierto a mi secretario y a mis asistentes. Efectivamente, una buena mañana, un cuerpo de ingenieros de la Ford Motor Company se presentó con la petición de discutir conmigo un proyecto importante. “¿No se lo había dicho?”, comenté triunfante a mis empleados, y uno de ellos dijo: “Es usted asombroso, señor Tesla; cada cosa sale exactamente como usted predice”. Tan pronto como estos hombres de mollera dura se sentaron yo, por supuesto, comencé a ensalzar las maravillosas características de mi turbina; entonces, el portavoz me interrumpió y dijo: “Todo eso lo sabemos, pero traemos un recado especial. Hemos creado una sociedad psicológica para la investigación de fenómenos psíquicos y queremos que usted se una a nosotros en esta empresa”. Supongo que aquellos ingenieros nunca supieron lo cerca que habían estado de ser expulsados de mi oficina.
REFUTAR EL ESPIRITISMO
Desde que algunos de los hombres más grandes del momento, figuras preeminentes en la ciencia cuyos nombres son inmortales, me dijeron que soy poseedor de una mente inusual, dirigí todas las facultades de mi pensamiento a la solución de grandes problemas, sin tener en cuenta el sacrificio. Durante muchos años, me propuse resolver el enigma de la muerte y estaba ansiosamente atento a cualquier indicación espiritual. Pero solo una vez en el curso de mi existencia he tenido una experiencia que me impresionó momentáneamente como algo sobrenatural. Fue en la época de la muerte de mi madre. Me había quedado absolutamente exhausto por el dolor y la larga vigilia y, una noche, me llevaron a un edificio que estaba a unas dos manzanas de nuestra casa. Mientras estaba allí tendido impotente, pensé que si mi madre moría mientras yo estaba lejos de su lecho, seguramente me haría una señal. Dos o tres meses antes, me hallaba en Londres, en compañía de mi difunto amigo Sir William Crookes, en un momento en que el espiritualismo era tema de discusión, y yo estaba bajo el total encantamiento de estos pensamientos. Yo podía no prestar atención a otros hombres, pero era susceptible a sus argumentos, pues había sido su trabajo sin parangón sobre la materia radiante —que yo había leído cuando estaba estudiando— el que me había hecho abrazar la carrera de ingeniería eléctrica. Me dije que las condiciones para lanzar una mirada en el más allá eran las más favorables, pues mi madre era una mujer de genio y, en concreto, tenía una capacidad intuitiva sobresaliente. Durante toda la noche, cada fibra de mi cerebro estaba crispada de expectación, pero no ocurrió nada hasta por la mañana temprano, cuando caí en un sueño, o quizá en un desvanecimiento, y vi una nube que transportaba figuras angelicales de maravillosa belleza, una de las cuales me miró amorosamente y asumió gradualmente las características de mi madre. La aparición flotó lentamente a través de la habitación y se disipó, y una canción de muchas voces indescriptiblemente dulce me despertó. En aquel instante, me invadió la certeza inefable de que mi madre acababa de morir. Y era verdad. Fui incapaz de comprender el tremendo peso del doloroso conocimiento que había recibido con antelación y escribí una carta a sir William Crookes mientras todavía estaba bajo el dominio de estas impresiones y con una pobre salud corporal. Cuando me recobré, busqué durante largo tiempo la causa externa de aquella extraña manifestación y, para mi gran alivio, la obtuve después de muchos meses de esfuerzo sin fruto. Había visto un cuadro de un celebrado artista, que representaba una de las estaciones de manera alegórica mediante una nube con un grupo de ángeles que parecía flotar realmente en el aire, y me había golpeado con fuerza. Era exactamente la misma que apareció en mi sueño, con la excepción del parecido con mi madre. La música venía del coro de la iglesia cercana en la primera misa de la mañana de Pascua, lo que explicaba cada cosa satisfactoriamente de conformidad con los hechos científicos.
Esto ocurrió hace mucho tiempo y desde entonces nunca he tenido ni la más mínima razón para cambiar mis puntos de vista sobre los fenómenos psíquicos y espirituales, para los cuales no hay absolutamente ningún fundamento. La creencia en estos es el fruto natural del desarrollo intelectual. Los dogmas religiosos ya no se aceptan en su significado ortodoxo sino que cada individuo se aferra a una fe en un poder supremo de algún tipo. Todos debemos tener un ideal que gobierne nuestra conducta y nos asegure satisfacción, pero es irrelevante que se trate de un credo, un arte, una ciencia o cualquier otra cosa, siempre y cuando cumpla la función de una fuerza desmaterializadora. Es esencial para la existencia pacífica de la humanidad como conjunto que prevalezca una concepción común.
EL PASMOSO DESCUBRIMIENTO DE TESLA
Así como fracasé al intentar obtener evidencias que apoyasen las opiniones de los psicólogos y los espiritualistas, he probado para mi completa satisfacción el automatismo de la vida, no solo mediante observaciones continuas de acciones individuales, sino de una forma todavía más concluyente mediante algunas generalizaciones. Estas conducen a un descubrimiento que considero de la mayor importancia para la sociedad humana y del que me voy a ocupar brevemente. Tuve el primer presentimiento de esta pasmosa verdad cuando era todavía un joven, pero durante muchos años interpreté lo que había notado como una mera coincidencia. En concreto, siempre que otros, de algún modo específico —que podría ser popularmente caracterizado como el más injusto que se pueda imaginar—, me infligían algún daño a mí, a otra persona a la que yo estaba ligado, o a una causa a la que yo me dedicaba, experimentaba un dolor singular e indefinible que, a falta de un término mejor, he calificado como “cósmico” y, poco después y de manera invariable, aquellos que habían causado el daño sufrían un accidente. Tras muchos de estos casos, les confié esto a ciertos amigos, que tuvieron la oportunidad de convencerse por sí mismos de la verdad de la teoría que yo había ido formulando y que puede ser enunciada con las siguientes palabras:
Nuestros cuerpos son de una construcción similar y están expuestos a las mismas influencias externas. De esto se deriva una semejanza de respuesta y una concordancia de las actividades generales en las que se basan nuestras reglas sociales, nuestras leyes y demás. Somos autómatas controlados totalmente por las fuerzas del medio, zarandeados como corchos en la superficie del agua, pero confundimos el resultado de los impulsos del exterior con el libre albedrío. Los movimientos y otras acciones que llevamos a cabo siempre preservan la vida y, aunque aparentemente somos bastante independientes unos de otros, estamos conectados por lazos invisibles. Siempre que el organismo se halle en perfecto orden, responderá con precisión a los agentes que lo impulsan, pero en el momento en que se produzca cualquier desequilibrio en cualquier individuo, su poder autopreservador queda dañado. Todo el mundo entiende, por supuesto, que si uno se queda sordo, si su vista se debilita o si sus miembros se lesionan, las oportunidades de continuidad de su existencia disminuyen. Pero esto también puede decirse, y quizá en mayor medida, de ciertos defectos del cerebro que privan al autómata, más o menos, de esa cualidad vital y hacen que se abalance a la destrucción. Un observador muy sensible, con su mecanismo altamente desarrollado intacto y cuyas actuaciones obedezcan con precisión a las condiciones cambiantes del entorno, está dotado de un sentido mecánico trascendente que le permite evitar peligros demasiado sutiles como para ser percibidos de forma directa. Cuando se pone en contacto con otros cuyos órganos reguladores son fundamentalmente defectuosos, ese sentido se reafirma a sí mismo y se siente el dolor “cósmico”. La verdad de esto ha sido confirmada con cientos de ejemplos, y quiero invitar a otros estudiosos de la naturaleza a que dediquen atención a este asunto, pues mantengo la creencia de que, mediante esfuerzos combinados y sistemáticos, se conseguirán resultados de valor incalculable para el mundo.
EL PRIMER AUTÓMATA DEL DOCTOR TESLA
La idea de construir un autómata para corroborar mi teoría se me presentó ella sola muy pronto, pero no comencé el trabajo activo hasta 1893, cuando empecé mis investigaciones en el campo de lo inalámbrico. Durante los dos o tres años siguientes, construí unos cuantos mecanismos automáticos para manejar a distancia y se los mostré a quienes visitaban mi laboratorio. En 1896, sin embargo, diseñé una máquina completa capaz de múltiples operaciones, pero la consumación de mis trabajos se retrasó hasta finales de 18 97. Describí e ilustré esta máquina en mi artículo del Century Magazine de junio de 1900 y en otras publicaciones de la época, y cuando se mostró por primera vez a principios de 1898 creó una sensación como ningún otro invento mío ha producido jamás. En noviembre de 1898, se me garantizó una patente básica en este nuevo arte, pero solo después de que el Examinador en Jefe viniera a Nueva York y presenciara mi ejecución, ya que lo que yo reivindicaba parecía increíble. Recuerdo que, cuando más tarde visité a un oficial de Washington con vistas a ofrecerle el invento al gobierno, este rompió a reír a mandíbula batiente después de que yo le contase lo que había conseguido. Nadie pensó entonces que existía la más mínima posibilidad de perfeccionar un dispositivo semejante. Fue una lástima que, en esta patente, siguiendo el consejo de mis abogados, yo indicase que el control se ejercía por medio de un circuito sencillo y de una forma bien conocida de detector, porque yo no había asegurado todavía ninguna protección a mis métodos y aparatos para la individualización. De hecho, mis botes se controlaban mediante la acción conjunta de algunos circuitos y la interferencia de cualquier tipo estaba excluida. De manera más general, empleé circuitos receptores con forma de bucles, que incluían condensadores, porque las descargas de mi transmisor de alta tensión ionizaban el aire del vestíbulo, por lo que incluso una antena muy pequeña podría estar extrayendo electricidad de la atmósfera del entorno durante horas. Solo para dar una idea: descubrí, por ejemplo, que una bombilla de 30 centímetros de diámetro totalmente agotada y con un solo terminal, al que iba atado un cable corto, podía liberar hasta mil relámpagos sucesivos antes de que la carga total de aire del laboratorio se neutralizase. La forma de bucle del receptor no era sensible a esta alteración y es curioso notar que se está volviendo popular a día de hoy. En realidad, recoge mucha menos energía que las antenas o que un cable terrestre largo, pero sucede que elimina cierto número de defectos inherentes a los dispositivos inalámbricos actuales. Cuando probaba mi invento ante el público, se invitaba a los visitantes a que hicieran preguntas, no importa cuan complicadas, que el autómata respondería con signos. En aquel entonces, se consideraba que esto era mágico, pero es extremadamente simple, pues era yo el que daba las respuestas a través del dispositivo.
En ese mismo periodo se construyó otro teleautómata más grande, del cual se muestra una fotografía en este número del Electrical Experimenter. Era controlado por bucles, con algunas vueltas situadas en el casco, que era totalmente hermético y sumergible. Este aparato era similar al utilizado en el primer experimento, con la excepción de ciertas características especiales que introduje como, por ejemplo, las lámparas incandescentes que ofrecían una prueba visible del funcionamiento adecuado de la máquina.
LA TELEAUTOMÁTICA DEL FUTURO
Estos autómatas, controlados dentro del rango de visión del operador, eran, sin embargo, los primeros pasos, bastante rudimentarios, en la evolución del Arte de la Teleautomática, tal y como yo lo había concebido. La siguiente mejora lógica era su aplicación a mecanismos automáticos más allá del campo de visión y a una gran distancia respecto del centro de control, y desde entonces he recomendado su empleo como instrumentos bélicos con preferencia sobre las pistolas. Parece que ahora se reconoce la importancia de esto, a juzgar por anuncios ocasionales que aparecen en la prensa sobre algunos logros, de los que se dice que son extraordinarios, pero que, en realidad, carecen del mérito de la novedad. De un modo imperfecto, con las plantas inalámbricas existentes, es posible hacer despegar un aeroplano, hacer que siga un cierto curso aproximado y que ejecute alguna maniobra a una distancia de muchos cientos de kilómetros. Una máquina de este tipo también puede ser controlada mecánicamente de diversos modos y no tengo ninguna duda de que probaría ser de alguna utilidad en la guerra. Pero a día de hoy, hasta donde yo sé, no existen instrumentos con los que se pueda conseguir tal propósito de un modo preciso. He dedicado años de estudio a este tema y he desarrollado medios que hacen que estas y maravillas aún mayores sean realizables de manera sencilla. Tal como dije anteriormente, cuando era estudiante universitario, concebí una máquina voladora bastante diferente de las actuales. El principio subyacente era sólido pero no podía ser llevado a la práctica por falta de un generador de energía motriz de suficiente actividad. En años recientes he resuelto este problema con éxito y ahora estoy diseñando máquinas voladoras desprovistas de trazados, alerones, propulsores y otros accesorios externos que podrán alcanzar velocidades altísimas y que, probablemente, proporcionarán argumentos poderosos para la paz en un futuro cercano. Una máquina así, sostenida y propulsada totalmente por reacción, se muestra en una de las páginas, y supuestamente será controlada mecánicamente o por energía inalámbrica. Instalando plantas adecuadas será factible proyectar un misil de este tipo en el aire y hacerlo caer casi en el punto designado, que puede estar a miles de kilómetros. Pero no vamos a detenernos aquí. Los teleautómatas terminarán por producirse, podrán actuar como si poseyeran su propia inteligencia y su llegada creará una revolución. Ya en 1898, les propuse a los representantes de una gran industria que se ocuparan de la construcción y de la exhibición pública de un carruaje automóvil que, dejado a su inercia, ejecutaría una gran variedad de operaciones que implicaban algo similar al juicio. Pero en aquel entonces, se juzgó que mi propuesta era quimérica y nada salió de ello.
En el presente, muchas de las mentes más capaces están intentando concebir recursos para evitar la repetición del horroroso conflicto que ha terminado solo de forma teórica, y cuya duración y aspectos principales yo predije correctamente en un artículo impreso en Sun el 20 de diciembre de 1914. La liga propuesta no es un remedio, sino que, al contrario, en la opinión de algunos hombres competentes, puede traer consigo justamente los resultados opuestos. Es particularmente lamentable que se adopte una política de castigo al configurar los términos de la paz, porque dentro de unos pocos años las naciones podrán luchar sin ejércitos, barcos o pistolas, con armas mucho más terribles para cuya acción y rango de destrucción casi no hay límites. Cualquier ciudad, a cierta distancia (no importa cuál) del enemigo puede ser destruida por este y no hay poder en la tierra que pueda impedirle que lo haga. Si queremos evitar una catástrofe inminente y un estado de cosas que puede transformar este planeta en un infierno, deberíamos impulsar el desarrollo de máquinas voladoras y la transmisión inalámbrica de energía sin demora, y con todo el poder y los recursos de la nación.