NOTA DEL EDITOR A LA CUARTA ENTREGA
Las pruebas y tribulaciones proverbiales conocidas por cada inventor no le fueron ahorradas a Tesla, el inventor más genial de todos los tiempos. En este artículo, lo vemos a él, ya de joven adulto, avanzando con dificultad en un mundo frío. Su fama ya se había extendido y su genio se había reconocido. Pero convertir genio y fama en dólares y centavos es una cuestión bastante diferente y el mundo está lleno de hombres desagradecidos y sin escrúpulos. Tesla, el idealista, se preocupaba poco por el dinero y por eso siempre se aprovechaban de él. Pero dejamos que el propio Tesla nos lo narre con su estilo inimitable. Es una historia maravillosa.
En la entrega de este mes, Tesla también nos cuenta cómo hizo uno de sus descubrimientos más importantes, así como maravillosos: la bobina de Tesla. Pocos inventos han causado la sensación que este suscitó, que culminó con el único rayo producido jamás por el hombre. La bobina de Tesla tiene tantos usos y ha sido construida en tantos estilos que habría que hacer un catálogo para listarlos todos. De las proezas a una frecuencia espectacularmente alta en el escenario a la máquina de rayos “violeta” usada en su casa; todas ellas son bobinas de Tesla de una forma u otra.
La transmisión sin cables no sería posible hoy sin la bobina de Tesla. Sin transformador de oscilación, descargador y condensador —que es la bobina de Tesla— la estación emisora estaría paralizada.
Pero es en los usos industriales donde la bobina de Tesla brillará de manera más nítida en el futuro. La producción de ozono, la extracción de nitrógeno del aire en altas cantidades… todos son hijos del fértil cerebro de Tesla. Su bobina es la llave para todo ello.
Durante un tiempo me dediqué por completo al intenso placer de imaginarme máquinas e inventar nuevas formas. Estaba en un estado mental de felicidad tan completo como nunca había conocido en mi vida. Las ideas venían a mí en una corriente ininterrumpida y la única dificultad que tenía era la de retenerlas. Las piezas de los aparatos que concebía me resultaban totalmente reales y tangibles en cada detalle, incluso en la más mínima marca y señal de uso. Disfrutaba imaginando motores en constante movimiento, pues así le ofrecían a mi ojo mental una perspectiva más fascinante. Cuando la inclinación natural evoluciona hacia un deseo apasionado, uno avanza hacia su meta con botas de siete leguas. En menos de dos meses, desarrollé prácticamente todos los tipos de motores y modificaciones del sistema que ahora están identificados con mi nombre. Quizá fue providencial que las necesidades de la existencia exigiesen que detuviera temporalmente esta actividad absorbente de la mente. Llegué a Budapest motivado por un informe prematuro relacionado con la empresa de teléfonos y, así lo quiso la ironía del destino, tuve que aceptar un puesto como dibujante en la Oficina Central de Telégrafos del gobierno húngaro, con un salario que prefiero no revelar. Afortunadamente, enseguida me gané el interés del inspector jefe y entonces trabajé en cálculos, diseños y estimaciones en conexión con las nuevas instalaciones, hasta que empezó el Intercambio Telefónico, momento en el que me hice cargo de él. El conocimiento y la experiencia práctica que adquirí en el curso de este trabajo fueron muy valiosos, y el empleo me dio amplias oportunidades de ejercitar mis facultades inventivas. Hice algunas mejoras en el aparato de la estación central y perfeccioné un repetidor telefónico o amplificador que nunca fue patentado o descrito públicamente, pero que incluso hoy se acredita como mío. En reconocimiento a mi eficiente asistencia, el organizador de la empresa, el señor Puskas, tras deshacerse de sus negocios en Budapest, me ofreció un puesto en París que acepté con alegría.
No puedo olvidar la impresión que la ciudad mágica produjo en mi mente. Durante varios días tras mi llegada, deambulé por las calles sumido en una perplejidad absoluta acerca del nuevo espectáculo. Las atracciones eran muchas e irresistibles pero, ay, me gastaba el salario tan pronto como lo recibía. Cuando el señor Puskas me preguntó cómo me estaba yendo en el nuevo ambiente, le describí la situación con exactitud al afirmar que “los últimos veintinueve días del mes son los más duros”. Llevaba una vida bastante extenuante en lo que ahora se llamaría “al estilo rooseveltiano”. Cada mañana, independientemente del clima, iba del bulevar Saint Marcel, donde residía, a la casa de baños del Sena, me lanzaba al agua, recorría el circuito veintisiete veces y luego caminaba una hora hasta alcanzar Ivri, donde se encontraba la fábrica de la compañía. Allí, tomaba un desayuno de leñador a las siete y media y después aguardaba con ansia la hora de la comida; mientras tanto, le sacaba las castañas del fuego al gerente de los trabajos, el señor Charles Batchelor, que era íntimo amigo y asistente de Edison. Aquí me pusieron en contacto con algunos americanos que casi se enamoraron de mí debido a mi competencia… en el billar. Les expliqué mi invento a estos hombres y uno de ellos, el señor D. Cunningham, presidente del departamento mecánico, me propuso que formásemos una sociedad anónima. La propuesta me pareció cómica en extremo.
Figura1. El transformador de oscilación de Tesla (bobina de Tesla) presentado por lord Kelvin ante la Asociación Británica en agosto de 1897. Este instrumento pequeño y compacto, de solo veinte centímetros de altura, desarrollaba 0,1 metros cuadrados de corrientes con 25 vatios de un circuito de suministro de 110 voltios D. C. El instrumento contiene un primario y un secundario de Tesla, un condensador y un controlador de circuito.
No tenía ni la más mínima noción sobre qué significaba aquello excepto que formaba parte del estilo americano de hacer las cosas. Nada salió de aquello, no obstante, y durante los siguientes meses tuve que viajar de un sitio a otro en Francia y Alemania para corregir los males de las centrales de energía. A mi regreso a París, presenté a uno de los administradores de la compañía, el señor Rau, un plan para mejorar sus dinamos y me dio una oportunidad. Mi éxito fue completo y los directores, que estaban encantados, me concedieron el privilegio de desarrollar los reguladores automáticos, que eran muy deseados.
Poco después hubo algunos problemas con la planta de iluminación que se había instalado en la nueva estación de ferrocarril de Estrasburgo, en Alsacia. El cableado era defectuoso y durante la ceremonia de apertura, gran parte de un muro se apagó debido a un cortocircuito justo en presencia del viejo emperador Guillermo I. El gobierno alemán rehusó quedarse con la planta y la compañía francesa se enfrentaba a una seria pérdida. Debido a que conocía la lengua alemana y a mi experiencia previa, me encargaron la difícil tarea de enderezar nuestros asuntos y en 1883 fui a Estrasburgo para cumplir aquella misión.
SE CONSTRUYE EL PRIMER MOTOR DE INDUCCIÓN
Algunos de los episodios en aquella ciudad me han dejado un recuerdo indeleble en la memoria. Por una coincidencia curiosa, ciertos hombres que posteriormente alcanzaron fama vivían allí en aquel periodo. Más tarde, yo solía decir: “Había bacterias de grandeza en aquella vieja ciudad. Otros cogieron la enfermedad, pero yo escapé”. El trabajo práctico, la correspondencia y las reuniones con oficiales me mantuvieron absorto día y noche, pero tan pronto como pude asumí la construcción de un motor simple en un taller mecánico frente a la estación de tren, para este propósito había traído algún material de París. La consumación del experimento, sin embargo, se retrasó hasta el verano de aquel año, cuando finalmente tuve la satisfacción de ver la rotación lograda por corrientes alternas de diferente fase y sin anillos deslizantes ni colector, tal y como había concebido un año antes. Fue un placer exquisito pero no comparable con el delirio de alegría que siguió a la primera revelación.
Entre mis nuevos amigos estaba el antiguo alcalde de la ciudad, el señor Bauzin, a quien, en cierta medida, había puesto al corriente de este y otros inventos míos y cuyo apoyo intenté conseguir. Él se dedicó a mí con sinceridad y propuso mi proyecto a varias personas acaudaladas, pero, para mi mortificación, no encontró respuesta. Quería ayudarme como pudiera y la proximidad del 1 de julio de 1919 hace que recuerde una forma de “asistencia” que recibí de aquel hombre encantador, que no por no ser financiera fue menos apreciada. En 1870, cuando los alemanes invadieron el país, el señor Bauzin había enterrado una buena partida de Saint Estéphe de 1801, y había llegado a la conclusión de que no conocía a ninguna persona más valiosa que yo para consumir aquella bebida preciosa. Permítame decir que este es uno de los episodios inolvidables a los que me he referido. Mi amigo me instó a que regresara a París tan pronto como fuera posible y a que buscara apoyo allí. Yo estaba ansioso por hacerlo, pero mi trabajo y mis negociaciones se prolongaban debido a la variedad de obstáculos insignificantes que me encontraba, así que a veces la situación parecía desesperada.
EFICIENCIA 'ALEMANA’
Solo para dar una idea de la meticulosidad y de la “eficiencia” alemanas mencionaré aquí alguna experiencia bastante divertida. Había que colocar una lámpara incandescente de 16 c. p. en un vestíbulo y además de elegir el lugar adecuado, yo ordené al montador que extendiera los cables. Después de trabajar un rato, él concluyó que había que consultar con el ingeniero, y así se hizo. Este último planteó algunas objeciones pero finalmente se mostró de acuerdo en que habría que colocar la lámpara a cinco centímetros del lugar que yo había asignado, tras lo cual, el trabajo prosiguió. Entonces, al ingeniero le entró cierta preocupación y me dijo que había que notificárselo al inspector Averdeck. Aquella importante figura llamó, investigó, debatió y decidió que la lámpara debía ser corrida cinco centímetros en la otra dirección, que era exactamente el lugar que yo había marcado. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que el propio Averdeck se echara atrás y me informase de que había puesto la cuestión en conocimiento del inspector superior Hieronimus y de que yo debería esperar su decisión. Esto ocurrió varios días antes de que el inspector superior pudiera librarse de otras tareas apremiantes, pero finalmente vino al lugar y hubo un debate de dos horas, tras el cual, resolvió mover la lámpara otros cinco centímetros. Mis esperanzas de que este fuera el acto final se echaron por tierra cuando el inspector superior se giró y me dijo: “El consejero de gobierno Funke es tan exigente que yo no me atrevería a dar la orden de colocar esta lámpara sin su aprobación explícita”. En consecuencia, todo se arregló para una visita de aquel gran hombre. Empezamos limpiando y puliendo por la mañana temprano. Todo el mundo pulía, yo me puse los guantes y cuando Funke llegó con su comitiva fue recibido ceremoniosamente. Tras dos horas de deliberación, exclamó repentinamente: “Me tengo que ir”, y apuntando a un lugar del techo, me ordenó que colocara allí la lámpara. Era justo el lugar que yo había elegido al principio.
Así se pasaban los días, con alguna variación, pero yo estaba decidido a lograrlo a cualquier precio y al final mis esfuerzos se vieron recompensados. En la primavera de 1884, todas las diferencias habían sido ajustadas, la planta había sido aceptada formalmente, y yo regresé a París con agradables expectativas. Uno de los administradores me había prometido una compensación generosa en caso de que tuviera éxito así como una justa consideración de las mejoras que había hecho en sus dinamos, y yo esperaba que aquello se materializara en una suma cuantiosa. Había tres administradores, a los que designaré como A, B y C por comodidad. Cuando hice una visita a A, él me dijo que B tenía el voto. Este caballero pensó que solo C podía decidir y el último estaba bastante seguro de que solo A tenía poder para actuar. Después de dar varias vueltas a este círculo vicioso, caí en la cuenta de que mi recompensa era un castillo en el aire. Este último fracaso en mis intentos por conseguir capital para mi creación fue otra decepción y, cuando el señor Batchelor me presionó para que me fuera a América y rediseñara las máquinas de Edison, me decidí a probar fortuna en la tierra de la promesa dorada. Pero casi pierdo la oportunidad. Reuní mis modestos activos, me aseguré alojamiento y me vi en la estación cuando el tren estaba arrancando. En aquel momento descubrí que mi dinero y mis billetes se habían esfumado. La cuestión era qué hacer. Hércules tenía mucho tiempo para deliberar, pero yo tenía que decidir mientras corría al lado del tren al tiempo que sentimientos encontrados surcaban mi cerebro como las oscilaciones de un condensador. La determinación, con ayuda por la destreza, venció justo a tiempo y, tras pasar por las experiencias habituales, tan triviales como desagradables, me las apañé para embarcarme a Nueva York con los remanentes de mis propiedades, algunos poemas y artículos que había escrito y un paquete de cálculos relacionados con las soluciones de una integral irresoluble y con mi máquina de volar. Durante el viaje estuve casi todo el tiempo sentado en la popa del barco, buscando una oportunidad de salvar a alguien de una sepultura acuática, sin la menor noción del peligro. Después, cuando me empapé de algo del sentido práctico americano, me estremecí con aquel recuerdo y me maravillé de mi anterior locura.
Figura 2. Esta ilustra las pruebas con descargas de chispa de una bola de cuarenta centímetros de radio en la planta sin cables de Tesla erigida en Colorado Springs en 1899. La bola está conectada con el extremo libre de un circuito de resonancia con toma de tierra de diecisiete metros de diámetro. El potencial disruptivo de una bola es, de acuerdo con Tesla, en voltios aproximados V= 74,400 r (donde r está expresado en centímetros). Esto es, en este caso, 75,400 x 40 =3.016,000 voltios. La colosal bobina de Tesla que producía estos rayos de Thor era capaz de proporcionar una corriente de 1.100 amperios en el secundario de alta tensión. El primario de Tesla tenía un diámetro de ¡quince metros! Esta bobina de Tesla producía descargas que eran la aproximación más cercana a un rayo jamás hecha por el hombre.
TESLA EN AMÉRICA
Ojalá pudiera explicar con palabras mis primeras impresiones sobre este país. En Las muy una noches había leído que los genios transportaban a la gente a una tierra de ensueño para que vivieran aventuras deliciosas. Mi caso fue justo el contrario. El genio me llevó de un mundo de ensueño a otro de realidades. Lo que había dejado atrás era bonito, artístico y fascinante en todos sus aspectos; lo que veía aquí era mecánico, rudo y carente de atractivo. Un fornido policía hacía girar la porra, que me parecía tan grande como un tronco. Me aproximé a él educadamente con la petición de que me guiara. “Seis manzanas hacia abajo, luego a la izquierda”, me dijo, con ojos homicidas. “¿Esto es América?”, me pregunté con dolorosa sorpresa. “Está un siglo por detrás de Europa en cuanto a civilización”. Cuando viajé al extranjero en 1889 —habían pasado cinco años desde mi llegada a este país—, me convencí de lo que estaba era más de cien años por delante de Europa y nada ha ocurrido hasta hoy que me haya hecho cambiar de opinión.
TESLA CONOCE A EDISON
El encuentro con Edison fue un evento memorable de mi vida. A mí me dejaba atónito este hombre maravilloso que, sin privilegios ni formación científica, había conseguido tanto. Yo había estudiado una docena de lenguas, ahondado en el arte y la literatura, y había pasado mis mejores años en bibliotecas leyendo todo lo que caía en mis manos, desde los Principia de Newton hasta las novelas de Paul de Kock, y sentía que había despilfarrado la mayor parte de mi vida. Pero no me llevó mucho tiempo reconocer que lo había hecho lo mejor que había podido. Unas pocas semanas después me había ganado la confianza de Edison y esto sucedió así.
El S. S. Oregon, el vapor de pasajeros más rápido de aquel entonces, tenía sus dos máquinas de alumbrado desactivadas y su salida se había retrasado. Como la superestructura se había construido tras la instalación de las máquinas de alumbrado, era imposible eliminarlas del conjunto. El apuro era serio y Edison estaba muy molesto. Por la noche, tomé los instrumentos necesarios y subí a bordo del bote en el que pernoctaba. Las dinamos estaban en mal estado, tenían algunos cortocircuitos y roturas, pero con ayuda de la tripulación, conseguí restaurarlas. A las cinco de la mañana, cuando pasaba por la Quinta Avenida de camino al taller, me encontré con Edison, Batchelor y algunos otros que regresaban a casa para descansar. “Aquí está nuestro parisino deambulando de noche”, dijo. Cuando le dije que venía del Oregon y que había reparado ambas máquinas, me miró en silenció y se alejó sin añadir palabra. Pero cuando ya se había alejado, oí su comentario: “Batchelor, este hombre es jodidamente bueno”, y desde aquel momento tuve total libertad para dirigir el trabajo. Durante casi un año mis horarios habituales fueron de las diez y media de la mañana a las cinco en punto de la mañana siguiente, sin exceptuar un solo día. Edison me dijo: “He tenido muchos asistentes muy trabajadores, pero tú te llevas la palma”. Durante ese periodo diseñé veinticuatro tipos diferentes de máquinas en serie con núcleos pequeños y patrones uniformes que reemplazaron a las antiguas. El gerente me había prometido cincuenta mil dólares al término de esta tarea, pero aquello resultó ser una broma de mal gusto. Esto me supuso un doloroso impacto y dimití de mi puesto.
Inmediatamente después, algunas personas se me acercaron con la propuesta de formar una compañía de lámparas de arco con mi nombre, a lo que accedí. Aquí, por fin, existía una oportunidad para desarrollar el motor, pero cuando mencioné el asunto a mis nuevos asociados dijeron: “No, queremos la lámpara de arco. No nos interesa esa corriente alterna tuya”. En 1886 mi sistema de iluminación de arco estaba perfeccionado y fue adoptado para la iluminación municipal e industrial y yo fui libre, pero sin ninguna otra posesión aparte de un certificado bellamente grabado sobre unas existencias de valor hipotético. Entonces vino un periodo complicado en el nuevo medio para el que yo no estaba preparado, pero la recompensa llegó al final y en abril de 1887 se organizó la Tesla Electric Company, provista de laboratorio e instalaciones. Los motores que construí allí eran exactos a los que había imaginado. No hice ningún intento de mejorar el diseño, sino que me limité a reproducir las imágenes tal y como habían aparecido en mi visión y la operación salió siempre como había esperado.
En la primera parte de 1888 se cerró un acuerdo con la Westinghouse Company para la fabricación de motores a gran escala. Pero hubo que superar grandes dificultades. Mi sistema estaba basado en el uso de corrientes de baja frecuencia y los expertos de Westinghouse habían adoptado ciento treinta y tres ciclos con el objeto de asegurar ventajas en la transformación. Ellos no querían salirse de las formas estándar del aparato que tenían y mis esfuerzos tuvieron que concentrarse en adaptar el motor a estas condiciones. Otra necesidad fue producir un motor capaz de trabajar eficientemente a esta frecuencia con dos cables, lo que no fue fácil de lograr.
Al final de 1889, sin embargo, como mis servicios en Pittsburgh ya no eran esenciales, regresé a Nueva York y reanudé el trabajo experimental en un laboratorio de Grand Street, donde comencé de inmediato el diseño de máquinas de alta frecuencia. Los problemas de construcción en este campo inexplorado eran nuevos y bastante peculiares y encontré muchas dificultades. Rechacé el tipo inductor, por miedo a que no pudiera producir ondas senoidales perfectas, que eran tan importantes para la acción resonante. De no haber sido por esto, podría haberme ahorrado un gran cantidad de trabajo. Otra característica desalentadora del alternador de alta frecuencia parecía ser su falta de constancia en la velocidad, lo que amenazaba con imponer serias limitaciones a su uso. Yo ya había notado en mis pruebas ante el Instituto Americano de Ingenieros Eléctricos que la afinación se perdía varias veces, por lo que era necesario hacer un reajuste y todavía no había previsto lo que descubrí tiempo después: un modo de controlar una máquina de este tipo a una velocidad constante de manera que no variase sino una pequeña fracción de la misma entre las condiciones más extremas de la carga.
LA INVENCIÓN DE LA BOBINA DE TESLA
A partir de otras muchas consideraciones, pareció deseable inventar un dispositivo más simple para la producción de oscilaciones eléctricas. En 1856, lord Kelvin había expuesto la teoría del condensador de descarga, pero no se había hecho aplicación práctica de aquel importante descubrimiento. Yo vi las posibilidades y asumí el desarrollo de un aparato de inducción basado en este principio. Mi progreso fue tan rápido que me permitió exponer en mi conferencia de 1891 una bobina que soltaba chispas de doce centímetros. En aquella ocasión informé con franqueza a los ingenieros de un defecto implicado en la transformación por el método nuevo, a saber, la pérdida en el colector. Las siguientes investigaciones mostraron que no importaba qué medio se empleara, ya fuera aire, hidrógeno, vapor de mercurio, aceite o una corriente de electrones, la eficiencia era la misma. Es una ley semejante a la de gobernar la conversión de energía mecánica. Podemos soltar un peso desde una cierta altura verticalmente hacia abajo o llevarlo al nivel más bajo a través de varios caminos tortuosos; es irrelevante en cuanto a la cantidad de trabajo que implica. No obstante, por fortuna, este inconveniente no resulta fatal, pues de acuerdo con una proporción adecuada de los circuitos resonantes se puede conseguir una eficiencia del ochenta y cinco por ciento. Desde el temprano anuncio que hice del invento, este se ha vuelto de uso universal y ha causado una revolución en muchos departamentos. Cuando en 1900 obtuve potentes descargas de treinta metros y transmití una corriente alrededor del globo, me acordé de la primera chispa diminuta que había observado en mi laboratorio de Grand Street y me vi azotado por sensaciones similares a aquellas que sentí cuando descubrí el campo magnético rotatorio.
Analogía mecánica del transformador de oscilación de Tesla. Esta mejora revolucionaria fue exhibida y explicada por Tesla ante el Instituto Americano de Ingenieros Eléctricos el jo de mayo de 1891. Ha hecho posible generar de manera automática oscilaciones amortiguadas o sin amortiguación de cualquier frecuencia que se desee y, lo que resulta igual de importante, de periodos constantes perfectos. Ha sido decisiva en muchos grandes logros y su uso se ha vuelto universal.