II. MIS PRIMEROS ESFUERZOS COMO INVENTOR

NOTA DEL EDITOR A LA SEGUNDA ENTREGA DE MIS INVENTOS

Los niños siempre serán niños, en todo el mundo. El niño Tesla no era una excepción a la regla universal, como prueba este segundo artículo biográfico.

El señor Tesla, a su manera deliciosa, inimitable, pinta aquí con pincel de artista literario su más íntima infancia, en colores vividos y encantadores.

A menudo hemos oído hablar sobre Tesla el soñador. Pero su primera infancia, ciertamente, no logra revelar si el epíteto es merecido. Tesla no dejó que creciese mucha hierba bajo sus pies cuando era niño, pues con toda seguridad era un joven enérgico de gran voluntad.

Desearán leerlo todo sobre la infancia del inventor más grande. Es doblemente valioso porque procede de su propia pluma. Les prometemos un interesante entretenimiento de veinte minutos. Me voy a ocupar brevemente de estas experiencias extraordinarias debido al interés que pueden tener para los estudiosos de psicología y fisiología, y también porque este periodo de agonía tuvo grandes consecuencias en mi desarrollo mental y en mis posteriores trabajos. Pero es indispensable relatar primero las circunstancias y condiciones que las precedieron y en las que se puede encontrar una explicación parcial para ellas.

Desde la infancia me veía obligado a concentrar mi atención más allá de mí mismo. Esto me causaba mucho sufrimiento, pero, tal y como lo veo ahora, fue una bendición disfrazada, puesto que me enseñó a apreciar el valor inestimable de la introspección a la hora de preservar la vida, y como modo de progresar. La presión de nuestras ocupaciones y la incesante corriente de impresiones que se vierten en nuestra conciencia a través de todas las puertas del conocimiento hacen que la existencia moderna sea arriesgada en muchos modos. La mayoría de las personas están tan absortas en la contemplación del mundo exterior que son totalmente ajenas a lo que está pasando dentro de sí mismas. La muerte prematura de millones puede achacarse, fundamentalmente, a esta causa. Incluso entre las personas de carácter precavido es un error común evitar los peligros imaginarios y pasar por alto los reales. Y lo que es verdad para un individuo también sirve, más o menos, para las personas como conjunto. Vean, a modo de ejemplo, el movimiento de prohibición. Una medida drástica, si no inconstitucional, está siendo aprobada en este país para evitar el consumo de alcohol; sin embargo, es un hecho contrastado que el café, el té, el tabaco, la goma de mascar y otros estimulantes, que están libremente permitidos incluso a la edad más tierna, son mucho más perjudiciales para el cuerpo de la nación, a juzgar por el número de los que sucumben a ellos. Así, por ejemplo, durante mis años de estudiante deduje de las necrológicas publicadas en Viena, el hogar de los bebedores de café, que las muertes debidas a problemas cardiacos algunas veces alcanzaban el sesenta y siete por ciento del total.

Observaciones similares se pueden hacer, probablemente, en aquellas ciudades donde el consumo de té es excesivo. Estas deliciosas bebidas sobreexcitan y agotan gradualmente las delicadas fibras del cerebro. También interfieren seriamente con la circulación arterial y deberían disfrutarse como mucho con moderación, pues sus efectos nocivos son lentos e imperceptibles. El tabaco, por otro lado, conduce a pensamientos fáciles y agradables, y es nocivo para la concentración y la intensidad necesarias en todo esfuerzo vigoroso y original del intelecto. La goma de mascar es útil durante un corto periodo de tiempo, pero enseguida consume el sistema glandular e inflige un daño irreparable, por no hablar de la repulsión que suscita. El alcohol en pequeñas cantidades es un tónico excelente, pero su acción es tóxica cuando se absorbe en grandes cantidades, y resulta bastante irrelevante si se toma en un whisky o si se produce en el estómago a partir del azúcar. Pero no debería pasarse por alto que todos ellos son grandes evacuadores que prestan servicio a la Naturaleza —pues lo hacen—, al sostener su ley, estricta pero justa, de supervivencia del más fuerte. Los reformistas entusiastas también deberían estar atentos a la eterna perversión de la humanidad, que hace que el indiferente laissez-faire sea de lejos preferible a la restricción impuesta. La verdad es que necesitamos estimulantes para dar lo mejor de nosotros mismos bajo las condiciones de vida actuales y que debemos ejercitar la moderación y controlar nuestros apetitos e inclinaciones en todos los sentidos. Esto es lo que yo he hecho durante muchos años y así me he mantenido joven de cuerpo y mente. La abstinencia no ha sido siempre de mi agrado, pero encuentro una amplia recompensa en las agradables experiencias que ahora tengo. Solo con la esperanza de convertir a algunos a mis preceptos y convicciones, recordaré una o dos.

Esta fotografía muestra en segundo plano la casa en la que residía la familia del señor Tesla. El edificio de la derecha es el Real Gymnasium en el que él estudió.

Un interesante estudio del gran inventor, que contempla la bombilla de cristal de su famosa luz inalámbrica. Una descripción completa del invento aparecerá en breve en Electrical Experimenter. Este es el único perfil fotográfico que existe del señor Tesla. Fue tomado especialmente para Electrical Experimenter.

Hace poco, regresaba a mi hotel. Era una noche de frío intenso, el suelo estaba resbaladizo y no había taxis. Medio bloque tras de mí, venía otro hombre, evidentemente tan ansioso como yo de ponerse a resguardo. De repente, mis piernas se elevaron en el aire. En ese mismo instante, se produjo un relámpago en mi cerebro, los nervios respondieron, los músculos se contrajeron, giré ciento ochenta grados y aterricé sobre las manos. Reanudé mi paseo como si no hubiera ocurrido nada, cuando el extraño me alcanzó. “¿Qué edad tiene?”, me preguntó mientras me inspeccionaba con ojo crítico. “Oh, unos cincuenta y nueve, repliqué, ¿y?”. “Bueno, dijo él, he visto a un gato hacer eso, pero nunca a un hombre”. Hace como un mes, quise encargar nuevas gafas y fui al oculista para que me hiciera las pruebas habituales. Me miró con incredulidad mientras yo leía sin tropiezos la letra más pequeña a una distancia considerable. Pero cuando le dije que ya había pasado los sesenta, soltó una exclamación de sorpresa. Mis amigos a menudo observan que mis trajes me sientan como un guante, pero no saben que toda mi ropa se ha confeccionado a partir de medidas que se tomaron hace casi treinta y cinco años y que nunca han cambiado. Durante este periodo mi peso no ha variado ni medio kilo.

En conexión con esto, contaré una historia divertida. Una noche, en el invierno de 1885, el señor Edison, Edwar H. Johnson, presidente de la Edison Uluminating Company, el señor Batchelor, administrador de los trabajos, y yo mismo entramos en una pequeña oficina frente al número 65 de la Quinta Avenida, donde estaban las oficinas de la compañía. Alguien sugirió que adivinásemos nuestros pesos y me indujeron a que me subiera a la báscula. Edison me palpó por todas partes y dijo: “Tesla pesa ciento cincuenta y dos libras y una onza”, y lo adivinó con exactitud. Desnudo, pesaba ciento cuarenta y dos libras y ese es todavía mi peso. Le susurré al señor Johnson: “¿Cómo es posible que Edison pueda adivinar mi peso con tanta precisión?”. “Bueno, dijo él bajando la voz, se lo voy a contar confidencialmente, pero no debe decir nada. Estuvo empleado durante largo tiempo en un matadero de Chicago en el que pesaba miles de puercos cada día. Es por eso”. Mi amigo, el honorable Chauncey M. Depew, habla de un inglés al que le soltó una de sus originales anécdotas y que escuchaba con expresión perpleja pero que —un año después— se reía a carcajadas. Francamente, he de confesar que a mí me llevó más tiempo apreciar la broma de Johnson.

Ahora, mi bienestar es tan solo el resultado de un modo de vida cuidadoso y medido y quizá lo más sorprendente es que, durante mi juventud, la enfermedad me dejó tres veces en un estado físico sin esperanza a raíz del cual los médicos me dieron por perdido. Lo que es más, por la ignorancia y la despreocupación, me metí en toda clase de dificultades, peligros y apuros de los que me saqué a mí mismo como por encanto. Casi me ahogo una docena de veces; casi me escaldo vivo y casi me incineran. Me he extraviado, he sido sepultado y congelado. He escapado por un pelo de perros rabiosos, puercos y otros animales salvajes. He pasado por enfermedades terroríficas y me he encontrado con todo tipo de contratiempos extraños, y que yo esté sano y feliz hoy parece un milagro. Pero, cuando recuerdo estos incidentes, tengo el convencimiento de que mi conservación no fue del todo accidental.

El esfuerzo de un inventor consiste, esencialmente, en salvar vidas. No importa si domeña fuerzas, mejora dispositivos o proporciona nuevas comodidades y facilidades; está aumentando la seguridad de nuestra existencia. También está mejor cualificado que el individuo medio para protegerse de los riesgos, porque es observador y tiene muchos recursos. Si no hubiera tenido otra prueba de que yo mismo, en cierta medida, poseía estas cualidades, las habría encontrado en estas experiencias personales. El lector lo podrá juzgar por sí mismo si le menciono uno o dos ejemplos. En una ocasión, cuando tenía unos catorce años, quería asustar a unos amigos que se estaban bañando conmigo. Mi plan era bucear por debajo de una larga estructura flotante para llegar silenciosamente al otro lado. Nadar y bucear eran para mí tan naturales como para un pato y estaba seguro de que podía llevar a cabo la hazaña. En consecuencia, me tiré de cabeza al agua y cuando ya no estaba a la vista, me di la vuelta y avancé velozmente hacia el lado opuesto. Como pensaba que ya estaba a salvo al otro lado de la estructura, subí a la superficie, pero, para mi desmayo, me di contra una viga. Por supuesto, me sumergí rápidamente y seguí adelante con rápidas brazadas hasta que mi aliento estuvo a punto de agotarse. Cuando me elevé por segunda vez, mi cabeza entró de nuevo en contacto con una viga. Ahora me estaba empezando a desesperar. Aun así, tras reunir toda mi energía, hice un tercer intento frenético, pero el resultado fue el mismo. La tortura de contener la respiración se estaba volviendo insoportable, mi cerebro se estaba tambaleando y yo ya me sentía hundido. En aquel momento, cuando mi situación me parecía totalmente desesperada, experimenté uno de esos relámpagos de luz y la estructura de arriba se me apareció ante la vista. Discerní o adiviné que había un pequeño espacio entre la superficie del agua y las tablas que descansaban sobre las vigas y, con la conciencia casi perdida, salí a flote, apreté la boca contra los tablones y me las apañé para inhalar un poco de aire, desafortunadamente mezclado con un chorro de agua que casi me ahoga. Repetí este procedimiento varias veces como en un sueño hasta que el corazón, que me palpitaba a un ritmo terrible, se calmó y me tranquilicé. Después de eso, hice unas cuantas zambullidas sin éxito, pues había perdido completamente el sentido de la dirección, hasta que finalmente conseguí salir de la trampa, cuando mis amigos ya me habían dado por perdido y nadaban buscando mi cuerpo.

La temporada de baños se me estropeó debido a mi imprudencia, pero enseguida olvidé la lección y solo dos años después me vi en un apuro peor. Había un gran molino de harina con una presa en el río que pasaba cerca de la ciudad en la que estaba estudiando entonces. Por lo general, el agua alcanzaba una altura de tan solo ocho o diez centímetros por encima de la presa y nadar hasta ella era un deporte no muy peligroso en el que me ocupaba a menudo. Un día fui solo al río para disfrutar, como siempre. Cuando estaba a poca distancia de la mampostería, sin embargo, me horroricé al observar que el agua había subido y que me estaba arrastrando velozmente. Intenté salir, pero era demasiado tarde. Por suerte, sin embargo, me salvé de ser barrido agarrándome al muro con las dos manos. La presión contra mi pecho era grande y yo apenas era capaz de mantener la cabeza a flote. No había ni un alma a la vista y mi voz se perdía en el estruendo de la cascada. Lenta y paulatinamente, me quedé exhausto y me vi incapaz de resistir la tensión por más tiempo. Justo cuando estaba a punto de dejarme ir para estrellarme contra las rocas de abajo, vi en un relámpago de luz un diagrama conocido que ilustraba el principio hidráulico según el cual la presión de un fluido en movimiento es proporcional al área expuesta y automáticamente me giré hacia mi lado izquierdo. Como por arte de magia, la presión se redujo y vi que, comparativamente, era fácil resistir la fuerza de la corriente en aquella posición. Pero el peligro seguía acechándome. Sabía que tarde o temprano sería arrastrado, pues no era posible que ninguna ayuda me alcanzase a tiempo, incluso aunque atrajese la atención hacia mí. Ahora soy ambidextro, pero entonces era zurdo y, en comparación, tenía poca fuerza en el brazo derecho. Por esta razón, no me atreví a girarme al otro lado para descansar y no me quedaba sino empujar lentamente el cuerpo a lo largo de la presa. Tuve que salir del molino hacia el que mi cara se había girado en el momento en que la corriente era más rápida y profunda. Fue una larga y dolorosa prueba y casi fracaso al final, pues me vi frente a frente con una depresión en la mampostería. Me las apañé para salir con la última onza de mi fuerza y caí desvanecido cuando alcancé el banco en el que fui encontrado. Casi toda la piel de mi costado izquierdo se había desgarrado y pasaron varias semanas antes de que la fiebre remitiese y yo me recuperara. Estos son solo dos de muchos ejemplos, pero pueden ser suficientes para mostrar que, si yo no hubiera tenido instinto de inventor, no habría vivido para contar esta historia.

La gente interesada me ha preguntado a menudo cómo y cuándo comencé a inventar. Esto solo lo puedo responder desde mis recuerdos actuales, a la luz de los cuales el primer intento que recuerdo fue bastante ambicioso, porque implicaba la invención de un aparato y de un método. Por lo que respecta al primero, lo tenía todo previsto, pero el segundo era original. Sucedió de este modo. Uno de mis compañeros de juego había entrado en posesión de un anzuelo y un aparejo de pescar que suscitó bastante excitación en el pueblo, y a la mañana siguiente todo empezó con la caza de ranas. A mí me dejaron solo y abandonado debido a una pelea con este chico. Yo nunca había visto un anzuelo de verdad y me lo pintaba como algo maravilloso dotado de cualidades peculiares; deseaba con todas mis fuerzas unirme al grupillo. Urgido por la necesidad, de algún modo conseguí una pieza de cable de hierro dulce, martilleé el extremo entre dos piedras hasta hacer una punta afilada, le di forma curva y lo até a una cuerda fuerte. Y entonces corté una caña, conseguí algo de carnada y me bajé al arroyo, donde había ranas en abundancia. Pero no pude cazar ninguna y estaba casi desalentado cuando se me ocurrió hacer pender el anzuelo vacío ante una rana que estaba sentada en un tocón. El animal primero se sumergió, pero poco a poco sus ojos se asomaron y se inyectaron en sangre, se hinchó hasta doblar su tamaño y dio un chasquido feroz ante el anzuelo. Inmediatamente, la levanté. Intenté lo mismo una y otra vez y el método se mostró infalible. Cuando mis camaradas, que, a pesar de su magnífico equipo no habían capturado nada, me encontraron, estaban verdes de envidia. Durante largo tiempo guardé mi secreto y disfruté el monopolio, pero finalmente lo revelé en honor al espíritu de las Navidades. Cualquier niño podía entonces hacer lo mismo y el verano siguiente supuso una debacle para las ranas.

En mi siguiente intento parece que actué bajo ese primer impulso instintivo que más tarde me dominó: aprovechar las energías de la naturaleza para prestar servicio al hombre; lo hice por medio de los abejorros sanjuaneros, que son una verdadera peste en Estados Unidos y que a veces rompen las ramas de los árboles por el solo peso de sus cuerpos. Los arbustos estaban negros de tantos como había. Yo ataba cuatro a un travesaño, colocado en un huso delgado, y transmitía el movimiento de los abejorros a un disco largo y así obtenía una cantidad considerable de “energía”. Estas criaturas eran llamativamente eficientes, pues una vez empezaban, no paraban y continuaban girando durante horas y horas, y cuanto más calor hacía más trabajaban. Todo fue bien hasta que un chico extraño vino al lugar. Era el hijo de un oficial de la armada austríaca. Aquel golfo se comía los abejorros sanjuaneros vivos y los disfrutaba como si fueran la mejor de las ostras blue point. Aquella visión asquerosa terminó con mis intentos en este prometedor campo y desde entonces no he sido capaz de tocar un abejorro, ni cualquier otro insecto, de hecho.

Después de eso, creo, emprendí la tarea de desmontar y ensamblar los relojes de mi abuelo. En la primera operación siempre tenía éxito, pero a menudo fracasaba en la segunda. Así que él interrumpió repentinamente mi trabajo de una manera no muy delicada y pasaron treinta años antes de que yo abordase de nuevo un reloj. Poco después, me dediqué a fabricar una especie de pistola de corcho que constaba de un tubo hueco, un pistón y dos tapones de cáñamo. Al disparar la pistola, el pistón presionaba contra el estómago y con ambas manos se hacía retroceder el tubo rápidamente. El aire que había entre los tapones estaba comprimido y alcanzaba una alta temperatura y uno de ellos era expelido con un fuerte estallido. El truco consistía en seleccionar un tubo de las dimensiones apropiadas a partir de tallos huecos.

Me manejaba bien con aquella pistola, pero mis actividades interfirieron con los cristales de la ventana de nuestra casa y se encontraron con un doloroso impedimento. Si no recuerdo mal, entonces les tomé cariño a las espadas talladas con piezas de muebles que podía conseguir cómodamente. En aquel tiempo, estaba bajo el influjo de la poesía nacional serbia y lleno de admiración por las hazañas de los héroes. Pasaba horas segando a mis enemigos en forma de tallos de maíz, lo que arruinaba los cultivos y me ganó varias azotainas de mi madre. Y estas no eran de las de fogueo sino de las auténticas.

Esto y más tenía a mis espaldas a la edad de seis años, y ya había superado un año de la escuela elemental de Smiljan, la ciudad en la que había nacido. En esta coyuntura, nos mudamos a la pequeña ciudad de Gospic, que estaba cerca. Este cambio de referencia fue como una calamidad para mí. Casi me rompió el corazón separarme de nuestras palomas, pollos y ovejas y de nuestra magnífica bandada de gansos, que solía elevarse hasta las nubes por la mañana y regresar de sus zonas de alimentación a la caída del sol en una formación de batalla tan perfecta que habría avergonzado a un escuadrón de los mejores aviadores de la actualidad. En nuestra nueva casa no era sino un prisionero, que observaba a la gente desconocida que veía a través de las persianas de la ventana. Mi timidez era tal que preferiría haberme topado con un león rugiente que con uno de los chavales de la ciudad que andaban de paseo. Pero mi prueba más dura llegó un domingo que tuve que vestirme y asistir al servicio. Allí me topé con un accidente, cuyo mero recuerdo hizo durante muchos años que la sangre se me cuajara como leche agria. Era mi segunda aventura en una iglesia. No mucho antes había estado sepultado durante una noche en una vieja capilla situada en una montaña inaccesible que era visitada solo una vez al año. Fue una experiencia horrible, pero esta fue peor. Había una dama adinerada en la ciudad, una buena mujer pero pomposa, que solía acudir a la iglesia suntuosamente pintada, vestida con una tremenda cola y acompañada de un séquito. Un domingo, acababa yo de tocar la campana en el campanario y corría escaleras abajo en el momento en que esta gran dama salía de la iglesia con arrogancia y yo salté sobre su cola. Se rompió con un ruido rasgado que sonaba como una salva de mosquetería disparada por reclutas salvajes. Mi padre estaba lívido de ira. Me dio una suave palmada en la mejilla, el único castigo corporal que jamás me administró pero que casi puedo sentir todavía. La vergüenza y la confusión que siguieron son indescriptibles. Prácticamente me condené al ostracismo hasta que ocurrió algo que me redimió en la estimación de la comunidad. Un joven mercader emprendedor había organizado un departamento de bomberos. Se había comprado un coche de bomberos nuevo, se habían proporcionado uniformes y se había instruido a los hombres para el servicio y los desfiles. El coche era, en realidad, un surtidor que debían manejar dieciséis hombres y que estaba bellamente pintado de rojo y negro. Una tarde, la prueba oficial estaba preparada y la máquina se transportó al río. Toda la población salió a presenciar el gran espectáculo. Cuando todas las charlas y ceremonias concluyeron, se dio la orden de bombear, pero no salió ni una sola gota de agua del pitorro. Los profesores y los expertos intentaron en vano localizar el problema. Cuando llegué a la escena el fracaso era completo. Mi conocimiento del mecanismo era nulo y sabía poco más que nada sobre la presión del aire, pero, instintivamente, palpé en el agua el manguito de succión y me di cuenta de que se había colapsado. Cuando vadeé el río y lo desatasqué, el agua salió disparada a borbotones y se estropearon no pocos trajes de domingo. Arquímedes corriendo desnudo por las calles de Siracusa y gritando eureka con todas sus fuerzas no causó una impresión mayor que la que causé yo. Me llevaron a hombros y fui el héroe del día.

Después de asentarme en la ciudad, comencé un curso de cuatro años en la llamada Escuela Normal, como preparación para mis estudios en el College o Real-Gymnasium. Durante este periodo mis esfuerzos y gestas infantiles, así como mis problemas, continuaron. Entre otras cosas, conseguí la excepcional distinción de campeón de los cazadores de cuervos del país. Mi forma de proceder era extremadamente simple. Iba al bosque, me escondía entre los arbustos e imitaba el canto de un pájaro. Normalmente, conseguía varias respuestas y en poco tiempo un cuervo revoloteaba hacia las matas cercanas a mí. Después, lo único que necesitaba era lanzar un trozo de cartón para distraer su atención, saltar y agarrarlo antes de que él pudiera salirse de la maleza. De este modo capturaba cuantos quería. Pero en una ocasión, ocurrió algo que me hizo respetarlos. Había atrapado un magnífico par de pájaros y regresaba a casa con un amigo. Cuando abandonamos el bosque, miles de cuervos se habían congregado y estaban montando un jaleo horrendo. En pocos minutos, salieron en nuestra persecución y pronto nos rodearon. La diversión duró hasta que de repente recibí un golpe en la nuca que me derribó. Entonces, me atacaron cruelmente. Me vi obligado a liberar los dos pájaros y me sentí muy contento de reunirme con mi amigo, que se había refugiado en una cueva.

En clase, había unos cuantos modelos mecánicos que me interesaban y que dirigieron mi atención a las turbinas de agua. De estas construí muchas y hallé gran placer en manejarlas. Un incidente puede ilustrar lo extraordinaria que era mi vida. Mi tío no estaba acostumbrado a este tipo de pasatiempos y en más de una ocasión me soltó una reprimenda. Y o estaba fascinado por una descripción de las cataratas del Niágara que había leído y, en mi imaginación, visualizaba una gran rueda movida por las cataratas. Le dije a mi tío que yo iba a ir a Estados Unidos para realizar ese proyecto. Treinta años más tarde vi mis ideas puestas en práctica en Niágara y me maravillé con el inconmensurable misterio de la mente.

Hice todo tipo de aparatos y artilugios pero, de ellos, lo mejor fueron las ballestas. Mis flechas, cuando eran disparadas, desaparecían de la vista y en un campo cerrado atravesaban un tablón de pino de dos centímetros y medio de grosor. Al estar continuamente tensando arcos, desarrollé una costra de piel en el estómago muy parecida a la de un cocodrilo y aún hoy me pregunto si se debe a este ejercicio el hecho de que yo ahora pueda digerir ¡adoquines! Tampoco puedo silenciar mis actuaciones con la honda, que me habrían permitido dar una exhibición sensacional en el hipódromo. Y ahora les voy a contar una de mis gestas con esta antigua herramienta de guerra que forzará al máximo la credulidad del lector. Estaba practicando mientras caminaba con mi tío por el río. El sol se estaba ocultando, las truchas estaban juguetonas y de cuando en cuando alguna surcaba el aire con fuerza, su cuerpo refulgente nítidamente definido contra alguna roca. Por supuesto, cualquier niño habría golpeado un pez bajo estas condiciones propicias, pero yo asumí una tarea mucho más difícil y le avancé a mi tío, al más mínimo detalle, lo que tenía intención de hacer. Iba a lanzar una piedra para que llegara hasta el pez, presionase su cuerpo contra la roca y lo partiese en dos. Fue dicho y hecho. Mi tío me miró y, casi fuera de sus cabales, exclamó: “¡Vade retro, Satanás!” y aún tardó unos días en volver a hablarme. Otros recuerdos, aunque sean sensacionales, se eclipsarán, pero siento que podría dormirme en los laureles tranquilamente mil años.