Inmediatamente después de que el proyecto Wardenclyffe naufragara, Tesla cayó en una profunda crisis nerviosa que le tuvo recluido en su habitación durante largo tiempo. Se apartó de la vida social, quizá para no ver a Marconi ocupando su lugar. Los capitales fluyeron hacia el nuevo campo abierto por el italiano, y una serie de invenciones se sucedieron hasta que, en la década de 1920, se consolidó la radio comercial convirtiéndose en uno de los principales lazos de unión del país. En la época de la Depresión, el Gobierno norteamericano tomó medidas para que la electricidad, declarada un bien básico como el agua y que hasta entonces se concentraba únicamente en los núcleos bien poblados y rentables, se extendiera efectivamente por todo el territorio. A pesar de las dificultades del momento, una de las principales decisiones de muchos hogares situados en granjas y pequeños pueblos remotos fue comprar una radio que sirviera para amenizar las solitarias horas de ocio al final del día, cuando las labores de la tierra habían terminado. Y, con los aparatos, llegó la publicidad, el descubrimiento por parte de los oyentes de que existía todo un mundo de bienes y servicios que hasta ese momento ni conocían ni añoraban.
Así, con la generación de nuevos deseos, la radio se convirtió en un agente muy poderoso que favoreció la reactivación del consumo en cuanto las condiciones económicas mejoraron un poco. Y, por supuesto, sirvió de transmisión de las voces de los líderes políticos: por primera vez era posible saber cómo hablaba el presidente, oír voces exaltadas procedentes de algún lugar de Europa, escuchar seriales que llevaban el placer de la escena a muchos que jamás habrían podido pisar un teatro. En la década de 1930, el Mercury Theatre on the Air, con Orson Welles al frente, llevó los salones de las casas a Dickens, a Victor Hugo… y a los mismísimos marcianos de Wells, en una demostración de que los temores insertados bajo la piel tras la fiebre de finales del xix seguían estando más que vivos en aquellos momentos prebélicos.
La radio extendió al mundo de las comunicaciones la revolución que había comenzado por la base: la producción de la gran cantidad de energía que necesitaba el nuevo mundo industrializado. Y tanto una como otra tenían el mismo origen: la electricidad. Sin embargo, para Tesla, aquello era poco menos que un desperdicio: el mundo se estaba contentando con una parte mínima de lo que la nueva tecnología podría alcanzar. Mientras el siglo xx avanzaba y los cielos comenzaban a llenarse de los aparatos descendientes del Flyer I de los hermanos Wright, el primer paso en un viaje que, por ahora, nos ha llevado fuera de los límites del Sistema Solar, él seguía aferrado a su sueño y tratando de reactivar Wardenclyffe.
En un artículo publicado por la revista English Mechanic and World of Science en 1907, Tesla proclamaba que su transmisor de aumento había logrado alcanzar picos de 25 millones de caballos de vapor de potencia; a la vez, un rumor que todavía hoy persiste le responsabilizaba de un extraño fenómeno. En Tunguska (Siberia), se produjo en 1908 una misteriosa explosión que arrasó una gran extensión de terreno, con efectos muy similares a los que habría causado la detonación de un artefacto termonuclear de gran potencia. Aunque aún sigue sin lograrse una explicación exenta de controversia, la hipótesis más aceptada atribuye la causa del espectacular suceso a la detonación de un gran cometa de hielo que impactó sobre la Tierra, lo que explicaría la ausencia de cráter, pero entonces mucha gente lo achacó a una prueba clandestina que Tesla habría realizado en Wardenclyffe.
Por esa época, Tesla abrió una oficina en Broadway para atraer financiación mientras comenzaba a trabajar, tardíamente, en una serie de inventos cuya comercialización veía imprescindible para culminar la construcción de la torre, cuya gran estructura (que también se hundía varios metros bajo el suelo) seguía alzándose, como un inquietante champiñón, en Shoreham. Sus esperanzas se depositaron en dos patentes: por un lado, una revolucionaria turbina sin aspas que funcionaba con aire o con vapor, muy eficiente porque eliminaba el rozamiento y podía cambiar el sentido del giro casi instantáneamente. El otro fue aún más espectacular: el diseño de un aparato de despegue vertical que, una vez en el aire, podía empezar a desplazarse en horizontal. Las ventajas para aterrizar y despegar sin necesidad de largas y costosas pistas lo convertían en una opción muy atractiva para lugares de difícil acceso.
Para la turbina consiguió atraer el interés de un grupo de inversores, y en 1911 probó un prototipo en la estación de Waterside. Los resultados no fueron los esperados: por una vez, lo que Tesla había construido en su mente no se ajustaba a la realidad, posiblemente porque los materiales existentes en la época no eran los más adecuados. Finalmente, hubo que abandonar los trabajos y la turbina Tesla, como hoy es conocida, cayó en el olvido durante muchas décadas. Diversas empresas comercializan hoy versiones actualizadas y hay quien sugiere que, en unos tiempos de escasez energética, las posibilidades de ahorro y eficiencia que ofrece su diseño podrían darle una nueva oportunidad en el mercado.
En cuanto a su aparato de despegue vertical, Tesla consiguió atraer de nuevo a Astor, tras varios años de enemistad después de que este se sintiera engañado por el mal uso de sus fondos en la aventura de Colorado Springs. Sin embargo, la desgracia volvió a cruzarse en el camino del inventor cuando, en 1912, el millonario se hundió con el Titanic. Privado de esta otra fuente, y a pesar de que en 1928 registró por fin las patentes definitivas, Tesla nunca logró construir un prototipo que demostrara la viabilidad de su idea. Sin embargo, varias de sus aportaciones son reconocibles en los modelos de aviones VTOL (Vertical Take-Off and Landing, despegue y aterrizaje verticales) que se construyeron en las décadas siguientes.
Mientras pudo trabajar en ambos campos, Tesla tuvo margen para, al menos, prolongar la agonía. Pero la falta de resultados prácticos terminó por cerrarle todas las vías. De nada le sirvió patentar en 1906 un velocímetro basado en la fricción del aire, que fue instalado en varios modelos de coches de lujo. Sus gastos eran mucho mayores; de hecho, hacía ya varios años que vivía literalmente de crédito y pagaba la cuenta del Waldorf Astoria (la muerte de su propietario no ayudó precisamente a mejorar la relación de Tesla con el establecimiento) con la garantía de la hipoteca de Wardenclyffe. Sin embargo, la deuda era enorme, y aumentaba a gran velocidad. Para terminar de complicarle las cosas, en 1912 la Westinghouse Company requisó toda la maquinaria instalada en Wardenclyffe, amparándose en una autorización judicial para saldar con ello la deuda de 23.500 dólares que Tesla mantenía con la empresa que había hecho realidad su sistema. La pérdida de estos costosos aparatos, instalados en el edificio adyacente a la torre diseñada por Stanford White, le dolió a Tesla profundamente: en su opinión, con lo que él había hecho por la empresa, la Westinghouse tendría que haber puesto su servicio sin contrapartidas. Sin embargo, esa empresa ya no era la que había conocido Tesla, y el propio George Westinghouse había perdido el control. En el recién nacido siglo xx, el panorama económico de Estados Unidos era muy diferente al que él había conocido cuando comenzó a dar los primeros pasos para construir su gigante tecnológico. A la época de los pioneros había sucedido otra mucho más compleja, en la que Wall Street tenía una influencia decisiva, y en la que la valoración de una empresa dependía más de los especuladores que de su valor verdadero. La Bolsa se había convertido en un entorno especialmente volátil, y toda una nueva generación de buscadores de beneficio rápido, ajenos a los intereses de la economía real, se movían por los parqués con la capacidad de desplazar ingentes cantidades de dinero, en un solo día, de una firma a otra.
Un nuevo crash bursátil en 1907, que provocó una encendida declaración del presidente Theodore Roosevelt clamando contra los especuladores y avariciosos que amenazaban con hundir al país, apenas cuatro años después del anterior, colocó a Westinghouse al borde de la bancarrota, de la que solo se salvó cuando su fundador hubo de ceder y permitir que los financieros se sentaran en su consejo de administración. Se nombró un nuevo director general, y este declaró que los métodos tradicionales de la empresa, que lograba superar momentos de escasez de liquidez pidiéndoles préstamos a sus propios trabajadores, y devolviéndoselos luego con el correspondiente interés, eran arcaicos e ineficientes. La nueva regla era la obtención de beneficios que satisficieran a los inversores; en estas condiciones, una apuesta como la de la década de 1890 por la nueva tecnología de Tesla hubiera sido poco menos que imposible. Para 1910, el empresario de Pittsburgh ya estaba apartado de la dirección de la empresa. Murió cuatro años después.
Este nuevo cambio de escenario no solo afectó a Westinghouse: el propio Edison, que ya mucho antes había visto cómo su nombre desaparecía de la fachada de la General Electric, la empresa que sin él nunca hubiese existido, había dejado de ser un nombre verdaderamente influyente en la industria. Edison invirtió la enorme suma que sus antiguos socios le ofrecieron, en compensación por la salida de la empresa, en un nuevo método de refinamiento de mineral de hierro que nunca llegó a funcionar, pero que se convirtió para él poco menos que en una obsesión. No lo tuvo mejor en el área del entretenimiento, la nueva industria que terminaría siendo uno de los pilares de la economía norteamericana: aunque inventó el fonógrafo, fue incapaz de ver que el negocio no se encontraba tanto en la fabricación de los aparatos como en la producción de grabaciones para ellos. Empeñado en que el fonógrafo solo debía utilizarse para contenidos excelsos, quiso seleccionar él mismo, ya sordo casi por completo, qué piezas de ópera debían incluirse. Sin embargo, sus competidores comprendieron rápidamente que era la música popular la que verdaderamente interesaba al público y así la Columbia Records, que había nacido como una mera distribuidora de los fonógrafos de Edison, pronto se independizó y copó el mercado con las canciones del momento. En muy poco tiempo, Edison fue expulsado del negocio discográfico. La llegada de la radio comercial, por la que no quiso apostar a pesar de los ruegos de sus hijos, convencido de que era una moda pasajera, repercutió además en un importante descenso en la venta de fonógrafos.
Tampoco tuvo éxito con el cine, a pesar de hacer suya la patente de uno de sus trabajadores, Laurie Dickinson, a quien había encargado desarrollar varias de sus ideas. El quinetoscopio fue presentado en sociedad en 1891, y conoció un éxito inmediato. Pero tenía el problema de que sus proyecciones de tres minutos (sobre todo los combates de boxeo adaptados a esa duración) solo podían ser disfrutadas por una persona cada vez, a través de un visor. Los locales que reunían varias de esas máquinas, abiertos bajo el mágico y prometedor nombre de Edison, convocaron largas colas, y sus socios le hicieron ver que el paso siguiente tendría que enfocarse a que mucha gente pudiera disfrutar de la misma película a la vez. A Edison eso le parecía un disparate comercial: pudiendo vender muchas máquinas, con sus correspondientes películas, ¿qué sentido tenía vender solo una, y una copia? Nuevamente el mago era incapaz de comprender que el negocio no estaba en los aparatos, sino en las películas que los alimentaban. No hace falta recordar el final de la historia, que rápidamente convirtió el quinetoscopio en una mera curiosidad de coleccionista.
Todas esas faltas de visión comercial demuestran que el famoso olfato y sagacidad económica de Edison, aunque sin llegar a los niveles de Tesla, tenía más de mito que de realidad. Es cierto que logró rentabilizar su gran éxito, la luz incandescente; y que, aunque no lograra extraer de él todas sus posibilidades, el fonógrafo le dio pingües beneficios. Pero también lo es que sus aventuras fallidas le costaron mucho dinero. Sin embargo, cuando murió, el 18 de octubre de 1931, el mundo entero quedó conmocionado. Gran parte del mérito de que el nombre de Edison continuara vivo en la memoria popular hay que atribuírselo a Henry Ford, el magnate de los automóviles (de él procede el término fordismo, que define el sistema de producción industrial con montaje en cadena y trabajo especializado), que tenía a Edison como su referente juvenil, y que hizo todos los esfuerzos para agradecerle su inspiración. No solo firmó con él contratos millonarios para incorporar una batería eléctrica en su mítico Ford T (que Edison nunca logró desarrollar, a pesar de lo cual Ford nunca le solicitó que devolviera un solo centavo), sino que reconstruyó, en la década de 1920, el laboratorio de Menlo Park en su museo de la invención de Dearborn (Michigan), y auspició, en 1929, un gran homenaje nacional con motivo del 50 aniversario del descubrimiento de la bombilla. El país entero apagó las luces para encenderlas de nuevo justo a la hora en la que la primera luz eléctrica artificial comenzó a funcionar: era la muestra más explícita de hasta qué punto había calado la idea de que, antes de Edison, solo había habido oscuridad y que, sin él, aún seguiríamos sumidos en ella. Con un solo gesto, cualquier otro nombre quedaba borrado; por entonces, ya casi nadie recordaba a un tal Nikola Tesla.
En el mismo momento en el que Edison revivía el encendido de su bombilla, hacía un año que Tesla no tenía oficina, pues ya no la podía mantener. Tras pasar por varios hoteles, se encontraba instalado en el Penn, que no fue el último en su peregrinaje. En general, iba dilatando el pago de las deudas poniendo de garantía los futuros e hipotéticos beneficios de alguna invención en la que estuviera trabajando, pero eso ya no era suficiente. El gerente del St. Regis, otro más de los establecimientos por los que había pasado, llegó a denunciarle, y a punto estuvieron de embargarle los pocos bienes que le quedaban. Cómo logró Tesla que el embargo finalmente no se ejecutara es un misterio, pero su costumbre de dar de comer a las palomas en su ventana, permitiendo incluso que entraran en la habitación, le convertía en un quebradero de cabeza tal, que llegaba a ser preferible echarle sin cobrar que soportar las quejas del resto de los clientes.
Por entonces, Wardenclyffe ya era solo un recuerdo; con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y dadas las conexiones de Tesla con la Telefunken alemana, el gobierno estadounidense, sin comprender exactamente para qué servía el complejo (en realidad, más bien para poco, desde que desapareciera todo el equipo), decidió derribar la torre, ante la sospecha de que pudiera transmitir información al país que se había convertido en enemigo. En ese mismo año, 1917, el New York World publicó una información con un titular contundente: “Tesla, el mago sin dinero. Asegura estar enterrado en deudas”.
A partir de ese momento, el trabajo de Tesla ya solo fue teórico. Al parecer, en ningún momento dejó de trabajar en sus ideas, e incluso instauró una especie de rito: cada 10 de julio, con motivo de su cumpleaños, recibía a un grupo de periodistas en su habitación, ante los que solía hacer alguna predicción o adelantar algún prodigioso invento. Por supuesto, nunca podía dar demasiados detalles, pero les emplazaba a un momento cercano en el que todos los misterios serían desvelados y no quedaría más remedio que alterar las convenciones y la historia de la tecnología.
Con el paso de los años, aquel peregrinaje de los periodistas, salvo contadas excepciones, llegó a convertirse más en una tradición freak que en una cita científica. Sin embargo, lo cierto es que, a pesar de entremezclarse con declaraciones visionarias, la mente de Tesla seguía siendo capaz de adelantar invenciones que no se harían realidad hasta años después. Así, por ejemplo, en 1917 la Electrical Experimenter (la misma publicación que acogería, dos años después y por entregas, su autobiografía Mis inventos, incluida en este volumen) publicó un artículo suyo anticipando la posibilidad de que, mediante el uso de ondas electromagnéticas, se pudiese detectar la posición exacta de un objeto en el espacio. Años después, este artilugio sería conocido como el radar, invento que entraría por la puerta grande con motivo de la Segunda Guerra Mundial. Pero la mayor parte de sus anuncios, como el de que había descubierto una nueva fuente de energía, basada en los rayos cósmicos, nunca tuvo mayor concreción.
Otro de sus inventos recurrentes, uno de los que más han contribuido a la leyenda Tesla, es el haz de partículas o, como sería conocido por la prensa habitual a las charlas de julio, el “rayo de la muerte”, una de las ideas que había proclamado a su regreso de Colorado Springs. El invento aparecía cada tanto en los periódicos, para inquietud del gobierno norteamericano que, aunque nunca se llegó a interesar de manera oficial por su desarrollo, tampoco veía con buenos ojos que los planos pudieran terminar en manos de alguna potencia extranjera, quizá pronto enemiga.
En 1935, y consciente de la carrera armamentística que estaba abocando al planeta a un nuevo desastre bélico, Tesla ofreció públicamente a todos los países de la Tierra su invención bélica, capaz de aniquilarlo todo en un radio de más de 300 kilómetros, y volvió a afirmar que esa arma convertiría la guerra en imposible por el riesgo de destrucción total mutua. Sin embargo, matizó, no era correcto hablar de la expresión “rayos de la muerte”:
Los rayos no son aplicables porque no pueden ser producidos en la cantidad requerida, y su intensidad disminuye rápidamente con la distancia. Toda la energía de la ciudad de Nueva York (dos millones de caballos de vapor, aproximadamente) convertida en rayos y proyectada a veinte millas de distancia, podría no matar a un solo ser humano porque, según una conocida ley de la física, se dispersaría en un área tan grande que se volvería ineficaz.
Mi aparato proyecta partículas que pueden ser relativamente grandes, o de tamaño microscópico, capaces de concentrar, sobre una pequeña zona y a una gran distancia, trillones de veces más energía que la que sería posible por rayos de cualquier tipo. Una corriente más delgada que un cabello puede ser capaz de transmitir muchos miles de caballos de vapor, de una manera ante la que nada podría resistirse.
Para Tesla, esta innovación, además de su capacidad destructiva, tendría muchas otras aplicaciones, como el desarrollo de la por entonces recién nacida televisión. En 1937 concretó aún más su propuesta en un ensayo titulado The Art of Projecting Concentrated Non-dispersive Energy through the Natural Media [El arte de proyectar energía concentrada y sin dispersión a través del medio natural], que expresamente hizo llegar al gobierno estadounidense y los principales europeos. En el famoso capítulo 34 de Prodigal Genius, que nunca llegó a aparecer en el libro, O’Neill afirma que hubo negociaciones entre el premier británico Chamberlain y Tesla, pero que no llegaron a fructificar. De hecho, Tesla estaba convencido de que nunca vería los resultados de sus ideas; ese parecía haber sido siempre su destino:
Parece que siempre he ido por delante de mi tiempo. Tuve que esperar diecinueve años antes de que el Niágara fuera domeñado con mi sistema, quince años para que la tecnología básica inalámbrica que anuncié al mundo en 1893 fuera aplicada de manera universal. Anuncié los rayos cósmicos y mi teoría sobre la radioactividad en 1896. Uno de mis más importantes descubrimientos —la resonancia de la Tierra—, que fue la base de la transmisión inalámbrica de la energía, y que anuncié en 1899, hoy permanece aún incomprendida. Casi dos años después de hacer que una corriente eléctrica rodease el globo, Edison, Steinmetz, Marconi y otros declararon que no sería posible transmitir ni siquiera señales inalámbricas a través del Atlántico.[76]
Tesla tenía motivos para lamerse las heridas, pero lo cierto es que había llegado un momento en el que sus únicos ingresos procedían de una asignación mensual que finalmente la Westinghouse aceptó concederle como asesor, temerosa tal vez de la mala imagen que podría dar que el creador de la tecnología utilizada por la corporación viviera en la miseria, y otra paga concedida por el gobierno yugoslavo (el sobrino de Tesla, Sava N. Kosanovic, fue nombrado embajador del nuevo país en Estados Unidos), que le permitió costearse la habitación 3327, múltiplo de 3, del New Yorker, el hotel en el que vivió desde 1934 hasta su muerte. En cuanto al apoyo, una vez fallecidas todas sus personas cercanas, solo le quedó el de un puñado de jóvenes entusiastas.
En 1915, The New York Times publicó una primicia: Tesla y Edison serían reconocidos con el premio Nobel de Física. Sin embargo, cuando llegó el momento de anunciar el galardón, recayó en los británicos William Henry Bragg y su hijo William Lawrence, por sus trabajos en la espectrometría de rayos X. ¿Qué había pasado? Fiel a su estilo, la academia sueca ni afirmó ni desmintió la información del rotativo estadounidense, que a su vez recogía un despacho de la agencia Reuters fechado en Londres. Sin embargo, no abundan en la historia de los premios los casos de un anuncio tan concreto, lo que hace suponer que la información venía de una fuente fiable. Nunca se ha descubierto exactamente qué ocurrió, pero la explicación más plausible es que la filtración hubiese coincidido con el sondeo a los dos inventores de su disponibilidad para compartir el galardón; no cuesta nada imaginar que Tesla, aunque el dinero no le hubiera venido nada mal, se mostraría poco dispuesto a equipararse con Edison. No en vano, Tesla se definía a sí mismo como un “descubridor”, mientras que su rival no era más que un simple e inspirado “inventor”. Y asimismo, es de suponer que Edison tampoco querría ayudar a la recuperación de la memoria de Tesla.
De hecho, costó un enorme esfuerzo que aceptara, dos años después, la medalla Edison. Era el galardón más importante que concedía la MEE, y el nombre de la persona que la recibiese tenía que ser aprobado por el propio Edison. Eso quiere decir que, a pesar del morbo que pudiera suponerle al mago de Menlo Park que su rival fuese reconocido con una medalla que llevaba su nombre, Edison era consciente de que Tesla merecía la distinción. El tiempo trajo consigo un acto de pequeña justicia poética, que desgraciadamente Tesla no llegaría a ver: en 1960, el Sistema Internacional de Unidades aceptó la incorporación de una nueva unidad de medida, el tesla, que mide la densidad del campo magnético. No existe ninguna magnitud denominada “edison”.
Después de recibir numerosos ruegos, Tesla acabó aceptando la medalla, que le fue entregada el 18 de mayo de 1917. Según el relato de O’Neill, Tesla fue convocado a un banquete en su honor al que asistieron los representantes más destacados de la AIEE, con la excepción de Edison, que por lo demás no solía acudir a este tipo de actos. Antes de comenzar, los organizadores comprobaron horrorizados que el homenajeado, que había llegado acompañado desde el hotel, había desaparecido. Tras mucho buscar, le encontraron en un parque cercano, dando de comer a las palomas con su esmoquin, y con varios pájaros posados sobre él.
Devuelto al salón donde esperaban los convocados, tomó la palabra el ingeniero Bernard A. Behrend, principal impulsor del homenaje, para hacer recuento de los logros de Tesla. El final de su intervención no careció del tipo de elocuencia que más podía satisfacer al homenajeado:
Le pedimos al señor Tesla que acepte esta medalla. No lo hacemos por el mero propósito de otorgarle una distinción, o por perpetuar un nombre; durante todo el tiempo en que los hombres se dediquen a nuestra industria, su trabajo formará parte del conocimiento general de nuestro arte, y el nombre de Tesla no sufrirá mayor riesgo de olvido que el de Faraday o Edison. Tampoco este Instituto pretende otorgar esta medalla como evidencia de que el trabajo de Tesla necesita de una sanción oficial. Su trabajo permanece y no necesita de tal sanción.
No, señor Tesla, le rogamos aprecie esta medalla como un símbolo de nuestra gratitud por un nuevo pensamiento creativo, el poderoso ímpetu, similar a una revolución, que le ha dado a nuestro arte y nuestra ciencia. Usted ha vivido para ver cómo el trabajo de su genio se establece. ¿Qué más podría desear un hombre? Todo esto nos motiva a parafrasear lo que dejara escrito Pope sobre Newton:
La Naturaleza y sus leyes permanecían ocultas en la oscuridad: y dijo Dios, hágase Tesla, y se hizo la luz.
Unas palabras hermosas, pero el propio O’Neill, que cuenta cómo la respuesta de Tesla consistió en un mar de anécdotas y opiniones sobre el futuro de la especialidad, era bien escéptico sobre la representatividad de ese homenaje:
Es dudoso que todos los componentes de la audiencia, o del estrado, captaran el verdadero significado de las palabras de Behrend cuando dijo que 'le pedimos al señor Tesla que acepte esta medalla’. Y aún serían menos los miembros del Instituto que tendrían una idea del alcance o importancia de la contribución de Tesla a nuestra ciencia. Sus inventos mayores habían sido anunciados treinta años antes. La mayoría de los ingenieros presentes pertenecían a una generación más joven, y habían aprendido a partir de unos libros de texto que habían omitido casi completamente cualquier mención al trabajo de Tesla.[77]
Aún hubo otro intento de recuperar el nombre de Tesla. En 1931, con motivo de su 75 cumpleaños, Swezey escribió a muchos de los nombres más importantes de la física para pedirles unas líneas en su honor. La persistencia del joven tuvo sus frutos. El mismo Albert Einstein, cuyas revolucionarias teorías no habían sido aceptadas por Tesla, reconoció sin embargo el peso de su trabajo:
¡Querido Sr. Tesla!
Me alegra oír que está a punto de celebrar su 75 cumpleaños lo que, como el exitoso pionero en el campo de las corrientes de alta frecuencia que es, le ha permitido asistir al maravilloso desarrollo de este campo de la tecnología.
Le felicito por el magnífico éxito de su trabajo de toda una vida,
Albert Einstein[78]
La revista Time, además, le dedicó la portada. Tres meses después, moría Edison, certificando el final de toda una época de la ciencia; en 1935, falleció Pupin y, dos años después, Marconi. Tesla era ya, prácticamente, el último superviviente de una época prodigiosa, barrida por una nueva generación que hacía del átomo el centro de sus investigaciones. En octubre de 1937 fue atropellado por un taxi, que lanzó al delgado y frágil anciano a una distancia de más de diez metros. Sin embargo, fiel a su desconfianza hacia los médicos, rehusó ser examinado y permaneció encerrado en su habitación durante varios meses hasta recuperarse; pero su salud inició un declive que aún duraría seis años. Impresiona ver las últimas imágenes de Tesla. Apenas queda nada de la alta, elegante y exótica figura que brillaba con luz propia en los principales salones neoyorquinos. Reducido cada vez más a una sombra, hacía mucho tiempo que su concepción de la elegancia había derivado en caricatura, pues insistía en seguir vistiéndose según la moda de décadas atrás. Paralelamente, el mundo, tras el último recuerdo de 1931, y con la excepción de su tierra natal, donde su fama seguía creciendo, hacía ya mucho tiempo que había descontado su existencia. Como en los viejos relatos de ciencia ficción, en los que un viajero del tiempo altera algo en el pasado y el nombre de gente viva empieza a desaparecer en los libros del presente, el recuerdo de Tesla se desvanecía con mayor rapidez que la que consumía su cuerpo.
Cuando, el 8 de enero de 1943, la asistenta del hotel New Yorker decidió ignorar el cartel de “No molestar” que llevaba dos días colgado de la puerta de la habitación 3327, se encontró con el cadáver del científico. Según el informe forense, había muerto hacia las 22.30 h. del día anterior, a causa de una trombosis coronaria. Estaba solo cuando murió, pero en su despedida oficial no faltaron las autoridades. El alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, leyó por radio un sentido homenaje, y su funeral, celebrado en la catedral de San Juan el Divino, fue presenciado por más de dos mil personas. Su ataúd iba cubierto por una bandera de Estados Unidos. Dos meses después, la Marina puso su nombre a un nuevo barco y en su tierra natal, sumida en la guerra contra los invasores alemanes, se creó una división militar con su nombre. No se sabe qué fue de las palomas.